9-10-2009
—Hoy les presento dos caras nuevas. —Proust señaló el tablón con el bolígrafo—. Mejor dicho, una cara y un retrato robot hecho por un dibujante de la policía. La mujer de la foto es Sarah Jaggard. Puede que alguno de ustedes haya oído hablar de ella.
Mitad y mitad, pensó Simon. En la sala había tantas cabezas que asentían como caras de perplejidad.
—Fue procesada en 2005 por el presunto asesinato de Beatrice Furniss, hija de una amiga suya —dijo el Muñeco de Nieve—. Fue absuelta. Tiene algunas conexiones con Helen Yardley. Primera: Helen, bajo los auspicios de JPCI, hizo campaña en favor de la señora Jaggard. Segunda: Laurie Nattrass, y supongo que todos han oído hablar de él, estaba haciendo hasta hace poco un documental sobre tres mujeres acusadas de asesinato, dos de las cuales eran Helen y Sarah Jaggard. Tercera, estrechamente relacionada con la anterior: la doctora Judith Duffy, habitual testigo estrella del ministerio fiscal en casos de presuntos malos tratos, declaró en contra de Helen Yardley y Sarah Jaggard en sus respectivos juicios. Duffy está, en estos momentos, a punto de ser inhabilitada por falta de ética profesional por el Colegio General de Médicos.
Un tenso silencio se impuso en la sala cuando todos se quedaron mirando el rostro que había junto al de Sarah Jaggard: un dibujo de un hombre de cabeza afeitada y dientes incisivos desiguales. Solo Proust, Simon, Sam Kombothekra, Sellers y Gibbs sabían por qué estaba en el tablón la fea jeta de aquel sujeto todavía sin identificar. ¿Era Simon el único que protestaba por encontrarse entre los elegidos? Rick Leckenby y otros habían acabado por llamarlos «el equipo de casa», al parecer sin malicia.
Después de impartir las órdenes del día iba a haber otra reunión del selecto meollo. En el acristalado despacho de Proust, que estaba en un ángulo de la sección de la brigada criminal, donde todos los demás que trabajaban en el asesinato de Helen Yardley volverían a tener ocasión de ver, pero no oír, las consultas que intercambiarían el inspector y su círculo. Así no se podía llevar una investigación criminal.
—El lunes pasado, 28 de septiembre, una semana antes de la muerte de Helen Yardley, Sarah Jaggard fue agredida cerca de su casa, en Wolverhampton, por el hombre cuya feróstica imagen tenemos aquí. —Proust señaló el tablón—. La señora Jaggard viene sufriendo comprensibles períodos depresivos desde que la detuvieron en 2004 y está bajo medicación. El 28 de septiembre fue a ver a su médico de cabecera para que le renovase la receta. Al salir del consultorio se dirigió a la farmacia más cercana, una sucursal de la casa Boots, sita en Moon Street. Al aproximarse a la puerta del establecimiento, cuyo escaparate veía ya, se le acercó un hombre que la sujetó por detrás. Le puso un brazo alrededor del cuello y el otro alrededor de la cintura, y la arrastró hasta un callejón cercano. Una vez allí, el agresor le dio la vuelta, con lo cual la señora Jaggard pudo verle perfectamente la cara, y sacó un cuchillo que le puso en el cuello.
»La señora Jaggard no recuerda cuáles fueron sus palabras exactas, pero el agresor vino a decir más o menos: “Usted mató a aquella niña, ¿no es cierto? Dígame la verdad”. La señora Jaggard respondió que no, que ella no había matado a Beatrice Furniss, a lo que el hombre replicó: “Usted la zarandeó, ¿verdad? ¿Por qué no lo admite? Si me dice la verdad, la dejaré vivir. Solo quiero la verdad”. La señora Jaggard volvió a decirle que ella no había zarandeado a la niña, que nunca había hecho daño a ningún niño y que nunca se lo haría, pero aquella respuesta no satisfizo al agresor, que siguió repitiendo sus palabras, amenazando con matarla si no confesaba la verdad. Al final, la señora Jaggard se asustó tanto y acabó tan convencida de que el hombre iba a matarla, que no tuvo más remedio que mentir. Dijo: “Está bien, yo la zarandeé, yo la maté”.
Simon vio que se aposentaba algo de confusión en las caras que lo rodeaban, aunque algunos compañeros se encogían de hombros, como diciendo: «Con un cuchillo en el cuello, cualquiera confesaría cualquier cosa».
—Sarah Jaggard no zarandeó a Beatrice Furniss, que falleció por causas naturales —dijo Proust, rastreando la sala con sus ojos de color gris metálico en busca de disentimientos—. La estaba amenazando un demente. Un demente que no sabía lo que quería, porque en el preciso instante en que su víctima dijo que había matado a la niña, empezó a decir que no era verdad. Le dijo aproximadamente: «No mienta. Le dije que quería la verdad. Usted no la mató, ¿verdad que no? No la zarandeó. Está mintiendo». Sarah Jaggard trató de decirle la verdad otra vez, que no había maltratado a la pequeña Beatrice de ningún modo, que lo anterior lo había dicho solo porque temía por su vida. El hombre se irritó en aquel momento, se puso más irritado aún, debería decir, y dijo: «Ahora morirá. ¿Está preparada?».
»La señora Jaggard se desmayó de la impresión, pero no sin oír antes que una mujer gritaba. Estaba demasiado asustada para entender los gritos. Cuando volvió en sí, estaba de espaldas en el suelo, el agresor había desaparecido y junto a ella había una mujer, la señora Carolyn Finneran, que acababa de salir de Boots y advirtió que había un altercado en el callejón. Era ella quien había gritado antes de que la señora Jaggard se desmayase.
Proust se paseaba por la sala mientras hablaba: con pasitos de pasarela, poniendo lenta y cuidadosamente un pie delante del otro. «Ojalá tuviera un océano debajo para que cayera en él».
—Si la señora Finneran no hubiese aparecido tan oportunamente y no hubiera espantado al agresor —prosiguió Proust—, es lícito creer que Sarah Jaggard habría podido morir el 28 de septiembre. En cualquier caso, dado el vínculo existente entre ella y Helen Yardley, que esta agresión se produjera una semana antes del asesinato de Helen es algo que no podemos permitirnos pasar por alto, aunque no tengamos nada más concreto para relacionar ambos incidentes. No los tendré en ascuas.
El Muñeco de Nieve se detuvo delante de una copia ampliada de la tarjeta encontrada en el bolsillo de Helen Yardley después de su muerte: los dieciséis números.
—Una vez que la señora Finneran ayudó a Sarah Jaggard a incorporarse, lo primero que hizo esta fue sacar un pañuelo de papel para limpiarse la cara. Sacó más de lo que buscaba, pues dentro del bolsillo tenía una tarjeta idéntica a la que ya conocen ustedes. —Proust estiró la mano. Colin Sellers, que estaba detrás de él como una foca amaestrada que espera la señal para actuar, le entregó dos carpetas de plástico transparente. Proust las levantó para que todos vieran las tarjetas que contenían—. Los mismos números, la misma caligrafía, aunque esto último no ha sido confirmado oficialmente por las personas cuyo trabajo excelentemente remunerado consiste en decirnos lo que ya sabemos. Exactamente la misma disposición: cuatro filas de cuatro dígitos y cuatro columnas también de cuatro dígitos; las tarjetas no contienen nada más que los números en cuestión, 2, 1, 4, 9, etc.
Una blanda explosión de cuchicheos y murmullos llenó la sala. Proust esperó a que se acallaran antes de continuar:
—La señora Jaggard afirma categóricamente que no llevaba encima la tarjeta cuando salió de su casa y la única explicación de que la llevara en el bolsillo es que su agresor la puso allí. Los números no significan nada para ella, al menos eso le dijo al agente Waterhouse. Guarda la tarjeta con la esperanza de averiguar qué significa, pues piensa que ha de significar algo. No informó de la agresión ni a su marido ni a la policía local. —El Muñeco de Nieve levantó la mano para acallar las ruidosas expresiones de incredulidad—. Puede que ustedes se hubieran comportado del mismo modo en su situación. El único contacto con la ley que ha tenido hasta la fecha ha sido negativo. La idea de invitar a los pies planos a que volvieran a entrar en su vida después de haberla pisoteado una vez no le resultaba muy atractiva, por decirlo suavemente. Además, le aterrorizaba la posibilidad de que si detenían al agresor, este dijera que había admitido haber matado a Beatrice Furniss. En consecuencia llegó a la conclusión de que la mejor manera de afrontar lo sucedido era no volver a salir de su casa. Su marido, Glen, se dio cuenta del deterioro de su estado, pero desconocía la causa.
—Entonces, ¿tenemos un asesino en serie o un aspirante a serlo? —preguntó Klair Williamson.
—No utilicemos esa expresión a menos que no haya más remedio —dijo Proust—. Lo que tenemos es un acentuado interés por estos dieciséis dígitos. No hemos recibido todavía ninguna respuesta de Bramshill, ni del Centro de Comunicaciones del Gobierno, ni de los departamentos de matemáticas de las universidades con que me he puesto en contacto. Estoy sopesando la posibilidad de ir a la prensa con la tarjeta. Si para averiguar el significado de estos números tenemos que hacer caso antes a mil lunáticos, les haremos caso. Y ya que estoy con las malas noticias, siento comunicarles que mi petición de un experto en perfiles psicológicos no ha obtenido respuesta todavía. La excusa ha sido la de siempre: no hay fondos. Vamos a tener que apañarnos con nuestros propios perfiles, por lo menos hasta que venga otra burbuja económica.
—Yo pensaba que las burbujas se habían abolido —dijo alguien.
—Eso fue un cuento aducido por un sujeto tan canalla como el cabrón calvo que le puso el cuchillo al cuello a Sarah Jaggard —dijo Proust—. Un cabrón… —señaló con el bolígrafo el retrato robot del tablón, para que no hubiera dudas sobre a quién se refería— que según dice la señora Stella White, de Bengeo Street número 16, podría ser el hombre que vio en el patio delantero de Helen Yardley el lunes por la mañana. Puede que tuviese la cabeza afeitada ya entonces, aunque su primera versión dice que era un hombre de pelo oscuro. Su hijo Dillon dice taxativamente que no es el mismo hombre, pero también afirma que el lunes estaba lloviendo y que el hombre que estaba delante de la casa de Helen Yardley llevaba un paraguas mojado. Sabemos que esto no es exacto, que no llovió ni se había previsto que lloviese. Aun en el caso de que el asesino de Helen Yardley ocultara el arma dentro de un paraguas cerrado, el paraguas no habría estado mojado. Creo que tendremos que poner a los White, madre e hijo, entre los testigos menos serviciales que han entorpecido la investigación. A pesar de todo, las tarjetas halladas en los bolsillos son un vínculo firme entre el Pelón y el asesino de Helen Yardley, así que por el momento es nuestro mejor candidato.
«¿Pelón?», pensó Simon. ¿Se había mirado el Muñeco de Nieve en el espejo últimamente?
—¿Por qué utilizaría una pistola con Helen Yardley y un cuchillo con Sarah Jaggard? —preguntó un agente joven de Silsford—. ¿Y por qué agrediría a una en su casa y a la otra delante de un establecimiento comercial? No encaja con lo de dejar en los bolsillos la tarjeta de los dieciséis dígitos. Esto último es típico de un asesino en serie, pero el cambio de método y de escenario…
—No es el mismo hombre —dijo Gibbs—. Stella White dijo pelo oscuro, dos veces: al sargento Kombothekra y luego a mí.
—Aféitese la cabeza esta noche, agente Gibbs. Veremos si la semana que viene le ha crecido el pelo lo suficiente para que los demás digan que es oscuro.
—¿Habla usted en serio, señor?
—¿Le parezco un tipo frívolo?
—No, señor.
Simon levantó la mano.
—Si puedo responder a lo que se ha dicho sobre el asesino en serie…
—No sé si podrá, Waterhouse. ¿Puede?
—La agresión contra Sarah Jaggard fue un fiasco. El agresor fue interrumpido antes de terminar con ella. En el caso de Helen Yardley decidió hacerlo de otro modo y mejor: en su casa, con el marido en el trabajo, la tiene a su disposición todo un día, nadie los molesta y al final le pega un tiro. El factor que se repite, la firma que es típica de los asesinos en serie, es aquí la tarjeta de los números. Es el eje de sus movimientos y el que le proporciona continuidad suficiente para ser flexible con los detalles.
—Gracias, Waterhouse, tomaré esa explicación como una solicitud para ocupar el puesto de experto en perfiles de la casa.
—Nos hemos estado preguntando por qué el asesino se presentó a las ocho y veinte de la mañana, se quedó todo el día y disparó a Helen Yardley a las cinco de la tarde —prosiguió Simon.
—En efecto, lo más probable es que le dispararan a esa hora —intervino Proust—. La autopsia nos concede un margen de noventa minutos: entre las cuatro y media y las seis. La sorda Beryl Murie nos lo sirvió en bandeja.
—Extrapolando lo que sabemos actualmente, ¿no podría el asesino haber hecho con Helen Yardley lo que hizo con Sarah Jaggard, solo que más tiempo? —sugirió Simon—. «Dígame la verdad. Usted mató a los niños, ¿no es cierto?». Y ella respondería que era inocente hasta que le fallaran las fuerzas y se dejara dominar por el pánico. Y él repetiría que la dejaría con vida si contaba la verdad y ella entendería que eso significaba que su agresor quería que se confesara culpable. Y habría dicho cualquier cosa con tal de seguir con vida: «Sí, los maté». Y él replicaría entonces: «No, no los mató. Miente usted. Me está diciendo lo que cree que yo quiero oír. No los mató, ¿verdad que no los mató? Cuénteme la verdad». «No, no los maté. Ya se lo dije antes, pero usted no me creyó». «Miente. Sé que usted los mató. Dígame la verdad». Etcétera, etcétera, etcétera.
—¿Durante ocho horas y media? —dijo Sam Kombothekra.
—Una interpretación impresionante, Waterhouse. Sobre todo me ha gustado el destello morboso que había en sus ojos al recitar las frases del psicópata. ¿Puede explicar lo que hizo usted el lunes?
—¿Por qué prolongar tanto la comedia? —preguntó Gibbs—. Tuvo que darse cuenta de que bastaba menos de media hora para conseguir que la víctima cambiase de declaración cada vez que él se enfadaba y la acusaba de mentir.
—Tal vez pensara que si la prolongaba lo suficiente, la víctima comprendería que cambiando la declaración no conseguiría nada, ni librarse de él ni acabar con el miedo —dijo Simon—. Esperaba que la víctima se mantuviera firme en un extremo u otro, en la culpabilidad o en la inocencia, y que no se desdijera por mucho que él la amenazara. Fuera cual fuese la elección de la víctima, el asesino sabría que esa era la verdad.
—Hemos entrado en el reino de la fantasía —canturreó Proust.
—En una situación así, pocas personas pensarían de manera racional —dijo Klair Williamson—. No se tiene calma suficiente para pensar: «Vale, decirle lo que yo creo que quiere oír no sirve, así que desde este momento me ceñiré a la verdad».
Simon no estaba de acuerdo.
—Si alguien te pone una pistola en la cabeza y te ordena que le digas la verdad o apretará el gatillo, al final le dirás la verdad. Ya has tratado de mentir para complacerlo, pero no te ha servido de nada. El terror te convencerá muy pronto de que el agresor sabe la verdad, así que no te atreverás a mentir por más tiempo. —Simon se sintió complacido al ver que unos cuantos colegas asentían con la cabeza—. No conocemos a este individuo, así que no podemos permitirnos el lujo de pasar por alto lo que nos ha dicho de sí mismo por mediación de Sarah Jaggard: que lo único que quiere es la verdad. Jaggard dijo que no cesó de repetirlo. Si es el mismo hombre que mató a Helen Yardley, y yo creo que lo es, pasó todo el lunes asustando a su víctima para arrancarle la verdad.
—¿Y la mató a las cinco porque…? —preguntó Rick Leckenby.
—Porque no lo consiguió —dijo Simon encogiéndose de hombros—. Puede que Helen se negara a responder. Puede que le dijese: «Adelante, dispare si es eso lo que quiere, pero no voy a decirle nada». O quizá le dijo la verdad, pero a él no le gustó y la mató de todos modos.
—No me entra en la cabeza que se pueda estar así ocho horas y media —dijo Sam Kombothekra—. Una o dos, quizá…
—Volvamos al trabajo —dijo Proust con retintín—. Antes de que Waterhouse nos regale una fantasía en la que el asesino se pone a hacer la comida tranquilamente y luego duerme una siesta. Felicity Benson, de treinta y un años, soltera. —Señaló el nombre en el tablón—. Todos la llaman Fliss. Vive en Kilburn, en el área metropolitana de Londres, y trabaja en Binary Star, la compañía productora de televisión. Al parecer va a encargarse del documental de Laurie Nattrass, el que trata, entre otras cosas, de Helen Yardley. El miércoles, hace dos días, abrió un sobre que le enviaron al trabajo y encontró dentro una tarjeta incomprensible para ella, con los dieciséis números que ya conocemos. Se la enseñó al señor Nattrass, que la tiró a la papelera de su despacho. Por desgracia, actualmente va camino de un vertedero municipal; la posibilidad de recuperarla es cero. La señorita Benson goza de buena salud y he pedido refuerzos para que se encarguen de que siga gozándola. Los de arriba me han dado largas, cosa que yo ya había previsto. Mientras arreglamos esto, la señorita Benson ha accedido a quedarse en casa de una amiga y a no estar sola más que lo justo para hacer sus necesidades, momentos en los que la amiga deberá estar cerca. —Se detuvo para respirar hondo—. Creo que esta joven está en peligro.
Nadie dijo lo contrario.
—Sin embargo, por hacer momentáneamente de abogado del diablo, creo que aquí tenemos una variante al mismo tiempo que una conexión —prosiguió Proust—. La tarjeta es parte de una pauta conductual, pero la señorita Benson rompe el esquema porque no ha sido agredida ni asesinada, motivo por el que el comisario Barrow no ha autorizado la protección. Lógica curiosa por su parte, porque la protección, tal como yo la entiendo, es preventiva y se centra en el futuro. Puede que si la señorita Benson estuviera ya muerta, el comisario Barrow viera oportuno protegerla. —El Muñeco de Nieve se pasó la mano por la reluciente cabeza—. Esto es lo que hay por ahora. Sin descuidar las misiones ya asignadas, tenemos que investigar lo ocurrido en Wolverhampton: puede que nos toque la lotería y atrapemos al Pelón gracias a las cámaras de seguridad. Seguimos sin saber la procedencia de las tarjetas, el instrumento con que se escribió, la tinta. Es de máxima prioridad preparar algo para la prensa. Ah, y necesitamos un voluntario fotogénico para ponerlo delante de las cámaras. Será usted, sargento Kombothekra: la culpa es suya por tener el pelo limpio y una sonrisa de anuncio de dentífrico.
—¿Qué hay de la tercera mujer que saldrá en el documental de Nattrass? —preguntó Klair Williamson.
—Rachel Hines —dijo alguien.
—¿Ha contactado alguien con ella para comprobar si ha recibido los números? —preguntó Williamson.
Proust recogió sus carpetas y se dirigió a su despacho sin hacerle caso a la sargento.
—Uno de ustedes hará bien en explicarme, y rápido, qué pasa con Laurie Nattrass y Rachel Hines. Y háganlo esta vez con lógica. ¿Dónde están?
Muy astuto, se dijo Simon. Hacerlos a ellos responsables para él lavarse las manos: había sido tan embrollada la precipitada información que habían dado al Muñeco de Nieve que difícilmente habría podido presentarla este en la sesión de consultas. ¿Cómo iba a responder a la sargento Williamson con los pocos datos de que disponía? ¿Y de quién era la culpa? El selecto núcleo era también el pelotón de los chivos expiatorios.
—Yo ya he dicho todo lo que sé —dijo Simon—. Nattrass me dijo que Ray Hines estaba en Twickenham, Angus Hines dijo que estaba con unas amistades y Fliss Benson no sabía dónde estaba. Desde mi primera y última conversación con Nattrass no he vuelto a saber de él. No está en su casa ni en ninguno de sus despachos.
—¿Tiene más de uno? —Las cejas de Proust se arquearon.
—Oficialmente hoy es su último día en Binary Star, pero no está allí y parece que ha empezado a trabajar en otra empresa, Hammerhead —dijo Colin Sellers—. Tampoco está allí y no devuelve las llamadas. No podremos preguntarle por las amistades de Ray Hines hasta que lo encontremos. El exmarido nos dio una lista de amistades, pero ninguna que viva en Twickenham.
—Hemos eliminado a Angus Hines como posible asesino de Helen Yardley, señor —dijo Sam Kombothekra.
—Estaba en uno de sus siete despachos, ¿no?
—No, señor. El lunes tuvo día libre. Entre las tres y las siete de la tarde estuvo en un pub llamado Retreat, en Bethnal Green, con un tal Carl Chappell. Hablé con Chappell personalmente, señor, y lo confirmó.
—Mientras Judith Duffy comía con Rachel Hines en Primrose Hill. —Proust frunció los labios y la piel que le rodeaba la boca se le estiró—. ¿Por qué se le ocurriría comer con la persona cuyas mentiras pusieron en contra a doce jurados y a un marido, y la privaron de libertad durante cuatro años? ¿Y por qué la doctora Despreciable querría estar de palique con una mujer a la que cree una asesina? Uno de ustedes tendrá que hablar con ella. Puede que sepa algo del personal de Twickenham.
—¿Y sus dos hijas y sus maridos? —preguntó Simon.
—¿Nos precipitamos? No, yo creo que no —dijo el Muñeco de Nieve, respondiéndose él solo—. Los creo muy capaces de acusar a Helen Yardley y a Sarah Jaggard, ellas para decir que destrozó la vida de su madre, ellos para asegurar que acabó con la reputación de su suegra. Aunque solo fuera por eso, no podemos permitirnos pasar por alto una insinuación que nos hizo Laurie Nattrass. Si resultara ser cierta, nunca oiremos el final de la historia. Nunca se sabe. Uno de los yernos podría ser el Pelón. Y puestos a sospechar, cualquiera de ustedes. Respecto de seguirles la pista a Nattrass y a Rachel Hines, investiguen cualquier conexión, por tenue que sea: abogados, gente que ella conoció en la cárcel, amigos de él y contactos que tenga en los medios informativos. Y es de suponer que tengan parientes.
—Sí, señor —dijo Sam.
—Si esto es una venganza contra las personas responsables de la caída de Duffy, Laurie Nattrass y Rachel Hines estarán en la lista, al igual que Helen Yardley, Sarah Jaggard y Fliss Benson. —Proust arrugó la frente—. Sin embargo, Nattrass le dijo a Waterhouse que Benson había recibido los dieciséis números, no que los hubiese recibido él.
—Puede que al asesino solo le interesen las mujeres —sugirió Sellers—. En cuyo caso sería lógico que Ray Hines hubiera recibido otra tarjeta.
—Si nosotros no sabemos dónde está, es posible que tampoco lo sepa el remitente —dijo Sam—. Encontrarla es pues de capital importancia, antes de que la encuentre él.
—Podría tratarse de otra clase de venganza —dijo Gibbs, mirando a Simon—. Nada que ver con la caída de Duffy ni con Duffy, sino con las asesinas de niños y las personas que las apoyan.
—¿Asesinas de niños, agente? —El Muñeco de Nieve se puso en pie y rodeó la mesa. Sam y Sellers, situados a la izquierda de Simon, se quedaron tan inmóviles como los participantes más competitivos en un juego de estatuas. Simon, para romper el hechizo, se apoyó en la otra pierna y bostezó ruidosamente—. ¿Asesinas de niños? —Gibbs recibió el aliento de Proust en la cara.
—Quiero decir desde el punto de vista del asesino. Yo no creo…
—¿Es usted el asesino?
—No.
—Entonces hable solo desde su propio punto de vista. Diga lo que piensa usted: mujeres acusadas de asesinato, mujeres injustamente condenadas por asesinato.
—Eso sería decir lo que piensa usted —murmuró Simon, en voz lo bastante alta para que Proust la oyera. «Si quieres problemas, yo te daré problemas. Vamos, tirano cabrón. No derroches tu hostilidad con alguien que no la va a aprovechar».
El inspector no apartaba los ojos de Gibbs.
—Elija usted todas las palabras que crea oportunas, agente, todas las que pongan de manifiesto que está usted con el bien y contra el mal. —Gibbs miraba al suelo con resentimiento.
—Usted ataca a una mujer, lo interrumpen, le deja los números en el bolsillo —dijo Proust con desenvoltura, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo común—. Una semana después, mata usted a tiros a otra mujer y le deja los números en el bolsillo. Al día siguiente, manda los números por correo ordinario a otra mujer, a la que no agrede ni mata. ¿Por qué? ¿Qué hay en su cabeza? ¿Waterhouse?
—¿En mi cabeza, señor? ¿O se refiere a la del asesino? —«Elija todas las palabras que crea oportunas para poner de manifiesto su desdén por quienes la pifian, so Pelón».
—No quiero tener pesadillas, así que me inclino por lo segundo. —El Muñeco de Nieve sonrió mientras se sentaba en el borde de la mesa.
«¿Por qué se pasa por el sobaco lo que digo yo? ¿Por qué Gibbs lo saca de sus casillas y yo no puedo?». Simon no sabía si era favoritismo o menosprecio calculado. Recordó la advertencia de Charlie: «la muerte de Helen Yardley es de Helen Yardley, no de Proust. No encontrarás la respuesta correcta si haces la pregunta que no debes».
Sabiendo que Charlie se desilusionaría al verlo comportarse como un chiquillo, se esforzó por concentrarse en el trabajo.
—Fliss Benson está convencida de que Laurie Nattrass se ha escondido por ella —dijo—. Probablemente es demasiado tonto para mencionarlo, pero… los dos estuvieron un rato juntos, en la cama, ayer por la tarde, en la casa de él. —Se preguntó si no habría sido preferible decir «follando». ¿Habría sonado más natural?—. Hasta la fecha no habían tenido esta clase de contactos y ella piensa que él lo lamentó en seguida. Inmediatamente después empezó a tener una actitud distante y prácticamente la echó a la calle. Ella lo llamó varias veces después, pero sin resultado, y él no le ha devuelto las llamadas.
—Pero sí habría podido devolverle a usted las suyas, ¿no? —dijo Proust—. Seguro que se daba cuenta de que usted no quería hablarle de sus intenciones acerca de la señorita Benson.
—Bueno, él no… —Sellers se detuvo cabeceando.
—No nos tenga en ascuas, agente. Si usted acabara de echar de la cama a una mujer pegajosa y quisiera asegurarse de que no encuentra la forma de volver, ¿qué haría?
—Pues yo… yo apagaría el teléfono móvil, me iría al pub o me quedaría en casa de un colega y procuraría… bueno, me olvidaría de mirar los mensajes un par de días. Hasta que las cosas se hubieran tranquilizado. Quiero decir que yo normalmente no haría eso, normalmente yo me sentiría contento de que una mujer volviera en busca de más, pero… ella lo llamó varias veces desde ayer por la tarde, ¿no es eso? Esas mujeres son muy alborotadoras, de las que hacen que uno desee entrar en letargo; la sexualidad no vale aquí la pena.
—No creo que nuestra incapacidad para localizar a Nattrass tenga nada que ver con Fliss Benson y así se lo dije a ella —repuso Simon—. Pensé que debíamos tenerlo en cuenta, eso es todo. Más por lo que nos revela sobre Benson que por otra cosa. Ella parece convencida de que es por ella. Me la imagino obsesionada. Es un poco rara.
—Para saber qué piensa una persona hay que ser como ella, Waterhouse.
—Le pedí que interrumpiera todo lo relacionado con el documental hasta nuevo aviso y estuvo de acuerdo, pero… me pareció de esas personas que te dicen que sí en la cara y luego hacen lo que quieren cuando les das la espalda.
—¿Quieres decir mujeres? —dijo Sellers.
El Muñeco de Nieve le regaló una sonrisa tensa.
—No quiero que cada vez que vaya a entrevistar a alguien me digan que Benson y su cámara acaban de irse —dijo Simon—. He consultado la posibilidad de obtener un mandamiento judicial, pero me han dicho que nones. El documental de Binary Star es sobre casos antiguos, no sobre el asesinato de Helen Yardley, así que no se puede hablar aquí de obstrucción a la justicia.
—Vamos a tener que confiar en la buena voluntad —dijo Sam Kombothekra.
—¿Buena voluntad? —Proust lo fulminó con la mirada—. Antes me fiaría yo del ratoncito Pérez.
—¿Qué quiere que hagamos con Paul Yardley, señor? —preguntó Sam.
—Hablen con él otra vez, pero con amabilidad. Recuerden quién es y lo que ha sufrido. Puede que haya olvidado, cosa que supongo que sería comprensible, dadas las circunstancias, pero necesitamos que nos diga por qué no llamó a los servicios de urgencia nada más encontrar el cadáver de Helen. Primero llamó a Laurie Nattrass por la línea directa de Binary Star, luego a su casa y acto seguido a su móvil. Y por último avisó a la policía.
—¿Olvidaría nadie que llamó tres veces a una persona, por muy apenado y conmocionado que estuviera, si la policía le pidiese que recordara todos sus movimientos? —preguntó Simon—. Ser amable está muy bien, pero lo que haya pasado Yardley es irrelevante si nos ha mentido y obstaculiza nuestra labor…
—Paul Yardley no es sospechoso —dijo Proust—. Estaba trabajando cuando murió Helen.
—Su coartada es un colega, o sea un compañero con el que ha trabajado durante años. —Simon se mantuvo firme. No solo por subrayar que disentía de Proust, aunque esa era una ventaja adicional—. Yardley intentó dar con Laurie Nattrass tres veces antes de avisarnos que su mujer yacía muerta en el suelo de la salita de su casa, ¿y no se le ocurrió mencionárselo a nadie? No me diga que no es una mala señal.
—¡Paul Yardley no es un embustero! —Proust golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¡No me obligue a retirarlo de este caso, Waterhouse, porque lo necesito!
«Es verdad: me quiere para gritarme, no para invitarme a cenar».
—Quisiera entrevistar personalmente a Stella y a Dillon White —dijo Simon—. Creo que no podemos descartar así como así lo que dijo Dillon sobre el paraguas mojado y la lluvia.
—Sigue usted dale que dale, ¿eh? Sargento Kombothekra, por favor, explíquele al agente Waterhouse por qué, en nuestra profesión, nos vemos a veces obligados a descartar detalles que sabemos irrelevantes, como ver llover en un día soleado o creer culpables a personas inocentes.
—¿Ha leído usted la transcripción de la entrevista que sostuvo Gibbs con Dillon? —preguntó Simon a Proust—. ¿Qué niño de cuatro años dice «lo vi más allá» para describir que vio a un hombre al otro lado de un estrecho callejón sin salida?
—Parecía… —Gibbs hizo una mueca—. ¿Qué es un oráculo?
—Se ha acabado la reunión —dijo el Muñeco de Nieve, con la actitud tajante que la mayor parte de la gente reservaría para cuando necesitara anunciar el fin del mundo—. Y créanme que no lo lamento.
—Señor, si pudiera…
—No, Waterhouse. Se acabaron para usted los ruegos y preguntas, por ahora y por siempre jamás.
Simon tuvo ganas de dar un puñetazo al aire en señal de triunfo. Ya era hora de que ocurriese: el fin del repelente amiguismo de Proust. Ya no habría más confidencias, ni más invitaciones; ni halagos ni petición de favores. Se había reinstaurado la hostilidad tradicional sin ambages y Simon se sentía más ligero por ello, capaz de moverse y respirar más libremente.
Su entusiasmo duró poco.
—¿Lleva su agenda encima, Waterhouse? —preguntó el Muñeco de Nieve a sus espaldas cuando ya salía del despacho—. A ver si lo arreglamos para que usted y el sargento Zailer vengan a tomar algo una noche, ya que mañana será imposible. Una lástima. Háblenlo entre ustedes y notifíquenme qué día les viene bien.