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Sábado, 10 de octubre de 2009

Cuando salgo del metro mi móvil se pone a zumbar. Un mensaje de voz. Creyente a machamartillo en la ley de Murphy, espero que sea de Julian Lance, abogado de Rachel Hines, diciéndome que cancela la reunión para acudir a la cual he recorrido ya medio Londres. Pero no. Es de Laurie. Lo adivino en seguida porque lo primero que oigo es su respiración. No jadeante, no amenazadora: solo él con su ritmo pulmonar, tratando de recordar qué botón ha apretado, qué quería decir y a quién. Al final oigo la grabación de su voz: «Te he conseguido ya la última versión de mi artículo de la British Journalism Review, el que habla de Duffy. Sí». Hay una pausa, como si esperase una respuesta. «¿Quieres que nos veamos o algo parecido? Así podré entregártelo». Otra pausa. «¿Fliss? ¿Estás ahí?». Rumor de aire expulsado entre unos dientes apretados. «Está bien, te lo mando por correo electrónico».

«¿Estás ahí?». No, so tarado, no estoy. ¿Cómo voy a estar disponible si estás hablando a un buzón de voz? ¿Cómo es posible que Laurie Nattrass, receptor de todos los honores y aplausos que el mundo concede a un periodista de investigación, no entienda el mecanismo básico de las telecomunicaciones del siglo XXI? ¿Imagina que estoy mirando el móvil con mueca de asco, mientras escucho su voz sin querer responderle?

¿Es esta su forma de decir que lo siente por tratarme como un trapo? Tiene que serlo. Es absurdo debatir si debo perdonarlo; ya lo he hecho.

Escucho el mensaje ocho veces antes de devolverle la llamada. Cuando suena el pito de su buzón de voz digo: «Me encantaría que nos viéramos o algo parecido, para que puedas entregármelo». Habría podido ser una perfecta tomadura de pelo, una combinación de insinuación e indiferencia; pero en el último instante la cago echándome a reír como una hiena. Entonces me entra el pánico y pongo fin a la llamada, dándome cuenta demasiado tarde de que si hubiera esperado unos segundos, el buzón de voz me habría permitido repetir el mensaje.

—Joder —murmuro, mirando la hora. Tendría que haber estado en el Covent Garden Hotel hace cinco minutos. Acelero el paso, sorteando el río de consumidores que llena la acera, fulminando con la mirada a los que van cargados con grandes bolsas en los costados, semejantes a murciélagos con las alas desplegadas, expresamente puestas allí para tropezar conmigo. Me sienta bien estar en la calle, con algo que hacer, rodeada de gente. Hace que me sienta vulgar y corriente, demasiado corriente para que me ocurra nada malo o digno de atención.

Esperaba que Julian Lance vistiera traje, pero el hombre que avanza hacia mí cuando abro la puerta del hotel lleva pantalón vaquero, un jersey de cremallera encima de una camisa de rayas y con el cuello abierto, y calza mocasines con flecos. Tiene la cara cuadrada y bronceada, y el pelo blanco y muy corto. Podría tener cualquier edad entre los cincuenta y unos bien cuidados sesenta y cinco.

—¿Fliss Benson? La he reconocido —dice sonriendo al ver que lo miro inquisitivamente—. Tiene usted cara de «voy a hablar con el abogado de Ray Hines». Le ocurre a todo el mundo, la primera vez.

—Gracias por atenderme en sábado. —Nos damos la mano.

—Ray dice que usted es la elegida. La habría atendido en plena noche, incluso me habría perdido la comida del domingo, cualquier cosa. —Tras aclarar lo mucho que aprecia a su cliente, Lance procede a inspeccionarme, recorriéndome de pies a cabeza con ojos rápidos. No me he preocupado por adecentarme. Visto esta mañana como para ir al juzgado, como si fuera yo la encausada.

Dejo que Julian Lance me guíe hacia una mesa con dos sillas libres que hay al fondo del salón. En la tercera silla hay una mujer con muchas horquillas en un pelo teñido de rojo que además lleva gafas de montura roja. Tiene delante un cuaderno de anillas en el que escribe unos garabatos grandes y con muchas curvas. No sé si sugerir a Julian Lance que nos sentemos en otra parte, en un rincón más discreto, pero en aquel momento la señora pelirroja levanta la cabeza y me sonríe.

—Hola, Fliss —dice—. Soy Wendy, Wendy Whitehead.

—¿Sabe quién es? —me pregunta Lance.

Asiento con la cabeza, esforzándome por mantener la calma. «No es una asesina», me digo para no olvidarme.

—Ray dijo que quería usted saber algo de vacunas y Wendy es la experta, así que se me ocurrió invitarla, para que pudiera usted matar dos pájaros de un tiro.

—Muy amable, muchas gracias.

Tomo asiento entre los dos, sintiéndome completamente perdida. Lance me pregunta qué quiero tomar. Tengo la mente en blanco; no se me ocurre el nombre de ninguna bebida y menos aún ninguna que pudiera apetecerme. Por suerte, se pone a enumerar clases de café y de té, y mi cerebro recupera el movimiento. Pido un Earl Grey. Se aleja para hacer el pedido y me deja sola con Wendy Whitehead.

—Así que Ray le contó que yo puse a Marcella y a Nathaniel las primeras vacunas, ¿no es eso? —dice.

—Sí. —Sus únicas vacunas.

Sonríe.

—Sé lo que le contó: «Wendy Whitehead mató a mis hijos». Quería que usted escuchase, eso es todo. Cuando se está en el centro de la atención pública, como estaba Ray, nadie escucha. Mucha gente piensa que debería ser al revés. De pronto, el nombre de una se vuelve familiar, aparece en toda la prensa sensacionalista, en todos los noticiarios de televisión, y la gente cree que todo el mundo está pendiente de cada palabra que dice una, que está deseoso de oír lo que una tiene que decir. Pero no es verdad. La gente saca conclusiones basándose en informaciones a medias, opina a favor o en contra y se pone a hablar de una, a contar anécdotas cada vez más estrafalarias, cualquier cosa con tal de animar las aburridas veladas de las urbanizaciones periféricas: «Me han contado que hizo esto, he oído que hizo aquello». Y la pequeña historia de una, la historia real, se queda en mera distracción, se pierde en medio del alboroto que quiere la gente. Hay demasiadas falsedades con las que competir y desaparece.

Ojalá estuviese yo grabando lo que oigo. ¿Me lo repetiría más tarde, si se lo pidiera con amabilidad? ¿Lo diría delante de la cámara?

—Rachel me contó…

—Llámela Ray. No le gusta el nombre de Rachel.

—Me contó que las vacunas fueron la causa de la muerte de sus pequeños.

—Las vacunas que les puse yo. —Wendy Whitehead afirma con la cabeza.

—¿Está de acuerdo? ¿Fue eso lo que mató a Marcella y a Nathaniel?

—¿En mi opinión? Sí. Obviamente, no pensaba así en su momento… no soy más asesina de niños de lo que es Ray. Si lo hubiera sabido…

Julian Lance se sienta y nos indica con la mano que continuemos. Tengo la impresión de que se conocen bien. Están cómodos juntos. Soy yo la que se siente incómoda.

—En cualquier caso, ya no soy enfermera. Han pasado muchos años desde que administré neurotoxinas a un niño. Los últimos cuatro años he trabajado de investigadora para un bufete. No el de Julian —añade al advertir que lo miro—. Trabajo para una firma especializada en reclamaciones por daños y perjuicios resultantes de la administración de vacunas.

—Marcella Hines fue prematura, nació dos semanas antes de plazo —dice Julian Lance—. En teoría, a los niños hay que darles la primera vacuna a las ocho semanas, la segunda a las dieciséis…

—Todo eso ha cambiado —le dice Wendy Whitehead—. Se ha adelantado otra vez a dos, tres y cuatro meses. —Se vuelve hacia mí y prosigue—: Primero fue a los tres, a los seis y a los nueve meses, luego a los dos, a los cuatro y a los seis. Cuanta menos edad tiene un niño cuando se le vacuna, si tiene una reacción negativa, más cuesta demostrar que estaba destinado a desarrollarse con normalidad.

—Biológicamente, Marcella tenía solo seis semanas cuando recibió las primeras vacunas —dice Lance—. Ray pidió consejo y su médico de cabecera le dijo que procediera como si Marcella fuera una niña normal de ocho semanas, y eso hizo Ray. Inmediatamente después de ponérsele la inyección, la niña se indispuso.

—Bueno, no inmediatamente. Fue unos veinte minutos después. Yo lo vi personalmente. —Wendy Whitehead continúa la historia—. Después de administrar una vacuna, siempre pedíamos a los padres que esperasen media hora antes de volver a casa con la criatura, para poder comprobar que todo había ido bien. Cinco minutos después de salir de mi habitación, Ray volvió con Marcella en brazos, diciendo que pasaba algo anormal, que la niña no respiraba bien. Yo no supe qué quería decir. La niña respiraba, yo no detectaba ningún problema, y no estaba sola en la habitación, había allí otra madre con otra criatura. Pedí a Ray que aguardase y cuando terminé con la otra paciente, indiqué a Ray que volviera a entrar con la niña. Iba a examinar a Marcella cuando la niña tuvo un ataque. Ray y yo vimos que la niña se doblaba y se retorcía, sin que pudiéramos hacer nada… Discúlpenme. —Se lleva la mano a la boca.

—Marcella murió menos de cinco horas después —dice Lance—. A Ray y a Angus se les dijo categóricamente que la vacuna DTP-Hib no había sido la causa de la muerte.

—Todos los médicos con los que hablaron les dijeron: «No sabemos por qué murió su hija, pero sabemos que no fue debido a la vacuna DTP-Hib». «¿Y cómo lo saben?». «Lo sabemos y ya está, porque nuestras vacunas son seguras, porque no matan».

—Que ocurriera entonces tuvo que ser una coincidencia, les decían —dice Lance.

—Patrañas —dice Wendy Whitehead con vehemencia—. Aunque Marcella no hubiese sido prematura, aunque no hubiese habido antecedentes de problemas inmunológicos en la familia de Angus Hines…

—La madre de Angus padece lupus, ¿no? —pregunto. Recuerdo vagamente haberlo leído en alguna parte, tal vez en el artículo de Laurie.

—Exacto. Y hay casos de muerte súbita infantil en otras ramas de la familia, lo que sugiere la existencia de un problema inmunológico de origen genético. Sí, esas vacunas son seguras cuando no se tiene en cuenta a los niños vulnerables, pero es que hay niños vulnerables. Quise informar al servicio YellowCard de la muerte de Marcella…

—El servicio YellowCard existe para informar a la MHRA [Agencia Reguladora de Medicamentos y Productos para la Salud] de los posibles efectos secundarios de cualquier medicamento —explica Lance. No tengo ni pajolera idea de lo que es la MHRA; tomo nota mental para consultarlo más tarde.

—… pero mis colegas me presionaron para que no lo hiciera. Mi jefe insinuó que podía quedarme sin empleo si seguía adelante. Les hice caso, aunque no habría debido. Supongo que quería creerles; si tenían razón y la muerte de Marcella cinco horas después de la inyección fue una casualidad, entonces no era culpa mía, ¿verdad? No era yo la responsable de lo que le había pasado a la niña. Hice lo que me aconsejaron y me esforcé por olvidarlo. Suena a debilidad y cobardía, y eso es lo que fue, pero… bueno, si los demás te dicen con mucha seguridad que algo es de toda confianza, acabas creyéndolo. Durante las semanas y meses que siguieron vacuné a otros niños que reaccionaron normalmente; gritaban un poco, pero estaban bien, y desde luego no se morían; y me convencí de que no habría beneficiado a nadie alertando a YellowCard de la muerte de Marcella. Ray y Angus se echarían la culpa a ellos mismos y lo que menos quiere nadie es que haya publicidad negativa sobre las inoculaciones, para que los padres no las eviten. La inmunidad de la colectividad tiene que preservarse a toda costa: eso era lo que pensaba entonces.

»Cuando Ray me llamó al trabajo cuatro años después para decirme que tenía otra criatura y para que la aconsejara sobre si vacunarla, abrí la boca para decirle que la vacuna DTP-Hib era completamente segura, pero no me salieron las palabras. Le dije que la decisión era suya, que yo no quería decantarme ni por una cosa ni por otra. Me preguntó si cabía la posibilidad de que en algunas familias hubiera una tendencia a reaccionar negativamente a las vacunas.

—Algunos estudios han demostrado que sí —Julian Lance inclina la cabeza hacia mí como asintiendo con lentitud. ¿Se está preguntando por qué no tomo notas? ¿Lo critica? Hay algo en él que hace que me sienta como si estuviera haciendo algo mal. Y ahora que lo pienso, me siento así casi todo el tiempo; quizá no tenga nada que ver con Lance.

«Algunos estudios han demostrado». ¿No es eso lo que se dice cuando, básicamente, no hay ninguna prueba rigurosa? ¿No es un poco como escribir «Se ha sugerido que…» en un ejercicio de un curso preuniversitario cuando no se sabe quién lo ha dicho, pero se quiere dar la impresión de que la opinión que se quiere defender tiene una base sólida?

—Ray tenía un miedo atroz a que le pasara algo a Nathaniel, después de lo sucedido a Marcella —dice Wendy—. Quería que se hiciese lo más conveniente para el pequeño, pero no sabía a qué carta quedarse. ¿Debía ponerle la misma vacuna que ella sabía que había matado a su hija, aunque docenas de profesionales le habían asegurado que no, o debía evitarla, arriesgándose a que Nathaniel muriese de difteria o de tétanos? La probabilidad de que el pequeño contrajera estas enfermedades era muy pequeña, pero Ray estaba, comprensiblemente, muy paranoica y muy histérica. Le aconsejé que se tomara todo el tiempo del mundo antes de decidirse y hablé con todos los expertos en inmunización que pude. Esperaba en privado que decidiera no vacunar al niño, entre otras cosas por razones egoístas, porque sabía que era muy probable que tuviese que ser yo la encargada de administrarla. Lo ridículo era que si me hubieran preguntado, habría dicho a pesar de todo que las inyecciones eran completamente seguras, que todos los niños debían vacunarse a los dos, cuatro y seis meses, tal como el gobierno aconsejaba; habría dicho eso, pero no me lo creía, en el fondo no me lo creía.

Llega un camarero con una bandeja: mi té, un café para Lance, otro para Wendy.

—Al final, Ray y Angus decidieron vacunar a Nathaniel, pero más tarde —dice Lance, reanudando la historia—. Un amigo médico en quien confiaban les había dicho que para fortalecer el sistema inmunológico de un niño, incluso una semana de más podía ser de una gran importancia. Los niños eran más fuertes cada día que pasaba y su sistema mucho más resistente. Ray y Angus encontraron lógica la explicación, les pareció una solución razonable, así que esperaron hasta que Nathaniel tuvo once semanas. El pequeño no había nacido prematuramente y, aunque los padres sentían algún temor, esperaban que reaccionase bien. El amigo médico los había convencido de que dejar al niño sin vacunar era irresponsable y peligroso.

Wendy Whitehead vuelve a llevarse la mano a la boca.

—Pero Nathaniel no reaccionó bien —digo.

—Veinte, veinticinco minutos después de ponerle yo la inyección, sufrió convulsiones, igual que Marcella —dice Wendy, parpadeando para contener las lágrimas—. Luego se reanimó un poco y nos dijimos: «Por favor, Señor», pero murió una semana después. Ray y yo sabíamos qué lo había matado, pero no pudimos conseguir que nadie lo respaldase. Notifiqué a YellowCard la muerte de Nathaniel, pero desestimaron la información en seguida. —Deja escapar una risa amarga y gutural—. Ni siquiera Angus quería reconocer que la causa de la muerte de las dos criaturas era evidente, aunque tiene ya madurez suficiente para confesar que fue la culpa lo que lo hizo ponerse de parte de los médicos, culpa por haber permitido que vacunaran a sus hijos, culpa porque el problema inmunológico procedía de su familia…

—Sin duda sabrá que Angus no apoyó a Ray cuando fue condenada por homicidio premeditado —dice Lance. Es una pregunta presentada como afirmación.

Asiento con la cabeza.

—Sus problemas conyugales empezaron mucho antes de que la condenaran, incluso antes de que la acusaran. Angus estaba furioso con ella y con Wendy, por aferrarse a una verdad que él no estaba preparado para aceptar. —Lance da un sorbo al café—. Cuando la policía se presentó en su casa, él y Ray estaban ya muy cerca de separarse.

Espero. Al principio educadamente, luego, al cabo de unos segundos de silencio, dejando que se manifieste mi incredulidad. Lance y Wendy ponen cara de haber dicho todo lo que tenían que decir.

—No lo entiendo —digo, por si se trata de una prueba y están esperando a que señale lo que falta en su exposición de los hechos—. Si se sospechaba que la muerte de ambos niños tenía una causa común, aunque dicha causa estuviera rodeada de polémica, ¿por qué no se mencionó en el juicio? He consultado la transcripción del proceso y allí no hay nada.

—Lo intentamos —dice Lance—. Wendy estaba dispuesta a declarar…

—Dispuesta, preparada y deseosa —dice Wendy, moviendo la cabeza afirmativamente.

—… pero nos dijeron de manera terminante que no hablásemos de una posible reacción negativa de la vacuna DTP-Hib.

—¿Quién lo dijo? —pregunto.

—Los cuatro testigos estrella de la defensa. —Lance sonríe—. Cuatro peritos médicos muy respetados, todos dispuestos a decir que no había indicios de malas artes en el caso de las dos muertes infantiles, ninguna prueba médica de que no pudieran deberse por igual a causas naturales que a algo más siniestro. Cada cual por su lado, me dijeron claramente que si el abogado defensor susurraba siquiera la palabra tiomersal, se atuviese a las consecuencias. Yo no podía correr ese riesgo, no podía permitir que el jurado oyese que nuestros propios testigos calificasen de embuste nuestra información. No habría ayudado a Ray de ninguna de las maneras.

Apenas doy crédito a mis oídos. No quiero creerlo; es demasiado monstruoso.

—Pero… —Ray Hines fue a la cárcel por homicida. Pasó encerrada cuatro años.

—Sí —dice Wendy—. Yo pensaba lo mismo.

—Pero habría otros peritos médicos que…

—Me temo que no. —Lance arruga el entrecejo—. Lo intenté, puede creerme. Casi todos los médicos tienen miedo de hablar de los efectos perjudiciales de la vacuna. Y quienes lo hacen, ven ya su futuro profesional destruido.

—Busque usted durante un par de horas en Internet y se enterará de lo que le sucedió al doctor Andrew Wakefield y sus colegas —dice Wendy. Una vez más, Lance se inclina hacia delante y mira la mesa con toda intención, seguro que para darme a entender que debería estar tomando notas. Como si fuera a olvidarlo. Estoy convencida de que cuando cumpla ochenta años, aún seré capaz de repetir palabra por palabra lo que estoy oyendo.

—Cuando el doctor Wakefield se atrevió a sugerir que valía la pena investigar la posible relación entre la vacuna triple vírica, el autismo regresivo y una forma específica de desarreglo intestinal, muchas personas poderosas se dedicaron a destruir su credibilidad y su futuro profesional. Lo acosaron hasta echarlo literalmente del país —dice Wendy.

Todo esto está muy bien, pero yo no estoy preparando un documental sobre el doctor Andrew Wakefield.

—¿Qué es el tiomersal? —pregunto.

—Básicamente, mercurio —dice Lance—. Una de las sustancias más tóxicas que existen, por si se le ocurre consumirlo por vía intravenosa. Estuvo presente en las vacunas DTP-Hib hasta 2004, año en que se retiró de la circulación.

Presente en la que se administró a Marcella en 1998 y en la que se puso a Nathaniel en 2002.

—Como es lógico, no se retiró porque fuese una neurotoxina altamente reactiva. No, el tiomersal era totalmente seguro: tal fue la versión oficial a la que se aferraron casi todos los médicos. ¿Por qué lo retiraron entonces? Por razones que no tuvieron que ver con su peligrosidad. —Wendy habla tan aprisa que tengo que prestarle toda mi atención—. Pasó lo mismo con la vacuna celular contra la tos ferina, la que se administraba en la vacuna compuesta DTP; la P de esta sigla es por la bacteria Bordetella pertussis, causante de la tos ferina. También se ha retirado la vacuna que inoculaba células de esta bacteria y ahora se administran vacunas que contienen cadenas moleculares, no células, por eso se llaman acelulares y son menos peligrosas. Y la vacuna contra la polio, que se administra oralmente al mismo tiempo que la DTP-Hib, ahora está compuesta por poliovirus muertos en vez de por poliovirus atenuados. Pero busque a alguien que admita que estos cambios se han hecho porque las antiguas fórmulas eran demasiado reactivas; tropezará con un muro de piedra.

—Se le enfría el té —me dice Lance.

«No toques la taza». Contengo mi natural tendencia a hacer lo que me dicen y digo:

—Me gusta el té frío.

—¿Por qué ese cambio de táctica, si me permite que se lo pregunte? Me refiero a Binary Star.

No sé de qué habla este hombre. Y creo que se me nota en la cara.

—Hablé hace unos meses con su colega Laurie Nattrass —prosigue— y quise contarle todo lo que acaba de oír usted. No quiso saber nada.

—Laurie trabaja ahora para otra empresa. Si voy a hacer un documental sobre Ray, necesito enterarme de todo.

—Mi corazón se llena de gozo por oírla hablar así —dice Lance—. Seguro que hará usted un trabajo excelente. Ray sabe juzgar a las personas. Hizo bien en rehuir a Nattrass. Es un hombre cobarde que se une a las causas que están de moda. No corre ningún riesgo haciendo un documental sobre Judith Duffy, la médica a la que todos disfrutan odiando. Quiere destruir a Duffy más de lo que quiere ayudar a Ray y dejó claro que no tocaría ni con guantes un escándalo sanitario internacional que afectara a gobiernos, empresas farmacéuticas…

—Tampoco lo tocó usted ni con guantes cuando Ray fue a juicio —digo—. Si Laurie es un cobarde, también lo es usted.

Durante un par de segundos, mientras se queda mirando el café, pienso que va a levantarse e irse. Pero no.

—Es un poco distinto —dice con tranquilidad—. Si yo hubiera corrido el riesgo y fracasado, Ray habría recibido dos cadenas perpetuas por homicidio.

—Fue eso lo que le cayó de todos modos —señalo.

—Es verdad, pero…

—Las mujeres como Ray, Helen Yardley y Sarah Jaggard representan causas de moda, como ha dicho usted, porque hombres como Laurie consiguen que sus problemas aparezcan en primera plana. Judith Duffy no fue la médica a la que todos disfrutan odiando hasta que Laurie la denunció públicamente.

Lance se pasa la lengua por la parte interior del labio de abajo.

—No voy a discutírselo —dice al final.

—He leído un artículo que escribió Laurie sobre el caso de Ray. Dice que usted le aconsejó que fingiera que sufría depresión posparto y casi la arrojó por una ventana, para que el jurado creyera que padecía inestabilidad mental.

—Eso no es verdad.

Esperé a que se explicara, pero siguió callado.

—¿Le dijo Laurie que tenía miedo de meterse con el tema de las vacunas? —pregunto. No puedo creerlo, por muchos gobiernos y empresas farmacéuticas que hubiera por medio. Laurie se habría enfrentado a cualquiera—. ¿O más bien le dijo que solo podía hacer un documental a la vez? Harían falta cuatro horas para hacer justicia a todo el asunto de las vacunas y para contar la historia de las tres mujeres y la historia de cómo las jodió Judith Duffy. Un documental tiene que tener un solo hilo conductor.

—Su lealtad es conmovedora, Fliss —dice Lance—, pero yo sigo convencido de que Nattrass es un hombre que solo ve lo que quiere ver. Tenía un batallón de médicos preparados para echar lodo sobre Duffy. ¿Cómo cree que habrían reaccionado si se hubiera introducido el tema de las vacunas? Se habrían ido corriendo a la otra punta del país. Russell Meredew, el niño mimado del Colegio General de Médicos… —Se echa a reír—. Se habría meado encima ante la sola idea, y Nattrass lo sabe.

—¿Tiene a Meredew en su punto de mira? —me pregunta Wendy Whitehead.

—He de hablar con él, sí.

—No crea una sola palabra de cuanto diga. Es probablemente el pediatra menos querido del país. No hay nada que le guste más que declarar contra sus colegas en las audiencias del Colegio General de Médicos. Es el perito al que han pedido que evalúe a Duffy.

—¿Qué? —No puede ser cierto. ¿Confundo a Meredew con otro médico? No, no lo confundo—. Los dos prestaron declaración en el juicio de Ray, ¿no? Ella por el ministerio fiscal, él por la defensa.

—Sí. —Lance parece resignado.

—Pero… la acusación de falta de ética profesional contra Duffy se refiere directamente al juicio de Ray. ¿No hay ahí un conflicto de intereses?

—Muy pequeño —dice Wendy—. Es curioso, ¿verdad?, que eso no se le ocurriera al Colegio General de Médicos, ni a Meredew, que se embolsará contento lo que le den.

«Russell Meredew: un hombre por cuya honradez pondría yo la mano en el fuego». Así es como lo describe Laurie en su artículo.

—Hay algo que creo que debo contarle, si es que Ray no se lo ha contado ya —dice Lance—. Ella y Judith Duffy se han hecho amigas. Aunque no lo parezca, se apoyan mucho mutuamente.

Amigas. Ray Hines y Judith Duffy. Hundo la cara en el té para ganar un poco de tiempo.

—También Ray y Angus son ahora buenos amigos, o quizá algo más que eso —acabo diciendo.

—Ray es suficientemente lista para saber que el perdón, el suyo y el de otros, es el único camino para progresar —dice Lance.

No podría demostrarlo, pero tengo la impresión de que Lance sabe lo de su hijo. Ray me corrigió cuando lo llamé así. «Solo hace ocho semanas que estoy embarazada», dijo. «Aún no es una persona. Muchos embarazos se interrumpen antes de las doce semanas y si sucede con este, no quiero pensar que habré perdido otro hijo».

—No juzgue a Ray, Fliss —dice Wendy—. Seguro que piensa que si estuviese usted en su lugar, no querría saber nada del marido que la traicionó, pero nunca se sabe; podría sorprenderse de sí misma.

Habría puesto en la repisa de mi chimenea muñecos de cera de Angus Hines, Judith Duffy y cualquiera que hubiese dicho alguna vez que las vacunas eran buenas; y les habría clavado alfileres salpimentados previamente con cianuro. Pero no quise confiar el secretito a Lance ni a Wendy.

—Ray no culpa a Duffy del veredicto que obtuvo —dice Lance—. Se culpa a sí misma y creo que es justo.

¿Realmente ha dicho lo que he oído?

¿De qué lado está aquí cada cual?

—El episodio de la ventana que ha mencionado usted antes, el que Laurie Nattrass aprovechó para mentir sobre mí en un artículo…

—Laurie podrá tener muchos defectos, pero mentir no es uno de ellos.

Julian Lance ladea la cabeza y me mira por debajo de sus blancas cejas como si yo fuera la idiota más grande que se ha sentado a una mesa con él.

—Yo no le dije a Ray que cambiara su versión de los hechos. Hasta que fuimos a juicio, yo solo había oído una: que estuvo fuera del domicilio conyugal nueve días porque Angus daba por sentado su papel familiar, porque esperaba que ella se ocupara totalmente de Marcella y que además hiciese las faenas domésticas. Cuando volvió, encontró a la madre de él en la casa y se encaramó a la ventana para huir de su suegra, que era una marimandona. Además, quería fumar un cigarrillo y no quería que el humo llegara hasta Marcella. —Lance hace una seña al camarero para que traiga la cuenta—. Yo temía que el jurado malinterpretara este episodio, pero no había forma de desdecirse, sabíamos que el fiscal lo sacaría a relucir. Casi me dio un infarto cuando Ray subió al estrado y se puso a contar una versión diferente sobre trances posparto y pérdidas de memoria. No solo era mentira; era una mentira que la hacía parecer exactamente la típica mujer capaz de matar a dos niños.

—¿Cómo sabe que era mentira? —pregunto—. ¿Y si la falsedad estaba en la primera versión? A mí me suena a falsa. —¿Por qué no se me ocurriría esto cuando leí el artículo de Laurie? ¿De veras una madre cariñosa abandonaría a su niña pequeña durante nueve días para hacer hincapié en el reparto equitativo de las labores domésticas y el cuidado de los hijos?

Julian Lance y Wendy Whitehead se miran.

—Conozco a Angus Hines —dice Lance—. Y Wendy también. Habría cumplido su papel con justicia. Él dice que lo cumplió, que Ray no tenía de qué quejarse.

—¿Entonces?

—La mentira de Ray no consistió en eso solo —dice Wendy—. Ray había contado a la policía y a Julian que había pedido una ambulancia por teléfono cuando se dio cuenta de que Marcella no respiraba, pero en el juicio sostuvo que había llamado primero a Angus y luego a los servicios de urgencia. El problema es que no hubo constancia de que llamase a Angus.

—No lo llamó —dice Lance para que no haya dudas. Yo capto el mensaje. ¿Se cree que soy tan idiota? Me parece que voy a tener que leer la transcripción del juicio de principio a fin. Hasta el momento me he limitado a mirarlo por encima.

—También mintió en el caso de Nathaniel —dice Wendy—. La enfermera evaluadora llegó inmediatamente después de que Ray viera el estado del niño y pidiese una ambulancia; hablamos de segundos después, no de minutos; y Ray no la dejó entrar, se la quedó mirando por la ventana con cara inexpresiva. Aparte del hecho de que la enfermera no tenía ningún motivo para mentir, hubo testigos: vecinos que oyeron a la pobre mujer pidiendo que la dejara entrar y preguntando a Ray si se encontraba bien.

—En el juicio, Ray declaró que dejó pasar a la enfermera inmediatamente —prosigue Lance—. Sabemos que no es verdad. Transcurrieron entre diez y quince minutos hasta que le abrió la puerta.

Siento la mirada de ambos sobre mí.

—Pues no lo entiendo —digo, levantando los ojos de la taza.

—Nosotros tampoco —dice Wendy con una sonrisa.

—Hay algo por medio, algo que Ray no nos contará a nosotros —dice Lance—. Ese algo es hasta cierto punto responsable de que mintiera tan palmariamente y con tanta frecuencia en el juicio. Ha estado a punto de admitirlo en un par de ocasiones.

—No ha contado a nadie la razón —dice Wendy—. Ni a Judith Duffy ni a Julian ni a su familia. Creo que ni siquiera se la ha contado a Angus. Yo me he resignado a quedarme sin saberla. Todos nos hemos resignado.

—Yo creo que quiere contársela a usted, Fliss —dice Lance. La seriedad de su voz es inequívoca—. Usted es la persona que ella ha elegido para que conozca la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Espero que esté preparada. Yo no sé si lo estaría.

Sólo cuando ve que me acerco y me saluda con la mano, me doy cuenta de que el hombre que está delante de mi casa está esperándome. Mi primera impresión es que es policía. Mientras hablaba con Lance y Wendy he recibido sendos mensajes de dos policías de la brigada criminal de Culver Valley: de un sargento llamado Sam Kombothekra y de un agente que responde al nombre de Colin Sellers. Los dos querían hablar conmigo inmediatamente y el sargento Kombothekra dice que no hable con nadie ni haga nada relacionado con el documental: dos órdenes por el precio de una. Tamsin me ha dejado también un mensaje para que la llame en cuanto pueda y sin perder un instante. No he hecho caso de ninguno de los tres mensajes. No quiero hablar con nadie que quiera impedirme hacer lo que tengo que hacer.

Aflojo la marcha cuando el hombre avanza hacia mí y repaso las cuatro cosas que sé sobre mis derechos civiles. ¿Puede obligarme a no trabajar si quiero trabajar? ¿Puede obligarme a que lo acompañe a la comisaría? ¿Retenerme contra mi voluntad? Laurie lo habría sabido. «Tú también, si leyeras algo más que la revista Heat», me diría Tamsin. Y ahora que lo pienso, qué fácil es adivinar lo que casi todo el mundo diría casi todo el tiempo. Por eso quiero a Laurie. Está lleno de detalles torcidos, pero al menos es imprevisible. No como Maya, que siempre te dirá: «¿Qué olor? ¿Humo? Eso es que alguien está quemando algo en la calle». O Raffi: «Lo sé, lo sé: un deshumidificador. Me encargaré de eso, Fliss, te lo prometo».

Por eso no quiero que me pare nadie los pies antes de hablar otra vez con Ray Hines: no sé lo que va a decirme y quiero averiguarlo. Sí, estoy en peligro, pero no como la policía piensa, por unas tarjetas y una fotografía. Estoy en peligro de no ser nunca parte de nada importante, de que mi insulsa vida se acabe sin que nadie se entere ni se interese. Y ahora tengo una oportunidad para conseguir que eso no ocurra.

Conforme me acerco, la cara del hombre empieza a parecerme conocida. Recuerdo quién es unos segundos antes de que lo deduzca: Angus Hines. Lo reconozco por las fotos de los archivos de Laurie.

—Ya me preguntaba cuánto tiempo iba a estar de acampada delante de su casa —dice. Es casi atractivo y su cabeza ganaría si fuera un poco más tridimensional. Tiene una cara chata y cuadrada que me hace pensar en los muñecos de los ventrílocuos. Cuando vuelve a abrir la boca casi espero oír un chasquido—. Ray me dijo que fue usted a ver a Julian Lance. ¿Qué tal le ha ido? ¿Le ha resultado útil? —No se le ocurre presentarse. Evidentemente piensa que debo conocer su identidad y lo mucho que importan sus opiniones.

Quiero dar media vuelta y alejarme, y no solo por lo que ya sé de él, nada que ver con ninguna idea que haya podido acariciar sobre construir un muñeco que se le parezca, para clavarle alfileres. Habla como si mandase en mí, con viveza y presuntuosidad.

Al ver que no hago nada por responderle, añade:

—Voy a serle sincero, Fliss. No estoy totalmente contento con su… intromisión en la vida de Ray, así que le diré lo que le dije a ella: ese documental no es solo sobre ella. Es también sobre mí, sobre mi familia. Me importa realmente, lo mismo que a Ray: la primera historia pública de nuestras vidas y la verán millones de personas en todo el país, en todo el mundo, quizá. Puede que Laurie Nattrass no sea el hombre indicado para hacerlo, pero eso no significa que lo sea usted. Me preocupa que mi mujer confíe en usted solo porque se la recomendaron.

—Yo no soy un hombre y ella es su exmujer.

—Me preocupa aún más oír que ella la describe diciendo que es usted «objetiva». Porque no lo es, ¿verdad que no? Ray me contó lo de su padre.

Puede que en este punto sea conveniente un acercamiento conciliatorio. Aunque podría socavarlo un secreto y violento desprecio.

—¿Ha pensado en alguna otra persona para hacer la película? —pregunto.

—No. Esa no es la cuestión. Ni nada de esto es culpa suya. Ray debería haber…

—Precisamente por lo de mi padre voy a ser más objetiva que nadie —digo.

—¿Cómo es eso?

No quiero hablar de esto en la calle, pero la otra solución es invitarlo a entrar en mi casa y decididamente no quiero.

—Mi padre cometió un error profesional, un descuido que le costó la vida a un niño. Acabó costándole la vida también a él y destruyendo la de mi madre, y desde luego no mejoró la mía. Si de pronto me veo trabajando en una película en que se habla de muertes infantiles, ¿no cree que haré todo lo que pueda por presentar bien los hechos?

—No, no lo creo —dice Hines, al parecer sin preocuparse en absoluto si me molesta o no—. Lo malo de esa psicología barata es que puede usted darle el sesgo que se le antoje. Su padre no quería que Ray apelara; pensaba que si salía bien librada, las asesinas de niños de todas las latitudes cometerían las peores fechorías y sus crímenes quedarían impunes. Pero Ray apeló y ganó. Fue reivindicada, mientras que él murió en el descrédito. ¿Me está diciendo que a pesar de eso no desea usted que Ray vuelva a ser culpable en el documental?

—Eso es lo que le estoy diciendo, sí.

—Vamos, Fliss. —Sonríe con tristeza, como si se preocupase por mí y temiera por mi salud. Su actitud me asusta—. Puede que piense que es usted objetiva, pero…

—¿Cree usted que me conoce mejor de lo que me conozco yo?

¿Qué otra cosa puedo decir en mi defensa? Porque es que es eso: una defensa. Se me ataca a la luz del día delante de mi casa. Que utilice solo palabras no quiere decir que no me ataque. Concentro toda la confianza que me queda y replico:

—No quiero ser como mi padre. Cuando dijo lo que dijo sobre Ray, sentí odio por él. Él quería que Ray siguiera en la cárcel por el efecto que su puesta en libertad tendría en otras personas: no tenía nada que ver con la propia Ray. —Tengo frío. Quiero entrar en mi casa. Me da la impresión de que todos los vecinos están escuchando con la oreja pegada a la pared, afirmando con la cabeza porque siempre parece que tengo algo de lo que avergonzarme y ahora saben lo que es—. Mi padre no dijo que creyera que Ray era culpable o inocente, no creo que supiera absolutamente nada, ni de ella… ni de la muerte de sus hijos. Fue el mismo error que cometió con Jaycee Herridge: hacer suposiciones y pasar por alto los detalles. Si hago el documental, serán los detalles lo único que me preocupe, sean cuales fueren y salga al final la película que salga, porque soy mejor que mi padre. Necesito demostrarme a mí misma que no soy como él y me trae sin cuidado parecer una hija desnaturalizada y desleal.

—Muchas personas creen que lealtad significa suspender el sentido crítico y dejar de pensar por uno mismo —dice Angus Hines. Saca un pañuelo del bolsillo y me lo tiende.

¿Estoy llorando? Sí, parece que sí. Genial.

—No, gracias —digo. «Prefiero que me seque la cara el viento a aceptar nada de ti».

—Ha dicho usted antes que de pronto se ve trabajando en un documental en que se habla de muertes infantiles. ¿No fue una elección suya?

—No, al principio no. No quería tener nada que ver con el proyecto. Laurie Nattrass me llamó a su despacho el lunes, me dijo que dejaba la empresa y me puso sobre los hombros su película sobre las muertes súbitas sin preguntarme si me interesaba.

Angus Hines se guarda el pañuelo en el bolsillo y cabecea.

—No sé si se engaña o me está mintiendo, pero las cosas no sucedieron así. Es imposible.

¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo?

—¿Qué dice? Yo no…

—Su padre se suicidó en 2006. Usted empezó a trabajar en Binary Star en 2007. —Me sonríe con suficiencia—. Trabajo para un periódico. Soy hábil averiguando cosas.

Cualquiera pensaría que es el tipo aquel que descubrió el escándalo del Watergate. No sé bien en qué consistió el escándalo del Watergate, solo que fue algo vergonzoso relacionado con Richard Nixon, por eso no se lo digo.

—Creía que era solo un fotógrafo —digo, subrayando lo de «solo». No tengo nada contra los fotógrafos y sé que Hines es algo con más categoría en London on Sunday, pero en este momento deseo soltarle cualquier cosa que le revuelva el estómago.

Saca la billetera y me alarga una tarjeta comercial.

—Puesto que es usted tan cuidadosa con los detalles, no se confunda con los míos. —Editor Gráfico. Qué pasada—. Usted sabía que Laurie Nattrass estaba en la junta directiva de Binary Star y debía de conocer su relación con Helen Yardley, con JPCI, con mi mujer. Usted no acabó trabajando con él por casualidad, ¿verdad que no?

No lo soporto. Paso por su lado y me dirijo a mi casa mientras busco las llaves en el bolso. Entro y me vuelvo para cerrar. Angus Hines está prácticamente debajo de mi dintel, tan cerca que casi me toca.

—La conversación ha terminado —digo. ¿Cómo se atreve a entrar en mi domicilio sin que lo inviten? Quiero utilizar la puerta de palanca, pero el tipo pesa demasiado—. Está bien —digo, indicándole con la mano que pase delante de mí. Vuelve a sonreír, como para recompensarme por entrar finalmente en razón.

Se dirige a la sala y se detiene por el camino para mirar lo que he puesto en las paredes del vestíbulo. Con el mayor de los sigilos, salgo al exterior, cierro la puerta y echo la llave.

Corro hacia la calle principal más aprisa que nunca. Detengo un taxi y doy al conductor la dirección del trabajo. Necesito un ordenador y en el de la oficina trabajaré tan bien como en el de casa. Como es sábado, espero que no haya nadie.

Ay, Dios mío, ay, Dios mío, ay, Dios mío. Acabo de encerrar en mi casa al editor gráfico de un gran periódico.

El taxista me mira por el espejo retrovisor con expresión expectante. Solo le veo los ojos, pero me basta. Como no tengo coche propio, paso mucho tiempo en taxis y tengo la intuición más aguda que el colmillo de un tigre. Y me da en la nariz que este tipo está deseando decirme algo sobre la excelente biografía de los gemelos Kray que está leyendo. Gracias a los taxistas de Londres lo sé prácticamente todo del tipo al que le ampliaron la sonrisa con un cuchillo; y no quiero saber más cosas. Como medida preventiva, saco el móvil y llamo a Tamsin.

—¿Fliss? —Su voz suena como si hubiera perdido toda esperanza de volver a oír la mía—. ¿Dónde estás?

Estoy en un tris de decirle: «En Somalia».

—Camino de la oficina. Tranquilízate. Estoy bien.

—Puede que lo estés ahora, pero cuanto más tiempo…

—Quiero que hagas algo por mí —la interrumpo—. No estás ocupada, ¿verdad?

—Depende de lo que entiendas por ocupada. Acabo de bajarme una especie de examen de la página web del MI6.

—¿Qué?

—Tengo que hacerlo en un minuto, según las indicaciones. Si apruebo, tendré más probabilidades de conseguir un empleo de agente operativo de inteligencia; es así como se llama oficialmente el empleo.

—¿Quieres decir una espía? —No puedo contener la risa y, cuando empiezo, no acabo. Tengo a un editor gráfico encerrado en mi casa y mi mejor amiga quiere ser espía.

—Guárdame el secreto, ¿quieres? En la página web pone que no hay que decírselo a nadie. —Emite un ruido desdeñoso—. Parece un poco irreal, ¿no crees? No pueden referirse a nadie, nadie.

—No. Seguro que quieren decir que puedes contárselo a cualquiera que te caiga bien, siempre que no lleve una camiseta de al-Qaeda.

—¿Estás llorando?

—Más bien me estoy riendo, pero sin muchas ganas.

—Pues te estoy hablando totalmente en serio, Fliss. Estuve hablando con un policía que me dijo que yo sería una buena inspectora, y me puse a pensar y a pensar…

—¿Por qué hablaste con un policía?

Tamsin da un gruñido.

—Sé que va contra tus principios, pero compra un periódico y léelo. Y cuando lo hayas leído, ven corriendo a mi casa para que yo no te pierda de vista.

—Tam, necesito que vayas tú a la mía. ¿Conservas las llaves que te di?

—Estarán por alguna parte. ¿Por qué?

—Pues… tú ve a mi casa y abre la puerta. Deja que salga Angus Hines y vuelve a cerrar. En eso consiste la misión. No tardarás. Yo corro con los gastos: gasolina, taxis, metro, lo que sea; incluye una opípara comida en la minuta, en el restaurante que prefieras. Por favor, dime que sí.

—¿Podrías rebobinar hasta lo de dejar salir a Angus Hines? ¿Qué hace Angus Hines en tu casa?

—Entró, yo no lo quería allí, no conseguí que se fuera, así que me fui. Lo dejé encerrado para que no me siguiera y no quería hablar con él. Es un chulo hipócrita y con ínfulas. Me dio miedo.

—¿Encerraste a Angus Hines en tu casa? Ay, Señor, Señor. ¿No es eso… detención ilegal o algo parecido? ¿Secuestro? Fliss, pueden meterte en la cárcel por encerrar a una persona contra su voluntad. ¿Qué te pasa?

Aprieto el botón de «fin de llamada» y apago el teléfono. Si quiere ponerlo en libertad, que vaya y lo saque de allí. Si no, que los dos se queden donde están y se diviertan criticándome.

Me entran ganas de preguntarle al taxista si los gemelos Kray encerraron alguna vez en su casa a un editor gráfico, y si de ser así, qué les pasó por haberlo hecho. Pero el taxista está hablando también por teléfono, así que no me queda otra solución que reflexionar.

Sí, yo sabía que Laurie trabajaba en Binary Star cuando solicité el empleo. Sí, estaba al tanto de la relación que tenía con Helen Yardley y con JPCI. Y sabía que se proponía sacar de la cárcel a Ray Hines. No, ni por un momento se me ocurrió que acabaría presionada por él para que me hiciera cargo de una película sobre errores judiciales relacionados con madres acusadas de matar niños. Si hubiera sido así, habría corrido hasta llegar a Sebastopol; mi padre ya había muerto cuando empecé a trabajar en Binary Star, pero mi madre no.

Mi madre sigue con vida. Se le romperá el corazón si hago un documental en el que Ray Hines aparece como inocente. Aunque mi padre se equivocara al decir lo que dijo sobre ella aquel día en el restaurante, mi madre verá las cosas de otro modo. Quedará desolada.

Antes me bastaba pensar en esto para estar segura de que no quería hacer el documental.

Entonces, ¿por qué me pongo a trabajar para Binary Star, con Laurie Nattrass?

¿Acaso esperaba, allá en enero de 2007, encontrarme en la situación en que estoy ahora?

Si llamo al fijo de mi casa y le cuento esto a Angus Hines, ¿quedará satisfecho y me dejará hacer la película? Oculto el rostro entre las manos. Ay, Dios mío. ¿Qué he hecho? Debería decirle al taxista que dé media vuelta y regrese a Kilburn, pero no me atrevo. No quiero volver a estar cerca de Angus Hines nunca más.

El taxi se detiene delante de las oficinas de Binary Star. Pago y bajo del vehículo. La puerta de la calle no está cerrada, lo que quiere decir que hay alguien dentro. Cruzo la doble puerta de cristal y me doy de bruces contra Raffi.

—¿Una Felicity en sábado? —dice, con las manos en las caderas y expresión de incredulidad burlona en la cara—. Yo veo visiones.

—¿Tú… tú trabajas normalmente los sábados?

—Sí. —Se dobla por la cintura y me susurra al oído—. A veces trabajo incluso el Día de Descanso del Señor. Pero no se lo digas a Él. —Me pregunto si Raffi tiene miedo de algo, de algo de cuya insignificancia se esfuerza por convencerse. ¿Por qué otra razón pasaría una persona el fin de semana en el trabajo? Llego a la conclusión de que estoy proyectando en él mi estado de ánimo. Raffi parece normal.

—A partir de ahora voy a tener que trabajar muchos fines de semana —le digo, aparentando agobio y profesionalidad. Frunce los labios sin dejar de mirarme. «También yo debería pensar así, dada la cantidad que vamos a tener que pagarte». ¿Me está inculcando estas palabras en el cerebro o es que me he vuelto paranoica? En cualquier caso, me siento como si hiciera girar un revólver en el índice de cada mano y llevase una camiseta en cuya pechera pusiese: «Persevera y cumple».

—Es toda una sorpresa verte en el despacho —dice Raffi—. Ahora que lo pienso, había un par de sorpresas para ti en el despacho de Maya la última vez que miré. —Antes de que tenga ocasión de preguntarle a qué se refiere, desaparece dejando tras de sí una estela de portazos.

La puerta del despacho de Maya está cerrada; del tirador cuelga un rótulo que dice: «Estoy reunida». Oigo su voz y la de otras personas. Todos marcianos adictos al trabajo. ¿No saben para qué se inventaron los sábados? ¿Por qué no se tiran en el sofá en pijama y se ponen a ver la repetición de los últimos capítulos de algún programa de televisión?

Alguien dice en voz alta: «Se lo agradezco». Me pregunto qué será «lo». ¿Un cigarrillo? ¿Se trata de una reunión secreta de la Sociedad que Agradece Fumar en el Trabajo? Llego a la conclusión de que sean cuales fueren las sorpresas que Maya me tiene reservadas, pueden esperar.

En el despacho que ahora es mío, de Laurie o de nadie, según el punto de vista del interesado, veo algo en el suelo, una cosa que parece un pequeño robot plateado. Tardo unos segundos en leer la etiqueta que tiene pegada y descubro qué es: un deshumidificador. El corazón se me hunde hasta la región intestinal. Hace una semana me habría llenado de alborozo, pero ahora no. La oportunidad lo es todo. Raffi sabe que en teoría este es mi nuevo despacho y sabe que no tiene problemas de condensación. ¿Es el deshumidificador una forma de indicarme que volveré pronto al viejo y húmedo despacho al que pertenezco?

Cierro la puerta y enciendo el ordenador. Laurie me ha enviado un e-mail que dice: «Adjunto artículo corregido» y, debajo, «Enviado por el servicio inalámbrico de mi BlackBerry». El BlackBerry ha puesto al mensaje más palabras que Laurie y eso que nunca ha estado en la cama conmigo. La cosa me haría gracia si no estuviera tan nerviosa.

No veo ningún artículo adjunto al mensaje. Por suerte, Laurie me ha enviado otro —seguramente desde su portátil, después de darse cuenta de que no podía adjuntar con el BlackBerry el artículo en cuestión—, esta vez sin palabras, solo con el documento. Lo abro y le doy con el ratón a «imprimir». Busco en el bolso la tarjeta comercial de Angus Hines. Le envío un e-mail, respondiendo a la última pregunta que me hizo lo más exhaustiva y sinceramente que puedo. Le explico que huí porque me resultaba demasiado difícil responderle cara a cara. Le cuento lo doloroso que me resulta pensar en mi padre y que tiendo a evitarlo. No le pido disculpas por haberlo encerrado ni le pregunto si sigue en mi casa o se las ha apañado para salir.

Aparte de los dos mensajes de Laurie, el único de interés que hay en mi bandeja de entrada es del doctor Russell Meredew. «Hola, Fliss», empieza. ¿Qué clase de saludo es ese? ¿No es este hombre un Oficial de la Orden del Imperio Británico? Compruebo los ficheros: en efecto, lo es. Supongo que habría podido ser peor. «Fliss, tía, ¿qué pasa contigo?». Leo el resto de su e-mail. «He hablado con Laurie, que me cuenta que tiene usted intención de incluir en la película entrevistas con Judith Duffy. Él cree que es una mala idea y yo también. Si me da un telefonazo, le explicaré por qué. No le estoy diciendo cómo ha de hacer su trabajo —por favor, ni se le ocurra pensarlo—, pero se corre cierto peligro en querer ser ecuánime cuando más vale pájaro en mano que una embustera patológica volando, si pilla usted la indirecta. Creo de todos modos que deberíamos hablar por teléfono antes realizar la entrevista que acordamos el otro día. Mi disposición a aparecer en su proyecto depende en parte del carácter del mismo, como espero que usted comprenda. Con mis mejores deseos, Russell Meredew».

En otras palabras, no escuches la opinión de mi enemiga: limítate a creer en mi palabra si digo que es malvada.

Pulso la opción de «borrar» mientras le hago una mueca a la pantalla y llamo otra vez a casa de Judith Duffy, y cuando se pone el contestador automático prácticamente suplico un encuentro. Le explico que no estoy ni a favor ni en contra de ella, que simplemente quiero oír lo que tenga que decir.

Estoy a punto de recoger la nueva versión del artículo de Laurie y marcharme del despacho cuando oigo voces que se acercan por el pasillo.

—… o que llamen ellos, por favor, insista en que es muy importante que nos llamen ellos.

—Así lo haré. —Esta es Maya.

—Por su propia seguridad, deben entender que toda actividad relacionada con el documental debe cesar hasta nuevo aviso. Será una medida provisional.

—Y si encuentra la dirección de Twickenham que le dio Rachel Hines…

—Ya le dije que no la tengo —dice Maya—. Se la di a Fliss.

—… o si la recuerda…

—No es probable que la recuerde porque no le memoricé. Creo que estaba pensando en otra cosa cuando la apunté, y la entregué sin mirarla. Si quiere, deme una lista de las calles de Twickenham y veré si me suena algún nombre, pero aparte de eso…

—Está bien —dice el hombre de voz más potente, con fuerte acento de Yorkshire. La reconozco por el mensaje que me dejó: es el agente Colin Sellers—. ¿Podríamos echar un rápido vistazo al despacho de Fliss Benson antes de irnos?

—¿A cuál?

—¿Es que tiene más de uno?

—Se está trasladando al antiguo despacho de Laurie, pero no sé si habrá terminado la mudanza. Y Laurie no ha vuelto para recoger sus cosas.

—Entonces veamos los dos.

—El antiguo despacho de Laurie está aquí mismo. Síganme.

Quiero gritar: «¿Es que ya no se estilan las órdenes de registro?». Me levanto de un salto de la silla giratoria y me agacho detrás de la mesa, pero cuando veo las cuatro patas de madera me doy cuenta de que el cuerpo inferior no llega hasta el suelo. ¡Lo sabía! Mierda, mierda, mierda.

Se aproximan los pasos. Me levanto de un salto, corro hasta el deshumidificador y lo vuelco. Lo levanto y le doy la vuelta para que la parte más ancha quede de cara a la puerta del despacho; me siento con la espalda pegada a él, las rodillas encogidas y los brazos alrededor de mis pantorrillas, negándome a escuchar la voz que resuena en mi cabeza y que dice: «¿De qué sirve esto? No te verán cuando miren por el vidrio de la puerta, pero ¿y qué? Maya los dejará pasar, entonces te verán y quedará claro que te escondes de ellos».

¿Hay alguna forma de fingir que estoy sentada así porque hoy me siento especialmente húmeda? Estoy sudando a chorros; tal vez eso haga convincente la mentira.

Oigo al hombre de voz más baja que dice:

—¿Qué es eso? ¿Un calefactor eléctrico?

—Nunca los había visto tan grandes —dice Sellers.

Hundo la barbilla en el pecho. No conocía esta habilidad mía: formar una pelota con el cuerpo mientras estoy sentada. Tal vez deba aprender yoga. ¿Qué vas a decir cuando abran, entren y te vean?

—Lo siento, chicos, ¿no preferirían empezar por el antiguo despacho de Fliss? Me temo que voy a tardar un rato en encontrar las llaves del de Laurie. Como siempre olvida las suyas y usa las de repuesto, luego las deja en los sitios más inverosímiles.

Gracias a Dios. Mi alivio dura medio segundo, hasta que recuerdo que lo único bueno de mi antiguo despacho era que desde allí veía este, ya que están a la misma altura, patio por medio. Podría tenderme en el suelo, al pie de la ventana, de ese modo no me verán los policías, pero si pasa Maya, me verá por el cristal de la puerta. Con los dientes apretados y murmurando tacos de terror entre ellos, corro un metro el deshumidificador y le doy la vuelta para que la parte ancha quede ahora de cara a la ventana. ¿Se darán cuenta los policías de que se ha movido o imaginarán que tiene los cuatro lados iguales?

Es el único sitio en que puedo sentarme sin ver vista desde ningún punto estratégico. Adopto nuevamente la postura esférica y espero durante una eternidad el regreso de las voces de los policías. ¿Y qué haré cuando regresen? ¿Tengo algún plan de fuga? Las preguntas me acribillan el cerebro: demasiadas mariposas alrededor de una única bombilla, tantas que la cubren por completo y tapan toda la luz. ¿Por qué me molesto en fingir que puedo salir bien librada de esta aventura y qué sentido tiene? ¿Por qué Tamsin me dijo que leyera un periódico? ¿Por qué amo tanto a Laurie cuando ni siquiera debería gustarme? ¿Por qué no soporto la idea de que el agente Sellers me haya dicho que no vuelva a hablar con Ray hasta nueva orden? ¿Por qué la busca la policía? ¿Creen que ella mató a Helen Yardley?

¿Es esa la historia que quiere contarme?

Rumor de pasos. Y otra vez el vozarrón del agente Sellers, primero lejano pero acercándose. Me acerco en cuclillas a la ventana y trato de abrirla. Es como si la pintura hubiera pegado las junturas. ¿He visto alguna vez a Laurie con la ventana abierta? ¿Me he fijado alguna vez en algo que no sea su cuerpo —la pelusa de sus brazos, sus tobillos enfundados en calcetines negros— durante las horas que he pasado espiándolo desde el otro lado del patio? Ociosa pregunta.

Empujo, doy enviones, apoyo todo el peso de mi cuerpo en la ventana, murmurando: «Ya está, ya está, ya está», como si ya hubiera cedido: un viejo truco que a veces me ha funcionado en otras situaciones. Pero entonces aparece un resquicio y —¡alabado sea Dios!— se abre. Salgo y estoy a punto de tenderme pegada a la pared cuando me acuerdo del bolso. Jodeeeer.

Trato de pasar otra vez al interior del despacho por la estrecha abertura. ¿Por qué me cuesta tanto entrar? No puedo haber engordado en tres segundos. Con lo que estoy sudando, lo que me sorprende es no haberme dejado por los suelos la mitad de mi masa corporal. Cuando por fin lo consigo, me quedo helada de terror. Los policías y Maya están al otro lado del tabique, a unos segundos de la puerta. Oigo un tintineo de llaves. Recojo el bolso y no sé si me cuelo o me tiro por la ventana. Oigo un desgarrón cuando toco las losas del patio. Hostia, cómo duele. Me pongo de rodillas y recupero un trozo de tela que formaba parte de mi camisa de una astilla que sobresale del marco de la ventana.

Oigo girar la llave en la cerradura. No queda tiempo. Tiro de la astilla y empujo la ventana. No se cierra del todo. Por fuera no llego al pestillo y menos con Maya y los dos policías que entran ya en el despacho, así que hago lo único que puedo hacer: tenderme de costado contra la pared, al pie de la ventana. Observo las habitaciones del otro lado del patio. Estoy a salvo: todas están vacías.

—Es un deshumidificador, sargen —dice el agente Sellers. Luego el más callado es el que manda.

—¿Qué opinas de Maya Jacques? —pregunta este.

¿Es que ya no está Maya con ellos? ¿Y qué coño hace que no vigila a dos policías que andan sueltos por mi despacho?

—Buen cuerpo, bonito pelo, fea de cara —dice Sellers. Y un carácter asqueroso, estoy por decirles desde lo que eufemísticamente procuro creer que es mi refugio del patio. Entre las losas crecen hierbajos. Uno casi me roza la nariz. Tiene las hojas manchadas de tierra y polvo blanco: restos de la pintura de la ventana. Ya siento frío. No tardaré en congelarme.

—Creo que sabe la dirección de Twickenham. Se quejó demasiado.

—¿Por qué no nos la daría?

—Laurie Nattrass desprecia a la policía: prácticamente lo confiesa en un periódico al menos dos veces a la semana. ¿Cree que él nos diría dónde está Ray Hines?

—Probablemente no —dice Sellers.

—Es verdad. La protege. En cualquier caso, así lo entiende él. Creo que haríamos bien en dar por sentado que todos los de Binary Star piensan del mismo modo. Mira esto.

¿Qué? ¿Qué están mirando?

—Un mensaje reciente de Angus Hines.

No, no, no. Casi lanzo un aullido. He dejado en pantalla la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Este es el momento en que la policía averigua que he encerrado a un hombre en mi casa. Y es cuando echo a andar hacia la cárcel.

—Interesante.

—¿Lo has abierto, sargen? Vive peligrosamente, ¿eh? Violación de la correspondencia y todo eso.

—Creo que me he apoyado en el ratón por error. «Apreciada Fliss, le mando dos listas que tal vez le interesen. Una es de todas las mujeres y algunos hombres contra quienes Judith Duffy ha presentado pruebas en juicios criminales. La otra es de todas las personas contra quienes ha declarado en juicios de lo familiar. Todas, absolutamente todas las personas que figuran en las dos listas fueron acusadas de malos tratos físicos y en muchos casos de matar a uno o varios niños. Puede que también le interese saber que en otros veintitrés casos la doctora Duffy declaró en defensa de uno o los dos progenitores, alegando que, en su opinión, no había habido malos tratos».

—¿Y?

—Es todo. «Un cordial saludo, Angus Hines».

¿Es todo? ¿Nada sobre la retención ilegal en mi piso del sótano? Reprimo un profundo suspiro de alivio. Porque tendría que haber dicho que es un sótano, ¿no? No había pensado en eso. Encerrar a otros seres humanos nunca es de buena educación, pero cuando hay sótanos por medio, entonces sabes que se trata de un monstruo. Maravilloso. Sencillamente maravilloso.

—Treinta y dos en la lista criminal, cincuenta y siete en la de tribunales de lo familiar —dice Sellers. Oigo un silbido que supongo que significa: «Es mucha gente».

—Las actas de los tribunales de lo familiar son confidenciales. ¿De dónde habrá sacado los nombres?

Buena pregunta, pero no es la principal que parpadea en mi cabeza. ¿Por qué me ha enviado las dos listas sin más explicaciones? ¿Es su forma de decir que quiere que haga el documental? Puede que por haberlo encerrado haya comprendido que tengo clase e iniciativa. Sí, seguro que es eso.

Puede que le haya dado los nombres la misma Judith Duffy. Sin duda esta lleva un registro de las personas contra quienes ha prestado declaración en los juzgados. Ella y Ray son amigas ahora, Ray y Angus son más que amigos… Cierro los ojos con fuerza, llena de frustración. Acumulo datos, pero no hago progresos. Cada cosa nueva que averiguo es como una pista que no conduce a ninguna parte.

—La leche —dice Sellers.

¿Qué? ¿Qué?

—Más correo entrante. Le he dado con el ratón y…

—Querrás decir que te has apoyado sin querer. ¿Y?

—Mira esta foto.

—¿Es…?

—Es la mano de Helen Yardley. Esos son sus anillos, el de boda y el de compromiso.

—Sujeta una tarjeta con los dieciséis números y… ¿qué hay detrás de la tarjeta? ¿Un libro?

Noto los latidos de mi corazón en los oídos y en la garganta. Me alegro de que la hayan encontrado ellos y no yo. Espero que la borren, así no tendré que verla.

Nada más que amor —dice Sellers—. Es su libro. ¿Has visto la dirección del remitente? hilairante@yahoo.co.uk. Ha escrito mal «hilarante».

—Reenvíalo a tu dirección y ciérralo.

—¿Crees que es él, sargen?

—Lo creo —dice el más callado—. Esa foto se hizo en la sala de Helen Yardley, ¿ves el papel pintado del fondo? Pienso que la hizo el lunes, antes de matarla. Quienquiera que sea, quiere que Fliss Benson sepa lo que ha hecho. Es como si estuviera… no sé, fanfarroneando o algo parecido.

No sé si estoy más tranquila o asqueada. La idea de que un asesino piensa en mí y se ha comunicado ya conmigo cuatro veces me incita a meterme en una ducha de agua hirviendo y quedarme allí durante horas. Pero si está fardando delante de mí, si quiere que yo sea su público, entonces es poco probable que quiera hacerme daño. Ojalá sea esto último.

Oigo que remueven papeles. Mis archivos.

—Sargen, aquí hay mucho material sobre Yardley, Jaggard y Hines. Tenemos que llevarnos todo esto, y el ordenador de Benson. Y el de Nattrass, aunque tengamos que forzar la puerta de su casa para entrar.

—Me has adivinado el pensamiento. Hablaré con Proust.

Doy por hecho que no se refieren al novelista francés, dado que murió hace muchos años.

—Necesitamos una orden judicial, cuanto antes. No creo que ningún juez nos la niegue. Helen Yardley está muerta, Sarah Jaggard fue agredida y Ray Hines ha desaparecido y probablemente esté en peligro hasta que demos con ella. El principal nexo entre las tres es el documental.

—¿Sabemos dónde estuvo Benson el lunes?

¿El lunes? Me recorre el espinazo un escalofrío que no tiene nada que ver con el tiempo cuando entiendo a qué se refieren. Helen Yardley fue asesinada el lunes. Es lo único que se me ocurre para no levantarme de un salto y gritar: «Estuve aquí, en el despacho. Estuve trabajando todo el día».

—Deja los papeles como los has encontrado —dice el moderado sargento—. Indicaré a Maya Jacques que cierre este despacho y no deje entrar a nadie ni tocar nada.

Por fin se van. Minutos después oigo el taconeo de los pasos de Maya y el rumor de una llave en la puerta. Ya está. Todo el mundo va a dejar en paz mi despacho por el momento; todo el mundo menos yo. Me quedo donde estoy y cuento hasta cien antes de moverme. Vuelvo a entrar y cierro la ventana. Para mí ha sido lo más parecido a unas vacaciones en el campo, pienso mientras me sacudo la ropa para quitarme de encima las briznas de hierba, la tierra y el polvo.

Con mano trémula borro el mensaje de «hilairante» sin abrirlo; la policía ya ha tomado posesión de él, por lo cual me alegro mucho. Imprimo el mensaje de Angus Hines y me guardo el papel en el bolso, con el artículo de Laurie. Como una tonta, pues he olvidado que han cerrado con llave, quiero abrir la puerta del despacho y no puedo. Ironías del destino: me han encerrado. ¿No hay una cosa llamada síndrome del cautiverio? Pues eso es lo que me pasa a mí, a mí y a Angus Hines. Sospecho que no le falta razón a toda esa gente cargante que dice que «donde las dan las toman».

Abro con la llave, cierro y vuelvo a echar la llave. Salgo de la oficina por la ruta turística, la que no pasa cerca del despacho de Maya, y paro otro taxi. Doy al conductor la dirección de mi casa. Si veo un coche desconocido estacionado fuera y que seguramente será de la policía, le diré al taxista que no se detenga, pero si todo está despejado, comprobaré si mi piso sigue estando de una pieza: si no hay ventanas rotas ni cristales en la moqueta ni rayas en las paredes. Ni una enfadada Tamsin sentada en el sofá, esperándome para echarme un sermón.

Mañana tendré que volver a la oficina y hacer copias de todo lo que tengo en los ficheros antes de que se los lleve la policía. Maya no estará: el domingo es el día que tiene manicura y pedicuro. Puede que Raffi vuelva a saltarse el Día de Descanso del Señor, como él lo llamó, pero es poco probable que se interese por lo que hago. Si soy diligente, podré fotocopiarlo todo en cinco o seis horas. Solo de pensarlo me muero de cansancio.

Y una vez que lo hayas copiado todo, ¿dónde lo dejarás? ¿Dónde te esconderás? ¿En casa de Tamsin y Joe? ¿En la mía? Si la policía está tan deseosa de encontrarme como parece, será inevitable que vaya a los dos sitios.

Creo que tomé la decisión hace ya rato, pero solo ahora me permito reconocerlo. Marchington House. Iré allí. A Ray no le importará. Hace menos de una semana que la conozco, pero sé que no le importará. Tiene que haber allí habitaciones libres, espacio de sobra para mí y las cajas de papeles fotocopiados. Tiempo de sobra para hurgar en la documentación generada por Laurie y Tamsin, en busca de… ¿de qué? ¿De algo que Laurie pasó por alto porque el bosque le impidió ver los árboles?

Me siento agotada, pero estoy demasiado tensa para dormir, incluso para quedarme mirando por la ventana. Necesito hacer algo productivo. Saco del bolso el artículo de Laurie y lo leo. Me detengo al llegar a una frase que no pega:

A pesar de no haber matado nunca a nadie, la doctora Duffy ha sido responsable de destruir la vida de docenas de mujeres inocentes cuyo único delito fue estar en el lugar y el momento menos indicados, precisamente cuando moría uno o varios niños: Helen Yardley, Sarah Jaggard, Dorne Llewellyn… la lista es muy larga.

Tres nombres no forman una lista muy larga. ¿Por qué Laurie no incluyó más, para demostrar lo que afirmaba? En la primera versión había más, estoy segura. Voy a la última página. Con mucha prudencia, o tal vez porque los responsables del periódico se lo aconsejaron, Laurie ha suprimido la insinuación de que Rhiannon Evans pudo matar a su hijo Benjamin porque es una prostituta de clase baja y en ese medio es algo habitual. Eliminar esto tiene su lógica, pero ¿por qué reducir la lista de víctimas de Judith Duffy, una lista que en teoría es muy larga?

Busco en el bolso el artículo original, pero no lo encuentro. Debo de habérmelo dejado en casa. Tengo otra idea: el e-mail de Angus Hines. Lo saco y repaso los nombres que se citan. Dos me llaman la atención: Lorna Keast y Joanne Bew. No he tenido otro medio de conocer estos nombres que no significan nada para mí. La primera vez que los vi fue en el artículo de Laurie, junto con el de Helen Yardley y Sarah Jaggard. Los vi allí, no me lo estoy imaginando.

Lorna Keast y Joanne Bew figuraban en el primer borrador. ¿Por qué han desaparecido?