La médica que mentía:

Historia de una caza de brujas de nuestros días

Laurie Nattrass, marzo de 2009

(Tamsin: enviarás esto a British Journalism Review en cuanto Duffy pierda el juicio del Colegio General de Médicos)

Es ya un lugar común de la ficción: el médico con complejo de Dios, con engreimiento suficiente para imaginar que puede llamar la atención de la policía sobre un homicidio, explicar cómo se cometió (inyección de potasio entre los dedos de los pies) y pese a ello impedir que se descubra que el culpable es él. En realidad no lo impide, porque entonces el investigador jefe no tendría ocasión de decir: «Sufre usted un complejo de Dios, doctor. Se lo pasa en grande decidiendo quién vive y quién muere».

En la ficción da para otra previsible velada ante la televisión. En la vida real resulta más escalofriante. Harold Shipman, el médico de medicina general que mató a centenares de pacientes, murió sin confesar su culpabilidad ni dar una explicación de sus crímenes. Era un ogro de nuestros días, un monstruo sencillo que se movía entre las personas corrientes de manera anónima y que se hacía pasar por una de ellas.

Pisándole los talones en monstruosidad tenemos a la doctora Judith Duffy. La semana pasada [corregir si hace falta] la doctora Duffy fue inhabilitada tras haber sido hallada culpable por un tribunal del Colegio General de Médicos, que la juzgó por falta de ética profesional. A pesar de no haber matado nunca a nadie, la doctora Duffy ha sido responsable de destruir la vida de docenas de mujeres inocentes cuyo único delito fue estar en el lugar y el momento menos indicados, precisamente cuando moría uno o varios niños: Helen Yardley, Lorna Keast, Joanne Bew, Sarah Jaggard, Dorne Llewellyn… la lista es muy larga.

Es una historia de horror que rivaliza con la más aterradora que podría concebir un autor de novelas sensacionalistas. La doctora Duffy aparece tarde en ella, pero tengan un poco de paciencia. En agosto de 1998, Ray (Rachel) Hines, mujer de clase media, fisioterapeuta de Notting Hill, Londres, dio a luz una niña, Marcella. Su marido, Angus, que trabaja en London on Sunday, no vio necesidad de modificar su estilo de vida. Siguió trabajando de manera intensiva y saliendo con los colegas a tomar unas copas; mientras tanto, Ray, que tuvo que dejar temporalmente un trabajo que le gustaba para quedarse en casa con una niña que nunca dormía más de una hora seguida, empezó a manifestar síntomas de agotamiento. Hasta aquí, nada que no ocurra en las mejores familias. Las madres de todas partes estarán afirmando con la cabeza cuando lean esto y murmurando entre dientes comentarios poco halagüeños para los hombres.

Casi todas las mujeres creen que son iguales a sus parejas, hasta que llega el primer retoño, momento en que la mayoría —incluso en la actualidad, por sorprendente que parezca— admite que la etapa de la igualdad ha pasado para ellas. Los hombres siguen moviéndose por el mundo y vuelven a casa alegando que necesitan una buena noche de descanso para funcionar bien al día siguiente. El problema es que hay una criatura de la que cuidar, así que alguien tiene que poner su trabajo entre paréntesis o abandonarlo definitivamente. Alguien tiene que reunir fuerzas, después de un día agotador sin el menor respiro, para cocinar, limpiar y planchar. Alguien tiene que renunciar a su libertad y a su identidad en beneficio de la unidad familiar. Y ese alguien es invariablemente la mujer.

Esto es lo que le sucedió a Ray Hines, aunque afortunadamente, o quizá desdichadamente, Ray Hines no es la mayoría de las mujeres. Puesto que he tenido el privilegio de hablar con ella en más de una ocasión, puedo decir que Ray es excepcional. Antes de que la tragedia y la injusticia destruyeran su vida, era una de las empresarias de más éxito en el Reino Unido, cofundadora de la franquicia PhysioFit, líder en el mercado. Una vez le pedí que me contara cómo había empezado. Me dijo: «Cuando era adolescente sufrí una lesión en la espalda». Enviada a una fisioterapeuta incompetente que se quedaba leyendo una revista mientras Ray caminaba en una máquina, la muchacha decidió elevar los recursos de la fisioterapia en el Reino Unido y se dedicó a ello profesionalmente. Esta es la clase de mujer que es. La mayoría de la gente habría pedido al médico que le diera un volante para un especialista mejor y habría dejado las cosas como estaban.

Pues bien: Ray se dijo que no estaba dispuesta a ser el chivo expiatorio de la familia. Cuando Marcella tenía dos semanas, Ray abandonó el domicilio conyugal sin decirle a Angus adónde iba. Estuvo fuera nueve días, telefoneaba con regularidad, pero se negaba a decir dónde estaba y cuándo pensaba volver. Esperaba que a su regreso, Angus —que presumiblemente estaría arreglándoselas solo— se habría dado cuenta de lo erróneo de su actitud, lo cual capacitaría a la pareja para salir adelante sobre una base más igualitaria.

No tuvo esa suerte. Cuando Ray volvió, descubrió que la madre de Angus vivía en la casa y se ocupaba de todos los asuntos domésticos con gran aptitud y entusiasmo. Desde entonces, Angus estuvo en condiciones de decir: «Mi madre pudo, ¿por qué tú no?». Este es el motivo por el que Ray mintió a Angus, al principio, acerca de las causas de su ausencia de nueve días: se sentía humillada por el fracaso de su plan y le contó que no sabía por qué se había ido y que no recordaba dónde había estado durante aquellos nueve días. Angus rechazó aquella respuesta por insatisfactoria y no cesó de importunarla; Ray corrió a su dormitorio y se encerró en él. Como Angus y su madre se pusieran a censurar su comportamiento desde el otro lado de la puerta, Ray abrió la ventana y se sentó en el alféizar, en una situación no muy segura, para huir de las voces que la increpaban.

Encendió un cigarrillo y meditó sus opciones. Suponía que la actitud de Angus no iba a mejorar; si cambiaba, seguramente sería para peor. Durante unos instantes se preguntó si no sería mejor desaparecer para siempre. Angus, su madre y Marcella se apañarían estupendamente sin ella. Quería a Marcella, pero no estaba dispuesta a vivir el resto de su vida como esclava de la familia, y se preguntaba si aquello era ser una mala madre, porque casi todas sus amigas que eran buenas madres aceptaban la esclavitud o por lo menos la toleraban con pasable optimismo. Ni un solo instante pensó en saltar al vacío.

Adelantémonos tres semanas. 12 de noviembre de 1998, 9 de la noche. Angus está fuera, con unos amigos del trabajo. Ray ha dado a Marcella la última comida del día y la ha instalado en el moisés. La vida, en términos generales, discurre ahora por mejores cauces. Marcella duerme bien y Ray, en consecuencia, también. Angus ha sugerido que Ray vuelva a trabajar en cuanto pueda, cosa que también desea ella, y entre los dos han decidido que Marcella irá a una guardería local cuando cumpla seis meses. Angus suele bromear diciendo que Marcella estará muy bien allí y menciona el nombre de otros niños, hijos de amigos de ambos, «malcriados hasta dar asco» por tener a sus madres a su entera disposición hasta los cinco años de edad.

Ray sube al dormitorio y lanza un grito al ver a Marcella. La niña tiene la cara azul y no respira. Ray pide una ambulancia que llega a los tres minutos, pero es demasiado tarde. Ray y Angus están consternados.

Aparece en escena una tal Judith Duffy, patóloga pediatra y perinatal y profesora adjunta especialista en Salud Infantil y Fisiología del Desarrollo en la Universidad de Westminster. Duffy practica una autopsia a Marcella y no encuentra nada que desmienta que no murió de muerte natural. Tiene una costilla fracturada y algunos cardenales, pero Duffy dice que probablemente se produjeron con las tentativas de resucitación. El personal de la ambulancia está de acuerdo. Marcella ha sido víctima del Síndrome de Muerte Súbita Infantil, lo que significa que no hay ninguna otra explicación para el fallecimiento.

Adelantémonos ahora cuatro años. Ray y Angus tienen otra criatura, Nathaniel, de doce semanas. Una mañana, Ray despierta y ve que Angus no está en la cama y que hay mucha luz al otro lado de las cortinas. Es presa del terror. Nathaniel la despierta siempre antes del amanecer y sospecha que algo anda mal. Corre al moisés del pequeño y la pesadilla se repite. El niño tiene la cara azul, no respira. Ray llama una ambulancia. Una vez más, es demasiado tarde.

Y una vez más, la doctora Judith Duffy practica la autopsia y encuentra un edema en el tejido cerebral e indicios de hematoma subdural. Llega a la conclusión de que Nathaniel fue zarandeado violentamente, aunque un eminente colega suyo, el doctor Russell Meredew, no está de acuerdo con ella. Meredew señala algo determinante, que no ha habido rotura de los nervios del cerebro, un efecto que se habría producido si el niño hubiera sufrido una sacudida. La doctora Duffy alega que el doctor Meredew. —Oficial de la Orden del Imperio Británico y, por cierto, ganador de la Medalla Sir James Spence por su contribución al desarrollo del conocimiento pediátrico— no sabe de lo que habla. La doctora dice que no le cabe la menor duda de que Ray Hines mató a Nathaniel zarandeándolo violentamente y asfixió a Marcella.

Ya no hay más solución que llamar a la policía y a su debido tiempo Ray es acusada de haber matado a sus dos criaturas. El juicio empieza en marzo de 2004.

Pero un momento, dirán ustedes. ¿No había practicado ya la doctora Duffy la autopsia de Marcella, sin encontrar nada sospechoso? Pues sí. En el juicio se justifica diciendo que ha vuelto a analizar los indicios y ha cambiado de opinión. Ahora sostiene que aunque la costilla fracturada se debió a las tentativas de resucitación, los cardenales no, porque Ray admite que estaba demasiado asustada para practicar ninguna tentativa de resucitación y Marcella estaba ya «amoratada» cuando llegó la ambulancia. Esto quiere decir que la presión sanguínea habría sido muy baja, insuficiente para producirse los cardenales cuando los médicos apretaron el pecho de Marcella con objeto de que su corazón volviera a latir.

Russell Meredew vuelve a disentir. Según él, es posible que aparezcan cardenales cuando la presión sanguínea es mínima, incluso después de la muerte, aunque es un fenómeno muy poco habitual. De lo primero ha visto muchos casos, pero solo un par de lo segundo. También señala que el edema cerebral y el hematoma subdural de Nathaniel pudieron deberse a una miocarditis, una afección vírica del músculo cardíaco y causa más probable que el zarandeo violento.

Es casi imposible que una persona de mente imparcial comprenda lo que sucedió a continuación o más bien lo que no sucedió. Sin la muerte de Nathaniel, la doctora Duffy no habría tenido sospechas sobre la muerte de Marcella. Dos detalles la indujeron a creer que Nathaniel Hines no había fallecido de muerte natural: el hematoma subdural y el edema del tejido cerebral. Cuando el doctor Meredew explicó que ambas afecciones pudieron deberse a la acción de un virus, ¿por qué no se puso punto final al juicio por homicidio? ¿Por qué no admitió la fiscalía que su acusación ya no tenía razón de ser? ¿Por qué la jueza Elizabeth Geilow no sobreseyó el caso?

Por increíble que parezca, Russell Meredew —un hombre por cuya honradez pondría yo la mano en el fuego— me confió más tarde que cuando la doctora Duffy le dijo que había cambiado de opinión acerca de la causa de la muerte de Marcella, no había vuelto a mirar el historial del caso. «Es imposible que revisara los detalles porque vino a verme inmediatamente después de hacer la autopsia a Nathaniel. Cuesta no llegar a la conclusión de que sospechó juego sucio en el caso de Nathaniel y por aquí supuso que Marcella no había podido fallecer de muerte natural». Meredew añadió que no dudaba que la doctora Duffy hubiera vuelto a mirar el historial de Marcella en algún momento, pero como sugiere inteligentemente, «si se busca un cerdo volando y el cielo es de color de rosa, ¿qué conclusión se saca?, ¿que es una hermosa puesta de sol o que se ve a lo lejos un cerdo volando?».

El jurado, evidentemente, conocía a la doctora Duffy de nombre. Era la perito que en el proceso que juzgó a Helen Yardley en 1996 por el asesinato de sus dos hijos dijo que una muerte súbita infantil que se produce dos veces en una misma familia era «tan improbable que es casi imposible», una frase memorable que repitió la prensa. Yo creo que el jurado de Ray Hines la recordaba y pensó que Ray no podía ser inocente, del mismo modo que once de doce jurados habían llegado a la conclusión, en el juicio de 1996, de que Helen Yardley era culpable.

Russell Meredew hizo lo que estuvo en su mano por salvar a Ray. Calificó de «absurdo» el dictamen de la doctora Duffy, según el cual Marcella Hines fue asfixiada y Nathaniel zarandeado violentamente, alegando que la asfixia es un «homicidio encubierto», mientras que los zarandeos suelen deberse al nerviosismo. Quienes asfixian son personas astutas pero controladas, así que es poco probable que una madre asfixie a una criatura y luego mate a la otra sacudiéndola con violencia, aun en el caso de que la madre en cuestión tenga tendencias homicidas.

Durante el juicio se dijo que había antecedentes de tragedias parecidas en la familia de Angus Hines. Un sobrino de Angus nació muerto y su abuela perdió una criatura a causa del síndrome de muerte súbita infantil. Su madre padece una enfermedad llamada lupus en la que el cuerpo se devora a sí mismo por dentro. Preguntado el doctor Meredew sobre el significado de todo esto, su respuesta fue inequívoca: «Es muy probable que la familia del marido de la acusada padezca una afección inmunológica de origen genético. Esto explicaría el nacimiento del niño muerto, el síndrome de muerte súbita infantil, el lupus… problemas que no son de extrañar cuando hay una disfunción del sistema inmunológico».

¿Escuchaba el jurado estas explicaciones? ¿O estaban todos sus miembros pensando en «tan improbable que es casi imposible»? ¿Se pusieron en contra de Ray porque no fue una buena testigo? En efecto, se contradijo varias veces, negó datos que había declarado anteriormente a la policía y el ministerio fiscal la acusó de mentir.

Lo que nadie sabía era que los abogados de Ray la habían aconsejado que mintiera. Fue traicionada por las personas cuya misión era protegerla. El equipo de la defensa pensó que el verdadero motivo por el que había abandonado el domicilio familiar durante nueve días y por el que se había puesto a fumar en el alféizar de la ventana despertarían la antipatía del jurado, cuyos miembros supondrían que era una agitadora feminista. Los abogados sugirieron a Ray que fingiera que había sufrido una depresión posparto, que no sabía por qué se había marchado ni por qué había vuelto, que no recordaba haberse subido a la ventana. No solo fue ilegal e inmoral que los propios abogados de la acusada le aconsejaran adoptar esta actitud (no es de extrañar que estos letrados negaran luego haberla aconsejado en este sentido), sino que además fue una táctica mal calculada.

Ray fue declarada culpable de dos homicidios y condenada a cadena perpetua. Sus abogados quisieron apelar basándose en la declaración de Russell Meredew, en el sentido de que la doctora Duffy no pudo haber consultado el historial clínico de Marcella antes de cambiar de opinión y sospechar que la niña había sido asesinada. Pero esto era imposible de demostrar. Era la palabra del doctor Meredew contra la de la doctora Duffy. El recurso fue rechazado.

En junio de 2004, dos meses después de la condena de Ray, se produjo un hecho importante: un voluntario que trabajaba para la organización que habíamos fundado Helen Yardley y yo, JPCI (Justicia para Progenitores y Cuidadores Inocentes), habló con alguien que trabajaba con la doctora Duffy: llamémoslo doctor Anónimo. Nos entregó una copia de un e-mail que la doctora Duffy le había enviado y en el que lamentaba su idiotez por haberse dejado presionar en la autopsia de Marcella Hines. Desmond Dearden, el juez de instrucción a cuya mesa fue a parar el historial de Marcella, conocía a Angus Hines personalmente y dijo a Duffy que eran una familia estupenda. Por sorprendente que parezca, parece que medio la chantajeó para que pasase por alto sus sospechas y dictaminase por el contrario que Marcella Hines había fallecido de muerte natural. He aquí un extracto del e-mail que Duffy envió al doctor Anónimo:

«¿Por qué tuve que dar por válido que el hecho de que Desmond conociera a la familia era una garantía? ¿Por qué no me indigné ante su poco sutil insinuación de que si no hacía la vista gorda no me encargarían más casos forenses? La verdad es que no estaba segura de lo de Marcella Hines. Tenía sospechas —¿no las tengo siempre?—, pero no estaba tan segura como en otros casos, por ejemplo en el de Helen Yardley. Creo que quería demostrarme a mí misma que no era el monstruo malvado que Laurie Nattrass piensa que soy y que en una situación en la que podía creer lo mejor o lo peor de otro, era capaz de pensar lo mejor. Sé que no es muy convincente, pero supongo que es eso lo que me daba vueltas en la cabeza. Y sí, he de admitirlo, me fastidiaba la idea de que el juzgado no me encargara más casos como patóloga. ¡Y fíjate lo que pasó! Otra criatura de los Hines se muere y me preguntan que diga bajo juramento por qué “cambié de opinión” sobre la naturaleza de la muerte de Marcella Hines. Si pudiera retroceder en el tiempo y declarar que la causa de la muerte fue indeterminada… pero con desear lo imposible no se va a ninguna parte, ¿verdad?».

¿Qué sucedió a continuación? Bueno, un servidor remitió el e-mail a los abogados de Ray Hines, quienes a su vez lo remitieron a la Comisión para la Revisión de Casos Criminales. Por increíble que parezca, volvió a negarse el recurso. La CRCC debería haberse concentrado en la falta de ética profesional de la doctora Duffy y en lo que eso representó en un caso en el que ella y su círculo, los buitres de la protección de menores, fueron los únicos testigos de cargo. Pero la comisión entendió únicamente que Duffy, en relación con la muerte de Marcella Hines, había abrigado más sospechas de las que había expuesto. Quizá los miembros de la comisión imaginaran que este hecho daba más validez a las sospechas. Desde el momento en que el e-mail se dio a conocer, JPCI ha querido saber por qué Judith Duffy no fue inhabilitada y destituida, pero hasta la fecha no hemos recibido ninguna respuesta satisfactoria. Asimismo, hemos hecho averiguaciones para saber por qué un juez de instrucción tan corrupto como Desmond Dearden sigue en su puesto. La respuesta ha sido un elocuente silencio.

Ray Hines vislumbró un rayo de esperanza cuando se produjo un avance decisivo en el caso de Helen Yardley. Se hizo público un documento, por gentileza de otro doctor Anónimo, en el que la doctora Duffy, de manera sistemática, se refería a Rowan, el hijo varón de Helen Yardley, con un pronombre femenino. Si algo queda claro es que la perito que tan segura estaba de que Rowan había sido asesinado ni siquiera sabía cuál era el sexo del difunto.

Entonces hizo acto de presencia la patóloga que había hecho la autopsia a Rowan Yardley. A raíz de la muerte de Rowan, se había puesto en contacto con diversas personas que ella consideraba expertas para pedirles su opinión sobre la elevada concentración de sal que había hallado en el sistema circulatorio del pequeño. Judith Duffy, que no sabía entonces que Morgan, el hermano de Rowan, había fallecido tres años antes y también presentaba una elevada concentración de sal en sangre, respondió que «la inestabilidad química de la sangre después de la muerte carece de importancia para un diagnóstico. La deshidratación suele ser la principal causa de la presencia de altas dosis de sodio en el suero». La doctora Duffy concluía diciendo que «a menos que se esté buscando una sustancia tóxica concreta, no pueden ni deberían tenerse en cuenta los resultados de un análisis de la sangre». Dieciocho meses después, Duffy había olvidado su convicción vitalicia al declarar en el juicio de Helen Yardley que sus hijos habían muerto a causa de una intoxicación deliberada con cloruro sódico. Y presentó los elevados niveles de sal en sangre de Morgan y Rowan como la única prueba de homicidio que se necesitaba.

La CRCC acabó entrando en razón. Se concedió a Helen Yardley permiso para recurrir. Un año después se lo concedieron a Ray Hines. Algún personaje hostil debió de filtrar información a la prensa porque aparecieron varios artículos sobre el reprobable comportamiento de Judith Duffy en periódicos nacionales y la opinión pública empezó a volverse contra la mujer celebrada anteriormente en todas partes como defensora de los niños. De la noche a la mañana, Helen Yardley, JPCI y yo dejamos de estar solos en nuestra campaña para pararle los pies a Duffy.

En febrero de 2005 se anularon las condenas de Helen Yardley. La doctora Duffy, sin embargo, no se dio por aludida, pues en julio de 2005 volvió a subir al estrado para testificar contra Sarah Jaggard, la última persona juzgada por la muerte de una criatura, Bea Furniss, hija de una amiga suya. Afortunadamente, el jurado se condujo con sensatez y absolvió a Sarah por unanimidad. Sus miembros escucharon a los afligidos progenitores de Bea, que repitieron hasta la saciedad que Sarah adoraba a Bea y que jamás le habría hecho daño.

¿Se dio por enterada la doctora Duffy? ¿Se había dado por enterada cuando Paul Yardley y Glen Jaggard —dos de los hombres más enteros y fiables que he conocido en mi vida— insistieron en que sus esposas jamás habrían matado o causado el menor daño a una criatura? ¿Escuchó a las docenas de progenitores que habían confiado a sus hijos e hijas al cuidado de Helen Yardley, que alegaron que Helen era incapaz de comportarse con violencia o crueldad y que de buena gana volverían a recurrir a sus servicios de cuidadora en el futuro? ¿Oyó la doctora Duffy a los progenitores de Sarah Jaggard, dos bondadosos maestros de escuela ya jubilados, o a su hermana, comadrona por más señas, cuando declararon que Sarah era persona considerada y afectuosa, que jamás perdía los estribos y nunca trataría con brusquedad a una criatura indefensa?

La triste verdad es que la doctora Duffy no escuchó a ningún auténtico perito, a ninguna de cuantas personas conocían personalmente a Helen y a Sarah. La única opinión que le importaba era la suya y no iba a detenerse ante nada para destrozar la vida de estas mujeres inocentes, sirviéndose de su condición de perito en los tribunales de lo criminal y lo familiar para sembrar más destrucción en las ya desoladas familias. Paige Yardley, la niña que Helen concibió y dio a luz mientras estaba en libertad bajo fianza y en espera del juicio, fue arrebatada por la fuerza a sus progenitores… adivinen con el visto bueno de quién. La doctora Duffy alegó en el juicio que Paige estaba en «grave peligro» y que debían llevársela de su casa «sin demora».

La vida profesional y la reputación de Duffy están ahora por los suelos y más vale tarde que nunca. Cuesta creer que aconsejara la entrega de Paige Yardley a las autoridades cuando se sabía que iba a aparecer como testigo de cargo en el juicio de Helen. Pone en entredicho el sentido común, por no decir que también la decencia civil, que se le permitiera prestar declaración pericial en el juicio de Sarah Jaggard. Helen Yardley llevaba ya en libertad cinco meses y la falta de ética profesional de Duffy en relación con su caso era bien conocida. ¿Qué menos que el Colegio General de Médicos interviniese para llamarla al orden? ¿Y por qué tardó tanto en intervenir?

Qué lento debió de transcurrir el tiempo para Ray Hines, que no fue puesta en libertad hasta diciembre de 2008. A diferencia de Helen Yardley y de Sarah Jaggard, que contaron con el apoyo incondicional de sus familiares y amistades, Ray fue repudiada por su marido Angus, que se divorció de ella cuando la declararon culpable. Había sido pisoteada por la prensa, que la trataba de «drogadicta» porque Angus había contado a un reportero que fumaba marihuana habitualmente. En realidad, solo recurría a esta droga de manera episódica, cuando los dolores de espalda que la venían aquejando desde siempre se volvían tan intolerables que habría probado cualquier cosa. Nada más lejos de ella que el estereotipo de la mugrienta yonqui que se pasa la vida tirada en un sofá. Es una mujer digna y susceptible que lleva la cabeza muy alta y se niega a llorar para las cámaras. Admitió en el juicio que no puede pensar con claridad si no tiene la casa limpia y ordenada y que cree que es malo para las mujeres renunciar a su trabajo para quedarse en casa con los hijos. Cómo debió de aullar de alegría Judith Duffy cuando se dio cuenta de lo fácil que sería convertir a esta notable mujer en una diablesa asesina de niños.

Ni siquiera ahora que Ray Hines está en libertad y Judith Duffy ha caído en desgracia podemos decir que la labor de JPCI haya concluido. Aún falta mucho para eso. Dorne Llewellyn, una señora de 62 años, de Port Talbot, en Gales del Sur, es otra de las muchas mujeres que siguen encarceladas por delitos que no han cometido: en este caso, por el supuesto asesinato de Benjamin Evans, niño de nueve meses que murió en 2000. La doctora Duffy declaró que la señora Llewellyn seguramente trató con violencia al pequeño, causándole una hemorragia cerebral que segó su vida; aunque no supo qué responder cuando el abogado defensor le preguntó si estaba totalmente segura de que Benjamin había sufrido malos tratos mientras estaba al cuidado de Dorne Llewellyn. No deja de ser interesante que una de las partidarias más empedernidas de la doctora Duffy sea Rhiannon Evans, madre soltera de Benjamin, al que dio a luz cuando tenía quince años. En la actualidad tiene veintitrés y es una prostituta muy conocida por la policía local.

La CRCC está examinando actualmente su caso. JPCI ruega para que su recurso se tramite pronto y tenga éxito. La única prueba contra la señora Llewellyn es la opinión personal de una médica que ha sido inhabilitada por falta de ética profesional, así que ¿cómo podría un juez del tribunal de apelación confirmar sus acusaciones? Que nuestro digno sistema judicial cometiera otro abominable error en el caso de una muerte infantil, después de haber cometido ya tantos, ¿no sería, por citar a la doctora Duffy, «tan improbable que es casi imposible»?