10-10-2009
—No sé si son los mismos números u otros. —Tamsin Waddington adelantó la silla y se apoyó en la pequeña mesa de cocina que había entre ella y el agente Colin Sellers. El agente percibía el olor del pelo de la mujer o al menos el de la sustancia dulzona que se hubiera puesto. Tuvo que reprimir el deseo de asir la larga cola de caballo que le colgaba por el hombro derecho, para comprobar si era tan sedosa como parecía—. Ni siquiera recuerdo que hubiera dieciséis números. Lo único que sé es que había números en una tarjeta, puestos en filas y en columnas, pero lo mismo habrían podido ser dieciséis que doce que veinte…
—Pero usted está segura de haber visto la tarjeta en la mesa del señor Nattrass el día 2 de septiembre —dijo Sellers—. Eso es ser muy exactos y hace más de un mes. ¿Cómo es que…?
—El 2 de septiembre es el cumpleaños de mi novio. Y aquel día estuve rondando por el despacho de Laurie mientras reunía fuerzas para pedirle que me dejara salir antes.
—Me pareció oír que no era su jefe. —Sellers dio un suspiro. Le sentaba fatal que las mujeres atractivas tuvieran novio. Creía sinceramente que él desempeñaría un papel más brillante, si le dieran la oportunidad. No conocer a los novios implicados no alteraba en absoluto la fe que tenía en su capacidad. Como cualquier hombre con vocación, Sellers se sentía frustrado cuando le impedían hacer lo que le apetecía.
—Bueno, no era exactamente mi jefe. Yo era su investigadora.
—¿Para la película sobre las muertes súbitas?
—Eso mismo. —Tamsin se acercó un poco más al agente por encima de la mesa, con intención de leer lo que apuntaba en su cuaderno. «Hembra cotilla». Si el agente hubiera sacado la lengua en aquel momento, le habría lamido el pelo—. Parece que Laurie nunca tenía ganas de irse a casa y me daba vergüenza confesarle que yo sí —dijo—. Vergüenza por haber hecho planes que no implicaban reparar injusticias, planes que a Laurie le importaban un pimiento. Estuve rondando su mesa como una idiota y así vi la tarjeta al lado de su BlackBerry. Le pregunté por ella porque era más fácil que pedirle lo que en realidad quería.
—Esto es importante, señorita Waddington, así que, por favor, sea lo más exacta posible. —«¿Me dejarías acariciarte el pelo mientras me chupas lo que tengo aquí abajo?»—. ¿Qué le dijo al señor Nattrass a propósito de la tarjeta y qué respondió él? —Durante unos segundos, Sellers tuvo la impresión de haber sufrido un lapsus y haberle hecho la pregunta que no debía, la calificada X, pero comprendió que no. La chica no parecía molesta, no había salido corriendo de la habitación.
—Yo se la cogí. Él no pareció darse cuenta. Yo dije: «¿Qué es esto?». Él gruñó.
—¿Gruñó? —Era todo un suplicio. ¿No podía emplear palabras menos insinuantes?
—Laurie gruñe todo el tiempo… cuando sabe que se espera de él una respuesta, pero no ha oído lo que se le ha dicho. Le funciona con casi todo el mundo, pero a mí no es tan fácil engañarme. Agité la tarjeta delante de su cara y volví a preguntarle qué era. Laurie hizo algo típico de él: parpadeó como un topo que sale a la luz después de pasar un mes bajo tierra y dijo: «¿Qué es esa porquería? ¿Me la has mandado tú? ¿Qué significan esos números?». Le dije que no tenía la menor idea. Me la quitó de la mano, la rompió, lanzó los pedazos por el aire y volvió a su trabajo.
—¿Usted lo vio romperla?
—En ocho pedazos por lo menos. Los recogí y los tiré a la papelera. No sé por qué me tomé la molestia, Laurie no se dio cuenta ni me dio las gracias, y cuando por fin me decidí a preguntarle si podía irme más temprano, dijo: «No me jodas». Si hubiera sabido que los números eran importantes, habría… —Tamsin se interrumpió y chascó la lengua como si estuviera enfadada consigo misma—. Recuerdo vagamente que el primer número era un dos, pero no podría jurarlo. No volví a pensar en ello hasta que Fliss se presentó aquí anoche, toda descompuesta, y me contó lo de la tarjeta que le habían mandado y de un espía furtivo y anónimo que a lo mejor quería o no quería matarla.
—¿Dijo el señor Nattrass si la tarjeta se la enviaron al trabajo o a su casa?
—No, pero supongo que fue al trabajo. Dudo que se hubiera molestado en llevarla a la oficina si se la hubieran mandado a casa. No parecía darle la menor importancia, como si no significase nada para él.
—¿Está segura de eso? —preguntó Sellers—. La ira podría ser una razón para romper algo en pedazos.
—Sentía ira porque le hacían perder el tiempo, eso es todo. Francamente, yo conozco a Laurie. Por eso no fue para mí ninguna sorpresa lo que me contó Fliss, que cuando le enseñó la tarjeta que había recibido, él no le dijera que había recibido otra igual. Laurie no malgasta saliva con cosas que no considera importantes.
Sellers pensó que a pesar de todo era extraño que Nattrass no le hiciera ningún comentario a Fliss Benson. Lo más lógico habría sido que le dijera: «Qué curioso: yo recibí otra igual hace unas semanas». ¿Por qué callar… si no eres la persona que le ha enviado los dieciséis números a Benson? Una copia, vamos, después de haber roto la primera edición para despistar a Tamsin.
«Pero ¿despistar de qué, so tarado? El 2 de septiembre Helen Yardley todavía estaba viva. Nattrass no puede ser el asesino, tiene una coartada y no se parece en absoluto al hombre que describió Sarah Jaggard».
Todo el mundo tenía una coartada a prueba de bomba. Judith Duffy, aunque seguía negándose a conceder entrevistas, había dejado un mensaje en el buzón de voz de Sam Kombothekra explicándole su paradero durante el lunes. Había pasado la mañana con sus abogados y la tarde en un restaurante con Rachel Hines. A Sellers no acaba de entrarle en la cabeza, pero no parecía haber dudas al respecto: tres camareros habían confirmado que habían llegado a la una y no se habían ido hasta las cinco.
Las hijas y yernos de Duffy —Imogen y Spencer, Antonia y George— habían estado en las Maldivas. Habían salido de Gran Bretaña antes de que Sarah Jaggard fuese agredida y habían vuelto el miércoles, dos días después de la muerte de Helen Yardley. Sellers había entrevistado a los cuatro el día anterior, con lo cual se había quedado sin su tradicional curry nocturno de los viernes. No solía dejarse dominar por las emociones del trabajo, pero había empezado a sentirse crecientemente incómodo mientras oía las explicaciones de los cuatro, uno tras otro, en el sentido de que les importaba un carajo si no volvían a ver a Duffy. «No tiene corazón», dijo Imogen. «Destruyó la vida de mujeres inocentes para medrar en su trabajo. Más bajo no se podría caer». Antonia no se mostró tan maniquea. «Ya no volveré a sentir lo mismo por mamá», dijo. «Estoy tan enfadada con ella que no podría dirigirle la palabra en este momento. Quizá más adelante».
Para los dos yernos era un motivo de escándalo. Uno llegó al extremo de afirmar que se habría pensado dos veces lo de casarse con su hija si hubiera conocido sus antecedentes. «Mis hijos no dejan de preguntarme por qué sus compañeros de colegio se ríen de ellos, diciendo que su abuela aparece en todos los periódicos», dijo con voz indignada. «Uno tiene ocho años y el otro seis, y no lo entienden. ¿Qué puedo decirles?».
Sellers no había podido resistir la tentación de preguntarles, aunque no tenía nada que ver con la investigación, cómo se llevaban Duffy, sus hijas y sus yernos antes de que Laurie Nattrass llamara la atención del público sobre la falta de ética profesional de la médica. «Estupendamente», había dicho Imogen con voz trémula. Antonia había afirmado con la cabeza con más entusiasmo. «Antes de que estallara la pesadilla, éramos una familia normal».
El agente no habría soportado la idea de que sus hijos dijeran algún día algo parecido de él: que no tenía corazón, que no quisieran dirigirle la palabra. Si dejara a Stacey, ¿haría esta que Harrison y Bethany lo odiasen?
Suki —la mujer a la que venía viendo a espaldas de Stacey desde hacía casi diez años— pensaba que sí. Se lo había dicho muchas veces y él había terminado por creerla. Suki hablaba de Stacey como si la conociera mejor que Sellers, aunque ni siquiera la conocía de vista.
En cualquier caso, Suki no quería a Sellers para estar con él las veinticuatro horas del día. Lo quería solo a tiempo parcial. «Así no te quedarás sin mí ni sin tus hijos», le decía a menudo. Sellers estaba casi tan harto de Suki como lo estaba de Stacey. Les habría dicho a las dos dónde podían irse si a cambio conseguía pasar una noche con Tamsin Waddington. Incluso se conformaría con una hora…
—¿Ha oído lo que le he dicho?
—Perdón.
—Entiendo que es usted un hombre, pero ¿no podría prestarme atención?
Sellers aventuró una sonrisa.
—Usted sería una buena inspectora —dijo.
—Que Laurie tenga problemas para comunicarse con los demás no tiene nada de sospechoso —dijo Tamsin—. Si le dijera a Fliss: «Qué interesante: también yo he recibido una tarjeta así, con dieciséis números, pero hace unas semanas», eso, ¿eh?, eso sí sería sospechoso. Una vez me dijo: «Dónde está ese café que he pedido» tres segundos después de habérselo dado. Le señalé la taza que tenía en la mano derecha y replicó: «¿Tú me has dado esto?». Lo derramó y tuve que llevarle otro.
Sellers, pese a todo, no estaba convencido. Nattrass había omitido mencionar que le habían enviado los dieciséis números no solo a Fliss Benson, sino también a Waterhouse, durante la conversación telefónica que habían sostenido. Tenía que saber ya que la tarjeta era importante, si un policía preguntaba por ella. Waterhouse le había preguntado si últimamente había recibido correo fuera de lo normal, postal o electrónico, y Nattrass había eludido la respuesta. Le habían descrito la tarjeta recibida por Fliss Benson y no había dicho nada sobre la que había recibido él. ¿Era esa la conducta de un hombre inocente?
—Estoy preocupada por Fliss. —La desafiante actitud de Tamsin sugirió a Sellers que haría bien en sentir lo mismo—. Leí el periódico esta mañana, ¿por qué cree que llamé a la policía? Sé que en el cadáver de Helen Yardley encontraron una tarjeta como la que recibieron Fliss y Laurie. Sé que agredieron a Sarah Jaggard y que el agresor dejó en su bolsillo una tarjeta con dieciséis números. Pero no tiene sentido. —Arrugó la frente.
—¿Qué es lo que no tiene sentido?
—Que en el caso de Helen Yardley y el de Sarah Jaggard la violencia se produjera antes. Las agredieron y les dejaron una tarjeta. Fliss y Laurie recibieron otras por correo postal, pero no han sido agredidos. Puede que no les hagan daño, porque en caso de que quisieran hacérselo, se lo habrían hecho ya, ¿no cree?
«Por ese motivo el comisario Barrow no autorizará la protección». Por eso y por el odio que sentía por el Muñeco de Nieve.
—Fliss no se encuentra bien —dijo Tamsin—. Creo que está muy asustada, pero insiste en que no, y yo estoy casi segura de que hay algo que no me cuenta, algo que tiene que ver con la tarjeta. Los números. Esta mañana se fue sin decirnos adónde iba, ni a mí ni a Joe, y no tengo la menor idea de dónde estará ahora. Y…
—¿Y? —la invitó Sellers.
—Prometió a un policía con el que habló que no trabajaría en la película, pero ha seguido trabajando. Bueno, esto es delatarla —dijo con orgullo—. No me importa ser una chivata si eso la pone a salvo. Ayer estuvo viendo a Ray Hines.
—¿Dónde?
—En casa de sus padres, creo.
—¿De los padres de la señorita Benson?
—No, de Ray Hines.
Sellers se mordió el labio por dentro. Aquello no pintaba bien. Waterhouse iba a ponerse furioso.
—Ha hecho bien diciéndomelo. —Sonrió. Tamsin le devolvió la sonrisa.
«Vale, cielo mío, límpiate, ya está aquí el taxi. Son las cuatro de la madrugada, cielo mío, paga tú…».
Joder. Había vuelto la voz. Últimamente a Sellers le costaba olvidar lo que Gibbs pensaba de él cuando estaba cerca de una o varias mujeres; aquello minaba su confianza. Había oído su voz el sábado anterior por la noche, poco antes de comportarse como un memo total. Había sido como si Gibbs estuviera allí con él, susurrándole al oído. Incluso habría jurado que lo oía. La culpa tuvo que ser de la bebida, porque Gibbs no estaba cerca. Gracias a Dios. Empapado de whisky Laphroaig con Timothy Taylor Landlord, Sellers había querido ligar con una mujer que había visto por el ventanal de un restaurante cuando volvía a casa andando. Había entrado y le había hecho una proposición, sin reparar en que estaba acompañada por un joven y una pareja madura. La muchacha celebraba su cumpleaños —cumplía veintiuno— con su novio y sus padres, ella se lo había dicho varias veces, pero él no había hecho caso. Había seguido insistiendo para que se fuera con él a un hotel de los alrededores. Al final, el encargado del restaurante y un camarero lo habían sacado a rastras a la calle, le habían dicho que no volviera nunca más por allí y le habían dado con la puerta en las narices. Puestos a ello, puede que hubiera tenido más suerte si se lo hubiera propuesto a la madre.
—Si el señor Nattrass o la señorita Benson se ponen en contacto con usted…
—¿Buscarán a Fliss? —preguntó Tamsin—. Si no sé nada de ella pronto, me asustaré de veras. Twickenham… ahí es donde tiene que empezar a buscar.
—¿Por qué allí?
—Creo que es allí donde viven los padres de Ray Hines. Y estoy segura de que Fliss habrá vuelto allí hoy.
Sellers anotó en su cuaderno: «Ray Hines —padres— Twickenham».
—Ella es la siguiente, ¿verdad?
—¿Perdón?
—Primero casi acuchillan a Sarah Jaggard, luego disparan a Helen Yardley. Ray Hines es la número tres, ¿verdad? Tiene que ser la siguiente.
En toda mi vida he estado más contenta, pensaba la sargento Charlie Zailer. Durante toda la mañana había sentido un júbilo continuo, aunque había estado sola en casa y la alegría —como había descubierto hacía poco, ya que hasta entonces no había experimentado nada parecido— le corría con más fuerza por las venas, poniéndole la carne más brillante bajo la piel, cuando estaba entre gente. Por eso había querido rodear el cuello de Sam Kombothekra con los brazos y cubrirlo de besos —platónicos— cuando el hombre había llegado para acompañarla al despacho de Proust y por eso ahora, mientras avanzaba junto a Sam por el pasillo de la sección de la criminal, escuchando las disculpas y protestas de inocencia masculinas, sentía que su felicidad llegaba al punto culminante. Allí estaba ella con su buen amigo, aquel día radiante, hablando, respirando el aire. No le importaba que la hubieran apartado del trabajo ni cómo se había hecho. Lo único que le importaba era el papel que tenía en el bolsillo.
Había planeado no contárselo a nadie más que a su hermana —era un secreto al fin y al cabo—, pero seguía esperando que Liv le devolviera la llamada, y ahora estaba allí, paseando con Sam… Bueno, era ella quien paseaba. Él avanzaba, mirando por encima del hombro cada pocos segundos, temeroso de que el Muñeco de Nieve lo fulminase si tardaba demasiado en recoger a Charlie. ¿A quién le importaba? ¿Y a quién le importaba lo que deseara Proust? Que esperase, que esperase todo menos la urgencia por revelar que le hervía por dentro. Habría preferido decírselo a Kate, la esposa de Sam; Kate habría sido la oyente ideal, mejor incluso que Liv; pero Kate no estaba allí.
—Simon me escribió una carta de amor esta mañana.
Sam se detuvo, se dio la vuelta.
—¿Qué? —Se había adelantado demasiado. Le costaba oír nada con claridad en los pasillos del sector más antiguo de la comisaría; había allí un gorgoteo incesante, algo relacionado con las cañerías. Según Simon, hacía el mismo ruido que cuando él era un niño, en la época en que el espacio ocupado por la comisaría había albergado una piscina cubierta. Parte del edificio seguía oliendo a cloro.
—Simon me escribió una carta de amor —repitió Charlie con una sonrisa—. La vi a mi lado, en la cama, cuando desperté.
Sam arrugó la frente.
—¿Va todo bien? ¿Tú y Simon no habéis… roto? ¿Él no ha…?
Charlie rio por lo bajo.
—Ya me explicarás cómo has deducido eso de lo que acabo de decirte. Todo va bien, Sam. Todo va perfecto. Me ha escrito una carta de amor. Como Dios manda.
—Ah. Bueno. —Sam parecía confuso.
—No voy a contarte lo que pone la carta.
—No, claro que no. —Si alguna vez hubo un hombre contento de salir de un atolladero…—. ¿Vamos? —Sam inclinó la cabeza hacia el despacho del Muñeco de Nieve—. Sea lo que sea, solucionémoslo cuanto antes.
—¿Por qué estás tan nervioso? Estoy acostumbrada a esto, Sam. Desde que dejé la brigada criminal, Proust se ha acostumbrado a frotar la lámpara y esperar que yo aparezca.
—¿Por qué no te llamó a ti? ¿Por qué me envió a mí para recogerte?
—No lo sé. ¿Importa acaso? —Ahora que Charlie se lo había dicho a Sam, la nota de Simon resultaba más auténtica. Tal vez no necesitase contárselo a Liv. Liv exigiría saber con exactitud qué decía. Charlie había visto lagunas en ella, una laguna grande en particular: la palabra amor brillaba por su ausencia.
«Lo siento en mi interior. Sé que no lo digo nunca, pero lo siento dentro de mí».
Charlie apreciaba la sutileza. Más que apreciarla, la adoraba. La nota de Simon era perfecta; eran las mejores palabras que habría podido elegir. Solo los sosos más groseros emplearían la palabra amor en una carta de amor. «Vuelvo a hacerlo», se dijo, «discutir con Liv en mi cabeza».
Liv le preguntaría si Simon había firmado la carta, si había puesto las equis de los besos al final. No y no. Preguntaría por la calidad del papel. Charlie tendría que decirle que era la punta de una hoja de un cuaderno rayado que tenía junto al teléfono. A ella le daba igual. Simon era un hombre, difícilmente utilizaría papel rosa perfumado con una cenefa de flores. Liv diría: «¿Le habría dado un infarto si hubiera utilizado toda la página en vez de una punta?». Y ella habría respondido: «Qué ovarios tienes. Llevamos comprometidos año y medio y aún no nos hemos ido a la cama, ni él me ha explicado por qué no, pero oye, ¿qué importancia tiene eso ahora que me ha escrito unas palabras en un papel?».
Puede que después de aquella noche ya no fuera necesario que Simon explicase por qué no quería relaciones sexuales. Hacía media hora había dejado un mensaje en el buzón de voz de Charlie, diciéndole que la vería después, que procuraría regresar lo antes posible. Había tenido que escribir la nota por alguna razón, ya que nunca había hecho una cosa así. Puede que hubiera llegado a la conclusión de que había llegado el momento.
Charlie había arrancado otro trozo de papel antes de irse al trabajo. Había escrito: «A propósito de la luna de miel: propongas lo que propongas estará bien, aunque sea pasar dos semanas en la Pensión Beaumont». A Simon le haría gracia. La Pensión Beaumont era una casa de huéspedes que había enfrente de la casa de los padres de él. Se veía desde la ventana del salón.
—No quiere hacerte favores —decía Sam—. Por eso me envió a recogerte. Para que te preguntes a ti misma si tienes problemas.
—Relájate, Sam. No he hecho nada malo.
—Yo solo digo lo que diría Simon si estuviera aquí.
Charlie se echó a reír.
—¿Me estás ladrando? Acabas de ladrarme. Me has ladrado en serio. ¿Te pasa algo?
El apodo de Sam, por gentileza de Chris Gibbs, que lo inventó, era Stepford, a causa de su carácter educado y complaciente. En cierta ocasión había admitido delante de Charlie que la parte que más detestaba de su trabajo era practicar detenciones. Ella le había preguntado por qué y él había respondido: «Ponerle las esposas a alguien me parece muy… muy brusco».
Sam se detuvo y se apoyó en la pared, dejando caer los hombros y dando un profundo suspiro.
—¿No te ha dado nunca la sensación de que te estás transformando en otro Simon? Por pasar demasiado tiempo tan cerca…
—Aún no tengo ganas de leer Moby Dick y menos aún de leerla dos veces al año, o sea que me veo obligada a decir que no.
—El otro día entrevisté a los Brownlee, la pareja que adoptó a la hija de Helen Yardley. Tienen una coartada que parece una armadura medieval… Mi intención no era dedicarles más tiempo.
—¿Pero? —preguntó Charlie.
—Cuando le dije a Grace Brownlee que era policía, lo primero que se le escapó fue: «No hicimos nada malo».
—Exactamente lo que yo he dicho hace un momento.
—No. Esa es la cuestión. Tú has dicho: «No he hecho nada malo». Ella dijo: «No hicimos nada malo». Básicamente las dos frases vienen a significar lo mismo, pero sé lo que Simon habría pensado si hubiera estado allí.
Charlie también.
—«No hemos hecho nada malo» significa «No recuerdo haber hecho nada que esté mal». «No hicimos nada malo» equivale a decir: «Lo que hicimos estuvo totalmente justificado».
—Exactamente —dijo Sam—. Me alegro de no ser el único.
—Ni la mente más fuerte podría resistir el efecto lavacerebros de Simon Waterhouse —dijo Charlie.
—Quise saber de qué se estaba defendiendo Grace Brownlee, así que anoche me presenté en su casa sin avisar. No me costó mucho tenderle un lazo dándole a entender que yo ya lo sabía.
—¿Y?
—¿Qué sabes sobre los trámites de adopción?
—¿Necesitas preguntármelo? —Charlie arqueó una ceja.
—Por lo general, si hay posibilidades de que un niño a cargo de las autoridades pueda volver con sus padres biológicos, esa es la opción que se favorece. Mientras el caso se considera, el niño puede estar con una familia de acogida. Si el tribunal de lo familiar falla contra la madre biológica, los Servicios Sociales se ponen a buscar unos padres adoptivos. Pero en algunos lugares, como Culver Valley, las autoridades tienen un procedimiento que se llama plan concurrente que aplican en ciertos casos. Es muy polémico, motivo por el que muchos ayuntamientos no lo tocarían ni con guantes. Algunas personas dicen que viola los derechos humanos de los padres biológicos.
—Deja que adivine —dijo Charlie—. Paige Yardley fue uno de esos casos especiales.
Sam asintió con la cabeza.
—Eliges una pareja que crees que sería ideal para adoptar a un niño concreto, consigues que la acepten en calidad de familia de acogida, que es un trámite más rápido y sencillo que el de la adopción y dejas al niño a su cuidado lo antes posible. En teoría había posibilidades de que Paige volviera con su familia biológica, pero en la práctica todos sabían que eso no iba a suceder. Solo cuando fue oficial, solo cuando dijeron a Helen y Paul Yardley que su hija ya no era suya, se declaró a los Brownlee padres adoptivos y adoptaron a la niña que ya vivía con ellos y con la que habían establecido un vínculo más fuerte que el que normalmente se esperaría en una situación de acogida, porque extraoficialmente los asistentes sociales les habían dado a entender que se la iban a quedar para siempre.
—¿Y no es eso también una violación de los derechos humanos de otros padres adoptivos posibles? —dijo Charlie—. Ha tenido que haber casos en que el tribunal de lo familiar sorprendiera a todo el mundo fallando en favor de la madre biológica. Los asistentes sociales dirían entonces a los padres de acogida: «Vaya, lo sentimos, pero resulta que no podéis adoptar a esta criatura».
—Grace Brownlee dijo que les explicaron repetidas veces que no había garantías, así que en teoría sabían que las cosas podían no salir como esperaban, para que no se quejaran luego de que los habían engañado, pero hubo insinuaciones muy convincentes de que saldrían como esperaban y de que Paige sería pronto su hija legal. Era una niña en una situación muy especial, por ser la única superviviente de una prole cuya madre había sido sospechosa de asesinato. Los Servicios Sociales estaban decididos a hacer cuanto pudieran por ella y pensaron que los Brownlee eran los padres ideales. Los dos abogados, de clase media, ingresos elevados, casa grande y agradable…
—¿Aros en la nariz? ¿Serpientes tatuadas? —dijo Charlie. Al ver el desconcierto pintado en la cara de Sam, añadió—: Estoy bromeando. La gente es muy previsible, ¿verdad? ¿No sería fantástico conocer a un abogado respetable, aunque fuera uno solo, con una serpiente tatuada? —Dejó escapar una risa aguda—. No me hagas caso, estoy enamorada.
—Los Brownlee fueron elegidos a dedo —dijo Sam—. En principio iban a pasar por todos los requisitos y formalidades que se exigen a todas las familias que aspiran a la adopción. Un día los invitaron a una reunión y les dijeron que había una niña disponible; seguía habiendo formalidades que cumplir, pero eran simples formalidades. La buena noticia, les dijeron, era que no tendrían que esperar a que concluyeran los trámites legales: lo único que tendrían que hacer era solicitar ser padres de acogida y al cabo de pocas semanas tendrían a su futura hija viviendo con ellos. Sebastian Brownlee estuvo dispuesto, pero Grace seguía abrigando dudas. Es menos engreída que su cónyuge, más cauta. Detestaba la táctica del guiño y el codazo cómplice.
—¿Eso es entonces lo que significaba el «No hicimos nada malo»?
Sam movió la cabeza en sentido afirmativo.
—Incluso después de que todo el asunto fuera oficial y estuviera sancionado por la justicia, Grace vivía con el temor de que algún día les quitaran a Paige, o Hannah, como se llama ahora, por culpa de los apaños de trastienda que se llevaron a cabo en su momento. Por mucho que la tranquilizara su marido, no acababa de convencerse de que todo estuviera en regla.
—¿Y cabe esa posibilidad? Me refiero a que les quiten a Paige.
—No es posible. El plan concurrente no es ilegal. Como tú misma has dicho, el fallo, técnicamente, puede favorecer a la madre biológica, en cuyo caso, las familias que aspiran a la adopción tienen que aguantarse, cosa que saben desde el principio.
—En cierto modo tiene lógica —dijo Charlie—. Quiero decir que, por el bien de la criatura, lo mejor es colocarla cuanto antes con los padres adoptivos.
—Es una barbaridad —dijo Sam con vehemencia—. La madre biológica piensa todo el tiempo que ella tiene preferencia. Helen Yardley debió de creer que ella y Paul tenían muchas posibilidades de quedarse con Paige: sabían que sus hijos habían fallecido de muerte natural y creían que serían tratados con imparcialidad. ¡Vana esperanza! Desde el comienzo, los Servicios Sociales y Grace y Sebastian Brownlee, dos extraños, sabían que Paige acabaría en el seno de la nueva familia. Grace se ha sentido culpable de eso desde entonces y no se lo reprocho. Así no se trata a las personas. No es justo, Charlie.
—Puede que no, pero hay un montón de cosas que no son justas y un buen porcentaje de ese montón se acumula en nuestra bandeja de asuntos pendientes. ¿Por qué te afecta tanto?
—Me gustaría fingir que mis motivos para sentirme una mierda son nobles y altruistas, pero no lo son —dijo Sam. Cerró los ojos y sacudió la cabeza—. No debería haberle dicho nada a Simon. ¿En qué estaría pensando?
—Me he perdido —dijo Charlie.
—Había algo que no entendía: cómo podían los asistentes sociales estar tan seguros de que Paige Yardley no iba a volver con Helen y Paul. Quiero decir que no era un caso típico. Me imagino a una autoridad local, al tanto de los largos historiales de malos tratos y negligencias que se producen en el seno de algunas familias impresentables que dicen que no volverá a repetirse, pero que lo echan todo a perder y cometen más y peores tropelías. Que los niños de estas familias sean alejados de sus madres podría parecer una buena solución, pero Helen Yardley no era así. Si no era culpable de asesinato, entonces era totalmente inocente. Si sus hijos murieron por el síndrome de la muerte súbita infantil, cosa que aún no se había resuelto en el juicio y que en consecuencia nadie podía dudar, entonces Helen no había hecho nada malo, ¿no te parece? Entonces, ¿por qué arriesgarse a gestionar la adopción mediante el plan concurrente? Eso es lo que yo me preguntaba.
Sam dejó escapar el aliento lentamente.
—Lo cual —prosiguió— pone de manifiesto lo ingenuo que soy. Y luego dicen que se es inocente hasta que se demuestra lo contrario. Grace me dijo que los asistentes sociales sabían que Helen había matado a sus hijos y tenían amigos en el hospital que lo sabían con toda certeza, que habían estado presentes cuando Helen había ingresado a sus dos pequeños por los episodios de paro respiratorio. Una asistente social llegó a decirle a Grace que había hablado con muchos médicos, uno de los cuales era Judith Duffy, y que todos le habían dicho que Helen Yardley era, y aquí cito textualmente, «la clásica víctima del síndrome de Munchausen por poderes».
—Puede que lo fuese —dijo Charlie—. Puede que matara a sus hijos.
—Eso no es justo, Charlie. —Sam se alejó de ella. Charlie iba a seguirlo cuando el hombre giró sobre sus talones y regresó—. Se anuló su sentencia. Ni siquiera había pruebas suficientes para un nuevo juicio. No debería habérsela juzgado la primera vez. ¿Hay algo más demencial que someter a juicio a una mujer cuando no hay pruebas sólidas de que se ha cometido un delito? No importa si lo cometió o no; hablo del elevado porcentaje de probabilidades de que no hubiera delito. He visto el sumario que manejó el ministerio fiscal. ¿Sabes cuántos médicos disintieron de Judith Duffy, alegando que era totalmente posible que Morgan y Rowan fallecieran por causas naturales?
—Tranquilízate, Sam.
—¡Siete! Siete médicos. Por fin, transcurridos nueve años, Helen limpia su nombre y un cabrón la mata, y aquí me tienes, en teoría investigando su asesinato, tratando de hacerle un poco de justicia, por su familia, por su recuerdo, ¿y qué hago yo? Escuchar a Grace Brownlee, que me cuenta que cierta supervisora del centro de encuentros afirmó haber visto a Helen tratando de asfixiar a Paige delante de ella.
—Leah Gould —dijo Charlie.
Sam la miró sin comprender.
—¿Cómo…?
—Estoy leyendo Nada más que amor. Simon quería que la leyera, pero es demasiado soberbio para decírmelo. Por suerte, leo sus pensamientos.
—Se supone que también yo he de leer ese libro. —Sam había puesto cara de culpable—. Proust no fue tan soberbio y nos lo recomendó.
—Y no te hace gracia.
—Procuro evitar los libros que harán que quiera suicidarme.
—Pues creo que te sorprendería —dijo Charlie—. Está lleno de héroes valientes y dignos de imitación: entre ellos el Muñeco de Nieve, aunque te cueste creerlo; Laurie Nattrass; Paul, su fiel columna conyugal. Y un abogado, su defensor… no recuerdo su nombre.
—¿Ned Vento?
—Ese. Tenía una colega, Gillian no sé qué, que por lo visto trabajó con la misma energía en favor de Helen, pero hasta ahora no ha aparecido revestida de atributos heroicos. Tengo la impresión de que Helen Yardley prefería a los hombres.
—Eso no la convierte en asesina —dijo Sam.
—Yo no he dicho eso. Digo solo que se regodea con la atención que recibe de sus valientes paladines masculinos. —Una clásica víctima del síndrome de Munchausen por poderes. ¿No consistía este síndrome en llamar la atención?
Había otra cosa que molestaba a Charlie en Nada más que amor: en varias ocasiones, en el primer tercio del libro, Helen Yardley afirmaba que no había matado a sus dos criaturas; que habían muerto a causa del síndrome de la muerte súbita. Si Charlie no se equivocaba, y no lo creía probable, la muerte súbita infantil era un síndrome que describía la muerte de un niño que no podía explicarse de otra manera, así que le parecía curioso que Helen afirmase que sus hijos habían muerto por aquello, como si fuese un diagnóstico médico firme. Era tan absurdo como decir: «Mis pequeños murieron a causa de una causa que desconozco». ¿No sería más probable que una madre cuyos hijos hubieran fallecido de muerte súbita buscase una explicación plausible en vez de presentar la falta de explicación como si fuera una solución y no un misterio? ¿O es que Charlie oía en las páginas de Nada más que amor una siniestra música de fondo que no estaba allí?
—¿Qué no deberías haberle dicho a Simon? —preguntó.
—Nada de esto. Estaba enfadado porque los Servicios Sociales habían traicionado a los Yardley y me estaba desahogando, pero no tiene nada que ver con el asesinato de Helen y debería haber tenido la boca cerrada, sobre todo en lo referente a Leah Gould. Simon agitó en mis narices un artículo del Observer en el que se decía que Gould confesaba haberse equivocado: que no había presenciado un ahogamiento frustrado, que su reacción había sido exagerada y que lamentaba mucho haber contribuido a un error de la justicia…
—Deja que adivine —dijo Charlie—. Cuando le dijiste a Simon que Grace Brownlee citaba el testimonio de Leah Gould como prueba de la culpabilidad de Helen Yardley, se consumió de impaciencia por hablar con ella.
—Si Proust averigua que me sustituyó, mi vida no valdrá nada —dijo Sam con desánimo—. ¿Qué puedo hacer? Le dije a Simon que no, que rotundamente no, pero no me hizo caso. Dijo: «Quiero que Leah Gould me mire a los ojos y me cuente lo que vio». Debería decírselo a Proust…
—Pero no se lo dirás —dijo Charlie con una sonrisa.
—Pues debería. Se supone que estamos investigando el asesinato de Helen Yardley, no algo que pudo ocurrir o no ocurrir hace trece años en el centro de encuentros de los Servicios Sociales. Simon está más preocupado por descubrir si Helen Yardley era culpable de asesinato que por averiguar quién la mató. Si Proust se huele aunque sea una débil brisa, y acabará oliéndola, porque siempre la huele…
—Sam, yo no defiendo a Simon solo porque sea Simon, pero… ¿desde cuándo desestimas la historia personal de la víctima de un homicidio? Helen Yardley tenía un pasado muy dramático en el que Leah Gould, por lo que parece, desempeñó un papel crucial. Alguien debía hablar con ella. ¿Y qué, si fue hace trece años? Cuanto más averigües sobre Helen Yardley, mejor, ¿no crees? Sobre lo que hizo o no hizo.
—Proust dejó claro cuál ha de ser nuestra postura colectiva: que es tan inocente e inmerecedora de lo que le ocurrió como cualquier otra víctima de asesinato —dijo Sam, con las mejillas encendidas—. Por una vez estoy de acuerdo con él, pero no es asunto mío. Nunca es asunto mío. Simon va de aquí para allá como vendaval, haciendo lo que le da la real gana y yo ni siquiera puedo esperar controlarlo. Lo único que se me permite es sentarme y observar cómo los acontecimientos se me escapan cada vez más.
—Hay algo que preocupa a Simon más de lo que le preocupa saber si Helen Yardley fue o no una asesina de niños y más de lo que le preocupa averiguar quién la mató —dijo Charlie, insegura de si debía contárselo a Sam—. Es Proust.
—¿Proust?
—También él estuvo aquel día en el centro de encuentros. A Simon solo le interesa lo que vio Leah Gould porque quiere saber qué vio el Muñeco de Nieve: quiere saber si presenció un asesinato frustrado y mintió porque deseaba proteger a una mujer que él ya había declarado inocente. Simon solo va detrás de Proust. —Charlie admitía para sí que estaba asustada de lo lejos que podía llegar Simon. Estaba demasiado obsesionado para comportarse racionalmente. Había estado en vela casi toda la noche, rugiendo de ira porque Proust había vuelto a invitarlos a cenar. Parecía convencido de que el Muñeco de Nieve quería torturarlo imponiéndole su amistad, sabiendo que Simon no toleraba una relación de aquella índole. A Charlie le había parecido una exageración, pero cuando había expresado en voz alta sus dudas, las fantasías paranoicas de Simon se habían disparado: Proust había ideado una nueva e inteligente forma de humillarlo, de arrebatarle las fuerzas. ¿Cómo se puede contraatacar cuando lo único que hace el otro es decir: «Cenemos»?
Fácilmente, le había respondido Charlie, muerta de sueño; dile: «Disculpe, pero preferiría no tener que cenar con usted. No simpatizo con usted, nunca simpatizaré y no quiero ser su amigo».
Sam Kombothekra se frotó el puente de la nariz.
—Esto se pone peor —dijo—. Si Simon le va buscando las cosquillas al Muñeco de Nieve, yo voy a tener que buscar otro empleo.
—¿Dónde está Waterhouse? —Fue lo primero que preguntó Proust. Estaba levantando una torre con sobres encima de su mesa.
—Se ha ido a Wolverhampton, a entrevistar otra vez a Sarah Jaggard —dijo Sam. Lo había preparado con antelación, era evidente. Charlie se esforzó por no sonreír—. No me dijo que quisiera ver a Waterhouse, señor. Usted solo mencionó a la sargento Zailer.
—No quiero verlo. Quiero saber dónde está. Son cosas distintas. Entiendo que va usted a acelerar el caso, ¿no, sargento Zailer? ¿Sabe quién es Judith Duffy? —Proust enganchó el índice en el pulgar y lo soltó con fuerza para golpear la torre de sobres. La torre se tambaleó pero no cayó—. Hasta hace poco una respetada especialista en salud infantil, últimamente una paria, a punto de ser expulsada de la profesión médica por falta de ética profesional… ¿conoce los datos básicos?
Charlie asintió con la cabeza.
—El sargento Kombothekra y yo le agradeceríamos que hablase usted con ella por nosotros. Así queda todo entre parias.
Charlie se sintió como si se hubiera tragado una bola metálica. Sam emitió un ligero gruñido. Proust lo oyó, pero se hizo el sordo.
—Cabe la posibilidad de que Rachel Hines sea la próxima víctima de nuestro asesino. Esta mujer se ha esfumado en el éter y no me extrañaría que Duffy conociese su paradero. Las dos comieron juntas el lunes. Quiero saber por qué. Por qué una madre desconsolada celebraría una bonita comida íntima con la médica corrupta cuya infame declaración la metió en el trullo.
—No tengo ni la menor idea —dijo Charlie—. Y estoy de acuerdo, es extraño.
—Muy oportunamente, la coartada de la una es la coartada de la otra en el caso del asesinato de Helen Yardley —dijo Proust—. Duffy no hablará con nosotros, al menos voluntariamente, y he estado acariciando la idea de traerla aquí involuntariamente, pero creo que esto es mucho mejor. —Se adelantó y tamborileó con los dedos en la mesa, como si tocara el piano—. Creo que usted podría convencerla para que hable con usted, sargento. Para establecer un vínculo. Si da resultado, le dirá más a usted de lo que nos diría a nosotros. Usted sabe lo que es ser infamada por la prensa y ella también. Usted sabe cómo abordarla. Usted es hábil con la gente.
«¿Y en qué es hábil usted?».
Paria, infamar… eran solo palabras. No tendrían ninguna influencia sobre Charlie si ella no dejaba que la tuvieran. No tenía por qué recordar los acontecimientos de 2006 si ella no quería. Recientemente había renunciado a recordar, y con fuerza creciente.
—No tienes por qué hacerlo, Charlie. No tenemos ningún derecho a pedírtelo.
—Cuando dice «nosotros», el sargento Kombothekra se refiere a mí —dijo Proust—. Su reprobación cae como un diluvio de confeti, ligero cual una pluma, fácil de sacudir.
—No sabía nada de esto —dijo Sam con la cara como un tomate—. No tiene nada que ver conmigo. No puede usted tratar a la gente de este modo, señor.
Charlie pensó en todo lo que había leído sobre Judith Duffy: se había ocupado más de los hijos de los desconocidos que de los propios; había subcontratado niñeras y canguros para que cuidaran de sus niñas, para poder dedicarse a su trabajo día y noche; cuando se divorció, había tratado de desplumar a su exmarido, a pesar de que ella ganaba un dineral…
Charlie no se había creído nada. Sabía por experiencia cómo pisoteaban los medios la reputación de las personas.
—Lo haré —dijo. El Muñeco de Nieve tenía razón: si lo intentaba, seguro que podía convencerla de que hablara con ella. No sabía por qué quería hacerlo, pero accedió. Decididamente.