Lunes, 12 de octubre de 2009
—Si hubiera sabido que Marcella iba a morir con ocho semanas, no la habría abandonado ni un solo segundo —dice Ray—. Pensaba que la tendría el resto de mi vida, que íbamos a estar juntas años y años. Pero solo estuve con ella ocho semanas. Cincuenta y seis días: parece menos cuando se dice así. Y hay que descontar nueve días durante los que ni siquiera estuve en casa. Me alejé de mi pequeña cuando solo tenía dos semanas. Me he odiado a mí misma por aquello durante años. Perdón, ¿he de mirarla a usted o a la cámara?
—A la cámara —le digo.
Se mira las uñas.
—Siempre se encuentra un motivo para odiarse si se tiene esa tendencia. Pensaba que me sentiría mejor si me perdonaba, pero… ayer mismo volví a odiarme, cuando me enteré de lo que le pasó a Judith. Y hoy no me siento especialmente afectuosa conmigo. —Se esfuerza por sonreír.
—¿Mató usted a Judith Duffy? —pregunto—. Porque si no la mató, entonces su muerte no es culpa suya.
—¿No? La gente la odiaba por mi culpa. No solo por mi culpa, es verdad, pero… he aportado mi granito de arena, ¿no cree?
—No, no lo creo. Hábleme de cuando se alejó de Marcella. —Intuyo que trata de escurrir el bulto; es más cómodo hablar de Judith Duffy.
Da un suspiro.
—Tengo miedo de que me juzgue usted. ¿No es ridículo? No me turbó en absoluto cuando nos conocimos y me dijo que creía que yo había matado a mis hijos.
—Usted sabía que no los había matado, así que mi opinión no la afectó. Pero ahora va a hablarme de algo que sí hizo.
—Yo trabajaba en una pequeña empresa: PhysioFit. Tenía mucha clientela. Y todavía la tiene, aunque ya no pertenezco a la casa. Había clientes individuales y además ofrecíamos fisioterapia a las empresas. Por poner un ejemplo con la empresa en que trabaja usted, Binary Star. Pongamos que su jefa piensa que todos ustedes pasan demasiado tiempo encorvados sobre el teclado de los ordenadores. Entiende que esa postura es perjudicial, todos se quejan de dolores de espalda, la oficina es un semillero de oclusiones vertebrales. La jefa decide introducir un programa de fisioterapia para todos los empleados de Binary Star. Lo primero que hace es invitar a varias compañías a que presenten sus programas y precios.
—¿Compañías como PhysioFit?
—Exactamente. Suponiendo que esto hubiera ocurrido hace años, cuando yo trabajaba en la casa, mi colega Fiona y yo habríamos ido a las oficinas de Binary Star y habríamos dado una charla informativa que habría durado dos o tres horas. Fiona habría hablado de la parte económica del asunto, las condiciones del contrato y todas esas cosas que a mí me interesaban muy poco. Una vez terminado su papel, habría sido mi turno y habría hablado de la fisioterapia propiamente dicha: qué supone, qué condiciones son particularmente útiles, que no es solo el último recurso para los dolores crónicos, sino algo que también tiene valor preventivo. Habría hablado de las posturas correctoras, de osteopatía craneal, que era mi especialidad, y de la insensatez de creer, como creen muchas personas, que una máquina puede ser tan eficaz como un ser humano cuando se trata de servicios fisioterapéuticos. Es imposible que lo sea. Cuando pongo las manos en el cuello de una persona, siento… —Se interrumpe y me sonríe con timidez—. Perdón. Casi olvido que no estoy ofreciendo mis servicios a su empresa. —Vuelve a mirar a la cámara—. Creo que todos se habrán hecho una idea.
—Parece que ese trabajo le entusiasma —digo—. Yo la contrataría.
—Me encantaba. No entendí por qué tuve que renunciar por el hecho de ser madre. Cuando supe que estaba embarazada de Marcella, lo primero que hice fue reservar una plaza en una buena guardería local. Empezaría a ir cuando tuviera seis… seis meses. Perdón.
—No pasa nada. Tómese su tiempo.
Ray forma un tubo con las manos y respira por él.
—Me pareció una buena solución: seis meses en casa con la pequeña y luego volvería a la clínica. —Se vuelve otra vez para mirarme—. Muchas mujeres vuelven al trabajo cuando sus criaturas tienen seis meses. —Le señalo la cámara—. Al día siguiente de dar a luz apareció Fiona por el hospital para hacerme una visita. Me llevó una caja de galletas en forma de pato cubiertas de un baño rosa; además me dio una buena noticia para PhysioFit: nos habían pedido una sesión informativa para los directivos de una compañía suiza con oficinas en todo el mundo, varias de las cuales estaban en el Reino Unido. Iba a ser un contrato monstruo, de esos que nos iba a permitir pasar del ámbito nacional al internacional y estábamos realmente interesadas. Y encima lo conseguimos. Teníamos competencia, pero nos prefirieron a nosotras. Perdón, me estoy adelantando.
—No hay problema. Todo esto se reordena luego, así que no se preocupe por la cronología.
—Quisiera ver la versión definitiva antes de que se emita —dice Ray inmediatamente.
—Desde luego.
Parece tranquilizarse.
—La dirección de la compañía estaba en Ginebra. Fiona tenía que ir allí, para conocer e interesar a los jefes. «Es una pena que estés de baja por maternidad», dijo. «He oído tu discursito miles de veces y podré repetirlo palabra por palabra, pero no será lo mismo que si estuvieras conmigo». Tenía razón. No sería lo mismo sin mí. Yo tenía más don de gentes que ella y esta sesión informativa iba a ser muy importante para PhysioFit. No soportaba la idea de no estar presente. No acababa de convencerme de que mi presencia no era decisiva para decidir el éxito o el fracaso.
Adivino lo que va a venir. Ray fue a Ginebra. Es evidente que fue. Pero ¿por qué las mentiras? ¿Por qué no contó a Julian Lance la historia que me está contando a mí? ¿O en el juicio?
—Pregunté a Fiona cuándo era la reunión. Me dijo la fecha. Faltaban tres semanas. Marcella no tendría ni un mes cuando Fiona partiera para Suiza. Yo… esta es la parte que tal vez no entienda usted. Pensará que debería haber sido franca y decir lo que quería hacer; haber dicho: «Perdonen todos, sé que acabo de tener una niña, pero es que debo hacer un viaje por motivos laborales… abur y hasta pronto».
—¿Angus se habría disgustado?
¿Se habría disgustado tanto como yo cuando averigüé cómo se había escapado de mi casa? Cuando volví, encontré una nota de Tamsin pegada al frigorífico: «Ni rastro de Angus Hines en la casa, a menos que esté en alguna habitación secreta que desconozco. ¡LLÁMAME!».
No la llamé. Tampoco me atrevía a ponerme en contacto con Angus para preguntarle cómo había salido sin romper cristales ni hacer un agujero en la pared. Me enteré esta misma mañana, cuando volví para recoger ciertas cosas que me hacían falta y me di de narices con Irina, la asistenta, que además prepara un doctorado en King’s. «¿Cómo se te ocurre dejar encerrado a tu amigo?», preguntó. «Eso no está bien, Fleece. Estaba tan avergonzado que me llamó para decirme lo ocurrido».
Corrí al cajón donde guardo tarjetas comerciales, bombillas de repuesto, menús de comida para llevar y paños de cocina (no tengo mucho espacio en casa y he de aprovechar todo el que hay). La tarjeta de Irina estaba allí —«Compañía de Servicios y Trabajos Domésticos»—, encima de un ordenado montón que no estaba tan ordenado la última vez que lo había visto.
Llamé a Angus y le dejé un mensaje diciéndole que tenía que hablar con él cuanto antes. Cuando me llamó, le grité por haber registrado los cajones de mi cocina y le pregunté por qué había mentido a Irina. ¿Por qué le había dicho que me había olvidado completamente de él y lo había dejado encerrado por equivocación? ¿Por qué no había roto una ventana para salir, como cualquier persona normal habría hecho? Me dijo que no quería ponerme en evidencia, dando a entender a la asistenta que yo era de las mujeres que encerraban a los hombres en casa. «No sé por qué te enfadas tanto», añadió. «He tratado de comportarme civilizadamente. Supuse que no te gustaría que rompiera una ventana». Le dije que no era esa la cuestión y me cabreaba que diera a entender que Irina se habría despedido en el acto si él, caballerosamente, no le hubiera ocultado mi mal carácter. La conversación con Angus hizo que me pusiera nerviosa y paranoica. Me esforcé por no imaginármelo repasando metódicamente mis tarjetas y devolviéndolas una por una al montón hasta dar con la de Irina.
No he hablado con Ray de todo esto. No creo que lo haya hecho Angus tampoco.
—Mi plan, al principio, era hablarlo con franqueza —dice Ray a la cámara—. No era ni siquiera un plan, era simplemente lo que tenía que hacer. Aquella noche me fui del hospital con Marcella y volví a casa. Abrí la boca una docena de veces para contárselo a Angus, pero no me salieron las palabras. Se habría quedado helado. No es que no me apoyara en mi trabajo; lo hacía. Estaba de acuerdo en que volviese a trabajar cuando Marcella tuviera seis meses, pero irme a Suiza cuando la niña tenía tres semanas era otra historia. Sé exactamente lo que me habría dicho. «Ray, acabamos de tener una criatura. He solicitado un mes de baja sin sueldo porque quiero estar con ella. Pensé que ibas a hacer lo mismo». Además, estaban las cosas que no me habría dicho pero que de todos modos había oído ya: «¿Qué te sucede? ¿Tan desnaturalizada eres como esposa y madre que vas a sacrificar el precioso tiempo familiar para irte en viaje de negocios? ¿No crees que deberías repasar tus prioridades?». —Ray da un suspiro—. Tenía estas discusiones en mi cabeza, una y otra vez. «Pero Angus, es que es muy importante». «¿Y mi trabajo? He pedido un mes de baja, pero supongo que eso no es importante, ¿verdad?». «No es eso, es que si perdemos este contrato, será un desastre». «Pues que se encargue Fiona; ella es perfectamente capaz de resolverlo sola. Además, no sería ningún desastre. PhysioFit está en alza, ya habrá otros clientes. ¿Por qué este te importa tanto?». «Porque es importante y estoy decidida a ir, aunque no pueda convencerte». «Y si la semana siguiente, o la otra, se presenta otra oportunidad laboral igualmente importante, también estarás decidida a irte, ¿verdad?».
—¿Estaba en lo cierto? —pregunto.
Ray asiente con la cabeza.
—Yo estaba obsesionada con PhysioFit. Por eso iba viento en popa, porque todos y cada uno de los detalles me importaban. Sentía tanta pasión y tanto entusiasmo que la compañía tenía que prosperar, no había más remedio. Angus no entendía lo que era eso. Nunca había tenido un negocio propio. Sí, se tomó un mes libre cuando nació Marcella, pero ¿y qué? ¿Iba el periódico a vender menos números porque no apareciesen las fotos de Angus? Pues claro que no. No sé, a lo mejor sí —se desdice—. La diferencia es que Angus trabajaba únicamente para ganar dinero. No vive ni siente en las venas su trabajo, como yo. Su pasión en la vida era yo. Y Marcella y Nathaniel. —Al llegar aquí se detiene y queda en silencio.
—Entonces, ¿no le contó en ningún momento lo de Suiza? A pesar de lo cual, usted fue, ¿no es eso?
—Sí. Llamé a Fiona al día siguiente y le expliqué que me iba con ella, pero que no le dijera una palabra a nadie. Se rio de mí, me llamó chiflada. Puede que tuviera razón.
Pienso en mí, en el hecho de que me escondo de la policía para estar segura de que hago mi trabajo sin interrupciones.
—No me asustaba decírselo solo a Angus. Estaban también mi madre y la suya, que se estaban comportando como abuelas superserviciales. Si hubiera sido sincera, habría tenido con ellas la misma discusión. La idea de ver sus caras de preocupación, de que llenaran mis oídos con las cosas que yo debía y no debía hacer… ah, me entraban ganas de encogerme debajo del edredón y no salir nunca de allí. Quería estar con mi pequeña, no perder el tiempo escuchando lo equivocada que estaba y lo idiota que era, y replicando. Mi madre y la madre de Angus eran encantadoras, pero también son dadas a saber lo que es bueno para aquellos por quienes se interesan. Cuando unen fuerzas es una pesadilla.
Procuro que no se note hasta qué punto hace esta historia que me sienta sola. Mi madre llega a extremos insospechados para no comentar nada de lo que hago, temerosa de ofenderme. Si le pregunto por lo que le gusta ver en la tele, se estremece como un conejo que ha oído un escopetazo y dice con voz de pito: «Lo que te apetezca a ti, decide tú», como si fuera una dictadora fascista capaz de cortarle la cabeza si dice Taggart en vez de Ven a cenar conmigo.
—Conforme pasaban los días me daba cuenta de que tenía que trazar un plan, y rápido —dice Ray a la cámara—. Fiona me había reservado los pasajes de avión. Yo ya había mentido a todo el mundo sobre lo doloroso que me resultaba dar el pecho. Era coser y cantar, para mí y para Marcella, pero, previendo mi marcha, yo fingía que era una tortura para poder acostumbrarla al biberón. Necesitaba una tapadera para estar tres días fuera de casa sin escándalos. Me estrujé los sesos, pero no se me ocurrió nada en absoluto, hasta que un día comprendí que era eso: la respuesta era nada.
Espero. Es de locos, pero siento la tentación de volverme hacia la cámara y preguntarle su opinión. «¿Cómo puede ser nada la respuesta? ¿Sabes de qué habla esta mujer?».
—¿Quiere oír mi brillante plan? —dice Ray—. Primera fase: empezar a comportarme como si estuviera ensimismada y aturdida. Conseguir que todos especulen sobre lo que puede estar pasándome. Segunda fase: preparar una bolsa de repente y cuando me preguntan adónde voy, repetir: «Lo siento, tengo que irme, no puedo explicarlo, tengo que irme». Tercera fase: Ir a un hotel próximo a la casa de Fiona, porque la casa de Fiona es el primer sitio donde Angus buscará, así que no puedo quedarme allí. Estar en el hotel unas cuantas noches, llamar a casa regularmente para tranquilizar a todos diciendo que estoy bien. Cuando me pregunten dónde estoy, negarme a dar esa información. Decir que no puedo volver a casa todavía. Fase… ya no sé por cuál voy.
—La cuarta.
—Cuarta fase: irme a Ginebra. Hacer la sesión informativa con Fiona. Conseguir el contrato. Quinta fase: volver a Londres, hospedarme en otro hotel. Llamar a casa, decir que me siento ya mejor. En vez de responder con monosílabos, trabar conversación con Angus. Preguntar por Marcella. Decir que la echo de menos, que ardo en deseos de volver a verla. Es verdad; no puedo. Iría corriendo a mi casa si pudiera, pero ha de hacerse por etapas. Todos sospecharían si de repente me comportara otra vez con normalidad… bueno, con la normalidad de siempre, que, ahora que lo pienso… —Sonríe con tristeza—. Sexta fase: después de un par de noches de recuperación gradual, volver a casa. Decir que no quiero hablar sobre por qué me fui ni dónde estuve. Lo único que quiero es estar con mi familia y seguir con mi vida de siempre. Séptima fase: cuando mi suegra me sermonee sin piedad exigiendo lo que ella llama «una explicación como Dios manda», subirme a la ventana del dormitorio y fumarme un cigarrillo sentada en el alféizar, gozando de saber que ya no tendré miedo de nada. Porque me habré demostrado a mí misma que soy libre y que en lo sucesivo haré lo que quiera. —Ray me mira—. Egoísta, ¿verdad? Pero era egoísta cuando nació Marcella. No sé si serían las hormonas o qué, pero de repente me sentí más egoísta y egocéntrica de lo que me había sentido en toda mi vida. Sentía… una especie de urgencia, sentía que debía hacer lo que quisiera, cuidar de mí misma, de lo contrario dejaría de ser yo.
—Si usted realmente creía necesario ir a Suiza, Angus debería haberla dejado —digo.
—Octava fase: cuando un policía, pensando que me salva la vida, tire de mí para apartarme de la ventana y un psiquiatra diga a mi madre y a mi suegra que hay que dejarme en paz por el bien de mi salud mental, se me presentará la oportunidad para mejorar a pasos agigantados. Un par de días más y volveré a estar radiante de alegría y con ganas de hacer cosas. Me habré salido con la mía. Me he tranquilizado, el pánico posparto ha desaparecido y lo único que quiero ahora es pasar una buena temporada con mi marido y mi dulce y preciosa hija. Mi marido estará emocionadísimo: ha estado muy preocupado, temía haberme perdido. Y aquí estoy ya: otra vez en casa y suya. Comienzan las celebraciones. —Pero no está precisamente alegre.
—¿No habría sido más sencillo decir la verdad y encajar las críticas?
Ray niega con la cabeza.
—En principio se diría que sí, pero no es verdad. Era más sencillo hacer lo que hice, mucho más sencillo. Debía de serlo, porque fui capaz de ponerlo en práctica; en cambio fui incapaz de contar la verdad. —Se mordisquea la cara interior del labio—. Al hacerlo como lo hice, eludía las responsabilidades. Una zombie que no sabe lo que hace despierta la compasión, mientras que una empresaria de éxito que arrincona a su niña recién nacida para ampliar el negocio solo despierta condenas. Angus lo entiende. Es curioso, no lo habría entendido en su momento, pero ahora sí.
—¿Ahora lo sabe?
Ray asiente con la cabeza.
Situación interesante. Angus no sabe que su mujer está en Marchington House, tampoco sabe todavía que está embarazada; en cambio, Ray le ha contado su plan de ocho fases para volverlo medio loco de preocupación. ¿Qué clase de relación tienen estos dos?
—Echo de menos a Fiona —dice Ray con voz serena—. Todavía está al frente de PhysioFit. Ahora tiene otra socia. Antes del juicio le escribí suplicándole que no contara a nadie lo de Suiza y no lo contó. Creía que yo lo había hecho; creía que yo era culpable, igual que todo el mundo.
—¿Cuándo le contó a Angus lo de Suiza? —pregunto.
—¿Recuerda que le hablé de un hotel donde me alojé cuando salí de la cárcel?
—¿El que tenía urnas pintadas en todas las habitaciones?
—Cuando me fue imposible seguir allí, fui a ver a Angus, a nuestra casa de Notting Hill. Fue entonces cuando llegamos a un acuerdo. Me gustaría… me gustaría que Angus estuviera aquí, mientras le cuento estas cosas —dice—. Me gustaría que lo contáramos los dos juntos, porque fue entonces cuando todo entró en crisis y cuando las cosas finalmente empezaron a irnos mejor.
Intento que parezca que me alegro por ella.
—No quiero que se enfade con él por habérselo puesto a usted difícil, Fliss. Es muy protector conmigo y no siempre trata bien a los demás. —El tono de Ray sugiere que se trata de un estilo de vida lícito que se ha elegido voluntariamente y no de un defecto de carácter—. Tampoco yo, imagino. Todos hacemos lo que tenemos que hacer, ¿no le parece? Mentí a mis abogados, mentí a Laurie Nattrass, mentí en el juicio… ¿era eso justo?
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué contó dos mentiras distintas sobre los nueve días de ausencia? ¿Por qué mintió sobre el tiempo que dejó usted en la calle a la enfermera evaluadora y sobre la primera llamada que hizo, a Angus o para pedir la ambulancia?
Mi móvil zumba. Un mensaje. Recojo el bolso, convencida de que no es de Laurie. Después de hacer oídos sordos a las veinte llamadas que le he hecho en los dos últimos días no es probable que haya decidido que mi número de la suerte es el veintiuno. «Por favor, que no sea él».
—Mentí en el juicio porque… —empieza Ray.
—Tengo que irme —digo, mirando el móvil. Allí, en la diminuta pantalla del aparato, están todas las pruebas que necesito. No sé qué hacer con ellas. Pulsar un botón las borraría, pero de mi teléfono, no de mi mente.
—Parece que es alguien importante —dice Ray.
—Laurie Nattrass —digo con voz neutral, como si fuera un nombre cualquiera.