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Viernes, 9 de octubre de 2009

Marchington House es una casa señorial. Su tamaño me deja boquiabierta. Estiro el cuello y contemplo embobada las columnas de la entrada, el arco de piedra que corona la puerta, las filas interminables de ventanas, tantas que no me atrevo a contarlas.

¿Qué hace una chica como yo entrando en un sitio como este? La casa en que me crie era la mitad de pequeña que el cobertizo que veo al final del jardín, más allá de lo que tiene todo el aspecto de un ojo amoratado en mitad de la hierba, una lona rectangular que imagino que cubre una piscina.

Casi me echo a reír al imaginar la reacción de los propietarios de Marchington House si les dijeran que tienen que pasar una noche en mi vivienda de Kilburn. «Antes la muerte, querida. Ve a la recocina del ala este y dile a la doncella que me traiga un frasquito de arsénico del armario de los venenos». Las manos se me tensan alrededor de la correa del bolso que llevo colgado del hombro. He traído todo lo que creo que voy a necesitar, pero ahora me doy cuenta de que no es suficiente. Soy la persona menos indicada para hacer esto. Que lleve encima una cámara que es el último grito en tecnología digital no significa que sepa qué hago aquí.

¿Por qué está Rachel Hines en este lugar? ¿La casa es de su familia? ¿De alguna amistad?

«Por favor, seamos amigos». De niña le decía eso a mi padre cuando había sido mala y estaba enfadado conmigo. Aunque sé que es de pena, daría cualquier cosa por que Laurie me dijese algo parecido. Sería un cambio muy de agradecer oírle decir: «Hola, soy Laurie Nattrass. Deje su mensaje y me pondré en contacto con usted».

He decidido no llamarlo ni pensar hoy en él. Hay cosas más importantes que me preocupan. Como quién me mandó la tarjeta de los dieciséis números y quién podría querer matarme. Además de las mentiras que he contado a la policía.

Ordeno a mis pies que avancen hacia la puerta principal de Marchington House. Estoy a punto de pulsar el timbre cuando me fijo en los círculos de piedra que lo rodean, semejantes a ondas en un agua tranquila. ¿Cuántos canteros trabajaron aquí? ¿Uno? ¿Una docena? Aspiro una bocanada de aire. Cuesta no sentirse inferior ante un timbre en el que parece que se ha empleado más tiempo y atención que en construir todas las casas en que he vivido hasta ahora.

«Es una casa demasiado buena para una mujer que…». La idea ha brotado sin que haya podido impedirlo. La completo a regañadientes: para una mujer que mató a sus dos criaturas. ¿No es eso lo que creo? ¿O es que el artículo de Laurie me ha hecho cambiar de opinión?

Me dispongo a esperar un rato, pero Rachel Hines abre la puerta a los pocos segundos de pulsar yo el timbre.

—Fliss —dice—. Gracias por venir. —Me tiende la mano y se la estrecho. Lleva unos tejanos de pata de elefante, de color azul claro, y una camisa blanca de lino; encima lleva una cosa de lana de color granate, una especie de chal, pero con mangas y cuello. Va descalza. Se siente en casa.

—¿Preferiría que me calzara? —pregunta.

Noto que se me encienden las mejillas. ¿Cómo puede saber lo que pienso? ¿Es que le estaba mirando los pies?

—Con el tiempo he aprendido a descifrar el lenguaje corporal —añade sonriendo—. Llámelo instinto de supervivencia bien sintonizado.

—Entonces está usted menos nerviosa que yo —digo con rapidez, porque prefiero decírselo a callármelo y que ella lo adivine—. Ir sin zapatos refleja relajación, al menos es así en mi caso. Pero… no importa. Supongo que no tengo derecho a preocuparme. —Cierra el pico, bobalicona. Me doy cuenta de que me está manejando; mi confesión ha sido totalmente innecesaria.

—¿Así interpreta usted que esté descalza? Qué interesante. Lo primero que yo pensaría es: «hay calefacción en el subsuelo». Y acertaría. Quítese los zapatos y los calcetines y lo verá; es como sentir caricias de arena caliente. —Tiene la voz profunda y modulada.

—Estoy bien así —dijo con cierta rigidez. Si fuera paranoica pensaría que me viene tratando desde el principio con pequeñas argucias cuyo objeto es desestabilizarme. Y no sé por qué conjugo el verbo «pensar» en tiempo condicional, ya que es eso exactamente lo que pienso. Paranoica, sin embargo, es una palabra peyorativa; razonablemente cautelosa, eso es lo que soy.

Menos cuando mentiste a la policía.

—¿Ve como somos incapaces de pensar con libertad? —dice—. Para mí es importante que esta casa tenga calefacción en el subsuelo, más que para la mayoría de la gente. A usted le preocupa su nerviosismo, porque tal vez la vuelva ineficaz. En cosa de diez segundos las dos hemos utilizado el hecho de que voy descalza para fortalecer el cuadro mental que estamos decididas a seguir.

¿Facilita las relaciones esta charla? Es más difícil hablar con ella que con Laurie.

¿No decías que no ibas a pensar en él?

Retrocede para dejarme pasar.

—Estoy menos nerviosa que usted porque sé con toda seguridad que usted no es una asesina. Pero usted no podría decir lo mismo de mí.

Como no quiero responder a eso, me limito a mirar a mi alrededor. Lo que veo me deja sin aliento; un ancho vestíbulo con suelo de piedra blanca y zócalos del mismo material, tres veces más altos de cuantos he visto en mi vida. Allí donde miro hay algo hermoso: el poste de arranque de una escalera en forma de ocho, con los círculos superior e inferior vaciados en el centro de un modo que recuerda a Henry Moore y a Barbara Hepworth; la araña, que es como una cascada de lágrimas de vidrio azules y rosas y casi tan ancha como el techo; dos grandes óleos juntos que ocupan toda una pared, las dos de mujeres que parecen caer por el aire, con la boca negra y apretada y el pelo volando a su alrededor; dos sillas que parecen tronos, con ornamentado respaldo de madera y asiento de material titilante que recuerda la luz de la luna; la escultura del rincón, una figura humana con el tronco de piedra rosa sin desbastar y una cabeza de mármol blanco que no cesa de dar vueltas ni de verter agua, como si el agua fuera su cabello. Lo que más me impresiona es lo que solo puedo describir como una alfombra de cristal sumergido, un rectángulo de cristal transparente, con irregulares salpicaduras de oro y plata, empotrado en la piedra en el centro del vestíbulo, con una luz que sale de abajo.

Durante dos segundos bromeo conmigo misma diciéndome que no me conviene un interior tan rebuscado, que me parece vulgar y excesivo. Pero finalmente me rindo y admito la cruda verdad de que me dejaría cortar un brazo por vivir en una casa así o porque fuese de un amigo o pariente a quien no le importara compartirla conmigo. Por consejo de la policía he acordado pasar esta noche en casa de Tamsin y Joe, en el duro futón que tienen en la habitación del ordenador, con sus telarañas y sus ventanas repiqueteantes. Me odio por haber hecho la comparación. Oficialmente soy superficial e impresentable.

—No esté tan segura de que no sea una asesina —digo para demostrar que Rachel Hines no es la única persona capaz de hacer declaraciones inesperadas.

—Yo al menos sé que yo no lo soy —dice.

—Wendy Whitehead. —No había planeado mencionar este nombre tan pronto. No sé si estoy preparada para enterarme. Soy así de buena para averiguar la verdad: «por favor, no me diga nada, tengo demasiado miedo»—. ¿Quién es?

—Pensé que le gustaría tomar antes un trago…

—¿Quién es?

—Una enfermera. Bueno, lo fue. Ya no lo es.

Nos miramos fijamente. Al final digo:

—Tomaré un trago, gracias. —Si voy a ser la única persona que sabrá la verdad sobre la muerte de los hijos de Rachel Hines, exceptuando a la propia Hines, necesito prepararme.

Esto no está sucediendo.

La sigo hasta una cocina, peor organizada que el vestíbulo, pero también hermosa: suelo de roble, superficies blancas y curvas que parecen de alabastro, fregadero doble de cerámica, y en el suelo, a un lado, una franja de cristal verde por donde fluye el agua que corre hasta el otro extremo de la pared. Pegada a otra pared hay una cocina Aga de color crema, tres veces mayor que las que he visto hasta ahora. Puestos a decir las cosas bien, es un poquito más pequeña que un minibús. En el centro de la estancia hay una mesa de pino, grande, maltratada, con ocho sillas alrededor, y más allá un mostrador independiente, con forma de lágrima, con los curvos laterales pintados de rosa y verde.

Pegado a la pared que tengo más cerca hay un diván morado, sin respaldo, y al lado un taburete del mismo color. Los dos muebles parecían hechos para vivir juntos. Con el taburete en un extremo son como un gigantesco signo de exclamación. En la pared hay un calendario con los doce meses visibles y con un pequeño rectángulo para cada día. En la parte superior pone «La leche nuestra de cada día». ¿Un regalo navideño del lechero? Veo cosas escritas, pero no alcanzo a leerlas. Encima del sofá morado hay tres pinturas a base de rayas que ondulan cuando se miran. Me esfuerzo por leer la firma que hay al pie de la que tengo más cerca: Bridget no sé qué.

Por encima del minibús Aga hay una foto enmarcada de dos hombres jóvenes que bajan por un río en batea. Los dos son guapos: uno es moreno y tiene una bonita sonrisa, el otro es rubio y muy consciente de su atractivo. ¿Serán pareja? ¿Se conocieron en Cambridge y de aquí la batea? Si yo fuera la típica persona con prejuicios que saca conclusiones rápidas sobre los homosexuales y las decoraciones de interiores llamativas, seguro que ya estaría dando por sentado que esta es su casa.

—No hay ningún parecido de familia. Difícilmente vería usted tres hermanos más distintos —dijo Rachel Hines, señalando la foto con la cabeza y alargándome un vaso que contenía algo de color rosa oscuro—. Los dos varones monopolizaron la belleza. Y el encanto.

O sea que de maricones, nada. Pues claro que no. Los hijos de Marchington House habrían estudiado en Cambridge. Nada de institutos politécnicos con sexualidad a tope. Lo más probable es que Rachel Hines también fuera a Cambridge, o a Oxford. Los padres que instalan en la cocina una franja de cristal verde para que corra el agua quieren que sus hijos reciban la mejor educación posible.

Me pregunto dónde estarán los padres en cuestión. ¿En el trabajo?

—Que Marcella y Nathaniel muriesen no fue culpa de Wendy Whitehead. Traté de decírselo por teléfono, pero usted me colgó. Por favor, tome asiento.

¿No fue culpa suya? Siento la boca seca y doy un sorbo a la bebida, que resulta que es zumo de arándanos.

—Pero usted me dijo que los mató.

—Ella creía que los estaba protegiendo. Yo también, por eso dejé que lo hiciera.

Espero a que se explique, esforzándome por no hacer caso del escalofrío que me sube por la espalda. Me mira rápidamente, su serenidad parece tambalearse, parece atrapada, impotente.

—¿No se lo imagina? Ya le he dicho que es enfermera.

—He leído las notas de Laurie. No había ninguna enfermera en su casa cuando… Usted estaba sola con los pequeños, cuando murieron.

—Wendy puso a Marcella y a Nathaniel la primera vacuna contra el tétanos, la difteria y la tos ferina. Usted no tiene hijos, ¿verdad?

Niego con la cabeza. Vacunas. Habla de vacunas. Recuerdo haber leído algo en la prensa hace tiempo sobre unos hippies chiflados que se negaron a inmunizar a sus hijos y que prefirieron combatir las enfermedades con ginseng y aceite de pachulí.

—Cuando se vacuna a los niños, gritan. Hay que sujetarlos mientras les ponen la inyección, pero nadie piensa que se les esté haciendo daño. Toda madre piensa que cumple con una obligación. Una madre no hace comparaciones, no piensa en esas otras circunstancias en que se vacuna contra la voluntad del paciente, unas circunstancias horrendas…

La aparto de mi camino, me acerco a la mesa de la cocina y dejo el vaso. Me alegro de no haberme sentado.

—Me marcho. No debería haber venido.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Es que no está claro? —A duras penas reprimo mi decepción—. Se lo está inventando usted todo. En su juicio no se dijo nada sobre ninguna vacuna.

—Bien observado. ¿No me pregunta la razón?

—Se lo está inventando, ahora pretende decir que lo que les ocurrió a Marcella y a Nathaniel se debió a las vacunas que se ponen habitualmente en la infancia y quiere comparar esa experiencia con las inyecciones que ponen a los condenados a muerte.

—Usted no tiene la menor idea de lo que quiero decir porque no me deja acabar. Marcella nació dos semanas antes de tiempo, ¿lo sabía?

—¿Qué tiene que ver eso con lo sucedido?

—Si se marcha ahora, no lo sabrá.

Me inclino para recoger el bolso. Ahora que sé que no voy a hacer un documental sobre una asesina llamada Wendy Whitehead que casi salió bien librada, no veo ninguna razón para quedarme. Rachel Hines tiene que enterarse. ¿Qué mentira me contará a continuación?

—¿Por qué está tan enfadada conmigo? —pregunta.

—No me gusta que me mareen. No finja ahora que no ha estado jugando conmigo desde el primer telefonazo; primero insistió en ir a mi casa en plena noche, luego se va. Me llama y me dice que Wendy Whitehead mató a sus hijos, pero muy oportunamente omite mencionar lo de las vacunas…

—Usted me colgó el teléfono.

—Por su culpa he mentido a la policía. Me preguntaron si conocía su dirección y les dije que no. En teoría he dejado el trabajo en suspenso hasta que me den luz verde. No debería estar aquí. —El bolso me resbala por el hombro. Voy a cogerlo, pero cae al suelo—. Usted me envió las tarjetas y la foto, ¿verdad? Fue usted.

En su cara se pinta el desconcierto, pero el desconcierto es una expresión fácil de adoptar.

—¿Tarjetas? —dice.

—Dieciséis números formando un cuadrado. La policía piensa que quien las envió podría… agredirme o algo parecido. No lo dijeron de ese modo, pero sé que es eso lo que piensan.

—Vayamos por partes, Fliss. Hablémoslo con calma. Yo le juro que no le he enviado…

—¡No! ¡No quiero hablar con usted! Me voy de aquí ahora mismo y no vuelva a llamarme… quiero que me dé su palabra. Sea cual sea su juego conmigo, ya ha terminado. ¡Dígalo! Dígame que me dejará en paz.

—No se fía de mí, ¿verdad?

—¡Eso es decir poco! —Nunca he hablado a nadie con tanta mala baba, en toda mi vida.

—En ese caso, mi palabra no tiene ningún valor.

—¡Precisamente! —digo, echando a andar hacia la puerta de la calle. La mentira que conté a la policía carecerá de importancia si rectifico en seguida. Llamaré al agente Simon Waterhouse, le diré que Rachel Hines está en Marchington House, en Twickenham, y que estoy segura de que es la persona que me envió los números. No sé por qué no se me ocurrió antes. Recibí la primera tarjeta el miércoles por la mañana. Fue el miércoles cuando recibí su primera llamada. ¿Recapacitó el jueves y preparó una lista? ¿Punto primero: abandonar los demás planes y dedicar todo el tiempo a marear a Fliss Benson?

—¡Fliss! —Me sujeta el brazo y tira de mí.

—¡Déjeme! —Me siento aturdida, me tiemblan las piernas, como si al tocarme me hubiera inyectado miedo puro en las venas. Recuerdo al agente Waterhouse diciéndome que no fuera a ningún sitio sola.

—¿Cree que los maté yo? —pregunta—. ¿Cree que maté a Marcella y a Nathaniel? Dígame la verdad.

—Es posible. No lo sé. Nunca lo sabré, no lo sabrá nadie, únicamente usted. Si tuviera que hacer conjeturas, basándome en lo poco que sé de usted, diría que sí, creo que es probable que lo hiciera usted. —Bueno, ya lo he dicho, y que te den por el culo, Laurie, si eres telépata y me has oído y ahora cabeceas de asco. Nunca te molestaste en preguntarme qué pensaba yo de tus protegidas. Helen, Sarah y Rachel. Mi opinión no cuenta. Cuenta tan poco como el polvo que pegamos ayer.

Rompo a llorar sin previo aviso. Dios mío, Dios mío, Dios mío. Me esfuerzo por dominarme, pero es inútil. Me siento como una persona que no sabe nadar y se acerca a una catarata. Ni siquiera siento la humedad de las lágrimas en mis mejillas y durante unos minutos estoy demasiado conmocionada por lo que hace mi cuerpo sin mi permiso para darme cuenta de que alguien me sujeta con fuerza y para comprender, porque no hay nadie más allí, que ese alguien es Rachel Hines.

—No voy a hacerle preguntas. Probablemente no querrá hablar.

Niego con la cabeza. Estoy sentada en el diván morado de la cocina, concentrada en dar sorbos al zumo de arándanos. Puede que cuando lo termine no me sienta tan en ridículo. Rachel está sentada a la mesa, en el otro extremo de la cocina, procurando mantenerse a una distancia prudencial. Como si las dos pudiéramos olvidar que la tía ha estado dándome la paliza la última media hora.

—Yo no le he enviado ninguna tarjeta con números —dice—. Ni fotografías. ¿Preguntó a los policías por qué pensaban que el remitente podía agredirla? Si está en peligro, tiene derecho a saber lo que pasa. ¿Por qué no…?

—No necesito que nadie me oriente en la vida —murmuro con acritud.

—Y si lo necesitara, no me contrataría a mí —dice, resumiendo lo que opino sobre ese tema—. Puedo explicarle por qué me marché el miércoles por la noche, pero temo ofenderla.

Me encojo de hombros. Me siento ya despreciada, humillada y aterrorizada; que encima me ofendan no me hará ningún daño.

—No me gustó su casa —añade.

Levanto los ojos para comprobar que he oído bien.

—¿Qué?

—Tiene un aspecto desastroso. La pintura de los marcos de las ventanas está desconchada.

—No es mía. Yo vivo en el sótano en régimen de alquiler, eso es todo.

—¿Es bonito?

No puedo creer que estemos hablando en serio.

—¿El piso? No, no es bonito. Es… veamos… cinco millones de veces menos bonito que esta casa. Es pequeño y húmedo, y lo único que puedo permitirme. —Me pregunto si estoy en condiciones de matizar: «lo único que podía permitirme hasta ahora». Pero ¿por qué molestarme? En cuanto Maya se entere de la nueva opinión que tiene Rachel Hines sobre mí, por no hablar de la de Laurie, me quedaré sin empleo y probablemente sin casa. Incluso los pisos cochambrosos de Kilburn cuestan dinero.

—Al ver por fuera su casa, supe que no me iba a gustar por dentro. Me esforcé por decirme a mí misma que no importaba, que estaría perfectamente, pero comprendí que era inútil. Nos imaginé sentadas y hablando en una habitación deprimente, con carteles clavados con chinchetas al yeso de las paredes y una colcha encima del sofá para tapar las manchas, y… —suspira—. Sé que esto que digo es poco humano, pero quiero ser sincera con usted.

—No puedo quejarme. Yo la acusé de ser una asesina.

—No, no me acusó. Usted dijo que no lo sabía. Hay una gran diferencia.

Desvío la mirada, molesta por haber permitido que me obligara a expresar mi opinión.

—Desde que estuve en la cárcel, he… No soporto estar en un sitio que no sea…

—¿Una mansión despampanante? —digo con sarcasmo.

—Un entorno físicamente incómodo, cualquier medio desagradable… hace que me sienta físicamente mal —dice—. No acabé de acostumbrarme. La cárcel me cambió en muchos aspectos, pero eso fue lo primero que noté, la primera noche que pasé fuera. Angus y yo habíamos roto ya. No tenía casa donde ir, así que me fui a un hotel. —Aspira una profunda bocanada de aire, encogiendo la barbilla.

«De solo tres estrellas, seguro». Pero no lo digo. Es demasiado fácil ser cruel con ella y sé que me divertiría mucho. No es culpa suya que me echase a llorar y me pusiera en evidencia.

—No me gustó la habitación que me dieron, pero me dije que no importaba. Solo iba a estar allí unas noches mientras encontraba un sitio más permanente. Tenía esas náuseas que parece que no se van a ir, como cuando te mareas yendo en coche, pero me esforcé por superarlas.

—¿Qué le pasaba a la habitación? —pregunto—. ¿Estaba sucia?

—Es posible. No lo sé. —Detecto impaciencia en su voz, como si le hubiera hecho la misma pregunta cientos de veces y fuera incapaz de dar una respuesta—. Lo que más me molestaba eran las cortinas.

—¿Sucias? —insisto.

—No me acerqué para averiguarlo. Eran demasiado finas y demasiado cortas. En vez de colgar hasta el suelo llegaban solo hasta la base de la ventana. Era como si hubieran clavado dos pañuelos en la pared. Y colgaban de una asquerosa barra de plástico, sin sobrepuerta ni nada que la cubriera. Se podía ver la cuerda detrás de la parte superior de la tela. —Se estremece—. Eran asquerosas. Tenía ganas de escapar de allí gritando. Sé que parece una chifladura.

Sólo un poco.

—En la pared había un cuadro de una urna de piedra, con flores alrededor de la base. Tampoco me gustaba. Tenía un aspecto desteñido. Los colores no pegaban. —Se frota el cuello, se pellizca la piel con los dedos—. Al principio no supe si me desagradaba porque era una urna cineraria, ya sabe, la relacionaba con la muerte, pero pensé que no. Marcella y Nathaniel no fueron incinerados, sino enterrados. —Habla con tanta naturalidad que me pone la carne de gallina. «Ya sabe, la relacionaba con la muerte». ¿Cómo puede decir eso la madre de dos niños muertos y quedarse tan tranquila?

—En cualquier caso, no podía hacer nada para impedirlo —prosigue, sin advertir mi reacción—. Habría podido pedir otra habitación sin necesidad de dar explicaciones, porque no tenía ninguna, hasta que abrí los grifos del cuarto de baño y no salió nada. No había agua. Me entró tanta alegría que me eché a llorar y corrí al teléfono: ya tenía una buena excusa y sabía que tendrían que trasladarme. Era una tontería, porque en el fondo no me importaba no tener agua, me habría bastado ir al minibar y utilizar una botella para cepillarme los dientes y lavarme la cara. Lo único que quería era alejarme de aquellas dichosas cortinas. —Me mira con una sonrisa titubeante—. Las de la nueva habitación eran más presentables. Seguían siendo cortas, pero por lo menos había una sobrepuerta que tapaba la barra y el tejido era más grueso. A pesar de todo… —Cierra los ojos. Espero con impaciencia que me cuente qué nuevos horrores la aguardaban en la nueva habitación: los trozos de uñas de los pies que el anterior ocupante había amontonado en la mesita de noche. Pensarlo me pone enferma; trato de borrar la imagen de mi cabeza. «El jurado no tendrá en cuenta las recortaduras curvas, duras y amarillentas de las uñas de los pies».

—También allí había una pintura de una urna en la pared, la misma pared que en la otra habitación, la que quedaba enfrente de la cama. —Por la expresión obsesiva de su cara y su voz trémula cualquiera pensaría que recuerda una matanza. Puede que sea eso. Me doy cuenta de que he contenido el aliento.

Hay un largo intervalo hasta que vuelve a hablar.

—No era exactamente la misma pintura, como es lógico. Pero era una copia idéntica. Debía de haber una en cada habitación: clones que se disfrazan de arte. ¡Mierda asquerosa que se fabrica en serie!

¿De veras? ¿Se trata de eso?

—Entonces sentí náuseas, sentí literalmente ganas de vomitar. Recogí mis cosas y me marché con viento fresco, sin saber adónde iba. Paré un taxi en la calle y me oí recitar al conductor mi antigua dirección de Notting Hill.

—¿Fue a la casa de su exmarido? —¿Y por qué no a esta, a Marchington House?

—A casa de Angus. Sí. —Veo en sus ojos una expresión de lejanía—. Le dije que no podía quedarme en el hotel, pero no le expliqué por qué. Si le hubiera dicho que no había ninguna diferencia entre la habitación de un hotel y una celda de Geddam Hall, no lo habría entendido.

—Pero… ustedes habían roto. Él creía que usted había…

—Matado a nuestros hijos. Sí, lo creía.

—¿Por qué acudió a él en tal caso? ¿Y por qué la dejó entrar? ¿La dejó entrar?

Asiente con la cabeza. Cuando veo que avanza hacia mí, me pongo tiesa, pero se limita a sentarse en el otro extremo del diván, para que siga habiendo entre nosotras una distancia cómoda.

—Podría explicarle por qué —dice—. Por qué me comporté como me comporté, por qué Angus se comportó como se comportó. Pero no tendría sentido fuera de contexto. Me gustaría contarle toda la historia, desde el principio, la historia que nunca he contado a nadie. La verdad.

No quiero oírla.

—Puede usted hacer su documental —dice, con energía renovada en la voz. No sé si me lo pide o me lo ordena—. No sobre Helen Yardley ni sobre Sarah Jaggard. Sino sobre mí. Sobre mí, sobre Angus, Marcella y Nathaniel. La historia de lo que sucedió en nuestra familia. Es mi única condición, Fliss. No quiero compartir la hora, las dos horas, el tiempo que dure, con nadie más, por muy digna que sea su causa. Siento parecer egoísta, pero…

—¿Por qué yo? —pregunto.

—Porque usted no sabe qué pensar de mí. Lo percibí en su voz la primera vez que hablé con usted: la incertidumbre, la duda. Necesito su duda; gracias a ella me escuchará usted con atención, porque usted quiere saber, ¿verdad? Casi nadie escucha. Laurie Nattrass, desde luego, no. Usted será objetiva. La película que hará no me retratará como víctima indefensa ni como asesina, porque no soy ninguna de las dos cosas. Usted enseñará al público quién soy realmente, quién es Angus, cuánto amábamos a Marcella y a Nathaniel.

Me pongo en pie, ahuyentada por la determinación que leo en sus ojos llameantes. Tengo que irme antes de que ella elija por mí.

—Lo siento —digo con firmeza—. No soy la persona más indicada.

—Sí lo es.

—No lo soy. Y usted no diría eso si supiera quién fue mi padre. —Bueno, ya lo he dicho. No puedo desdecirme ahora—. Olvídelo —murmuro, sintiéndome otra vez peligrosamente cerca del llanto. Eso es lo que me inquieta: mi padre, no Laurie. Nada que ver con Laurie y por eso ligeramente menos lastimoso. Un padre trágicamente fallecido es una razón más convincente para llorar que el amor no correspondido de un gilipollas sin remedio—. Me voy —digo—. No debería haber venido. —Recojo el bolso, como si tuviera realmente intención de marcharme. Pero me quedo donde estoy.

—A mí me da igual quién sea su padre —dice Rachel—. El primer jurado que pensó que yo era culpable, el juez que me condenó a dos cadenas perpetuas… Aunque creo poco probable que su padre sea la jueza Elizabeth Geilow. —Sonríe—. ¿Cómo se llama?

—Está muerto. —Vuelvo a sentarme. No puedo estar de pie y hablar de mi padre al mismo tiempo. Tampoco lo he intentado nunca. La verdad es que ni siquiera he hablado de eso con mi madre. ¿Verdad que es estúpido?—. Se suicidó hace tres años. Se llamaba Melvyn Benson. Probablemente no habrá oído hablar de él. —Aunque él había oído hablar de usted—. Era director de Servicios de Infancia de…

—Jaycee Herridge.

Doy un respingo al oír este nombre, aunque sé que es ridículo. Jaycee Herridge no mató a mi padre. La pequeña solo tenía veinte meses. Me siento atrapada, como si algo que se hubiese abierto se hubiera cerrado de pronto. No debería haber dicho nada. Después de años de contención y silencio, ¿por qué contárselo precisamente a Rachel Hines?

—¿Su padre fue el asistente social desacreditado que se suicidó?

Afirmo con la cabeza.

—Recuerdo que alguien habló de eso en la cárcel. Yo evitaba los noticiarios y la prensa todo lo que podía, pero había muchas reclusas que se interesaban con mucha avidez por las desgracias de los demás: era una distracción como otra cualquiera.

Trago saliva. Me cuesta aceptar la idea de que el sufrimiento de mi padre haya servido para entretener a la bárbara población reclusa. Me da igual que esto signifique que tengo prejuicios; si son capaces de disfrutar con la desgracia de mi padre, solo se me ocurre que son basura que merece estar entre rejas. De ese modo estamos en paz.

—¿Fliss? Cuéntemelo.

Tengo la más extraña de las intuiciones: que siempre he sabido, en lo más hondo, que esto sucedería. Que Rachel Hines es exactamente la persona a quien quiero contárselo.

Le expongo los hechos con voz neutral. Jaycee Herridge fue ingresada veintiuna veces durante su primer año de vida, con lesiones que según sus padres se debían a accidentes: hematomas, cortes, hinchazones, quemaduras. Cuando tenía catorce meses, la madre la llevó al consultorio del médico con los dos brazos rotos, alegando que se había caído del cochecito de paseo y estrellado contra el suelo de cemento de un patio. El médico de cabecera conocía el historial y no se creyó la versión de la madre ni por un momento. Avisó a los Servicios Sociales, deseando haberlo hecho meses antes en vez de dejarse engatusar por las tazas de té y las mentiras de los padres de Jaycee, que siempre se esforzaban por tranquilizarlo cuando iba a su casa, dando muchos abrazos a la niña y haciéndole toda clase de fiestas.

La asistente social asignada al caso pasó los siguientes cuatro meses haciendo cuanto estaba en su mano por alejar a Jaycee de la casa de sus padres. Contaba con el apoyo de la policía y de todos los profesionales de la salud que habían tenido contacto con la familia, pero el departamento de servicios legales del ayuntamiento consideró que no había suficientes pruebas de malos tratos para recomendar que la niña quedase a cargo de las autoridades. Fue un error fatal por parte de un joven funcionario que debería haber sabido que en los tribunales de lo familiar no hay necesidad de demostrar la culpabilidad más allá de una duda razonable. Lo único que hacía falta era que un juez, basándose en un cálculo de probabilidades, llegara a la conclusión de que la niña iba a estar más segura al cuidado de las autoridades locales que con sus padres y, dadas la seriedad y cantidad de las lesiones verificadas, era lo que seguramente habría sucedido si el caso hubiera llegado al tribunal.

Como director de los Servicios de Infancia, mi padre debería haberse dado cuenta de este error, pero no fue así. Estaba sobrecargado de trabajo y con mucha tensión a causa de las montañas de expedientes que se acumulaban en su mesa. Y en cuanto vio en la cubierta del expediente la expresión «sin pruebas suficientes para tomar medidas» y debajo la firma del funcionario del departamento legal, no hizo más indagaciones. Jamás se le habría ocurrido quitarle una criatura a sus padres contra la recomendación del departamento, como tampoco que un funcionario que trabajaba en protección infantil fuera tan incompetente como para confundir las pruebas civiles con las criminales.

A causa de su infundada confianza y de la estupidez del funcionario, Jaycee quedó al cuidado de sus padres, que acabaron por matarla en agosto de 2005, cuando la pequeña tenía veinte meses. El padre se declaró culpable de matarla a puntapiés y fue condenado a cadena perpetua. La madre no fue acusada de nada porque fue imposible demostrar que estuviera implicada en los actos de violencia contra la niña.

Mi padre dimitió. El médico de cabecera de Jaycee dimitió. El funcionario municipal se negó a dimitir y finalmente fue cesado. Nadie recuerda hoy sus nombres y, aunque todos conocen el nombre de Jaycee Herridge, pocos podrán decir que los padres se llamaban Danielle Herridge y Oscar Kelly.

Mi padre no pudo perdonárselo. En agosto de 2006, una semana antes del primer aniversario de la muerte de la pequeña, ingirió treinta somníferos con una botella de whisky y no despertó. Debió de planearlo con mucha antelación. Había animado a mi madre para que pasase el fin de semana en casa de su hermana, para que no lo encontrase a tiempo y le salvara la vida.

Podría contar a Rachel Hines muchas más cosas. Podría contarle que el último año de vida de mi padre le estuve mintiendo a todas horas, fingiendo que no lo consideraba culpable de meter la pata de un modo tan trágico, cuando una voz gritaba en mi cabeza sin cesar: «¿Por qué no investigaste? ¿Por qué aceptaste la palabra de otro cuando estaba en juego una vida humana? ¿Qué clase de cretino inútil eres?». Siempre me he preguntado si mi madre fingía también o si se creía lo que repetía una y otra vez: que no había sido culpa de su marido y nadie podría decir nunca lo contrario. ¿Cómo podía creerse una cosa así?

Vuelvo al presente haciendo un esfuerzo. Tengo que terminar de explicarme para luego irme a toda pastilla.

—Lo que usted no sabe, porque es imposible que lo sepa, es que poco antes de matarse me habló de usted.

—¿Su padre le habló de mí?

—No solo de usted: de ustedes tres. Helen Yardley, Sarah Jaggard…

—Nosotras tres. —Rachel sonríe como si le hubiera dicho algo gracioso. Su sonrisa desaparece y se pone mortalmente seria—. Helen Yardley y Sarah Jaggard me importan muy poco —prosigue—. ¿Qué le dijo su padre de mí?

Me siento una sádica, pero después de llegar tan lejos, difícilmente podría negarme a responder.

—Pasamos aquel día fuera, él, mi madre y yo. Fue uno de los muchos viajes que mi madre preparó para animar a mi padre, después de la muerte de la niña. Que no sirvieran de nada y que saltara a la vista que mi padre había perdido la alegría no nos impedía intentarlo. Después de comer, mi madre y yo charlábamos con risas y bromas, como si todo fuera estupendamente. Mi padre leía el periódico. Traía un artículo sobre usted, sobre su caso. Creo que se mencionaba lo de la apelación, que usted pensaba apelar o que podía hacerlo, no lo sé.

Probablemente fue Laurie quien lo escribió.

—Mi padre tiró el periódico y dijo: «Si Rachel Hines recurre y gana la apelación, no habrá esperanza».

Rachel aprieta los labios. Salvo esto, ninguna reacción.

—Estaba temblando. Hasta aquel momento no había mencionado el nombre de usted. Mi madre y yo no supimos qué decir. Se creó una tensión horrible. Las dos sabíamos… —Me detengo. No sé cómo decirlo sin que suene como un tiro a bocajarro.

—Ustedes sabían que si él estaba pensando en mí, entonces es que pensaba en los niños muertos.

—Sí.

—Y era peligroso para él pensar en eso.

—Dijo: «Si dejan que Rachel Hines salga de la cárcel, en este país no volverán a condenar a ningún progenitor que mate a una criatura. Todos los que trabajan en protección infantil podrían recoger sus cosas e irse a casa. Morirán más niños como Jaycee Herridge y nadie podrá hacer nada para impedirlo». Tenía una expresión en los ojos… no sé, de ferocidad, como si hubiera tenido una visión sobre el futuro y… —Y lo hubiera inducido a desear la muerte. No me atrevo a decirlo en voz alta. Estoy convencida, siempre he estado convencida de que mi padre se mató porque no quería estar en este mundo ni si liberaban a Rachel Hines ni cuando la liberasen.

—Su padre tenía razón —dice con voz amable—. Si todas las madres condenadas por haber matado a sus hijos recurren y ganan la apelación, el mensaje está claro: las madres no matan ni pueden matar a sus hijos. Y sabemos que eso no es verdad.

—Se puso a gritar. —Rompo a llorar otra vez, pero ahora no me importa—. «¡De pronto, todas son inocentes, Yardley, Jaggard, Hines! Las tres juzgadas por homicidio, dos condenadas, pero las tres inocentes. ¿Cómo es posible?». Me gritaba a mí, gritaba a mi madre, como si fuera culpa nuestra. Mi madre fue incapaz de soportarlo y salió corriendo del restaurante. Yo le dije: «Papá, nadie dice que Rachel Hines sea inocente. No sabes si piensa recurrir, y aun en el caso de que recurra, no sabes si ganará».

—Tenía razón. —Rachel se pone en pie, pasea sin tomar una dirección concreta. Odiaría mi cocina. Es demasiado pequeña para pasear de ese modo. Le entrarían náuseas—. Mi caso, en efecto, cambió la legislación. Al igual que su padre, los tres jueces que atendieron mi recurso no me vieron como a una persona concreta. Me vieron como a la número tres, después de Yardley y Jaggard. Todos nos metían en el mismo saco, las tres asesinas de niños. —Arruga el entrecejo—. No sé por qué acabamos siendo famosas. En la cárcel hay muchas mujeres encerradas por matar niños, propios y ajenos.

Pienso en el artículo de Laurie. «Helen Yardley, Lorna Keast, Joanne Bew, Sarah Jaggard, Dorne Llewellyn… la lista es muy larga».

—¿Habrían anulado mi sentencia si Helen Yardley no hubiera sentado un precedente? Ella fue la primera que despertó el interés de Laurie Nattrass. Fue su caso el que hizo que Nattrass cuestionara la profesionalidad de Judith Duffy, gracias a lo cual me concedieron permiso para recurrir. —Se vuelve hacia mí con cara de irritación—. No tuvo nada que ver conmigo. Fueron Helen Yardley, Laurie Nattrass y JPCI. Ellos convirtieron el asunto en tema político. No se trató ya de casos individuales: el de Sarah Jaggard, el mío… No éramos personas concretas, éramos un escándalo nacional: víctimas de una médica malvada que quería encerrarnos para siempre. ¿Sus motivos? Maldad pura y simple, porque todos sabemos que algunos profesionales de la medicina son malas personas. Ah, todos sentimos debilidad por las historias de médicos corruptos y Laurie Nattrass es un brillante autor de historias. Por eso el ministerio fiscal aceptó negociar y me ahorraron un nuevo juicio.

—Porque el bosque impide a Laurie ver los árboles.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —Está de pie, inclinada sobre mí.

—Mi jefa, Maya, dijo que usted había dicho eso de él. Pensó que lo había dicho mal, pero usted quería decir exactamente lo que dijo, ¿verdad? Que Laurie la veía a usted como a una víctima injustamente acusada, no como a una persona concreta. Por eso quiere usted que el documental sea sobre usted sola, sin Helen Yardley ni Sarah Jaggard.

Rachel se arrodilla en el diván, a mi lado.

—No subestime nunca las diferencias que hay entre las cosas, Fliss; su vivienda en aquella horrible finca de Kilburn y esta casa; un buen cuadro y una urna impersonal fabricada en serie; la gente que solo es capaz de ver desde su estrecha perspectiva y la gente que ve la imagen general. —Vuelve a pellizcarse el cuello, la piel se le pone roja. Sus ojos brillan cuando los posa en mí—. Yo veo la imagen general. Creo que usted también.

—Hay otra razón —digo, aunque la taquicardia me avisa que no es aconsejable decirlo. «Aguanta firme». Ya lo he pensado, así que tengo que ver cómo reacciona—. Hay otra razón para que no quiera usted figurar en el mismo programa que Helen Yardley y Sarah Jaggard. Usted cree que ellas son culpables.

—Se equivoca. No lo creo, de ninguna de las dos. —Su voz está cargada de emoción cuando prosigue—. Se equivoca usted conmigo, tanto como he acertado yo con usted, pero usted recapacita y eso es lo que importa. Si no estaba convencida, lo estoy ahora: ha de ser usted, Fliss. Usted tiene que hacer el documental. La historia debe contarse y es necesario que se cuente ahora, antes de… —Se detiene, sacude la cabeza.

—Usted ha dicho que su caso cambió la legislación —replico, esforzándome por adoptar un estilo profesional—. ¿Qué ha querido decir?

Da un bufido de desprecio y se frota la punta de la nariz.

—Los jueces del tribunal de apelación decidieron, y escribieron en el veredicto para que no hubiera equívocos, que cuando una acusación se base únicamente en un testimonio médico de carácter polémico, dicha acusación no se verá ante un tribunal de lo criminal. Lo cual significa que ahora es prácticamente imposible condenar a una madre que está a solas con su criatura y la asfixia. En general no hay más indicios en los casos de ahogamiento. La víctima no opone resistencia, ya que es una criatura, y no hay testigos, dado que habría que ser muy imbécil para asfixiar a una criatura delante de otras personas.

O que estar muy desesperada, me digo. Tan desesperada que no importe quién pueda verlo.

—La predicción de su padre fue acertada. Mi apelación ha facilitado la tarea a las madres que quieren matar a sus hijos y eludir el castigo. Y no solo a las madres: también a los padres, a los cuidadores, a cualquiera. Su padre fue lo bastante inteligente para comprenderlo. Yo no. Yo no habría apelado si hubiera sabido las consecuencias que tendría. Yo ya lo había perdido todo. Ya no me importaba estar en la cárcel o fuera.

—Pero si es inocente…

—Lo soy.

—Entonces merece estar en libertad.

—¿Hará el documental?

—No sé si voy a poder. —Siento vibrar el miedo en mi voz y me desprecio por eso. ¿Traicionaré a mi padre si lo hago? ¿Traicionaré algo más importante si no lo hago?

—Su padre está muerto, Fliss. Yo estoy viva.

No debo nada a esta mujer. No lo digo en voz alta porque no es necesario. Pero creo que salta a la vista.

—Voy a volver con Angus —dice con toda tranquilidad—. No puedo esconderme aquí para siempre, sin que nadie sepa dónde estoy. Necesito vivir de nuevo. Angus me quiere, al margen de lo que haya ocurrido en el pasado.

—¿Él quiere que vuelva?

—Creo que sí, pero si me equivoco, querrá cuando yo… —Deja la frase sin concluir.

—¿Qué? —pregunto—. ¿Cuando usted qué?