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10-10-2009

—Me van a inhabilitar y eso ya no tiene vuelta de hoja —dijo Judith Duffy—. Ocurrirá aunque me defienda, y como yo no…

—¿Nada? ¿Ni siquiera alguien que hable en su favor?

Charlie procuró que su comentario pareciera más de curiosidad que de reproche. Llevaba hablando con Duffy alrededor de diez minutos, pero ya se había percatado de lo criticona que era normalmente. Mientras sus interlocutores hablaban, ella se divertía burlándose de su ropa, su amaneramiento y su idiotez, mentalmente, claro, y por eso mismo de manera inofensiva. Y la cuestión era que ahora empezaba a darse cuenta, y no sin ruborizarse, de la poca experiencia que tenía en el arte de escuchar a los demás con la actitud que ella probablemente creía idónea, es decir, sin la secreta esperanza de que segundos más tarde su mala fe encontrase algo en lo que hincar el diente.

Y ya que hablamos de ropa, la que Judith Duffy llevaba puesta era un poquito rara. Cada prenda, tomada individualmente, era irreprochable, pero el conjunto no pegaba: una blusa con encaje blanco, una rebeca morada sin forma definida, una falda gris hasta la rodilla que podía ser la mitad de un traje chaqueta, pantis negros y zapatos planos de color negro con un lazo grande que habría sentado mejor a una mujer más joven. Charlie no acababa de saber si Duffy se había propuesto vestir aquella mañana con elegancia o con informalidad: bajo ninguno de los dos aspectos había conseguido un look satisfactorio.

Charlie había logrado entrar en casa de Duffy apelando a lo que las dos mujeres tenían en común. Había necesitado más sinceridad de la que había previsto y había terminado casi por convencerse de que ella y la sosa y remilgada doctora eran almas gemelas que compartían algo parecido a la marginación social, hasta el extremo de que condenar a Duffy era ya como condenarse a sí misma, y Charlie estaba harta de hacer esto. Había dicho basta hacía aproximadamente un año.

—Para consternación mía y de mi abogado, no; ninguna defensa en absoluto —dijo Duffy—. Y ninguna apelación. No quiero discutir con nadie de nada; no con el Colegio General de Médicos, no con Russell Meredew. Y menos con Laurie Nattrass. El apetito de ese hombre por demostrar que tiene razón es insaciable. Cualquiera que tenga un encontronazo con él corre peligro de pasarse veinte años litigando. —Sonrió. Estaban sentadas en sendas butacas de mimbre sin cojines, en un invernadero de paredes verdes y suelo de baldosas verdes. Por lo que había visto Charlie, la casa de Duffy conjugaba matices del verde en todos los ambientes. Lo que se veía en la parte de atrás era un jardín largo, limpio y sin una sola planta, solo césped y arriates pelados, y más allá de una valla baja de madera, un jardín de idénticas dimensiones pero con arbustos y flores que finalizaba en un invernadero que parecía un duplicado del de Duffy.

—Cuando empezó mi impopularidad me dio por contar mi caso a todo el que quería escucharme. Me costó más de dos años comprender que defenderme sola hacía que me sintiera peor.

—Hay algo autodestructor en eso de querer convencer a los demás de que una no es tan mala como piensan —dijo Charlie—. Yo siempre he tenido tendencia a decir: «Que os den a todos por el culo; seguro que no estaréis peor que yo». —No pidió disculpas por su lenguaje. Si los jubilados tenían derecho a un pase de autobús gratis, ser marginado daba derecho a soltar tacos.

—Yo no soy ni buena ni mala, soy como soy. —Duffy se envolvió en la rebeca—. Igual que todo el mundo. Todos sentimos dolor, todos aliviamos sufrimientos y todos los causamos sin darnos cuenta. Y casi todos, en algún momento de la vida, los causamos deliberadamente, unos más y otros menos.

—No quisiera parecer una listilla, pero… si usted luchara por su empleo y su reputación en la vista del Colegio de Médicos, no traicionaría sus principios.

—Un veredicto del Colegio General de Médicos no cambiará mi forma de ser, como tampoco la cambiará la opinión pública —dijo Duffy—. Ni la desdicha. Por eso he desistido.

—Entonces ¿ya no le importa lo que la gente piense de usted?

Duffy levantó la cabeza para mirar el cristal que había encima de su cabeza.

—Si digo que es así, parecerá que desprecio a la humanidad y eso no es cierto, de ningún modo. Pero… poquísimas personas están en condiciones de formarse una opinión coherente sobre mí. La mayoría no sabe ver más allá de las cosas que dicen que he dicho y hecho.

—¿Y no es eso lo que es toda persona? —preguntó Charlie—. ¿La suma de todo lo que dice y hace?

—Usted no cree realmente eso, ¿verdad? —Judith Duffy parecía ahora una médica preocupada. Charlie casi esperaba que sacara el bolígrafo y el talonario de recetas y le prescribiera algún fármaco que cambiara las opiniones. «Por su propio bien, querida».

—Para ser sincera, soy demasiado superficial para haber pensado en ello, así que no fingiré que tengo una respuesta.

—¿Qué es lo mejor que ha hecho usted en su vida?

—Pues el año pasado… bueno, creo que salvé la vida de tres personas; más o menos.

—Correré un tupido velo por delante de su modesto «más o menos» —dijo Duffy con animación—. Usted salvó tres vidas.

—Habría que matizar eso —dijo Charlie con un suspiro. No era un recuerdo que le gustara evocar—. Un compañero y yo salvamos a dos personas, aunque la persona que iba a matarlas, acabó matando…

—No maticemos tanto —dijo Duffy sonriendo—. Usted salvó vidas.

—Supongo que sí.

—También yo he salvado vidas, docenas de vidas. No sé el número exacto, pero muchos niños no habrían llegado a adultos si no hubiera convencido yo a los tribunales de que los apartaran de familias que los habrían matado. ¿Qué mayor regalo puede hacerse que el de prolongar la vida cuando una persona está amenazada? Ninguno. Usted y yo hemos hecho ese regalo más de una vez. ¿Nos convierte eso en las mejores personas del mundo?

—Espero que no, señora —dijo Charlie riendo—. Si yo fuera lo mejor que puede ofrecer el mundo, tal vez tuviera que hacer turismo espacial.

—No nos definimos por nuestras hazañas más de lo que nos definimos por nuestros errores —dijo Duffy—. Somos lo que somos ¿y quién sabe en realidad lo que eso significa?

—Diga eso por Helen Yardley. Usted pensaba que mató a sus hijos.

—Y lo sigo pensando.

—Pero ella no se reducía a eso, de acuerdo con su teoría, ¿no? Fue lo peor que hizo, pero ella no se reducía a ese acto.

—No, es verdad. —La voz de Duffy se volvió más vigorosa—. Y desearía que hubiera más personas que lo comprendieran. Las madres que matan a sus hijos no son malvadas, no son monstruos. Más que nada están atrapadas en sus pequeños infiernos mentales, infiernos de los que no pueden escapar y de los que no pueden hablar con nadie. A menudo ocultan esos infiernos con tanta habilidad que convencen al mundo de que son felices y normales, incluso a las personas que tienen más cerca. —Se removió en la silla—. Supongo que no ha leído la autobiografía de Helen Yardley, Nada más que amor.

—Voy por la mitad del libro.

—¿Se ha fijado de cuántas personas dice que son ciegas y estúpidas por no saber, con solo mirarla, que ella no mató a sus niños, porque ninguna filicida estaría tan angustiada y afligida como ella? ¿Porque cualquiera podía darse cuenta de lo mucho que amaba a sus hijos?

Charlie asintió con la cabeza. Tampoco le había impresionado el argumento la primera vez que se lo habían señalado. La réplica en que pensó fue: «¿Es que no se puede fingir la aflicción?».

—Las madres que asfixian a sus hijos suelen quererlos y mucho, tanto como las madres a quienes jamás se les ocurría hacerles daño, aunque sé que es una idea difícil de aceptar. Por lo general están consternadas y son sinceras al sentirse así. Están destrozadas, su vida se ha hecho añicos, exactamente igual que la de una madre inocente cuya criatura muere de meningitis. Olvide los casos polémicos: hablo por las muchas mujeres que he conocido en el desempeño de mi trabajo y que admiten haberse sentido tan desesperadas que aplastaron la cara del niño con una almohada, o lo arrojaron bajo las ruedas del tren, o por el balcón. Con muy escasas excepciones, estas mujeres están desoladas por la desaparición de la criatura. Quieren morir después, no encuentran ninguna razón para seguir viviendo.

—Pero… —¿Se había perdido algo Charlie?—. Fueron ellas quienes causaron esa desaparición.

—Sí, y eso empeora las cosas.

—Pero… ¿por qué no se abstienen de matar entonces? ¿Creen que quieren que el niño muera y se dan cuenta demasiado tarde de que no es así?

Judith Duffy sonrió con tristeza.

—Está usted atribuyendo a esa mujeres un nivel de racionalidad que no tienen. Lo hacen porque sufren y no saben qué otra cosa hacer. Su comportamiento ha sido generado por ellas, por su sufrimiento, y no tienen recursos internos para atajarlo. Cuando una persona está mentalmente enferma, no siempre está en condiciones de pensar: «Si hago esto, ocurrirá esto otro». Estar mentalmente enferma no es lo mismo que estar loca, dicho sea de paso.

—No —dijo Charlie, que no quería pasar por palurda. Para sí, sin embargo, pensaba: «A veces no hay diferencia. Las dos podrían pasearse por las tiendas desnudas y gritando que los extraterrestres se nos llevan los órganos vitales».

—Las madres que matan a sus hijos merecen nuestra compasión, tanto como las madres cuyos niños fallecen de muerte natural —dijo Duffy—. Sentí auténtico estímulo cuando la jueza Elizabeth Geilow, en sus observaciones finales, preguntó si a las mujeres como Ray Hines y Helen Yardley hay que aplicarles el Código Penal. En mi opinión, no. Lo que piden a gritos es comprensión y ayuda.

—Pero usted declaró contra ellas. El papel de usted fue fundamental para las acusaciones que las mandaron a la cárcel —dijo Charlie.

—Yo no declaré contra Ray, contra Helen ni contra ninguna —la corrigió Duffy—. Como perito en un juicio criminal, me preguntaron por mi opinión sobre lo que causó la muerte de los niños. Si yo creo que la causa es la violencia ejercida por un progenitor o una persona cuidadora, lo digo así, pero yo no estoy contra nadie cuando expongo mi punto de vista. Al decir la verdad tal como yo la veo, trato de hacer lo que es mejor para todos. Las mentiras no benefician a nadie. Estoy de parte de las mujeres acusadas tanto como de parte de todos los niños asesinados o en peligro.

—No creo que las mujeres lo vean de ese modo —dijo Charlie con irritación. «Para que luego hablen de tener en cuenta los dos puntos de vista».

—Naturalmente que no. —Duffy se remetió el pelo gris acerado detrás de las orejas—. Pero también tengo que pensar en los niños, indefensos e igualmente merecedores de compasión.

—¿No está diciendo más merecedores?

—No. Aunque si me preguntara para qué creo yo que estoy aquí, le diría que para salvar y proteger a los niños. Es mi prioridad número uno. Verá, por mucha compasión que sienta por una mujer como Helen Yardley, me aseguraré de que no mate a otra criatura, si es posible.

—¿Se refiere a Paige?

Duffy se puso en pie.

—¿Por qué me da la sensación de que me estoy defendiendo?

—Lo siento, no pretendía…

—No, no se trata de usted. ¿Le apetece más té?

A Charlie no le apetecía, pero intuía que la médica necesitaba un poco de tiempo para aclarar sus ideas y afirmó con la cabeza. ¿Había hablado con demasiada brusquedad? Simon se habría reído y replicado: «¿No lo haces siempre?».

Mientras Duffy trasteaba en la cocina, Charlie miró los libros del pequeño estante que había en un rincón del invernadero. Una biografía de Daphne Du Maurier, unas cuantas novelas de Iris Murdoch, nueve o diez volúmenes de una tal Jill McGown, totalmente desconocida para Charlie, clásicos rusos, tres libros de recetas vegetarianas y Por siempre… No, no podía ser. Cruzó la estancia para cerciorarse de que no veía visiones. No las veía. Judith Duffy tenía un ejemplar de Por siempre en mi corazón de Jade Goody. Para que luego hablen de gustos eclécticos.

—La inventiva de los Yardley con los nombres es una de las causas de mis problemas —dijo Duffy al volver con las dos tazas de té—. En un informe que escribí me referí a su hijo varón Rowan con un pronombre femenino. Solo he conocido a dos Rowan en mi vida y eran mujeres, así que supuse que el hijo de Helen también lo era. Laurie Nattrass ha sacado mucho partido de mi equivocación, como también ha explotado a conciencia mi falta de interés personal por la familia Yardley, a diferencia de Russell Meredew, que prácticamente se instaló en su casa en cierto momento. Nunca he hablado con Helen ni con Paul, no me entrevisté con ellos.

—¿Lo lamenta? —preguntó Charlie.

—Lamento no tener tiempo para el contacto personal, pero la realidad es que… —Duffy se interrumpió—. Estoy otra vez a la defensiva.

—No tiene por qué. No la estoy atacando.

La médica apretó los labios.

—La realidad es —repitió, esta vez con menos vehemencia— que yo era la perito más buscada del país hasta que Laurie Nattrass me declaró madre de todas las maldades, y no tuve tiempo de conocer a todas las familias. Tuve que delegar eso en otros que esperaba que tuvieran experiencia suficiente para prestar a progenitores como los Yardley y los Hines la ayuda que necesitaran. Mi misión como perito no era reunirme y conocer a la familia, sino analizar muestras por el microscopio, inspeccionar las diapositivas que me daban y encontrar la lógica de lo que veía. En el caso de Rowan Yardley, analicé tejido pulmonar y un cráneo fracturado: las dos muestras me las entregó el patólogo pediatra que hizo la autopsia. No solicité inspeccionar los genitales de la criatura, de aquí mi error sobre su sexo.

Duffy se apartó el pelo de la cara.

—Debería haber sabido que era un varón —añadió—. Debería haberlo comprobado y lamenté profundamente no haberlo hecho, pero… —Se encogió de hombros—. Por desgracia, eso no invalidó lo que vi por el microscopio: un claro indicio de que, en el curso de su breve vida, Rowan Yardley había sufrido varias tentativas de ahogamiento. Por muchas veces que me hubiera sentado en la cocina de los Yardley y por mucho que hubiera charlado con ellos no habría desaparecido aquel indicio de obstrucción respiratoria antinatural. Ni la fractura craneal.

Charlie dio un sorbo al té y se preguntó si habría algo con que compararlo en la práctica policial. Por ejemplo, si paseando por Winstanley Estate viera a un adolescente con sudadera de capucha golpear y arrojar al suelo a una anciana, insultarla y salir corriendo con su bolso, indicio inequívoco y con testigo presencial de que se había cometido un delito… ¿Había estado así de segura Judith Duffy en el caso de Helen Yardley? ¿Declararon los médicos de la defensa algo equivalente a: «No le estaba robando, estaba ensayando una obra escolar sobre ladrones»?

—Por si sirve de algo, y como no hablé con ella en ningún momento tal vez diga usted que no sirve de mucho, creo que Helen Yardley escapó de su pequeño infierno antes de morir —dijo Duffy—. La experiencia por la que pasó le dio una finalidad en la vida. Su labor en favor de otras mujeres, eso creo que fue sincero. Creía firmemente en la inocencia de ellas, de Sarah Jaggard, de Ray Hines, de todas. Le vino bien ser famosa, la perfecta mártir convertida en heroína. Le dio algo que necesitaba: atención, reconocimiento. Creo que realmente deseaba hacer el bien. Por eso fue tan eficaz como abanderada de JPCI.

Charlie percibió dignidad y admiración en la voz de la médica y se sintió incómoda.

—Siempre es difícil analizar una por una las motivaciones de una persona —dijo Duffy—, pero si tuviera que hacer hipótesis, diría que el deseo de Helen de ser inocente estimuló su convencimiento de que otras mujeres lo eran, otras como ella. Lo paradójico es que si todas hubieran sido culpables, la campaña de Helen les habría venido como anillo al dedo. Por creer en su bondad básica, probablemente las ayudó a perdonarse a sí mismas por lo que hubieran hecho.

—¿Está usted diciendo…?

—¿Que todas son culpables? No. Lo que digo, y lo que individuos como Laurie Nattrass no quieren tener en cuenta, es que las probabilidades de que una muerte infantil inesperada e inexplicable sea un asesinato son muchísimo más numerosas ahora que antes, proporcionalmente. Hace cincuenta años había al año 3000 muertes súbitas infantiles en el Reino Unido. Poco a poco, conforme se subsanaba el problema del alojamiento, la cantidad se redujo a un millar al año. Luego, con las campañas antitabaco, con la disminución de los dormitorios compartidos y la campaña que indujo a los padres a acostumbrar a los niños a que durmieran boca arriba, la tasa de muertes súbitas infantiles se redujo a 400 al año. Pero los pequeños infiernos mentales… —Duffy volvió la cabeza para mirar hacia la cocina, como si su propio infierno privado estuviera por allí—. Probablemente hay ahora los mismos que había antes, si no más, lo que significa otros tantos adultos inclinados a hacer daño a los niños.

—Lo que significa que, proporcionalmente, hay más muertes no naturales —dijo Charlie. Tenía sentido.

—Yo diría que sí. Aunque, como no estoy especializada en estadísticas, no sé si eso es lo mismo que decir que hoy es más probable que hace cincuenta años que una muerte súbita registrada sea un homicidio. Las estadísticas pueden ser útiles cuando nos fijamos en las poblaciones, pero pueden tergiversar los datos horriblemente cuando queremos aplicarlas a los casos individuales. Soy muy exacta cuando hablo de estas cosas, por eso me exaspera que los necios me confundan. —Duffy parecía más resignada que enfadada—. ¿Ha oído usted alguna vez mi célebre frase, «tan improbable que es casi imposible»?

Charlie asintió con la cabeza.

—Más que ninguna otra cosa, es lo que va a sentenciar mi suerte en el Colegio General de Médicos —prosiguió Duffy—. ¿Cómo pude decir yo algo tan impreciso y tendencioso sobre las probabilidades de que dos hermanos fallezcan de muerte súbita sin tener pruebas estadísticas sólidas en que apoyarme? Muy sencillo: es que no lo dije. Traté de explicar a qué me refería, pero el abogado de Helen Yardley no me dejó hablar. La pregunta que se me formuló fue, literalmente: «¿Es posible, en su opinión, que Morgan y Rowan fueran víctimas del síndrome de muerte súbita infantil?». Fue a esa pregunta a la que yo respondí con las palabras por las que ahora se me odia a escala universal, pero yo no estaba hablando de las probabilidades de dos muertes en una misma familia. Sobre esto habría dicho que sería poco común que dos niños de la misma familia fallecieran de muerte súbita, pero totalmente posible si había alguna predisposición médica en la familia: una característica genética, un historial de arritmias… —Judith Duffy se inclinó hacia delante—. Cuando dije «tan improbable que es casi imposible», quise decir dado lo que he visto por el microscopio: nada que ver con la cantidad de muertes súbitas por familia. Había analizado detalladamente la ficha de los dos niños y encontrado en ambos casos indicios de muerte no natural que me parecieron irrefutables: repetidas tentativas de ahogamiento, intoxicación por sal, fractura craneal bilateral… Russell Meredew alega que un niño puede fracturarse el cráneo cayéndose de un sofá; yo lamento discrepar. Para que Morgan y Rowan tuvieran la lesión que vi y no hubiera sido infligida… —Arrugó el entrecejo y se echó a reír a la vez, como si tratara de entenderlo nuevamente—. Es tan probable como que un hueso sobresalga del codo sin estar roto el brazo, tan improbable, sí, que es casi imposible.

Charlie se preguntó de manera automática si no existiría algún síndrome raro que permitiera que un hueso sobresaliera del codo sin estar roto. ¿Un encogimiento de la piel? ¿Un agujero en el músculo?

—Estar segura no me da por fuerza la razón, naturalmente —añadió Duffy—. En mi campo laboral la humildad es tan importante como la compasión. Cometí errores graves: al principio dije, en el caso de Rowan Yardley, que no había que confiar en los análisis de sangre. Pero luego, cuando descubrí que también Morgan tenía en sangre un índice salino muy elevado, y miré el cuadro sintomático general, cambié de opinión. Tomado individualmente, el alto índice de sodio en el suero tal vez pudiera explicarse, pero… Además, cuando lo dije, no sabía si los niveles de sal en la sangre de Rowan eran elevados o no. Otro error que cometí fue aceptar lo que me dijo un amigo mío que es patólogo, que la muerte de Marcella Hines tenía que tener causas naturales, porque él conocía a Angus Hines y los Hines eran «una familia estupenda».

Charlie se dio cuenta de que Duffy parecía más desenvuelta hablando de los errores que había cometido que de las equivocaciones cometidas con ella.

—Cuando Nathaniel Hines apareció en mi mesa de autopsias cuatro años después, me entró pánico. Había bajado la guardia que solía mantener alta y dado por buena… la palabra de Desmond, el patólogo, cuando no habría tenido que hacerle caso, y ahora había otro niño asesinado por haber concedido a Ray Hines y a Desmond el beneficio de la duda. Lo que más había temido, y supongo que por eso deseé ser crédula, era precisamente lo que había acabado por suceder. Adopté una actitud sobreprotectora, excesivamente cautelosa, y el resultado fue… —Su voz se apagó y su mirada resbaló hacia el vacío, a espaldas de Charlie.

—¿El resultado fue? —la incitó Charlie con amabilidad.

—Que cometí un error terrible en el caso de Ray. Ella no mató a ninguno de sus hijos, pero dije al tribunal que sí. La culpa la tuvo en parte mi actitud defensiva. —Duffy sonrió—. Yo estaba muy a la defensiva. Cuando murió Nathaniel Hines, los medios movilizados contra mí por Laurie Nattrass venían acosándome desde hacía algún tiempo. Estaba decidida a no dejarme atrapar por él. Decir que Nathaniel Hines fue víctima del síndrome de muerte súbita cuando tenía dudas habría parecido una derrota. Supongo que deseaba demostrar al mundo que las madres podían ser un peligro muy real para los niños y no algo que yo había inventado por maldad ni porque disfrutase destruyendo la vida de la gente. Pero tenía dudas; sabía de muy buena fuente que Ray había sufrido depresión posparto y que había estado a punto de saltar por una ventana. ¿Y si me decantaba por las causas naturales y los Hines tenían otro niño que acababa igualmente muerto?

—Usted y Ray almorzaron juntas el lunes —dijo Charlie. Al ver la cara de sorpresa de Duffy, añadió—: Es una de las razones por las que estoy aquí. El inspector encargado de investigar el asesinato de Helen Yardley considera extraño que las dos pasaran juntas cierto tiempo.

—Es extraño si se mira el mundo desde un punto de vista limitado y limitador —dijo Duffy.

—Bueno, así es nuestro inspector.

—Lo crea o no, Ray y yo somos ahora buenas amigas. Me puse en contacto con ella cuando salió de la cárcel a través de su abogado.

—¿Por qué? —preguntó Charlie.

—Para disculparme. Para admitir que había sido muy poco objetiva en su caso. Fue ella quien sugirió el encuentro. Quería contarme la verdad sobre la causa de la muerte de sus criaturas. Creía que había sido la vacuna DTP-Hib en ambos casos. Después de escucharla durante media hora, me sentí inclinada a creerlo yo también.

—Pero…

—Sus abogados no presentaron esta información en el juicio porque todos sus peritos amenazaron con desmentirla y, faltos de peritos médicos que afirmaran que era la posible causa de la muerte, habrían pasado por idiotas. Paradójicamente, si hubieran acudido a mí, me habría pensado dos veces lo de considerar asesinato la muerte de Marcella y Nathaniel. Por lo menos creo que lo habría hecho —se corrigió Duffy—. Quiero creer que habría abierto los ojos entonces.

—Pero los abogados de Ray no acudieron a usted porque usted era la mala de la historia, la que buscaba pruebas para la parte contraria.

Duffy asintió con la cabeza.

—La madre de Angus Hines tiene lupus. En su familia extensa hay todo un historial de muertes súbitas. Eso sugiere un problema inmunológico hereditario. Además, una testigo de confianza vio que tanto Marcella como Nathaniel sufrieron un ataque casi inmediatamente después de vacunárseles. Los efectos secundarios de la vacuna, sobre todo los ataques, habrían explicado todas las cosas que vi: el edema cerebral, la hemorragia…

—Debió haberse dicho en el juicio. Aunque pensaran que todos los médicos lo desmentirían.

—Sí, estoy segura de que Julian Lance tuvo razón en eso; es el abogado de Ray. Todo el mundo admite en teoría que un pequeño porcentaje de niños reaccionan mal a una vacuna y en algunos casos mueren, incluso hay un departamento de la administración para indemnizar a los afectados por los efectos secundarios de las vacunas, pero cuando estos aparecen, todos, según mi experiencia, cierran filas y dicen: «No fue la vacuna, la vacuna era segura, había sido probada y comprobada». —Duffy sonríe de súbito—. ¿Sabe?, cuando vi a Ray después de ser puesta en libertad, me dio las gracias por preocuparme por sus hijos hasta el punto de no ceder a las presiones a que se me sometió, las presiones de Laurie Nattrass; por no decir que murieron de muerte natural si no era eso lo que yo creía. Eso me dijo, a pesar de que fue a la cárcel por culpa de mi declaración.

—¿Sabe dónde está Ray ahora? —preguntó Charlie.

—No sé la dirección —dijo Duffy, dándose unos golpecitos en las rodillas. Charlie malinterpretó el ademán durante un segundo y lo tomó por una invitación a sentarse en su regazo—. Me da la sensación de haber hablado demasiado de mí misma —prosiguió Duffy—. Me gustaría saber algo de usted.

—Ya le dije que caí en desgracia.

—Siento que tuviera usted que gritar los detalles a través del buzón de mi puerta —dijo Duffy—. ¿No quiere explayarse al respecto? ¿Ha hablado alguna vez del problema? No me refiero a los hechos desnudos, sino al impacto emocional…

—No —dijo Charlie con voz cortante.

—Pues debería.

—¿Aunque no quiera?

—Especialmente si no quiere. —Duffy parecía alarmada, como si la resistencia a hablar de traumas pretéritos fuera un síntoma de enfermedad mortal—. Guardarse para sí un daño emocional, sea cual fuere, es un gran error. —Se levantó a medias de la silla y acercó esta a Charlie antes de sentarse de nuevo—. Tuvieron que transcurrir dos años para que me atreviese a hablar del juicio de Sarah Jaggard. Tuvieron que conducirme al juzgado en un furgón blindado y luego me escoltaron hasta una puerta trasera. Yo sabía ya que era imposible que la condenaran. En 2005 mi nombre era conocido por todos, y no en el buen sentido, gracias a Laurie Nattrass. Mi intervención en el juicio como testigo de cargo bastaba para garantizar la absolución de Jaggard. La gente me insultaba en la sala de autos y los miembros del jurado me miraban como si desearan verme muerta…

La interrumpió un fuerte timbrazo: era el timbre de la puerta.

—No pienso abrir. No espero a nadie. Prefiero hablar con usted y escucharla.

Charlie titubeó. ¿Accedería a contarle a aquella mujer, prácticamente una desconocida, cómo se había sentido durante los últimos tres años? ¿Debía contárselo?

—No, vaya a abrir —dijo.

Duffy pareció decepcionada, pero no discutió. Cuando se fue, Charlie se levantó y se puso la cazadora rápidamente, no fuera que cambiase de opinión. Recogió el bolso y echó a andar hacia la cocina. Oyó a Duffy en el vestíbulo diciendo con voz amable pero firme: «No, gracias» y «De verdad, estoy segura. Gracias».

Charlie salió al vestíbulo en el mismo instante en que sonó el disparo, vio la pistola, vio a Duffy caer de espaldas, su cabeza estrellándose contra los peldaños sin alfombrar.

El hombre del umbral se volvió y apuntó a Charlie con el arma.

—¡Al suelo! ¡No se mueva!

—No podría haberlo visto, ¿no cree? Ella era inocente todo el tiempo. —Leah Gould alzó la voz para que la oyeran por encima de los ruidos de la cafetería. Se había citado allí con Simon, ya que quedaba enfrente de su trabajo, al otro lado de la calle. Gould hacía siete años que no trabajaba en Servicios Sociales. En aquella época había pedido la baja por maternidad y cuando su hija fue a la guardería, encontró un empleo de recepcionista en una empresa maderera, donde seguía trabajando.

—Solo usted sabe lo que vio —dijo Simon.

—Pero ¿por qué iba a asfixiar a su hija si no mató a sus dos niños? No lo habría hecho, ¿no cree? O es una asesina o no lo es, y si hubiera sido culpable no habrían anulado sus sentencias o lo que fuese.

—¿Por qué dice eso?

Leah Gould mordió la tostada de queso con cebolla mientras meditaba la pregunta. Simon se moría de hambre. En cuanto se quedara solo, pediría algo de comer. Detestaba comer delante de desconocidos.

—Es como dice Laurie Nattrass: los tribunales harán cualquier cosa con tal de no admitir que se equivocaron. Solo lo admiten cuando se ven obligados a ello, cuando el error es tan gordo que no pueden negarlo.

—O sea que como Helen Yardley ganó el recurso, tuvo que ser inocente.

Leah Gould asintió con la cabeza.

—Y antes del recurso, ¿qué pensaba usted?

—Bueno, pensaba que era culpable. Decididamente.

—¿Cómo es eso?

—Por lo que le vi hacer. —Otro bocado a la tostada.

—Querrá decir por lo que no le vio hacer.

—Sí, eso. Pero yo pensaba que lo había visto. Solo después me di cuenta de que era imposible.

Por culpa del hambre canina que sentía, la impaciencia de Simon crecía más de lo normal.

—¿Sabe algo de los tres jueces que estudiaron la apelación de Helen?

Leah Gould lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿A santo de qué voy a saber yo nada sobre ningún juez?

—¿No conoce ni siquiera sus nombres?

—¿Por qué tendría que conocerlos?

—Sin embargo, confía usted en ellos más de lo que confió en sus ojos.

Leah Gould lo miró parpadeando.

—¿A qué se refiere?

A Simon le habría gustado quitarle la tostada de la mano y haberla arrojado al otro extremo del establecimiento.

—Las condenas de Helen Yardley se revocaron porque se consideraron basadas en pruebas poco sólidas. Lo cual no equivale a decir que Yardley sea inocente. Los jueces que estudiaron el recurso no pensaron por fuerza que Yardley fuese inocente de asesinato, aunque es posible que sí. Es posible que lo pensara uno, o dos, o los tres; puede que sus opiniones coincidieran, puede que tuvieran opiniones diferentes. —Era inútil seguir por aquel camino—. Lo que a mí me interesa es lo que cree usted, de acuerdo con lo que usted vio.

—Yo creo que quiso abrazar a la niña, como ella misma dijo.

Allí faltaba algo. Leah Gould no había dado ninguna muestra de pesar.

—El testimonio que prestó usted en el juicio fue decisivo para la acusación —dijo Simon—. Usted afirmó haber visto que Helen Yardley quiso asfixiar a su hija. Le preguntaron si pudo haberse tratado de un abrazo, del abrazo de una madre angustiada a la que van a separar de la única criatura que le queda y que se aferra a la niña; y usted dijo que no.

—Porque fue eso lo que me pareció entonces.

¿Era la culpa una emoción que solo sentían las personas inteligentes?

—No fui solo yo —prosiguió la mujer—. Había un policía allí. Él también lo vio.

—¿Giles Proust?

—No recuerdo su nombre.

—Se llamaba Giles Proust. Disintió de usted en el juicio. Él declaró que lo que vio aquel día fue un abrazo normal y corriente.

Leah Gould negó con la cabeza.

—Yo lo miraba a él, no a Helen Yardley. Él miraba a la madre y a la niña. Fue entonces cuando supe que pasaba algo. Vi que la expresión del hombre cambiaba, me miró a mí, como si no pudiera hacer nada y quisiera que yo lo impidiese. Y entonces miré a Helen y a la niña y… vi lo que vi. Y lo impedí.

—¿Impidió usted una tentativa de ahogamiento? ¿Quitando a Paige Yardley de brazos de su madre?

Los labios de Leah Gould se tensaron con malestar.

—¿Quiere marearme? Ya le he dicho que no es eso lo que creo ahora. Le estoy contando lo que pensé entonces.

—¿Y usted pensó entonces que el sargento Proust vio lo mismo que vio usted?

—Sí.

—En ese caso, ¿por qué sostuvo él lo contrario en el juicio? ¿Por qué declaró que solo vio un abrazo?

—Tendrá que preguntárselo a él. —Ni la menor curiosidad en la cara de la mujer, ni siquiera un parpadeo interesado.

—Supongo que si se equivocó al interpretar lo que hacía Helen Yardley, también pudo equivocarse en relación con Giles Proust. Puede que interpretara mal la mirada que le dirigió; puede que él estuviera pensando en lo que iba a tomar con el té aquella noche.

—No, porque parecía petrificado. Yo me dije: ¿qué clase de policía es si se asusta tan fácilmente? —Cabeceó y en su boca volvió a dibujarse una mueca de malestar—. Quiero decir que debería haberlo impedido. No debería haber esperado a que lo hiciera yo.

—Aunque usted crea ahora que no hubiera nada que impedir —le recordó Simon.

—Exacto —admitió la mujer con una expresión de incertidumbre que duró poco. Se introdujo en la boca la última punta de la tostada.

—En ese caso, ¿por qué cree que Proust pareció tan asustado?

—Tendría que preguntárselo a él. —Ñam, ñam, ñam.

Simon le dio las gracias y se fue. Jamás se vio a un hombre más deseoso de huir. Encendió el móvil. Sam Kombothekra le había dejado un mensaje. Simon le devolvió la llamada desde el coche.

—¿Cómo te ha ido con Leah Gould? —preguntó Sam.

—Es una masa bovina que consume espacio.

—¿Nada útil entonces?

—No —mintió Simon. Se sentía como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Había conseguido exactamente lo que esperaba. Leah Gould había cambiado de opinión porque ya no se llevaba creer que Helen Yardley fuera una asesina, así de sencillo. Simon estaba seguro de que Gould había visto a Helen asfixiando a Paige y de que Proust lo había visto también.

Proust debió de enamorarse del papel de madre afligida que interpretaba Helen en el primer encuentro. Creía que la mujer era inocente y él siempre tenía razón: si algo sabía de sí mismo era eso, más que ninguna otra cosa. Y tenía que seguir estando en lo cierto, aunque presenciara el intento de asesinato de la tercera criatura de Helen. Sus ideas preconcebidas le impidieron tomar las medidas que había que tomar; estaba maniatado, tan maniatado como por culpa suya estuvieron desde entonces cuantos lo rodeaban. Con una mirada de desesperación cargó sobre los hombros de Leah Gould la responsabilidad de salvar la vida de Paige Yardley y luego reanudó la comedia: la inocencia de Helen, su propia certeza. Proust mintió en el juicio, pero se convenció a sí mismo de que hacía todo lo contrario.

En el fondo de su corazón sabía la verdad. Si no había visitado a Helen en la cárcel ni una sola vez, como afirmaba Laurie Nattrass…

En el fondo de su corazón tenía que darse cuenta del lamentable error que había cometido. ¿Temía que volviera a ocurrir en una situación igual de comprometedora? ¿Por eso necesitaba que todos fingieran que tenía más vista que un lince?

Saber todo esto —saber que el Muñeco de Nieve no sabía que él sabía— había cambiado el equilibrio de fuerzas entre ellos, al menos en la cabeza de Simon. Ya no se sentía mancillado ni amenazado por la invitación a cenar. Charlie tenía razón: podía decir con toda sencillez que no quería cenar con Proust. También podía aceptar, presentarse con una botella de vino y contarle a Lizz Proust la verdad sobre el hombre con el que se había casado.

Tenía ahora la sartén por el mango. No importaba que no pudiera demostrar sus deducciones; sabía que podía destruir al Muñeco de Nieve cuando quisiera.

—¿Vienes ya para aquí entonces? —preguntó Sam, sacando a Simon de su fantasía de victoria.

—Sí, en cuanto me tome un bocata.

—Gibbs habló con Paul Yardley.

—Pobre cabrón.

—¿Gibbs?

—Yardley. Primero pierde tres críos, luego le matan a la mujer y ahora Gibbs se pone a tirarle de la lengua.

—Ahora admite que llamó a Laurie Nattrass antes de pedir una ambulancia. Al parecer, Nattrass le dijo que dijera que pidió la ambulancia antes.

—¿De veras? —dijo Simon con aire pensativo.

—No pedir la ambulancia inmediatamente es mala política, le dijo. Convenció a Yardley de que haríamos todo lo posible por cargarle la muerte de Helen. «La pasma siempre empapela al marido si puede y en el caso de usted se muere de ganas».

—¡La madre que lo parió!

—Gibbs pensó que Yardley le decía la verdad —dijo Sam—. Nattrass no es idiota; debió de comprender que comprobaríamos las llamadas del teléfono de Yardley.

—¿Crees que le dijo a Paul Yardley que mintiera porque quería que sospecháramos de él? Le dice a Yardley: «Diga tal y cual y no sospecharán de usted», mientras para su sayo pensaba: «Di tal y cual y sospecharán de ti».

—No sé. —Sam parecía cansado—. Lo que sí sé es que mientras hablaban, Yardley contó a Nattrass lo de la tarjeta que había encontrado en el cadáver de su mujer, sobresaliendo del bolsillo. Y espera a oír esto: Sellers habló con Tamsin Waddington, la amiga de Fliss Benson, y le dijo que Nattrass también había recibido los dieciséis números; Waddington vio la tarjeta en la mesa de Nattrass el 2 de septiembre, un mes antes de que mataran a Helen Yardley. Nattrass dijo que no tenía ni idea de quién se la había mandado.

—¿Qué? —Simon se descargó sobre el volante y accionó el claxon sin querer. Murmuró «Perdón» a dos mujeres que pasaban y que lo fulminaron con la mirada—. Entonces, cuando Paul Yardley llamó a Nattrass y le contó lo de la tarjeta hallada en el bolsillo de su mujer…

—Nattrass habría tenido que correr al teléfono y llamarnos a nosotros, asustado por la posibilidad de ser la siguiente víctima del asesino, sí. Aunque no temiera por él mismo, cuando descubrió que Fliss Benson había recibido una tarjeta igual, habría debido…

—Ya hablé con Benson de la tarjeta —dijo Simon—. La llevó al despacho de Nattrass, se la enseñó y le preguntó si sabía qué significaba. No es posible que le contase a Benson lo de la tarjeta que encontró Paul Yardley en el cadáver de Helen, Benson no lo mencionó y creo que lo habría hecho. Y ahora que lo pienso, Nattrass tampoco tuvo que hablarle de la tarjeta que había recibido él, porque Benson me lo habría dicho igualmente…

—¿Eso crees? —dijo Sam con desánimo—. Empieza a preocuparme el papel de Fliss Benson en esta historia. No la localizamos, no sabemos si tiene coartada para el lunes…

—Si Benson es la asesina, yo soy Barack Obama.

—Sellers y yo estuvimos esta mañana en su despacho. Tenía abierta en la pantalla de su ordenador la bandeja de entrada de su correo electrónico. Mientras estábamos allí, le mandaron una foto de la mano de Helen Yardley sujetando una tarjeta como las otras, con los mismos números, ordenados del mismo modo, y un ejemplar de Nada más que amor.

—¿Qué? —Primero una tarjeta, luego una foto de otra tarjeta…

—Tú mismo dijiste que Benson era una tía rara —dijo Sam—. ¿Crees que pudo enviarse ese material a sí misma?

Simon lo meditó unos segundos.

—No.

—He hablado por teléfono con Tamsin Waddington —dijo Sam—. Le preocupa la posibilidad de que Benson pierda el sentido de la realidad, así lo ha dicho ella. Benson la llamó para contarle un cuento sobre que había encerrado a Angus Hines en su casa y para decirle que fuera con una llave de repuesto para dejarlo salir. Cuando Tamsin llegó, media hora después, la casa estaba vacía; Angus Hines no estaba por ninguna parte, no había ventanas rotas, todo estaba como siempre. Hines no pudo abrir ninguna ventana para salir, ya que Tamsin las encontró todas cerradas con pestillo, cosa que solo pudo hacerse desde dentro. Benson, al parecer, también afirmó haber estado en Twickenham, en casa de los padres de Rachel Hines.

—¿También los encerró?

—Los padres de Rachel Hines no viven en Twickenham, nunca han vivido allí. Acabo de hablar con ellos. Viven en Winchester.

—O sea que Laurie Nattrass y Fliss Benson encabezan ahora nuestra lista de «más buscados», junto con el retrato robot de un skin que necesita urgentemente un dentista. ¿Hemos intensificado los esfuerzos para dar con ellos?

—Yo sí.

—Hago otra cosa que tengo que hacer y vuelvo flechado —dijo Simon.

—El bocata, ¿no? —Sam parecía receloso—. Por favor, confírmame que hablas de comerte un bocata.

—Entonces son dos cosas —dijo Simon y pulsó el botón de fin de llamada.

Diez minutos después estaba sentado en un sofá hecho con bolsas de bolitas de poliestireno en el número 16 de Bengeo Street, tomándose un refresco amarillo y viendo una carrera de caballos con Dillon White, el niño de cuatro años. Hasta el momento sus tentativas de trabar conversación habían sido infructuosas; el niño no había dicho ni pío. A Simon se le ocurrió entonces que no había probado a hablar de caballos.

—Ya habías visto esta carrera, ¿verdad? —preguntó.

Dillon asintió con la cabeza. La madre había comentado que era una grabación, la carrera predilecta de Dillon entre la larga lista de grabaciones que guardaba. «Porque su caballo favorito siempre gana», había añadido la madre riendo.

—Me pregunto quién ganará —dijo Simon.

Artículo Determinado.

—¿Tú crees? Tal vez no.

—En esta gana siempre.

—A lo mejor es diferente en esta ocasión.

El niño negó con la cabeza. No le interesaban ni Simon ni sus extrañas ideas, de modo que no apartaba los ojos de la pantalla.

—¿Qué es lo que te gusta de Artículo Determinado? —¿No era eso lo que había dicho Proust? «Esfuércese más, Waterhouse». ¿Por qué es tu favorito?

—Es vegetariano.

Simon no sabía qué respuesta esperaba, pero no era aquella.

—¿Tú eres vegetariano?

Dillon White negó con la cabeza sin dejar de mirar la carrera.

—Soy feo.

¿Feo en el sentido de carente de belleza? No, no podía referirse a aquello. ¿No seguían todos los caballos de carreras el mismo régimen alimenticio? ¿No eran todos herbívoros?

Stella White llegó con una caja grande de cartón y la dejó a los pies de Simon.

—Es mi caja de la fama —dijo—. Hay aquí mucho material sobre JPCI y sobre Helen, espero que le sea útil. Garbancito, ya te dije que no eras feo, no se dice así. Eres blanco. O rubicundo, si te da por ser pedante.

—Ha dicho que Artículo Determinado era vegetariano —le susurró Simon por encima de la cabeza del pequeño, sintiéndose como un chivato.

Stella elevó los ojos al techo. Se puso de rodillas para quedar a la misma altura que Dillon.

—¿Garbancito? ¿Qué significa vegetariano? Sabes lo que significa, ¿no?

—De piel negra.

—No, no significa eso. ¿Recuerdas que mamá te lo explicó? Vegetariano significa que no come carne.

—Ejike es vegetariano y tiene la piel negra —dijo Dillon con voz monocorde.

—Es muy moreno y sí, es vegetariano, no come carne, pero eso no significa que todas las personas de piel morena se abstengan de comer carne. —Stella miró a Simon—. Si no se le habla de caballos no escucha. —Se puso en pie—. Lo dejo solo con él, si no le importa. Grite si necesita un intérprete.

Simon optó por darle un respiro al chico y dejó que viera la carrera en paz durante unos minutos. Sacó un puñado de recortes de la caja de cartón y se puso a mirarlos. No le costó reconstruir la historia de Stella: le habían diagnosticado cáncer terminal a los veintiocho años. Pero en vez de deprimirse y esperar a la Parca, se había puesto a entrenar para ser una deportista de talla mundial. Había participado en maratones y en triatlones, y practicado el senderismo; había afrontado toda clase de retos físicos; y recaudado centenares de miles de libras para instituciones benéficas, como JPCI.

En mitad del montón encontró un artículo sobre la relación de Stella con Helen Yardley: cómo se habían conocido, lo mucho que confiaban en su amistad. Había una foto de las dos juntas: Helen sentada en el suelo a los pies de Stella y esta apoyada en el hombro de aquella. El titular era: «Dos mujeres extraordinarias». Debajo de la foto se había insertado una cita de Helen en un recuadro, separado del texto principal: «Saber que Stella no estará aquí siempre hace que la aprecie más. Sé que siempre estará conmigo incluso cuando no esté entre nosotros». Más abajo había otro recuadro con una cita de Stella: «He aprendido de Helen muchas cosas sobre el amor y la valentía. Creo que mi espíritu seguirá viviendo a través del suyo».

Sólo que no era Stella White la que había muerto, sino Helen Yardley.

—Entonces, ¿te gusta Artículo Determinado porque tiene el pelaje negro? —preguntó Simon.

—Me gusta la piel negra. Me gustaría tener la piel negra.

—¿Y el hombre que viste delante de la casa de Helen el lunes, cuando ibas a salir para la escuela? ¿Te acuerdas?

—¿El hombre del paraguas mágico? —preguntó Dillon, todavía con la mirada fija en los caballos.

Así que ahora era mágico.

—¿Qué es un paraguas, Dillon? —Si los vegetarianos eran negros y los blancos eran feos…

—Lo que se pone encima de la cabeza para que no moje la lluvia.

—¿Era negro el hombre del paraguas mágico?

—No. Feo.

—¿Lo viste delante de la casa de Helen Yardley el lunes por la mañana?

El niño asintió con la cabeza.

—Y más allá. En el salón.

Simon se inclinó hacia él.

—¿Qué significa más allá?

—Más que infinito —dijo el niño sin vacilar—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, noventa y nueve, cien, mil, el infinito, más allá. ¡Hasta el infinito y más allá! —Lo último tenía que ser una frase oída en algún programa; Dillon lo había dicho como si imitara a alguien.

—¿Qué es el infinito? —preguntó Simon.

—El número más grande del mundo.

—¿Y más allá?

—Un número de días más grande aún.

Días.

Artículo Determinado va a ganar. —La cara de Dillon se iluminó—. Mira.

Simon obedeció la orden. Cuando terminó la carrera, Dillon buscó el mando a distancia.

—Podemos verla otra vez desde el principio —dijo.

—Dillon, esta carrera que acabamos de ver, ¿cuándo la ganó Artículo Determinado? ¿Ha sido hoy?

—No. Más allá.

—¿Quieres decir hace mucho tiempo? —dijo Simon. Lamentaba que Dillon tuviera solo cuatro años; lo habría invitado a una jarra de cerveza. Con mucha delicadeza le quitó el mando a distancia de la mano. Dillon lo miró por vez primera desde que estaba allí.

—El hombre que viste el lunes delante de la casa de Helen Yardley, no era la primera vez que lo veías en casa de Helen, ¿verdad? Lo habías visto antes, hace mucho tiempo. Más allá. La primera vez que lo viste llovía, ¿verdad? Entonces llevaba el paraguas mágico. No fue el lunes.

Dillon levantó y bajó la cabeza con energía: estaba de acuerdo.

—Lo viste en el salón. ¿Había alguien más allí, en el salón?

Otro movimiento afirmativo de cabeza.

—¿Quién?

—Tía Helen.

—Muy bien, Dillon. Me estás ayudando un montón. Lo estás haciendo estupendamente. Lo estás haciendo tan bien como Artículo Determinado cuando ganó la carrera.

La cara del niño se iluminó. Sonrió de oreja a oreja.

—Quiero a Artículo Determinado. Cuando sea mayor me iré a vivir con él.

—¿Estaban solos tía Helen y el hombre, en el salón?

—No.

—¿Quién más había?

—Tío Paul. El otro hombre. Y una señora. Y mamá y yo.

—¿Cuántas personas en total?

—Todos nosotros. —Dillon asintió con solemnidad.

Simon miró a su alrededor con la esperanza de ver algo que lo ayudase. Entonces tuvo una idea:

—Una: tía Helen —dijo—. Dos: el hombre del paraguas…

—Tres: el otro hombre —continuó Dillon, hablando con rapidez—. También tenía un paraguas, pero no era mágico, por eso lo dejó fuera. Cuatro: tío Paul; cinco: la señora; seis: mamá; siete: yo.

—El otro hombre y la señora… ¿qué sabes de ellos? ¿Cómo eran?

—Eran feos.

—¿Qué era mágico en el paraguas mágico? ¿Por qué era mágico?

—Porque venía del espacio exterior y quien lo abría podía pedir un deseo y ese deseo se cumplía. Y cuando la lluvia goteaba en la alfombra, se volvía una alfombra mágica que volaba al espacio cuando uno quisiera y volvía cuando uno quisiera.

—¿Eso es lo que te contó el hombre?

El niño asintió con la cabeza.

—Ese hombre, ¿tenía… tenía pelo en la cabeza?

—Vegetariano.

—¿Pelo castaño? ¿Tenía los dientes raros?

Dillon fue a decir que sí, pero se detuvo y movió la cabeza en sentido negativo.

—Puedes decir no si la respuesta es no —dijo Simon.

—Quiero ver la carrera otra vez.

Simon le devolvió el mando a distancia y fue en busca de Stella. La encontró en la parte trasera de la casa, en el cuarto de la lavadora, planchando y canturreando. Estaba delgada, pero no parecía encontrarse mal, no como se espera que esté una persona con cáncer terminal.

—¿Recuerda haber estado con Dillon en casa de los Yardley hace algún tiempo? —le preguntó—. Estaban presentes Helen y Paul, usted y Dillon, otros dos hombres y otra mujer. Llovía. Los dos hombres tenían paraguas.

—Íbamos allí muy a menudo. —Stella arrugó la frente—. La casa siempre estaba llena. Todo el mundo quería estar cerca de Helen. La gente acudía en manada para verla.

—¿Muy a menudo?

—Nos reunía al menos dos veces a la semana, por lo general con otras personas: familiares, amigos, vecinos. En realidad, todo el mundo. Era más o menos una casa franca.

Simon se esforzó por ocultar su decepción. Había esperado que la ocasión descrita por Dillon permanecería fija en la memoria de Stella; tendría que haber caído en la cuenta de que no todo el mundo era tan insociable como él. Simon no recordaba haber visto nunca a siete personas juntas en su casa; ni una sola vez. Tres había sido lo máximo: él y sus padres. La idea de que un vecino cruzase su puerta lo inquietaba hasta el punto de hacerle perder el sueño. No tenía problemas para estar con otra gente en un pub; pero eso era diferente.

—¿No recuerda a nadie que hubiera conocido en casa de Helen y que le hubiera dicho a Dillon que su paraguas era mágico?

—No —dijo Stella—. No me extrañaría que fuera una invención de Dillon. A mí me suena a fantasía de un niño de cuatro años, no a cosa que pudiera decir un adulto.

—No se lo inventó —dijo Simon con impaciencia—. Se lo dijo un hombre, el mismo que vieron delante de la casa de Helen el lunes por la mañana, el mismo que mató a Helen. Necesito que deje usted la plancha y me prepare una lista de todos los hombres que recuerde haber conocido en casa de los Yardley, absolutamente todos, aunque solo se enterase usted del nombre de pila, aunque solo recuerde el aspecto con vaguedad.

—¿En los últimos… cuánto tiempo? —preguntó Stella.

¿Cuántos días eran más allá?

—Desde que recuerde —dijo Simon.

Charlie no sabía cuánto tiempo llevaba tendida boca abajo en la cocina de Judith Duffy. Lo mismo podían ser diez minutos que treinta que una hora. Cuando se ponía a especular sobre el tiempo, el tiempo parecía combarse, doblarse, trazar un bucle. El asesino de Duffy estaba junto a ella, con las piernas cruzadas, con la pistola apoyada en su cabeza. Estaba ilesa, se repetía, no estaba herida, no estaba muerta. Si quisiera matarla, ya lo habría hecho. Lo único que tenía que hacer era no mirarlo. Era lo único que le había dicho el asesino: «No me mire. Si quiere seguir con vida, no levante la cabeza».

No le había prohibido hablar. Charlie se preguntó si valía la pena arriesgarse.

Oyó unos pitidos. El hombre llamaba a alguien por teléfono. Charlie esperó a oír su voz.

Nada. Luego, más pitidos.

—Responde, joder —murmuró el hombre. Un chasquido indicó a Charlie que el hombre había lanzado el móvil contra la pared. Vio el aparato por el rabillo del ojo: había rebotado y caído junto al zócalo. Oyó gritos y el nudo que sentía en el estómago se tensó. Si aquel tipo perdía la cabeza ella podía pasarlo mal: lo más probable era que la matara, deliberadamente o por casualidad.

—Tranquilícese —dijo con toda la amabilidad que pudo. También ella estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. ¿Cuánto iba a durar aquella situación? ¿Cuánto duraba ya?

—No debería haber hecho lo que he hecho —dijo el hombre con acento de los barrios bajos de Londres—. No se lo merecía.

—¿Judith Duffy no merecía morir? —Porque tal vez se hubiese referido a Helen Yardley. Jaque. Simon habría dicho jaque.

—Cuando se va demasiado lejos ya no se puede regresar. —El hombre aspiró con fuerza por la nariz—. Hizo todo lo posible. Lo mismo que usted.

Charlie sintió una contracción estomacal. ¿Cuándo había hecho ella todo lo posible? No entendía nada y necesitaba entender, porque la comprensión podía salvarle la vida.

El hombre murmuró una disculpa. Charlie tragó algo que le supo a bilis, pensó que era bilis porque pensó que el hombre iba a dispararle.

No disparó. Se puso en pie, se alejó. Charlie levantó la cabeza y lo vio sentarse en la escalera, junto al cadáver de Judith Duffy. Exceptuando la calvicie, solo se parecía un poco al retrato robot que había visto en el periódico: su cara tenía otra forma. No obstante, Charlie estaba segura de que era él.

—Cabeza abajo —dijo el hombre, sin inflexión en la voz. No parecía estar pensando en Charlie. Esta tuvo la impresión de que al asesino ya no le importaba lo que hiciese ella. Bajó la cabeza un poco y pudo ver que el hombre sacaba una tarjeta del bolsillo del pantalón y la dejaba sobre la cara de la muerta.

Los números.

Al ver que volvía donde estaba ella, se dobló para apartarse, pero lo único que quería el hombre era el teléfono. Cuando lo recuperó, echó a andar hacia la puerta de la calle. Charlie cerró los ojos con fuerza. Era difícil de soportar el sentirse tan cerca de la libertad y la seguridad. Si todo se torcía ahora, si el hombre regresaba…

Oyó un portazo. Charlie levantó la cabeza. El hombre se había ido.