8-10-2009
A Sam Kombothekra no le gustó que Grace y Sebastian Brownlee se cogieran de la mano de aquel modo. Su actitud no expresaba ternura, sino más bien desafío frente al enemigo. Parecían dos personas a punto de entrar en combate.
—Residuos de pólvora —dijo Grace con voz cargada de escepticismo. Sam habría apostado sus ahorros a que era la primera vez que aquellas palabras se pronunciaban entre aquellas altas paredes rematadas por cenefas. Los Brownlee creían, evidentemente, que una casa de época debía llenarse con muebles de época y decorarse con el papel de buen gusto que un británico de otros tiempos habría elegido, como si bastara el deseo para que el presente se desvaneciera.
La madre adoptiva de Paige Yardley era una señora pequeña y delgada con el pelo castaño cortado a lo paje. Su marido era alto, con calvicie en la coronilla; los alborotados mechones rojizos que cabalgaban sobre sus orejas sugerían que era reacio a perder más pelo del que ordenaba la naturaleza. Marido y mujer trabajaban en el mismo bufete de Rawndesley, lugar donde se habían conocido, según tuvieron a bien contar a Sam. Sebastian Brownlee había dicho ya dos veces que había salido del trabajo tres horas antes de lo habitual para estar presente en aquella entrevista. Los dos cónyuges llevaban todavía la ropa de trabajo.
—No son ustedes sospechosos de nada —dijo Sam para tranquilizar a Grace—. Es pura rutina. Estamos preguntando a todos los que conocían a Helen Yardley.
—Nosotros no la conocíamos —dijo Sebastian—. No llegamos a verla.
—Ya me consta, señor. Sin embargo, usted y su mujer están en una situación excepcional en relación con ella.
—No tenemos inconveniente —dijo Grace con sequedad—. Haga las pruebas y todo lo que necesite hacer y acabemos con esto. Preferiría no volver a verlo por aquí.
Extraña forma de decirlo, pensó Sam. Como si un día cualquiera bajase a desayunar y pudiera encontrárselo sentado a la mesa de la cocina. Aunque ahora que lo pensaba, los Brownlee le parecían el típico matrimonio que prefería llenar el estómago en el comedor.
Sam no tenía ningún motivo para sospechar de ellos en ningún sentido. Le habían explicado todos los movimientos que habían hecho el lunes. Acompañados de su hija Hannah —la joven de trece años que para Sam seguía siendo Paige Yardley—, habían salido de casa a las siete de la mañana. A las siete y diez habían dejado a Hannah en casa de su mejor amiga, cuya madre preparaba el desayuno de las dos muchachas los días laborables y luego las llevaba al instituto. Sebastian y Grace habían ido directamente al bufete de Rawndesley, al que habían llegado, como siempre, hacia las ocho menos diez. Sebastian había pasado el resto de la jornada en el bufete o visitando a clientes.
—Es usted un hombre con suerte —le había dicho a Sam—. Los abogados independientes como nosotros tenemos que poner por escrito cómo pasamos cada minuto del día, para poder facturárselo luego al cliente que corresponda. —Había prometido entregarle una copia de su hoja de actividades y otra de la de Grace, con los teléfonos de las personas con quienes habían estado en contacto aquel lunes.
Grace, que trabajaba a media jornada, había salido del bufete a las dos y media, y como hacía todos los días laborables, se había acercado al instituto a recoger a Hannah y a su mejor amiga. Luego las tres habían ido a darse un chapuzón en la piscina de un gimnasio privado del Waterfront al que pertenecían las dos familias. Grace dio a Sam el nombre y el teléfono de los conocidos que la habían visto en la piscina o en la cafetería Chompers, donde había estado después con las dos muchachas para tomar un tentempié. Tras salir de la zona del Waterfront, Grace llevó a la amiga de Hannah a su casa y a continuación volvió con Hannah a la suya a las seis y cuarto de la tarde. Sebastian Brownlee llegó a las diez, después de cenar con unos clientes en Rawndesley.
Sam estaba convencido de que todo lo que le había contado el matrimonio se sostendría. ¿Qué le molestaba entonces, si no era la idea de que mentían?
—¿Cuándo volverá Hannah? —preguntó. En la pared de la salita había fotos de la muchacha, por todas partes. Según su experiencia, que hubiera tantas fotos de una sola persona en una habitación y ninguna otra, ni de personas ni de cosas, solo podía tener dos significados: o un obseso peligrosamente obcecado o un progenitor que adoraba a su hija. O dos progenitores.
Hannah Brownlee tenía el pelo castaño, peinado con raya en el centro, grandes ojos grises y nariz pequeña. Tenía la cara de Helen Yardley, en versión más joven.
—Supongo que no irá a comprobar si en la mano de mi hija hay restos de pólvora —dijo Grace Brawnlee con expresión enfadada.
—No era eso lo que yo… —fue a decir Sam.
—La llevé a casa de mi madre porque sabía que iba a venir usted. No quería complicarla en esto. Díselo tú, Sebastian. No prolonguemos esta tortura.
—Hannah sabe que una mujer de los alrededores fue asesinada. La gente ha hablado de ello en el instituto y ha salido en las noticias, era imposible impedirlo, pero… —Sebastian miró a su mujer, que le devolvió a su vez una mirada con la que le expresó claramente que no iba a ayudarlo. El marido se volvió hacia Sam—: Hannah no sabe que Helen Yardley fue su madre biológica.
—Yo siempre he sido partidaria de decírselo —espetó Grace—. Pero no se me hizo caso.
—Quería que mi hija tuviese una infancia normal y libre de preocupaciones —explicó Sebastian—. Que no creciera sabiendo que era hija de una asesina, de una madre que ya había asfixiado a dos hijos y que es casi seguro que habría hecho lo mismo con Hannah si los Servicios Sociales no hubieran intervenido. ¿Qué padre habría depositado una carga así sobre los hombros de su hija, para que la arrastrara toda la vida? —Miró a Grace al decir las últimas palabras.
—Deduzco entonces que usted cree que Helen Yardley era culpable. —Nada deprimía más a Sam que la intolerancia. ¿Por qué creía Sebastian Brownlee que era más sabio que los jueces de los tribunales de apelación?
—Sabemos que era culpable —dijo Grace—. Estoy de acuerdo con todo lo que Seb acaba de decir, aunque hay algo que nunca tiene en cuenta.
Sam se preguntó si era sano que los Brownlee discutieran delante de él, un desconocido.
—¿Y qué es? —preguntó.
—A cierta edad, muchos hijos adoptivos empiezan a preocuparse por saber de dónde proceden y quiénes fueron sus padres biológicos. Si supiera con certeza absoluta que Hannah no pertenece a este grupo, no sería partidaria de decírselo, pero nadie puede garantizar una cosa así en este mundo. Habría preferido que su madre biológica hubiera sido cualquiera menos Helen Yardley: cualquiera. Si pudiera, enterraría la cabeza en la arena, y la de Hannah, y olvidaría todos los detalles de la verdad; pero no puedo, o al menos no puedo estar segura de conseguirlo al ciento por ciento, y menos aún eternamente. Si Hannah lo descubre cuando sea mayor, la conmoción será devastadora. Mientras que si se lo decimos cuando empieza a tener edad para comprender, incluso si se lo decimos ahora… —Grace dirigió a su marido una mirada de súplica.
—¿Cuándo se empieza a tener edad para comprender que tu madre biológica quiso matarte? —dijo Sebastian con irritación—. ¿Que mató a tus dos hermanos?
—Entonces, ¿qué le han dicho a Hannah? —preguntó Sam—. Quiero decir sobre sus padres biológicos.
—Nada —dijo Grace—. Le dijimos que no sabíamos nada, que pedimos a los asistentes sociales que no nos lo dijeran. Sabe que es hija adoptiva, pero nada más.
Si Simon Waterhouse estuviera allí, ¿pensaría que, en ausencia de Hannah, era imposible comprobar lo que sabía o no sabía? ¿Y si sabía que era hija de Helen Yardley, y Grace y Sebastian mentían porque…?
No. Imposible. Las chicas de trece años de Spilling no buscan una Beretta M9 para matar a su madre. Sam tomó nota mental: comprobar que Hannah había estado todo el lunes en el instituto.
—¿Por qué están tan seguros de que Helen Yardley era culpable? —preguntó a Grace.
Sebastian Brownlee rozó el brazo de su mujer: una señal para advertirle que no debía responder.
—Somos personas ocupadas, sargento, como sin duda también lo será usted —dijo Sebastian—. Nos gustaría ir a recoger a nuestra hija y usted no está aquí para discutir la culpabilidad de Helen Yardley. ¿Seguimos con lo que estábamos?
—Me gustaría que respondieran a mi pregunta —dijo Sam. Tenía la garganta seca. Los Brownlee no le habían ofrecido ninguna bebida.
Sebastian suspiró ruidosamente.
—¿Cómo sabemos que es culpable? Muy bien, empecemos por el pequeño Morgan, el primer hijo al que mató. Aunque nos olvidáramos de las elevadas cantidades de hemosiderina que se hallaron en sus pulmones, todas de diferentes momentos, es decir, no una sola hemorragia, sino varias hemorragias, un claro indicio de que hubo varias tentativas de asfixia, aunque nos olvidáramos de esto, y del hecho de que cuatro peritos médicos que declararon para el fiscal dijeron que era imposible que hubiera tanta hemosiderina presente si la muerte era natural, estaba también la pequeña cuestión del nivel de sodio en el suero del pequeño, que era cinco veces superior al que se espera en un niño de esa edad…
—El nivel de sal en sangre —intervino Grace para aportar la explicación que Sam necesitaba—. La madre quiso envenenarlo con sal.
¿Envenenamiento con sal y asfixia? Sam no creía que Helen Yardley hubiera agredido deliberadamente a ninguno de sus hijos, pero aun en el caso de que lo hubiera hecho, ¿por qué iba a querer matarlos de dos maneras al mismo tiempo? Claro que, a fuer de imparcial, tenía que admitir que podía darse la vuelta al argumento, pues si realmente quieres hacer daño a alguien, se lo haces con todo lo que se te ocurre.
—Morgan tuvo que ser hospitalizado en más de una ocasión en el curso de su corta vida, porque dejaba de respirar. Curioso, ¿no cree? —dijo Sebastian Brownlee—. Un niño totalmente sano que deja de respirar: qué oportuno. Y cada vez que utilizaba el viejo truco de dejar de respirar sin motivo, resulta que era la misma hora del día: entre las cinco y las seis de la tarde, al término de una larga jornada en que la madre se quedaba sola en casa con él mientras el padre estaba en el trabajo. Ya me explicará usted por qué un niño tiene que dejar de respirar una y otra vez y siempre a la misma hora.
—No le grites —dijo Grace.
Sam iba a decirle que no tenía importancia, pero se contuvo.
—Los médicos de la defensa, embusteros de alquiler, dijeron que quizá tenía problemas respiratorios, que quizá se deshidrataba, que quizá padecía diabetes insípida nefrogénica, una forma de diabetes en que los niveles altos no son los de azúcar, sino los de sal. Inventaban sobre la marcha y el jurado se dio cuenta. —Sebastian se soltó de la mano de su mujer, se levantó y se puso a pasear—. Pasemos ahora a Rowan, niño número dos. También él tenía mucha sal en sangre. Todos los médicos coincidieron en que fue eso lo que lo mató, así que la pregunta era: ¿lo envenenó la madre o padecía esta modalidad infrecuente de diabetes? O tenía una alteración del osmorreceptor, es decir, en el mecanismo que regula el sodio de la sangre. Supongo que se podría decir que no había forma de estar seguros, pero los peritos médicos del fiscal creyeron oportuno señalar que la autopsia había encontrado una fractura craneal y otras fracturas ya curadas, producidas en diferentes momentos, en los extremos de los huesos largos del niño. Las llaman fracturas metafisarias. Pregunte a cualquier pediatra, o para el caso a cualquier asistente social: son las fracturas que se producen cuando se coge a un niño por la muñeca o por el tobillo y se arroja contra la pared.
Grace Brownlee dio un respingo.
—La fractura craneal era bilateral, también muy infrecuente cuando no se trata de una lesión infligida —prosiguió Sebastian en voz alta, como si estuviera en un juzgado y no en su propia casa, dirigiéndose a un público numeroso y no a su mujer y a Sam. Iba y venía con las manos en los bolsillos del pantalón—. Casi todas las fracturas craneales son sencillas y lineales, y se producen en un solo hueso del cráneo. ¡Ah, los médicos de la defensa se lo pasaron en grande! Uno tuvo la desfachatez de decir que la fractura craneal no podía haber causado la muerte de Rowan porque no había edema cerebral.
—Cálmate, Seb —dijo Grace con voz resignada, como si no esperase que su marido le hiciera caso.
—¡Puede que no lo matara, pero sigue siendo una puta fractura craneal! —Tras dejar claro su parecer, Sebastian volvió a tomar asiento, moviendo la cabeza. ¿Había acabado? Sam esperaba que sí. La culpa la tenía él por preguntar.
—Un perito de la defensa dijo que las fracturas podían deberse a una cosa llamada osteogénesis imperfecta pasajera, aunque no hay pruebas de que exista esta afección —dijo Grace—. La osteogénesis imperfecta existe, aunque es rara, pero ¿osteogénesis imperfecta pasajera? No hay ninguna prueba, ni un solo caso registrado. Como señaló Judith Duffy en el juicio, la osteogénesis imperfecta tiene otros síntomas, ninguno de los cuales se encontraba en Rowan Yardley: esclerótica azul, huesos suturales…
—Cuando Duffy sostuvo que no existía la osteogénesis imperfecta pasajera, la defensa quiso descalificarla preguntándole cómo lo sabía con tanta seguridad —dijo Sebastian, tomando el relevo—. ¿Podía citar alguna investigación que demostrara que la osteogénesis imperfecta no podía presentarse nunca de forma pasajera? Desde luego que no podía. ¿Cómo se puede demostrar que algo no existe?
—No recuerdo quién lo dijo, pero es verdad —murmuró Grace—. «El mayor de los tontos podría hacer una pregunta que ni el más sabio sabría responder».
—La defensa lo intentó todo. Incluso sacó a colación la sobada treta de «¿y si se cayó del sofá?». Yo soy abogado —proclamó Sebastian, como si Sam no supiera todavía a qué se dedicaba el buen hombre— y si algo sé es que cuando pruebas más de una defensa, es porque sabes que no tienes ningún argumento válido.
Calló al oír el ruidoso suspiro de Grace y se la quedó mirando.
—Nada de esto explica por qué yo sé que Helen Yardley era culpable —dijo Grace—. Podrás discutir todo lo que quieras sobre las pruebas médicas, pero no conseguirías rebatir la declaración de un testigo ocular que no tenía ningún motivo para mentir.
—Leah Gould —dijo el marido, volviendo a cogerle la mano como para agradecerle que se lo hubiera recordado—. La supervisora de encuentros del centro de atención en el que los Yardley iban a ver a Hannah.
Paige, se dijo Sam. Hannah no; entonces todavía no.
—Leah Gould le salvó la vida a nuestra hija —dijo Sebastian.
—Helen quiso asfixiarla delante de ella —dijo Grace, con los ojos llenos de lágrimas—. Le apretó la cara contra su pecho para que no pudiera respirar. Otras dos personas lo vieron también: Paul Yardley y un sargento de la policía llamado nada menos que Proust. Pero los dos mintieron en el juicio.
Sam se esforzó cuanto pudo para no reaccionar. ¿Mentir el Muñeco de Nieve como presunto testigo de un homicidio, tras haber prestado juramento? No. Puede que fuera capaz de hacer muchas cosas malas, pero jamás haría una cosa así. Sam sabía que Helen Yardley había contado su versión de lo ocurrido en Nada más que amor: se lo había dicho Simon Waterhouse. Era necesario que Sam leyese el libro, por pocas ganas que tuviera.
—Que un marido mienta es comprensible —dijo Sebastian con resentimiento—. Para bien o para mal, aunque estés casado con una asesina, pero ¿un policía? —Cabeceó—. Por desgracia, en el juicio, cuando el sargento Proust fue en busca del tiempo perdido, le falló la memoria, por no decir otra cosa. Declaró que en su opinión, la reacción de Leah Gordon fue exagerada, que lo único que hizo Helen fue abrazar a Hannah con fuerza, como haría cualquier madre que pensara que podía estar separada de su hija varios años o de por vida. De los doce jurados, once no le creyeron. Creyeron a Leah Gordon, creyeron que no se estaba sacando de la manga un intento de homicidio.
—Aunque eso es exactamente lo que al final afirmó que había hecho —dijo Grace con los dientes apretados—. Ese sujeto espantoso que se llama Nattrass levantó tanta polvareda en los medios informativos que la mayor parte de los testigos iniciales de la acusación acabaron pasándose al bando de la asesina, en contra de sus víctimas. Nattrass consiguió que toda la prensa amarilla se cebara en Judith Duffy: que si había sido promiscua de adolescente, que si había sido una madre cruel, que si la habían echado de un trabajo cuando era estudiante…
—Ya no se hablaba de pruebas —dijo Sebastian, apretando la mano de su esposa de tal modo que Sam pensó que tenía que hacerle daño. Si se lo hacía, la mujer no dijo nada—. Se había convertido en un fenómeno político. Helen Yardley debía salir de la cárcel y en seguida; esta mujer se estaba convirtiendo en un problema para el sistema, aunque lo único que tenía Nattrass en su arsenal era una acusación contra la doctora Duffy, un testigo de la acusación entre otros muchos. Muy bien, la conducta de Duffy fue cuestionable, pero era solo una pequeña parte del caso. Y de pronto, dejó de serlo. Otros médicos que también testificaron contra Helen Yardley cambiaron de opinión: ninguno quería ser la siguiente víctima de Nattrass. El equipo de la acusación no buscó una revisión de la causa cuando pudo y debió hacerlo. A Ivor Rudgard, consejero de la reina, tuvo que leerle la cartilla alguien del Ministerio de Justicia: o lo dejas o nunca estarás en el supremo. Así que Rudgard abandonó.
—Lo siguiente que se sabe es que Laurie Nattrass entrevista a Leah Gould para el Observer y que Gould dice que ya no está segura de haber visto que Helen Yardley tratara de asfixiar a su hija apretándole la cara contra su jersey. Ahora piensa que probablemente se asustó sin motivo y lamenta muchísimo el papel que desempeñó en la condena de una mujer inocente. —Saltaba a la vista que Grace apenas soportaba pronunciar aquellas palabras sobre Helen Yardley.
—Naturalmente, eso lo dijo cuando Helen Yardley quedó en libertad y todo el mundo hablaba de caza de brujas y de persecución de madres afligidas —dijo Sebastian—. No es fácil disentir en solitario. Más de diez años después del acontecimiento cualquiera puede convencerse de que las cosas no sucedieron como sucedieron, pero el hecho que importa es que cuando estuvo en aquella habitación del centro de encuentros, Leah Gould quitó a Hannah de brazos de Helen Yardley porque pensó que, al hacerlo, salvaba la vida a la pequeña.
Sam empezaba a sentir lástima de los Brownlee. Su obsesión los estaba abrumando, les estaba succionando la vida. Sospechaba que entre ellos repetían la historia sin cesar y que remozaban su indignación cada vez que llegaban al momento en que Helen Yardley salía de la cárcel.
—¿Cuánto hace que viven en esta casa? —preguntó.
—Desde 1989 —dijo Grace—. ¿Por qué?
—Desde antes de que adoptaran a Hannah.
—Vuelvo a preguntárselo: ¿por qué?
—La casa de los Yardley está en Bengeo Street, a cinco minutos tan solo.
—En distancia física, quizá —dijo Sebastian—. En las distancias que importan, Bengeo Street está en otro mundo.
—Cuando adoptaron a Hannah, ¿sabían dónde vivían los Yardley?
—Sí. Los Servicios Sociales… —Grace se detuvo y cerró los ojos—. Los Servicios Sociales nos remitieron unas cartas. Eran para Hannah, de Helen y Paul Yardley. Venía su dirección en ellas.
No hacía falta aclarar que Hannah no vio nunca aquellas misivas.
—¿No pensaron en mudarse? —preguntó Sam—. Cuando decidieron no decir a Hannah quiénes eran sus padres biológicos, ¿no creyeron que podría ser una buena idea irse de Spilling… a Rawndesley, por ejemplo?
—¿A Rawndesley? —Sebastian retrocedió horrorizado, como si Sam les hubiera sugerido mudarse al Congo.
—Por supuesto que no —dijo Grace—. Si usted viviera en esta casa, en esta calle, ¿pensaría en mudarse? —Movió la mano para abarcar la habitación.
¿Quería la buena señora que Sam respondiera con sinceridad? ¿Le había dicho eso? Mientras la miraba y sopesaba las posibles respuestas, Sam lo comprendió todo. Supo por qué sospechaba de los Brownlee, a pesar de sus sólidas coartadas y de su respetabilidad de clase media: era por algo que había dicho Grace al hacerlo pasar. Sam le había enseñado su identificación, le había explicado que era el sargento Sam Kombothekra, de la brigada criminal de Culver Valley, pero que no debía preocuparse por nada, ya que su visita era pura formalidad, solo eso. La respuesta de Grace había sido casi la que se habría esperado de una persona inocente. Casi. Había mirado a Sam a los ojos y había dicho: «No hicimos nada malo».
Ya había oscurecido cuando Simon llegó a Wolverhampton. Sarah y Glen Jaggard vivían en un piso alquilado, encima de un Blockbuster, en una calle importante con mucha actividad.
—No tiene pérdida —le había dicho Glen—. Estropearon el rótulo y suprimieron la primera B, así que ahora se lee «Lockbuster»[2]. La gente toma el rábano por las hojas —añadió, tratando de bromear— y ya nos han robado dos veces desde que nos mudamos aquí.
Los Jaggard habían tenido casa propia en otro tiempo, pero la habían vendido para sufragar las costas legales de Sarah. La animación que Glen había expresado por teléfono no había acabado de convencer a Simon. Percibía por debajo de ella el cansancio de una persona que piensa que ante la continua lobreguez de la vida no hay más alternativa que mostrarse optimista todo el tiempo.
El piso, a juzgar por el aspecto exterior de las ventanas, parecía un dúplex. No era pequeño y probablemente tenía el mismo tamaño que la casita de dos plantas y cuatro habitaciones en que vivía Simon o que el piso de dos dormitorios con terraza en que vivía Charlie. Deberíamos vender las dos viviendas y comprar un sitio más grande para estar juntos, pensó Simon, aunque sabía que nunca se lo sugeriría a su novia y que si lo hacía Charlie, la primera reacción de Simon sería de miedo.
Recordaba que el Muñeco de Nieve le había echado las manos al cuello cuando Simon le había insinuado que Sarah Jaggard no era víctima de un error de la justicia. ¿Cómo iba a serlo si había sido absuelta por unanimidad? Proust, al parecer, pensaba que ser juzgada por homicidio ya era un error de la justicia y Simon se preguntaba si la mujer a la que iba a conocer estaría de acuerdo. ¿Se consideraba una víctima o más bien una persona que había salido bien librada de una circunstancia adversa? El desarreglado exterior de la casa y el tráfico ensordecedor de la calle le hicieron pensar que tal vez se considerase una víctima; Simon no la culparía si era así.
Se accedía al piso por unos peldaños de metal en los que las manchas de óxido alternaban con las de la pintura negra con la que probablemente se quisieron cubrir en otro tiempo. No vio ningún timbre. Simon llamó con los nudillos. Por el agrietado vidrio opaco de la mirilla vio una figura que se acercaba por el pasillo. Abrió Glen Jaggard, que le estrechó la mano con la derecha y se inclinó hacia él para darle unas palmadas en la espalda con la izquierda, una extraña maniobra que puso a los dos hombres en una incómoda proximidad física. Simon vio la camisa de cuadros de Jaggard, sus tejanos y sus botas. ¿Pensaría escalar una montaña más tarde?
—O sea que ha sido capaz de encontrar el Lockbuster —dijo Jaggard riendo—. Una semana después de mudarnos se nos estropeó el reproductor de deuvedés. No podía creérmelo. Es la ley de Murphy: te mudas a un piso que queda encima de una tienda de películas y se te jode el reproductor.
Simon sonrió con educación.
—Pasemos a la salita —añadió Jaggard, señalando hacia el otro extremo del pasillo—. He preparado té y unas pastas. Llamaré a Sarah. —Subió los escalones de dos en dos, gritando el nombre de su mujer.
Simon había visitado muchas casas en su profesión, pero aquella era la primera en que lo recibían con el té ya hecho y las pastas servidas. ¿Habría tenido que tomárselo frío si se hubiera retrasado?
Había esperado que no hubiera nadie en la salita, dado que Glen y Sarah estaban arriba, pero se llevó una sorpresa al ver a Paul Yardley con una cara que daba pena. Tenía los ojos hinchados y la piel grasienta y cerúlea. Como la pringue fría que queda en la sartén cuando se fríen salchichas. La primera vez que lo había entrevistado Simon después de la muerte de su mujer, Yardley había dicho con vehemencia: «En mi situación, la mayoría de la gente pensaría en el suicidio. Yo no. Ya luché antes para que hicieran justicia a Helen y volveré a hacerlo». Al ver al policía, dijo con el mismo apasionamiento:
—No se preocupe, no voy a quedarme —como si Simon se hubiera quejado de su presencia—. He venido solo para hablar de Laurie con Glen y Sarah.
—¿De Laurie Nattrass?
En la pared que Simon tenía detrás había una foto de periódico enmarcada en que se veía al susodicho con Yardley y una sonriente y llorosa Helen, los tres cogidos de la mano como muñecos de papel. Foto tomada en la escalinata del juzgado tras la triunfal apelación de Helen, supuso Simon. Era la única foto que los Jaggard tenían en la salita de aquella casa. Debajo de la granulada imagen en blanco y negro se veía el titular: «POR FIN JUSTICIA PARA HELEN».
Por la relativa escasez de muebles —dos sillones rojos, uno con el asiento roto, una mesa de centro, un televisor— y la desnudez de las paredes, Simon infirió que el resto de las propiedades de los Jaggard debía de estar en un almacén. «No vamos a estar aquí mucho tiempo, no tiene sentido llenar la casa con nuestras cosas». Es lo que diría el propio Simon si estuviera en la situación del matrimonio. No querría desempaquetar nada que no le fuese imprescindible para instalarlo en aquella covacha con manchas de humedad en los techos y grietas en el yeso. ¿Soñaban los Jaggard con comprar pronto una casa, lejos de la tienda de películas de rótulo estropeado, para olvidar el pasado de una vez para siempre?
¿No habían fotografiado también a Sarah Jaggard fuera del juzgado, después de su absolución? Simon estaba seguro de que sí; recordaba haber visto la foto en las noticias y en la prensa. Con Laurie Nattrass a su lado, a menos que le fallase la memoria. ¿Por qué no estaba también la de Sarah en la pared de la salita?
—¿Sabe dónde está Laurie? —preguntó Paul Yardley—. No nos devuelve las llamadas, ni las mías, ni las de Glen ni las de Sarah. Nunca lo había hecho hasta ahora.
Habían eliminado a Nattrass de la lista; había estado reunido con gente de la BBC durante todo el lunes, así que no había ningún motivo para seguir sus movimientos.
—Lo siento —dijo Simon.
Paul Yardley lo miró fijamente durante casi diez segundos, esperando una respuesta mejor.
—Debería atendernos —dijo finalmente—. ¿No sabe dónde está?
Crujieron las tablas del suelo del piso superior y luego se oyeron pasos muy lentos, como si por las escaleras bajase una persona nonagenaria. Yardley se levantó del sillón.
—No se preocupe, ya me voy —dijo, y en cuestión de segundos recorrió el pasillo y salió a la calle. Simon no hizo nada por detenerlo ni le preguntó adónde iba; sabía que después se arrepentiría. No era divertido hablar con un hombre que lo ha perdido todo, pero había que esforzarse.
Cogió una de las tres tazas desportilladas que había en la mesa de centro y dio un sorbo al té, que no estaba ni frío ni caliente. Le apetecía una galleta de whisky, pero no se atrevió a servirse.
Glen Jaggard entró en la habitación guiando a Sarah con las dos manos. La mujer era alta, delgada, de pelo castaño y revuelto; llevaba un pijama rosa de rayas debajo de un albornoz blanco. Miró brevemente a Simon y desvió la mirada en seguida.
—Siéntate, cariño —dijo su marido.
Sarah se encogió hasta quedar sentada en uno de los sillones rojos. Todo lo que hacía —andar, sentarse— parecía rodeado de torpeza e inexperiencia, como si lo hiciese por primera vez. Se sentía nerviosa en su propia casa. «Si es que la considera tal; si no piensa que su casa es el sitio que tuvo que vender para no ir a la cárcel».
Simon se había documentado sobre el caso todo lo que había podido. La habían acusado de matar a Beatrice Furniss, una niña de seis meses con la que había hecho de canguro en muchas ocasiones. Beatrice —o Bea, como la llamaban todos— era hija de Pinda Avari y Matt Furniss. Antes de su detención, Sarah trabajaba de peluquera y Pinda, directora de control informático de una cadena de corredores de apuestas, era cliente suya, además de amiga. La tarde del 15 de abril de 2004 Pinda y Matt fueron a una fiesta después de dejar a Bea en casa de los Jaggard. Sarah puso a la niña un deuvedé de música e imágenes de Mozart, que vieron juntas. Glen Jaggard y tres amigos suyos, que también trabajaban en Packers Removals, estaban en la habitación contigua jugando al póker. Bea no dormía a horas fijas, ya que Pinda y Matt eran contrarios a imponer programas a los niños, pero a eso de las nueve se quedó dormida en el regazo de Sarah.
Sarah la instaló en el sofá y se puso a ver la televisión. Una hora después, volvió la cabeza para mirar a la niña y se dio cuenta de que su piel tenía un color azulado, y tuvo la impresión, aunque no habría podido asegurarlo, de que le pasaba algo extraño al respirar. Consiguió despertarla, pero se asustó al ver su flojedad. En cierto momento las pupilas de la niña desaparecieron bajo los párpados superiores y fue entonces cuando Sarah temió que estuviera sucediendo algo serio. La cogió en brazos y, esforzándose por no perder la calma, fue con ella a la cocina, donde estaban Glen y sus amigos. Echaron un vistazo a Bea y dijeron a Sarah que llamase una ambulancia. Cuando llegó esta, Bea había dejado de respirar. El equipo médico fue incapaz de reanimarla.
La autopsia reveló que la causa de la muerte había sido una abundante hemorragia en el cerebro y en los ojos. La pediatra que la había practicado declaró en el juicio de Sarah que, en su opinión, la niña había muerto por haber sido zarandeada. La doctora Judith Duffy, llamada como perito, respaldó la declaración. Ninguna otra cosa, alegó, habría podido producir aquellas hemorragias subdurales y retinianas. La defensa disintió y presentó un artículo publicado en el British Medical Journal, artículo al que se aludió en el juicio y luego en la prensa con el nombre de «Pelham y Dennison», con objeto de demostrar que los síntomas que muchos médicos creían resultado de violencia podían aparecer de manera espontánea. Más aún, los abogados de Sarah Jaggard llamaron a los doctores Pelham y Dennison para que explicasen el resultado de su investigación. Los dos médicos dijeron al tribunal que las hemorragias del cerebro y los ojos no tenían por qué ser resultado de ningún traumatismo y que podían ser perfectamente fruto de un episodio hipóxico no inducido; en otras palabras, un momento en que un niño se queda sin oxígeno por fallo en el funcionamiento de algún sistema interno.
El doctor Pelham y el doctor Dennison se remitieron a los antecedentes arrítmicos detectables en la familia de la niña; su abuelo y su tío maternos habían fallecido a consecuencia de una disfunción cardíaca denominada síndrome de QT largo de tipo 2. Si Bea padecía también este síndrome —que era un defecto genético y que era muy probable que se transmitiera de generación en generación—, bastaba para explicar el episodio de hipoxia, que a su vez podía ser causa de muerte. Judith Duffy menospreció esta hipótesis, señalando que los análisis habían puesto de manifiesto de manera concluyente que Bea no padecía el síndrome de QT largo de tipo 2 ni ninguna de las seis variantes conocidas de esta disfunción. Para replicar a la sugerencia de Pelham y Dennison de que podía haber formas del citado síndrome aún sin identificar y de que Bea podía haber padecido alguna, la doctora Duffy alegó que ella, evidentemente, no podía demostrar que no fuera así, pero que era necesario explicar al jurado que era imposible demostrar un hecho negativo. Además —y para la doctora Duffy era el argumento más significativo—, en el cuello de Bea había claras lesiones por estiramiento que afectaban a las raíces nerviosas y que en la autopsia se habían visto hinchadas y desgarradas. Este efecto solo podía haber sido causado por alguna clase de zarandeo, dijo la doctora Duffy.
La teoría de la acusación era que Bea había llorado o gritado y que Sarah, en un arrebato, la había zarandeado. Glen Jaggard y los tres amigos que habían estado en la casa aquella noche declararon que Bea no había llorado. El fiscal adujo primero que tal vez no habían oído el llanto por culpa del ruido que hacían ellos durante la partida de póker y del televisor de la habitación contigua, y luego que Glen Jaggard y sus amigos tenían interés en proteger a Sarah. Uno de los jugadores de póker, Tunde Adeyeye, se sintió ofendido y replicó con contundencia que él no tenía ningún interés en proteger a las personas que mataban niños y que tenía la completa seguridad de que Sarah Jaggard no entraba en esa categoría.
Pinda Avari y Matt Furniss, aunque «visiblemente deshechos de dolor», según un reportero presente en la sala de autos, prestaron conmovedores testimonios en favor de Sarah. Pinda dijo: «Si yo creyera que habían matado a mi querida niña, lo que más desearía en el mundo es que la persona responsable compareciera ante la justicia y no descansaría hasta conseguirlo, pero no me cabe la menor duda de que Sarah amaba a Bea y que nunca le habría hecho daño». Matt Furniss se expresó en términos parecidos.
La acusación cambió de táctica y presentó la hipótesis de que Sarah Jaggard había matado a la niña zarandeándola mientras ella, la pequeña y Glen estaban solos en la casa, antes de que llegasen los amigos del marido. Esto, arguyó el fiscal, explicaría por qué Tunde Adeyeye y los otros jugadores no oyeron a la niña. ¿Se preocuparon de comprobar cómo estaba la pequeña antes de dar comienzo a la partida? ¿Le echaron un buen vistazo antes de que Sarah entrase con ella en la cocina, aparentemente presa del pánico? Los tres hombres tuvieron que admitir que se habían limitado a saludar de lejos a Sarah cuando llegaron, pero que no habían prestado la menor atención a Bea y no podían jurar que esta no hubiese muerto antes, cuando ellos no estaban presentes. La doctora Judith Duffy se aferró a esto cuando fue llamada al estrado, aduciendo que el margen de aproximación para la muerte de Bea era compatible con esa posibilidad; la muerte había ocurrido en cualquier momento entre las siete de la tarde y las diez de la noche, y los amigos de Glen Jaggard habían llegado a las ocho. La defensa alegó que como Pinda y Matt habían dejado a Bea a las ocho menos cuarto, era muy improbable que Sarah hubiera perdido los nervios tan pronto. No era creíble, sostuvo el defensor de Sarah, que una mujer con su carácter amable y paciente, una mujer sin ningún antecedente de violencia, perdiera el control y se convirtiera en un monstruo castigador de criaturas en solo quince minutos.
La doctora Duffy no gozaba de las simpatías del público. El juez amenazó en más de una ocasión con desalojar la sala si no cesaban las interrupciones. Laurie Nattrass estaba entre los que la interrumpían y apareció citado en un periódico diciendo que se alegraría mucho de ser acusado de desacato a un tribunal británico cuando esos mismos tribunales tenían por costumbre burlarse de la justicia.
Después de un juicio que duró seis semanas y durante el que Sarah Jaggard se desmayó varias veces, el jurado pronunció un veredicto unánime de no culpable. Al oírlo, Sarah volvió a desmayarse. Simon sabía que debía sentir lástima de ella. No debía pensar en las lesiones del cuello de Bea Furniss que solo podían deberse al zarandeo de la criatura. Según Judith Duffy, que estaba a punto de comparecer ante el Colegio General de Médicos por falta de ética profesional.
—He oído que Paul Yardley le preguntaba por Laurie —dijo Sarah. Si quería o esperaba que Simon respondiera, no lo dio a entender exteriormente—. Lo he decepcionado. Todos lo hemos decepcionado. Por eso no quiere tener nada que ver con nosotros.
Simon, sin darse cuenta, estaba pensando que ojalá Glen Jaggard no los hubiera dejado solos. Con un chiste malo sobre Lockbuster habría podido despejar la atmósfera lúgubre y opresiva que Sarah había llevado consigo a la salita. La mujer parecía… se esforzó por encontrar la palabra justa. Desesperada. Sin ninguna esperanza en absoluto, como si su vida hubiera acabado y no le importase.
—¿Cómo ha decepcionado a Laurie?
—Le dije que había cambiado de idea a propósito del documental. En lo de aparecer en él y… Cuando me enteré de la muerte de Helen, le pedí que no siguiera adelante. Lo mismo le dijo Glen, y Paul. Estábamos asustados, no queríamos atraer la atención sobre nosotros, por si… —Se tapó la boca con la mano, como para no gritar o para no seguir hablando.
—No quería usted aparecer en un documental que la relacionaba con Helen, por si el asesino establecía la misma relación e iba por usted —aventuró Simon.
—Me sentí como una traidora. Quería a Helen como si fuera de mi familia, la adoraba, pero tuve miedo. Hay personas, personas enfermas, que darían cualquier cosa por ponernos las manos encima, a mujeres como nosotras: yo, Helen, Ray Hines. Siempre lo he sabido. Helen no me creía. Ella decías que todos sabían que éramos inocentes, que Laurie lo había demostrado; ella era como él, creía que el bien triunfaba y el mal acababa derrotado, pero el mundo no es así.
—No —dijo Simon—. No lo es.
—No —repitió Sarah con amargura—. Y la culpa de que no sea así la tenemos en parte las cobardes como yo.
Simon oyó a Glen Jaggard silbando en otra habitación: el tema de fondo de Match of the day, un programa de fútbol que emitía la BBC.
—O sea que Helen y Laurie son sus héroes —dedujo en voz alta, mirando otra vez la foto enmarcada de la pared.
—Laurie no teme nada ni a nadie. Helen tampoco tenía miedo. ¿No ve el valor reflejado en sus caras? —Sarah parecía animada por primera vez—. Por eso me encanta esa foto, aunque… —Volvió a taparse la boca.
—¿Aunque?
—Nada.
—¿Aunque qué, Sarah?
La mujer dio un suspiro.
—Fue Angus Hines quien hizo esa foto.
—¿El marido de Ray? —Aquello olía a chamusquina—. Creía que era redactor jefe de un periódico.
—Es editor gráfico de London on Sunday. Antes era fotógrafo de prensa. Odiaba a Helen porque era más leal a su mujer que él mismo. Angus fue a verla a la cárcel una vez, para zaherirla, solo para eso. Quería torturarla.
Simon anotó un punto más a su lista mental: averiguar qué había estado haciendo Angus el lunes.
—Figúrese el trauma que supuso para Helen verlo allí, fuera del juzgado, cuando acababa de ganar la apelación. Yo me habría desmayado, pero Helen no era así. Estaba decidida a no permitir que su presencia estropeara un momento tan importante. Mírela bien, ahí se ve su determinación. —Sarah señaló la foto con la cabeza—. Siempre he tenido miedo, pero ahora, sin Helen, es mucho peor, y Laurie que no llama…
—Pero tiene usted a Glen —dijo Simon.
—Me asusta incluso que comprueben si tengo pólvora en la mano, en realidad cualquier cosa que vayan a hacerme. —Sarah había pasado por alto la mención de su marido—. ¿No le parece cosa de locos? Yo sé que no maté a Helen, pero tengo miedo de que la prueba, a pesar de todo, dé positivo.
—Eso no ocurrirá —murmuró Simon.
—Aun antes del asesinato de Helen tenía miedo de la película de Laurie y del efecto que causaría. La idea de volver a ser el centro de la atención pública me ponía enferma, pero no me atrevía a decirle a Laurie que quería permanecer al margen. Y cuando mataron a Helen… —Dejó escapar un fuerte sollozo y se cubrió la cara con las manos—. Quedé destrozada, pero al menos ya tenía la excusa que había estado esperando y deseando. Pensaba que podría convencer a Laurie de que abandonase la película, pensé que entendería mis temores. Aunque no llegáramos a saber con seguridad si la mató un justiciero chiflado, un fanático de la protección infantil, si había alguna probabilidad de que esa fuera la razón… Pero Laurie se mostró muy frío cuando quise explicárselo, estaba muy lejano y distante. Esa fue la última vez que hablé con él. No creo que le importe lo que me suceda ahora. —Aspiró con fuerza por la nariz. Cogió una taza de la mesa, dio un sorbo y se acercó la taza a la cara, como si fuese una manta. Simon estaba a punto de pasar a un tema que no fuese Laurie Nattrass cuando la mujer añadió—: Se ha ido de Binary Star y otra persona va a encargarse de la película, una mujer llamada Fliss. No lo entiendo. ¿Por qué se la habrá confiado Laurie a otra persona?
Fliss Benson. Simon había dejado un mensaje a esta mujer y aún esperaba que le devolviese la llamada. Entonces, ¿era ella quien estaba haciendo el documental sobre las muertes súbitas infantiles? Y ella había recibido una tarjeta con los mismos dieciséis números, los dieciséis números de Helen Yardley, si es que había que dar crédito a la palabra de Laurie Nattrass. Cuatro filas de cuatro. 2, 1, 4, 9…
Simon buscó en su bolsillo la pequeña bolsa de plástico que había llevado. La sostuvo delante de la cara de Sarah Jaggard para que pudiese verla a través de las lágrimas.
—¿Significan algo para usted estos números? —preguntó.
Sarah se derramó el té en el regazo y se puso a chillar.