Jueves, 8 de octubre de 2009
Estoy sentada a la mesa de Laurie, preparando una lista, cuando suena el teléfono. Desde que hablé con Maya, me he puesto al corriente leyendo más de lo que creía posible en tan poco tiempo y he hablado tanto por teléfono que me pita el oído derecho. He concertado citas para ver a Paul Yardley, a Sarah y Glen Jaggard, y a casi todos los abogados y médicos cuyo nombre he visto en los informes. Sonrío al ver mi lista de nombres señalados, pasando por alto la cruz que hay al lado del de Judith Duffy y que estropea la página, y respondo al teléfono.
—¿A qué juegas? —pregunta Laurie.
—¿Dónde has estado? Te he dejado cientos de mensajes.
—No voy a permitir que te burles del fruto de mi trabajo. —Murmura algo indescifrable. Parece una expresión ofensiva. ¿Cuántos insultos cabrán en un murmullo de tres segundos? Puede que dos si eres un cero a la izquierda, pero por lo menos veinte si eres el fabuloso Laurie Nattrass—. No podemos discutir esto por teléfono —añade—. Será mejor que vengas.
—¿A tu casa? —Una casa urbana en Kensington: es todo lo que sé. Me da vergüenza sentir que los ojos se me llenan de lágrimas. ¿Por qué estará tan enfadado conmigo? ¿Qué he hecho?—. No sé dónde vives —digo.
—Si eso es para ti un problema insuperable… —Oigo un clic y hemos perdido la conexión.
Me niego a llorar, así que parpadeo durante un rato y luego llamo a Tamsin para pedirle la dirección de Laurie. Me la recita de memoria.
—¿Te ha dicho que vayas? —pregunta, por lo que infiero que podría no ser la primera persona a quien le ha sucedido esto.
¿Por qué querré tanto a Laurie si me trata como a una criada? ¿Por qué creeré que es fantástico cuando es un peñazo, está gordo, tiene siempre los ojos inyectados en sangre y parece que no toma el sol desde hace años? Le planteo el dilema a Tamsin.
—¡Ajá! —dice—. Así que lo admites: estás enamorada de él.
—¿No se supone que admitir una enfermedad mental es el primer paso hacia la curación?
—¡Ja! Lo sabía.
—Lo que no sabía es que el segundo paso fuera recibir burlas de tus amigas.
—Estás enamorada de él por la misma razón que lo están todas: es un tipo misterioso. No sabes lo que es y no conoces ninguna forma de averiguarlo. Es una especie de adicción, hasta que te des cuenta de que nunca tendrás la satisfacción a la que aspiras.
Si Tamsin supiera la verdad que escondo, ¿sería otra su opinión sobre el amor que siento por Laurie? ¿Diría que me engaño por pensar que estando cerca de él podría sacudirme el estigma que llevo encima? Por amar al hombre que ayudó a liberar a Helen Yardley y a Rachel Hines, quizá podría…
La verdad es que no podría si él no me ama a su vez. Cuanto más me trata como a una insignificante sirvienta, más manchada me siento. No sé qué hago engañándome, pensando que podré hacer la película de Laurie, que haré una labor tan brillante que me respetará, me amará y yo podré salir de las arenas movedizas de la vergüenza. Pero acabaré haciendo algo vulgar y mediocre, porque me siento culpable, y cuando se emita no le diré a mi madre que existe, así no se hundirá en la desesperación.
Haga lo que haga, realice la película o no, me sentiré muy culpable. Y eso no me parece justo.
—He leído «La médica que mentía», el varapalo que escribió Laurie —digo a Tamsin.
—Es tremendo, ¿verdad? —dice—. Si hay un artículo capaz de hacer que todo el aparato jurídico se cubra de vergüenza, es ese.
—A mí me parece que oscila entre el tremendismo y el ataque directo.
—Sí. —Ríe por lo bajo—. Salta a la vista que lo has leído.
—Pues sí —repito. Es verdad, ¿no? ¿Por qué entonces me siento tan mezquina como una novia plantada que cose gambas en el dobladillo de las cortinas[1] de su ex?
Me deshago de mi servicial y no totalmente fastidiosa amiga y salgo de la oficina, pertrechada con la dirección de Laurie. Paro el primer taxi que veo, rezando para que el taxista sea tímido, antipático o fraile trapense. No se me concede el deseo y tengo que aguantar una conferencia de veinticinco minutos sobre la decadencia de Occidente, que decae porque ya no produce nada, y luego una profecía que asegura que los occidentales no tardaremos en desriñonarnos trabajando por una miseria en las cadenas de montaje coreanas. Me reprimo para no preguntarle si a cambio algún coreano querría venir para que Laurie Nattrass consiguiera que se sintiese una mierda.
¿Cómo va a censurar lo que hago? Aún no he hecho nada, salvo ponerme en contacto con las personas cuyo nombre figura en los expedientes que me dejó él.
La casa de Laurie es un chalecito de paredes enjalbegadas e inmaculadamente blancas que se alza en una fila de chalecitos iguales en una calle tranquila y flanqueada de árboles. La puerta de la calle, de madera pintada de negro con dos paneles de cristal coloreado, está abierta. Como ocurre con casi todas las cosas relacionadas con Laurie, me cuesta interpretar el detalle. ¿Quiere que entre sin llamar o está demasiado ocupado y es demasiado importante para molestarse con labores mundanas como cerrar bien las puertas?
Llamo al timbre y grito hola al mismo tiempo. Como no sucede nada, doy un titubeante paso al frente.
—¿Laurie? —exclamo.
En el vestíbulo veo una bicicleta apoyada en la pared, una mochila de lona gris y negra, un maletín, una cazadora tirada en el suelo, un par de zapatos negros. En una pared, por encima del radiador, hay cuatro estantes con una colección de periódicos limpiamente doblados. En la pared de enfrente hay dos grandes fotos enmarcadas, de un complejo que parece una universidad de Oxbridge. ¿A qué universidad fue Laurie? Seguro que Tamsin lo sabe.
Entre las dos fotos hay un pequeño adhesivo cuadrado que estropea el efecto de conjunto: un círculo de estrellas doradas sobre un fondo azul marino, cruzado en diagonal por una gruesa raya negra. En el otro extremo del vestíbulo, en el reloj de péndulo, veo otra pegatina: «Di no al euro». La cosa me ofende, no porque la cuestión del euro me importe en un sentido o en otro, sino porque el reloj parece antiguo y valioso y es una pena que se utilice como mural de carteles de propaganda. El mueble parece poco firme, como si se hubiera cansado de estar tieso.
La escalera de madera que tengo delante, de peldaños pintados de blanco, está abarrotada de libros y periódicos. En todos los peldaños hay un montón de alguna cosa, pero no todos los montones están en el mismo lado, de modo que quien quiera subir tendrá que hacerlo en zigzag. Veo un periódico con la cabecera de JPCI y varios ejemplares de Nada más que amor: uno en tapa dura y dos en rústica. Apuesto a que Helen Yardley no ha escrito ni una página del libro.
Si yo escribiera un libro, ¿lo leería Laurie?
No tengo celos de Helen Yardley. Helen Yardley perdió a sus tres hijos. Helen Yardley fue asesinada hace tres días.
Recojo el ejemplar en tapa dura y le doy la vuelta. En la contracubierta hay una foto de Helen y la coautora del libro, Gaynor Mundy. Se rodean mutuamente con el brazo para dar a entender que hay entre ellas una profunda amistad y una estrecha relación profesional. Seguro que ha sido una ocurrencia del fotógrafo, pienso con cinismo: las dos mujeres probablemente se detestaban.
Voy a dejar el libro en el peldaño cuando me fijo en la mano de Helen Yardley, apoyada en el hombro de Gaynor Mundy, y noto seca la garganta. Esos dedos, las uñas…
Suelto el libro y busco en el bolso el sobre color crema. Quiero alegrarme por no haberlo tirado a la papelera, pero otra parte de mí lamenta no haberlo hecho. Si la intuición no me falla, no quiero ni pensar en las consecuencias.
Saco la foto y comparo los dedos que sujetan la tarjeta con los dedos de Helen Yardley que veo en la cubierta trasera del libro. Son idénticos: uñas pequeñas y cuadradas, recortadas con pulcritud. Sin pensarlo dos veces, hago trizas la foto y el sobre y dejo caer los pedazos en el bolso como un puñado de confeti. Estoy temblando.
Por el amor de Dios, es ridículo. ¿Cuántas personas tienen las uñas cuadradas y bien arregladas? Millones. No hay absolutamente ningún motivo para suponer que Helen Yardley sea la persona cuyas manos se ven a medias en la foto que me enviaron, sujetando la tarjeta con los dieciséis números; ningún motivo en absoluto. No hay ningún motivo para creerlo porque Helen fue asesinada…
Me estremezco y me esfuerzo por olvidarme de mis temores tan idiotas como morbosos.
—Laurie, ¿estás ahí? —digo mirando hacia la parte superior de la escalera.
Nadie responde. Miro en las habitaciones de la planta baja: un cuarto de baño dos veces más grande que mi cocina y que contiene una ducha, una pila, una taza y la mayor cantidad de baldosines negros que creo haber visto en mi vida; y una cocina-comedor-salita en forma de L; a juzgar por su elegante acabado en diversos matices de avellana y ocre —marrón y beis para gente pija— deduzco que sería mejor llamarlo espacio que habitación. Tiene aspecto de haber acogido recientemente una fiesta de dieciocho personas que se hubieran acojonado en plena comilona y se hubiesen ido por piernas. ¿Estaría Laurie entre ellas? Había doce botellas de vino vacías: ¿cuántas bebió y quién lo ayudó a apurarlas? ¿Organizó anoche alguna bacanal con el personal de JPCI?
Subo por la escalera a la primera planta, pisando con cuidado, consciente de que un paso mal dado puede causar un papiromoto y un daño irreparable en el sistema clasificatorio de Laurie. Veo un sobre dirigido al Sr. L. H. S. F. Nattrass y una caja de zapatillas Nike, con la palabra «Cuentas» garabateada en la tapa con rotulador verde. H. S. F.: son los tres segundos nombres que tiene, además de todos su premios, su dinero y la admiración del mundo. Yo, en cambio, solo tengo un segundo nombre y es horroroso: Margot. Si no estuviera tan harta de psicoanalizar mis impulsos románticos me preguntaría si mi amor por Laurie podría tomarse por envidia. ¿Quiero ser su novia o en el fondo solo deseo ser él?
Llego a un descansillo con cuatro puertas para elegir, una entornada. Mientras me acerco distingo formas en la oscuridad: el extremo de una cama y unas pantorrillas.
—¿Laurie?
Empujo la puerta y allí está él: el Sr. L. H. S. F. Nattrass, con un traje gris arrugado. Las cortinas están echadas. Laurie está despatarrado en una cama de matrimonio que supongo es la suya, con los ojos fijos en un pequeño televisor apoyado en una silla situada en un rincón del dormitorio: un televisor antiguo, a juzgar por su aspecto. Hay una antena metálica que abulta casi tanto como el televisor y se mantiene en precario equilibrio encima del aparato. En la pantalla veo a una mujer que llora en brazos de un hombre, pero no hay sonido. Laurie mira las figuras que mueven la boca como si se hablaran. ¿Sabe mi hombre lo que dicen? ¿Le importa? A su lado, encima del edredón, hay una corbata morada de seda.
Enciendo la luz, pero no se vuelve para mirarme, así que decido no mirarlo tampoco. Aprovecho la situación para echar un vistazo al dormitorio, cosa que jamás había imaginado que conseguiría. Se parece de un modo decepcionante a su despacho. Mi despacho. Hay carteles enmarcados de constelaciones en las paredes, dos globos terráqueos, un catalejo junto al correspondiente estuche, unos prismáticos, pesas, una bicicleta estática y tres libros: Médicos nazis, El conocimiento en un mundo social y En el interior de aquel mar silencioso: pioneros de la era espacial, 1961-1965. Toma castaña, libros para entretenerse mientras se concilia el sueño.
De debajo de la cama sobresalen un cepillo y un recogedor en cuya pala hay un paquete de maquinillas de afeitar desechables y un bote de gel de afeitar, como si los hubieran recogido del suelo. Hay monedas, de oro, de cobre, de plata, por todas partes: en la cama, en el suelo, encima de una cómoda. Me hace pensar en el fondo de un pozo de los deseos.
—¿Qué significan la H, la S y la F? —Horrible Serpiente Fanfarrona.
—Hugo St. John Fleet —dice, como si tener estos nombres fuera lo más normal del mundo. No me extraña que esté como una cabra.
—Me gustan las películas en blanco y negro —digo, señalando el televisor con la cabeza.
—¿Y la mierda sentimental en tecnicolor en un televisor en blanco y negro? ¿Eso te gusta?
—¿Por qué estás cabreado conmigo?
—Me dejaste un mensaje diciendo que querías preparar una entrevista a Judith Duffy, ¿y todavía preguntas por qué estoy cabreado?
—He preparado entrevistas con mucha gente —digo—. Judith Duffy es la única persona que se ha negado hasta la fecha…
—¡Judith Duffy destroza vidas! Apaga esa basura, maldita sea.
¿Se refiere a su televisor, el que encendió él cuando yo no estaba aquí?
—No soy tu criada, Laurie. —Y añado con vehemencia—: Y no me gustan las películas en blanco y negro. Lo dije solo porque es… bueno, porque es muy difícil trabar conversación contigo y hay que decir algo. Y ya que estamos en ello, la gente que pregona lo mucho que le gustan las películas en blanco y negro me pone a cien. Es racismo cinematográfico descarado. Una película puede ser buena o mala, sea cual fuere su… planteamiento cromático.
Laurie me mira con los ojos entornados.
—Llama a tu médico. Dile que los antipsicóticos no te hacen efecto.
—¿Quién es Wendy Whitehead?
—¿Quién?
—Wendy Whitehead.
—Jamás he oído ese nombre. ¿Quién es?
—Si lo supiera, no te lo preguntaría, ¿no crees? —Consulté mi reloj ostensiblemente—. Tengo cosas que hacer. Creo que querías decirme algo.
Laurie baja de la cama haciendo un esfuerzo, me mira de arriba abajo, se vuelve para recoger la corbata. Se la pone alrededor del cuello y, sujetándola por ambos extremos, tira de uno y de otro para que frote la camisa.
—Judith Duffy se habría dejado cortar las piernas antes que hablar con nadie de Binary Star —dice.
—Ya lo pensé. Pero no le dije dónde trabajaba, solo mi nombre.
—¿Esperas que te acaricie la cabeza y te diga lo lista que eres? —pregunta con sarcasmo.
Me alegro de que sea grosero y agresivo; es lo mejor que podía ocurrirme. A partir de este momento dejo de amarlo de manera oficial. Esa fase ilusa de mi vida ha pasado.
—Quieres que haga la película, ¿no? —le digo con frialdad—. ¿Cómo crees que voy a hacerla si no…?
Me pone las manos en los hombros y me atrae hacia él. Su boca choca contra mis labios. Sus dientes golpean los míos. «Diente por diente», pienso de manera automática. Noto sabor a sangre y trato de alejarlo, pero es más fuerte que yo y me atrapa en la jaula de sus brazos. Tardo unos segundos en darme cuenta de que cree que me está besando.
Acabo de copular con Laurie Nattrass. Laurie Nattrass acaba de copular conmigo. Ay, Señor, Señor, Señor. Hablo de cópula total y como Dios manda, no al estilo tonto de Bill Clinton. Mejor dicho, no solo al estilo tonto de Bill Clinton. Que, evidentemente, no es tonto en absoluto, mientras nadie sugiera que es un fin en sí mismo. Creo que me expreso de un modo fatal. Lo que quiero decir es que no es un sustituto de la cosa, de la cosa que Laurie y yo acabamos de… ay, Señor.
No puede ser verdad. Es verdad. Solo que no parece que sea verdad porque ahora se comporta como si no hubiera sucedido. Tiene los ojos clavados en la pantalla del televisor mientras repite los movimientos que hizo antes con la corbata, como si jugara a ver qué mano tira más fuerte. ¿Se daría cuenta si alcanzara mi bolso discretamente, sacara el teléfono y llamase a Tamsin? No me vendría mal hablar con alguien imparcial. No del acto sexual —sería una grosería, y sería demasiado embarazoso mencionar términos anatómicos—, sino de la extrañeza que comenzó en el momento de terminar el acto sexual. Esa es la parte que me gustaría poner bajo el microscopio del análisis chismoso: que Laurie se las arreglara para vestirse en menos de tres segundos y que me dijera lo que me dijo cuando se sentó en la cama a mi lado, sin darse cuenta, al parecer, de que yo aún estaba desnuda: «Un error idiota. Ha sido culpa mía». Al principio pensé que hablaba de nosotros, pero añadió: «El teléfono de esa mujer estaba en los archivos que te di. Debería haberlo quitado. Pensé que no cometerías la insensatez de llamarla».
¿Sucedió tal como lo recuerdo? Sin duda hubo una fase orgánica, una fase de transición que pasé por alto, una palabra o un gesto suyo que salvara el abismo que había entre la intimidad y la película. Desearía cotejarlo con Laurie hasta llegar a los últimos minutos que estuvo encima de mí, pero tengo la fuerte impresión de que él ha seguido su camino y no vería con buenos ojos una recapitulación. Además, ¿cómo se lo diría? «¿Tendrías la amabilidad de confirmarme los siguientes detalles?». Ridículo. Evidentemente.
No necesito cotejar nada con nadie, por el amor de Dios. Estuve allí, ¿no? El problema es que es demasiado reciente —han transcurrido… no sé, cuatro minutos máximo— desde que los dos… bueno, concluimos las operaciones. He estado dándole vueltas y he llegado a la conclusión de que la proximidad temporal del acontecimiento no garantiza que mi memoria sea más segura que si hubiera sucedido hace cinco años. Dentro de cinco años espero ser clínicamente objetiva sobre lo ocurrido esta tarde, para que saber que lo que sucedió realmente entre Laurie y yo no sea tan problemático como lo es ahora.
Cuánto me gustaría hablar con Tamsin.
Si me quedo quieta y no me visto, ¿querrá acostarse conmigo otra vez?
—Duffy no te devolverá la llamada —dice—. Supondrá que eres una enemiga. En estos momentos piensa que todos son enemigos suyos. —Parece complacido con la idea, como si creyera que es eso lo que merece esa mujer. Yo no estoy convencida de que el mundo se beneficie porque una persona tenga únicamente enemigos, sea quien sea y haya hecho lo que haya hecho, pero no digo nada—. Todos los detalles de su vida personal y profesional han sido juzgados por la prensa y todo el mundo piensa que no está capacitada —añadió Laurie con satisfacción—. Desde descuidar a sus hijos cuando eran pequeños en beneficio de su trabajo hasta los dos matrimonios que saboteó por ser adicta al trabajo, pasando por las calificaciones retocadas que presentó en su primer currículo. Hoy por hoy, todo el mundo sabe que es una cerda y ella sabe que se sabe.
—Mmm —digo inteligentemente, ya que es lo mejor que puedo hacer, dadas las circunstancias. Con todo el disimulo posible, me arrimo al borde de la cama y me pongo las bragas, el sujetador, la camisa y los pantalones. Desde allí distingo mi bolso de mano. No está cerrado del todo; veo asomar el extremo del teléfono móvil. Ay, joder. Si Laurie puede quedarse mirando la tele, tontear con la corbata y hablar del trabajo…
Recojo el teléfono y lo enciendo. En la pantalla titila el icono que indica que hay mensajes, pero no me interesa saber lo que otros quieran decirme, solo la noticia sísmica que quiero contar. Envío a Tamsin un mensaje de texto que dice: «Laurie saltó sobre mí. Hubo polvo. Nada más acabar, se vistió, hizo como si nada hubiera ocurrido y se puso a hablar de Judith Duffy. ¿Buena señal que sea él mismo estando conmigo en vez de fingir poses románticas?». Firmo con una F y dos besos y lo mando. Luego apago el teléfono. Que arda en deseos de contárselo a Tamsin no significa que esté dispuesta a lidiar con sus reacciones. Sonrío para mí. Al incluir en el mensaje una pregunta que solo haría una idiota superenamorada que se engaña a sí misma, me he vacunado contra la idiotez de la superenamorada que se engaña a sí misma. Tamsin se dará cuenta de que he parodiado a las niñatas remilgadas que las dos detestamos, que nunca dicen tacos ni eructan en público y que son mucho menos lagartas que nosotras.
—He leído tu artículo —digo—. «La médica que mentía».
¿Lo pillas? Sexo, amor… en lo que a mí se refiere, son solo funciones corporales. La verdad es que ya lo he olvidado todo. Son trivialidades, cosas que se cuelan en los huecos que quedan entre un brillante documental premiado y otro.
—Es lo mejor que he escrito en mi vida —dice.
—¿Qué? Ah, sí, el artículo. —Es difícil concentrarse cuando cada centímetro de tu piel está chisporroteando y te sientes como si flotaras en el aire, muy por encima del mundo real y de los mortales corrientes que lo habitan. Concéntrate, Fliss. Sé adulta—. No sé si deberías publicarlo tal como está.
Laurie se echa a reír.
—Gracias, León Tolstói.
—Lo digo en serio. En su presente estado me parece… bueno, tendencioso. Y feo. Como si disfrutaras clavándole el cuchillo. ¿Esas cosas no…? No sé, ¿no lo debilitan? ¿No minan tu argumentación? Presentas a Judith Duffy como a un personaje malvado al ciento por ciento y a todos sus oponentes como a personajes sin tacha. Hablas del doctor Russell Meredew como si fuese Jesucristo en el Día del Juicio. Ese enfoque hace que todo tenga el aire de un cuento de hadas, con príncipes guapos y malvados que ríen en la sombra. ¿No sería mejor presentar los hechos y dejar que ellos hablen por sí solos?
—Dime que no entrevistarás a Judith Duffy —me grita Laurie.
Ya no puedo, así que sigo adelante con mi conferencia.
—Dices que las amistades y los familiares de Helen Yardley y Sarah Jaggard son los «auténticos peritos», quienes realmente las conocen. Das a entender que Judith Duffy debería haberles hecho caso cuando dijeron que las dos mujeres eran inocentes…
—Hago más que dar a entender.
—Pues eso es una idiotez —digo—. Nadie quiere creer que la persona a quien quiere sea una asesina. Da una mala imagen de ellas, ¿no te parece? Que las destaquen como las mejores amigas, como cónyuges, o como cuidadoras de niños. ¿No crees que sus opiniones son las menos objetivas, las menos de fiar? Y tú no puedes quedarte con las dos alternativas. Si los más íntimos y los más queridos son los auténticos peritos, ¿qué hay de Angus Hines? Creía que Ray era culpable, pero tú no dejaste que eso te influyera, como tampoco Judith Duffy dejó que las opiniones de Paul Yardley o Glen Haggard influyeran en ella.
Laurie se pone en pie.
—¿Alguna otra cosa, antes de marcharte?
Me echa a patadas por no pensar como él. Aunque es posible que pensara echarme a patadas de todos modos.
—Sí —digo, decidida a demostrarle que no me intimida. Durante un segundo de locura me pasa por la cabeza la idea de decirle que hablo por experiencia, la peor experiencia de mi vida. Nadie puede ser objetivo cuando se juzga la culpabilidad de una persona amada. No es posible, así de sencillo. Y unos días creo que mi padre fue un hombre corrupto, casi malvado, y otros pienso que no se le puede achacar responsabilidad alguna, y lo echo tanto de menos que me parece que también yo podría estar muerta.
—No me gusta el pasaje del artículo en que se comenta que la madre de Benjamin Evans estaba soltera al dar a luz y es prostituta —dije—. Me dio la impresión de que insinuabas que esos dos factores la convertían en una candidata al maltrato infantil más convincente que Dorne Llewellyn.
—Leíste una versión antigua —me interrumpe Laurie—. El director de la British Journalism Review pensó lo mismo que tú y eliminé ese pasaje. Te mandaré una copia de la versión corregida, en la que no se dice que Rhiannon Evans es una puta que se deshace en elogios de Judith Duffy siempre que puede y está deseosa de que Dorne Llewellyn se quede en la cárcel el resto de su vida.
—No te cabrees conmigo, Laurie.
Lanza un bufido desdeñoso.
—¿Sabes con qué facilidad podría desaparecer tu empleo? Sigue acosando a Judith Duffy y eso es lo que sucederá. Si piensas que voy a cruzarme de brazos y a permitiros a las dos que mi película se utilice como un medio de dar publicidad a sus tergiversaciones…
—No voy a hacer nada de eso —le grito—. Quiero hablar con ella, eso es todo. No digo que estés equivocado al juzgarla. Esa tía es un mal bicho. Pero si he de hacer un documental sobre el daño que ha hecho, tengo que saber qué clase de mal bicho es. ¿Tiene buenas intenciones aunque está llena de prejuicios? ¿Es idiota? ¿Es una embustera redomada?
—¡Sí! Sí, es una puta embustera redomada que destruye a la gente. Aléjate de ella. Es la última vez que te lo pido.
¿Es en el fondo tan intolerante que no quiere que se conozca otro punto de vista que el suyo? ¿Está preocupado por mí? Si es así, ¿significa eso que me ama?
Felicity Benson, ¿no se te cae la cara de vergüenza?
No lo decía en serio. Es que tengo dentro un pequeño demonio que se burla de mí y que es mucho más complejo que el amor no correspondido.
Daría cualquier cosa por poder decirle lo que quiere oír, para estar contentos los dos, pero no tengo ánimos para ser una idiota complaciente solo para dejarlo satisfecho. Si voy a hacer la película, y todo indica que sí, quiero hacerla como creo que debe hacerse.
—De acuerdo, todo arreglado —digo—. Por eso te quiero. Porque tenemos mucho en común. Tanto tú como yo me tratáis como si no contara, como si no fuese nada. —Y eso se acabó, lo juro. A partir de ahora dejo de ser nada.
—¿Me quieres? —dice Laurie, como una persona normal y civilizada podría decir «¿Genocidio?» o «¿Necrofilia?»: escandalizado y consternado.
Recojo el bolso y me voy sin decir nada más.
Ya en la calle, paro un taxi y tardo unos momentos en recordar mi dirección. Cuando nos ponemos en marcha y vuelvo a respirar, enciendo el teléfono y veo que he recibido dos mensajes. El primero es de texto, de Tamsin: «¡Grandísima, grandísima, grandísima GILICHOCHOS!». El otro es de voz, de un agente de policía llamado Simon Waterhouse.