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8-10-2009

—¿Y si esta noche pago yo la primera ronda? —dijo Chris Gibbs, aunque sin comprender por qué tendría que pagarla.

—No.

—¿Y si pago todas las rondas?

—Seguiría siendo no —dijo Colin Sellers. Iban en un coche de la policía sin señalizar, camino de Bengeo Street. Conducía Sellers. Gibbs había levantado las piernas y apoyaba los pies en la guantera, con el aplomo que daba la seguridad de que no iba a limpiar él el vehículo. Nunca se había sentado así en su propio coche; Debbie se habría puesto como un basilisco.

—Tú lo harás mejor que yo —dijo—. Tienes la paciencia, el encanto que hacen falta. ¿O es sentido de la adulación?

—Gracias, pero no.

—Quieres decir que no he encontrado todavía el incentivo apropiado. Cada hombre tiene su precio.

—Esa mujer no puede ser tan mala.

—Es sorda como un puto picaporte. La última vez me quedé ronco de tanto gritarle.

—Pero tú tienes una cara de hombre de familia. Tienes más probabilidades de que…

—Pero tú eres mejor que yo con las señoras mayores.

—Con las señoras y punto —bromeó Sellers. Se consideraba un tipo irresistible porque tenía a dos mujeres en jaque, una era su esposa, la otra no, aunque llevaba con ella tanto tiempo que casi era lo mismo; dos mujeres que accedían a acostarse con él a regañadientes con la vana esperanza de que algún día fuera menos capullo de lo que era entonces y había sido desde siempre. Gibbs tenía solo una: su esposa Debbie.

—Si se lo pides con simpatía, podría incluso hacerte una paja. Fue profesora de piano, o sea que sabe trabajar con la mano.

—Eres un guarro —dijo Sellers—. ¿Cuántos años tiene, ochenta?

—Ochenta y tres. ¿Cuál es tu edad límite entonces? ¿Los setenta y cinco?

—Corta el rollo, ¿quieres?

—«Vale, cielo mío, límpiate, ya está aquí el taxi. Son las cuatro de la madrugada, cielo mío, paga tú». —Lo que Gibbs pensaba de Sellers era tan desafortunado por su origen y su finalidad como celebrado por el resto del personal de la comisaría. Con el paso de los años, había ido cargando las tintas para que su habla de Yorkshire fuera mucho más acusada que el verdadero acento de Sellers. Gibbs pensaba hacer más modificaciones menores, pero temía alejarse demasiado de las sutilezas del original—. «Vale, cielo mío, date la vuelta y ponte encima de la mancha, tápala con ese gordo culo que tienes». Si quieres que pare, ya sabes lo que tienes que hacer.

Transcurrieron unos segundos de silencio.

—Perdona, chico —dijo Sellers—. ¿Qué es lo último que has dicho? Pensaba que seguías imitándome.

Gibbs rio por lo bajo.

—¿«Si quieres que pare ya sabes lo que tienes que hacer»? ¿Es eso lo que le dirías a una abuela de ochenta y tres años? —Cabeceó con asco fingido.

—Hagámoslo los dos —dijo Sellers. Siempre acababa cediendo. Un par de minutos más y se habría ofrecido a interrogar a Beryl Murie y a Stella White mientras Gibbs se tomaba la tarde libre. Era como el final de una partida de ajedrez: Gibbs deducía todos los movimientos que faltaban hasta el jaque mate.

—Entonces, ¿quieres interrogar a Murie? —dijo.

—Sí, contigo.

—¿Y qué falta hago yo allí? —dijo Gibbs con actitud indignada—. Tú te encargas de Murie, yo me encargo de Stella White: un reparto limpio. De ese modo no perdemos el tiempo. A menos que no puedas solo con la abuela Murie.

—Si digo que sí, ¿cerrarás el puto pico? —dijo Sellers.

—Trato hecho. —Gibbs sonrió y alargó la mano para que Sellers se la estrechara.

—Estoy conduciendo, so tarado. —Sellers cabeceó—. Y hagamos lo que hagamos, no perderemos el tiempo. Ya tenemos las declaraciones de Murie y White.

—Es lo único que tenemos. Hay que apretarles las clavijas para que escupan lo que no recordaron la primera vez.

—Solo hay un motivo para volver a interrogarlas —dijo Sellers—. No tenemos más pistas. Todos los íntimos de Helen Yardley tienen una coartada sólida, ninguno ha dado positivo en la prueba de los residuos de pólvora. Buscamos a un desconocido, desconocido para nosotros y para ella, la peor pesadilla de un policía. Un asesino sin ninguna conexión con la víctima, un tipo anónimo que vio en televisión la cara de esta mujer demasiadas veces y llegó a la conclusión de que era la elegida. Un tipo al que no tenemos la menor posibilidad de encontrar. Proust lo sabe, pero no lo admitirá por el momento.

Gibbs no dijo nada. Estaba de acuerdo con Simon Waterhouse: no era tan sencillo como elegir entre blanco y negro, no en el caso de una mujer como Helen Yardley. Cualquiera había podido matarla a causa de lo que defendía, cualquiera que defendiese lo contrario. Tal como lo entendía Gibbs, las acusaciones de homicidio contra Helen Yardley habían comenzado una guerra. Había caído víctima del otro bando, los fanáticos de la protección infantil que dan por hecho que todo progenitor quiere matar a sus hijos mientras no se demuestre lo contrario. Gibbs guardaba sus opiniones para sí porque no pensaba que tuviesen ningún mérito; como sucedía con todas sus mejores ideas, Simon Waterhouse había plantado la semilla. Su admiración por Waterhouse era su secreto más celosamente guardado.

—Esta vez está completamente desorientado. —Sellers seguía hablando del Muñeco de Nieve—. Decirnos que no se nos permite decir, ni siquiera pensar en la posibilidad de que Helen Yardley fuera culpable. Yo no he pensado eso; ¿tú sí? Si su condena fue injusta, fue injusta. Pero nos ha metido esa idea en la cabeza precisamente por decirnos que está prohibido, porque entonces todo el mundo piensa: «Espera un momento, ¿y si el río suena porque agua lleva?», exactamente lo que dice que no debemos pensar. Lo único que consigue que pensemos es lo que él cree que vamos a pensar, lo que nos obliga a preguntarnos por qué. Puede que haya algún motivo para que lo pensemos.

—Todo el mundo lo piensa —dijo Gibbs—. Desde el principio, y no lo han dicho porque no saben qué postura adoptan los demás. Nadie quiere ser el primero en decir: «Vamos, vamos, pues claro que lo hizo y que se vaya a la mierda el tribunal de apelación». ¿Tendrías valor para levantarte y decirlo cuando le han pegado un tiro en la cabeza y todos nos estamos rompiendo las pelotas para encontrar al asesino?

Sellers se volvió para mirarlo. El coche dio un bandazo.

—¿Crees que mató a sus hijos?

A Gibbs no le gustó tener que explicarse. Si Sellers hubiera escuchado…

—Entiendo lo que piensas porque soy el único que no lo piensa. Lo que dijo la tal Duffy… es pura mierda.

—¿Qué Duffy?

—La médica aquella. Cuando el fiscal le preguntó si cabía la posibilidad de que Morgan y Rowan Yardley hubieran fallecido a causa del SMSI, dijo que no, que era improbable, casi imposible. La explicación del SMSI, el síndrome de muerte súbita infantil, se da cuando hay muerte natural pero no se encuentra ninguna causa.

—Eso ya lo sé —murmuró Sellers.

—Lo dijo así, textualmente: «Tan improbable que es casi imposible». Y añadió que lo altamente probable era que hubiese una causa subyacente, una causa forense, no médica. En otras palabras, que Helen Yardley asesinó a sus pequeños. Cuando la interrogó el abogado defensor y le preguntó si, a pesar de lo que acababa de decir, era posible que el SMSI se diera en dos niños de la misma familia y la misma casa, la testigo tuvo que decir que sí, que era posible. Pero esa declaración no fue la que impresionó al jurado, no por lo menos a once de los doce. Esos once solo oyeron: «Tan improbable que es casi imposible». Pero resulta que no hay base estadística para eso, fue solo su declaración de mierda y por eso el mes que viene tendrá que comparecer ante el Colegio General de Médicos, acusada de falta de ética profesional.

—Estás bien informado.

Gibbs iba a decir: «También tú deberías estarlo, al igual que todos los que trabajan en el asesinato de Yardley», pero entonces se dio cuenta de que era una frase que había oído decir a Waterhouse.

—Creo que Helen Yardley habría sido absuelta si no hubiera sido por Duffy —dijo—. Todos los periódicos de aquellos días reprodujeron lo de «tan improbable que es casi imposible». Y eso es lo que acude a la memoria de la gente cuando oye el nombre de Helen Yardley, sin que importe el éxito de la apelación o que se vaya a juzgar a Duffy por falta de ética profesional. Y eso es solo la gente normal. Los polis somos peores aún, porque estamos programados para imaginar que todo el mundo es culpable y queda sin castigo: cuando el río suena, agua lleva, y no importa qué tecnicismos legales han permitido poner en libertad a Helen Yardley. Si yo no pienso así es por lo que le pasó a Debbie.

—¿Tu Debbie?

¿Se habría molestado en hablar de la Debbie de otro? ¿Qué sabía él de las Debbies que no eran suyas? Sellers parecía idiota. Gibbs deseó no haber dicho nada; pero al mismo tiempo saboreaba por adelantado el momento de enseñar el as. Aquello era material suyo, material original, nada que ver con Waterhouse.

—En los últimos tres años ha tenido once abortos, todos a las diez semanas. No pasa de ese tope, haga lo que haga. Ha probado las aspirinas, el yoga, la comida sana, dejar el trabajo y pasarse el día tendida en el sofá… cualquier cosa que se te ocurra, ya la ha probado. Nos han hecho miles de análisis, hemos visto a todos los médicos, a todos los especialistas y nadie sabe decirnos nada. No encuentran ningún fallo y eso es lo que dicen todos. —Gibbs se encogió de hombros—. No están diciendo que haya nada malo, ¿verdad? Pero es evidente que pasa algo. Cualquier médico que valga lo que cobra te dirá que la medicina no cesa de generar misterios que nadie sabe resolver. ¿Cuántos abortos ha tenido Stacey?

—Ninguno —dijo Sellers—. ¿Y cómo es que vosotros nunca…?

—Ahí lo tienes: todas las pruebas médicas que quieras y eso es la prueba de que Duffy es una hija de puta. Si una mujer puede tener once abortos y otra ninguno, es lícito suponer que una mujer pueda perder dos o más criaturas de muerte súbita infantil y otra mujer ninguna. No hay ningún asesinato, como tampoco se puede decir que Debbie matara los fetos que perdió. Pero en un cerebro británico parece que no cabe que una familia pueda desarrollar unas particularidades médicas y otra familia otras, como la nariz grande o la propensión a las varices. Del mismo modo que tener una polla diminuta es un problema en tu familia y no en la mía.

—Dicen que hay una rara enfermedad genética que solo afecta a los hombres de pelo negro y rizado cuyas iniciales son CG —dijo Sellers con cara seria—. Cuando se miran el pene, se les altera la vista y creen que es cinco veces mayor de lo que es en realidad. Los afectados también suelen tener problemas con el olor corporal.

Habían llegado a Bengeo Street. Era una calle sin salida en forma de herradura, formada por casas adosadas de ladrillo rojo, de los años cincuenta del siglo XX, con pequeños jardines delanteros, manchas verdes más simbólicas que otra cosa. Muchas casas tenían anexos laterales. Este detalle daba a la arteria un aire de superpoblación, como si las construcciones hubieran crecido en exceso y a duras penas cupieran en el solar correspondiente. La casa de los Yardley era una de las pocas que no tenían anexos; no los necesitaban, dado que no tenían niños para ocuparlos, pensó Gibbs. Aún estaba acordonada por la cinta de la policía. Paul Yardley estaba en casa de sus padres, cosa muy de agradecer desde el punto de vista de Gibbs. Tratar con Yardley era una pesadilla. Le decías que no había novedades y se quedaba allí mirándote, como si no admitiera aquella respuesta y esperase la verdadera.

Gibbs consultó la hora: las cuatro y media. El Renault Clío rojo de Stella White estaba estacionado delante del número 16, lo que significaba que había vuelto ya de la escuela con su hijo. Sellers había llamado al timbre de Beryl Murie y parecía tan desconcertado como Gibbs dos días antes, al recibir por toda respuesta una versión electrónica y sin palabras de «¿Cuánto vale ese guau-guau del escaparate?», que se oía en toda la calle.

—Me olvidé de avisarte que tiene un timbre para sordos —le dijo Gibbs a voz en cuello.

Stella White abrió la puerta de la calle cuando el policía se acercaba. Llevaba en las manos unas botas infantiles llenas de barro, un alienígena de plástico azul y un trozo de tostada. El pantalón vaquero y el jersey con cuello de pico colgaban de su magra figura y tenía unas ojeras notables. Si aquel era el resultado de tener niños, Debbie y él tal vez debieran considerarse afortunados.

—Agente Gibbs, policía criminal de Culver Valley.

—Yo esperaba al agente Sellers —dijo Stella White con optimismo, sonriendo, como si un agente Gibbs fuera una compensación o un regalo.

«Siento desilusionarla, señora».

—Cambio de planes. —Gibbs enseñó la placa y se dejó conducir a la salita delantera. De la habitación contigua llegaba el bramido de la televisión; la puerta estaba cerrada, pero se oía una especie de comentario sobre las carreras de caballos.

—¿Su marido está viendo las carreras? —preguntó. La habitación en que estaban parecía haberse reformado con algún lujo: gruesas cortinas de terciopelo, suelo de madera auténtica, chimenea de pizarra y mármol. Colores sutiles que no se podían describir con facilidad, nada tan rotundo como el rojo, el azul o el verde. A Debbie le habría encantado, aunque se habría resistido a vivir en Bengeo Street, por muy elegante que fuese la casa por dentro; estaba demasiado cerca de Winstanley Estate, en la zona conflictiva de la ciudad.

—No estoy casada —dijo Stella—. Mi hijo Dillon es un forofo de los caballos. Al principio quise impedirle que viese las carreras, pero… —se encogió de hombros—. Le gustan tanto que me pareció una mezquindad prohibírselas.

Gibbs asintió con la cabeza.

—Cualquier afición es buena, ¿verdad? Cuando yo era niño no me interesaba nada. Nada. Me aburría como una ostra, hasta que tuve edad suficiente para beber y… —Se detuvo al llegar a este punto, pero Stella White sonreía.

—Es que es eso —dijo la mujer—. Por eso me alegra que se apasione por algo, y casi me da igual lo que sea. Pero él analiza el historial de los caballos y todo. Cuando sale a relucir el tema de las carreras, no hay forma de que calle.

—¿Cuántos años tiene?

—Cuatro. —Al ver la cara que ponía Gibbs, Stella añadió—: Ya lo sé. Puede resultar un poco raro, pero no es un niño prodigio ni nada parecido; es solo un niño normal al que le vuelven loco las carreras de caballos.

—Espero que no me diga a continuación que habla doce idiomas y cura el cáncer —dijo Gibbs.

—Ojalá —Stella aflojó la sonrisa—. No quiero incomodarlo diciéndole esto, pero me parece más honrado decírselo y luego lo olvidamos. Me han diagnosticado un cáncer.

—Bueno. —Gibbs carraspeó—. Lo siento.

—No se preocupe, estoy acostumbrada a las reacciones de la gente. Lo tengo desde hace años y gracias a él llevo una vida mejor.

Gibbs no supo qué más decir, aparte de que lo sentía. ¿Una vida mejor? ¿A quién trataba de engañar? Empezaba a lamentar no haber repetido la visita a Beryl Murie.

—Por favor, siéntese —dijo Stella—. ¿Le apetece beber algo?

—No, gracias, está bien así. Y no estaría mal que viniera Dillon, si puede usted apartarlo de los caballos. Me gustaría que repasáramos lo que ya nos contó usted sobre el hombre que vio acercarse a la puerta de Helen Yardley, por si recordara algo más.

Stella frunció el entrecejo.

—Dudo que Dillon lo viera. Lo estaba sujetando al sillín del coche. Se sienta detrás, así que lo más probable es que viera sobre todo el respaldo del asiento delantero y poco más.

—¿Y antes de colocarlo en el sillín? Es probable que el hombre llegara por la calle. ¿No es posible que Dillon lo viera entonces, antes de que lo introdujera usted en el coche?

—Sí, claro que es posible, aunque yo no me percaté de su presencia hasta que estuvo delante de la casa de Helen. Pero para serle sincera, no creo que Dillon lo viese en ningún momento. El policía que vino la vez anterior habló con él y no sirvió de nada. Dillon dijo que había visto a un hombre, pero eso fue todo. No supo decir cuándo, ni siquiera dónde, y por entonces sabía ya que yo había visto a un hombre… Creo que lo dijo porque había oído que lo decía yo.

—Ojalá ese hombre hubiera sido un caballo —dijo Gibbs con ánimo de bromear.

—Hombre, en ese caso habría recordado todos los detalles. —Stella se echó a reír—. Dillon suele ser hábil con los detalles, incluso cuando no se trata de caballos, pero al otro policía no supo decirle nada: color de pelo, estatura, indumentaria. Y no es que yo fuera más útil. —Parecía arrepentida—. Creo, ¿eh?, creo que tenía el pelo oscuro y que vestía ropa oscura, creo que era tirando a alto, de constitución normal y entre treintañero y cuarentón. Me parece recordar que llevaba abrigo, pero ¿quién no lo lleva? Estamos en octubre.

—¿Y no llevaba nada en las manos? —preguntó Gibbs.

—Que yo recuerde, no, pero supongo que siempre cabe la posibilidad.

—¿Se fijó usted en si tenía coche o si aquella mañana había cerca algún coche que fuera inusual ver aparcado en Bengeo Street?

—Yo no distinguiría un Volvo de un Skoda —dijo Stella—. Lo siento. Soy negada para los coches. Si hubiera habido veinte Rolls-Royces de color de rosa aparcados en la calle, no me habría dado cuenta.

—No se preocupe —dijo Gibbs—. Pero si pudiera charlar un momentito con Dillon… —Esbozó su mejor sonrisa—. No espero que me diga nada, pero seguro que vale la pena intentarlo. Muchos tipos que conozco que se interesan por los caballos, saben también de coches.

—Está bien, pero… si por casualidad se pone a hablar de la muerte de Helen, le pido por favor que… —Stella se interrumpió. Parecía turbada por algo—. Sé que le parecerá extraño, pero ¿podría mostrarse todo lo optimista que pueda?

Gibbs, totalmente perplejo, se mordió el labio. ¿Optimista a propósito de una mujer vapuleada por el sistema jurídico, a la que habían arrebatado la única hija que le quedaba y que había acabado sus días con un balazo en la cabeza?

—Sé que esto va a parecer muy propio de una mujer que padece un cáncer terminal, pero me esfuerzo por incitar a Dillon a que crea en lo que yo creo: que no existe la muerte o que no es necesario que exista. Lo que importa es el espíritu y el espíritu nunca muere. Todo lo demás es trivial.

Gibbs se quedó de piedra. Habría sido mejor guardar fidelidad a Beryl Murie, retirarse mientras iba ganando.

—¿Qué le ha contado a Dillon en relación con el asesinato de Helen Yardley?

—La verdad. Sabe que fue una persona especial. A veces, las personas especiales eligen afrontar problemas espirituales que la mayoría no podría afrontar, por eso Helen lo pasó peor que la mayoría, aunque ahora ha pasado al siguiente estadio. Le dije que sería feliz en la siguiente vida, si lo que necesita su espíritu es felicidad.

Gibbs afirmó con la cabeza, aunque de un modo indefinido, sin comprometerse. Volvió a mirar la habitación en que estaba: chimenea con cuatro fotos enmarcadas en la repisa, un tresillo, un fuelle, un cubo metálico para el carbón, un atizador para el fuego, dos mesas de centro, de madera. Ninguna varilla de incienso, nada adornado con borlas, ningún símbolo del yin y el yang; era casi un timo.

—¿Qué le contó a Dillon sobre la persona que mató a Helen? —preguntó. Quienquiera que fuese, era quien Gibbs deseaba que pasase al siguiente estadio, el estadio en que te encarcelan de por vida y, con un poco de suerte, te hacen picadillo en algún rincón apestoso del trullo.

—Fue un momento difícil, como usted comprenderá —dijo Stella—. Traté de explicarle que algunas personas tienen miedo de sentir dolor y procuran desviarlo hacia otras. Si no le ofende que se lo diga, me da la impresión de que usted entra en esa categoría.

—¿Yo? —Gibbs se puso tieso en el sillón. «Quiero irme de esta puta casa».

—No estoy insinuando que haga usted nada violento; como es lógico, no lo haría.

Gibbs no estaba seguro.

—Es solo que… bueno, que presiento muchas nubes cerca de la superficie. Y debajo de ellas hay una luz que arde con mucha intensidad, pero es… —Stella se echó a reír de repente—. Perdóneme. Es mejor que me calle, además de cáncer, me temo que tengo boceritis.

—¿Podría hablar un momento con Dillon?

—En seguida se lo traigo.

Gibbs respiró de alivio cuando se quedó solo. ¿Qué opinaría Waterhouse de una mujer que veía ventajas donde otros veían tragedia y que consideraba la muerte violenta una grandiosa oportunidad que facilitaba el tránsito del alma a una vida más feliz? ¿Y si llegabas a la conclusión de que una amiga tuya había sufrido suficientemente en su actual encarnación y ya era hora de que su alma ascendiera de nivel? Se preguntó si debía mencionar aquello.

A través de la pared oyó las irritadas protestas de Dillon cuando se apagó la televisión. Se levantó y se acercó a las fotografías expuestas en la repisa de la chimenea. Una era de Dillon con uniforme de colegial. Parecía pillado en el momento de pronunciar la «u» de Luis. Otra foto era de Dillon y Stella y las otras dos de Stella sola, con atuendo de footing. En una llevaba alrededor del cuello una cinta de la que pendía una medalla.

Cuando la mujer volvió a la habitación con Dillon, Gibbs dijo:

—¿Le gusta correr? —También él había pensado en la posibilidad de hacer ejercicio, pero había llegado a la conclusión de que le daba igual.

—Ya no —dijo Stella—. Ya no tengo fuerzas. Cuando me lo diagnosticaron, me di cuenta de que toda mi vida había querido hacer algo que no había hecho, así que me entrené y participé en dos o tres maratones al año, durante cinco años. Era increíble lo sana que me sentía. Y no solo me sentía así —añadió para rectificar—, es que estaba más sana. Los médicos me dieron dos años de vida, pero he conseguido escamotear ocho más a la muerte.

—No está mal. —Puede que pensar en la muerte con optimismo tuviera un efecto positivo, después de todo.

—He recaudado mucho dinero para obras benéficas. La última vez que corrí el maratón de Londres di a JPCI todo el dinero que recaudé. Ya sabe, la organización de Helen. También he participado en dos triatlones y también para obras benéficas. Ahora me dedico sobre todo a hablar en público, a enfermos de cáncer, médicos, en el Women’s Institute, en la Universidad de la Tercera Edad… para todos los que quieran oírme. —Sonrió—. Si se descuida, acabaré enseñándole una caja llena de recortes de prensa.

—¿Puedo ver ya la tele? —preguntó Dillon con impaciencia. Llevaba un chándal azul con el logotipo de la escuela en el pecho. Tenía restos de chocolate alrededor de la boca.

—Pronto, cariño. —Stella le acarició la cabeza—. Cuando termines de hablar con el agente Gibbs, podrás volver con los caballos.

—Pero es que yo quiero ahora —se quejó Dillon.

—¿Te acuerdas del lunes por la mañana? —preguntó Gibbs.

—Hoy es jueves.

—Es verdad. Entonces, el lunes fue…

—Antes del jueves vino el miércoles, antes del miércoles vino el martes y antes del martes vino el lunes. ¿Ese día?

—Exacto —dijo Gibbs.

—Vimos al hombre del paraguas, más allá —dijo Dillon.

—¿Paraguas? —Stella se echó a reír—. Eso es una novedad. No llevaba…

—¿Más allá? —Gibbs se arrodilló delante del niño—. ¿Quieres decir en la parte delantera?

—No. Más allá.

—¿Viste al hombre que estaba fuera de la casa de Helen Yardley el lunes por la mañana?

—Yo lo vi y mamá lo vio.

—Pero no llevaba paraguas, garbancito —dijo Stella con dulzura.

—Sí lo llevaba.

—¿De qué color era?

—Negro y plata —dijo Dillon sin titubear.

A Stella parecía hacerle gracia aquello y movía la cabeza en sentido negativo. Dijo algo a Gibbs moviendo solo los labios: que se lo explicaría después, cuando Dillon volviera a la habitación de la tele.

—¿Viste si ese hombre subía o bajaba de un coche?

Dillon negó con la cabeza.

—Pero lo viste delante de la casa de los Yardley, en el sendero del jardín.

—Y más allá.

—¿Quieres decir que entró en la casa? —Gibbs levantó la mano para indicar a Stella que no lo interrumpiera.

Stella no le hizo caso.

—Perdona, garbancito… pero no lo viste entrar en la casa, ¿verdad que no?

—Señora White, por favor…

—Cuanto más se le pregunta, más inventa —dijo Stella—. Disculpe, sé que no debería intervenir, pero conozco a Dillon mejor que usted. Es muy sensible. Se da cuenta de que la gente quiere que diga cosas y no desea decepcionarla.

—Estaba en el salón —dijo Dillon—. Lo vi en el salón.

—No, Dillon, no es verdad. Sé que quieres ayudar a este señor, pero tú no viste a ese hombre en el salón de Helen. —Stella se volvió hacia Gibbs—. Créame, si hubiera llevado un paraguas negro y plata, yo lo habría visto. Ni siquiera llovía. Hacía un día soleado, frío y con mucha luz, lo que yo llamo un tiempo navideño perfecto, solo que estamos en octubre. Casi todo el mundo quiere nieve en Navidad, pero…

—No había mucha luz —dijo Dillon—. Hacía poco sol y no había mucha luz. ¿Puedo irme ya a ver los caballos?

Gibbs se dijo que valía la pena consultar la previsión del tiempo para el lunes que se había hecho el domingo. Una persona precavida podía haber salido a la calle con paraguas a pesar del sol matutino, si se había pronosticado que habría lluvia. ¿Y si no se había pronosticado? ¿Podía haber estado el arma del crimen dentro del paraguas cerrado?

—Llovía —dijo Dillon, mirando a Gibbs con expresión decidida—. El paraguas estaba mojado. Y vi al hombre en el salón.

Judith Duffy vivía en Ealing, en un chalecito de tres plantas que se alzaba en una ventosa calle flanqueada de árboles que no era ni lo que Simon consideraba «el Londres respetable» ni ninguna otra cosa en particular. No le habría gustado vivir allí. Tampoco es que tuviera suficiente dinero para permitírselo, de modo que era absurdo planteárselo. Pulsó el timbre por tercera vez. Nada.

Levantó la visera del bruñido buzón de bronce y miró dentro: vio un perchero de madera, un suelo de taracea en espiga, alfombras persas, un piano negro con un taburete acolchado rojo. Retrocedió un paso cuando delante de la ranura del buzón apareció un tejido morado con un botón.

Se abrió la puerta. Sabía que Judith Duffy tenía cincuenta y cuatro años y se quedó atónito al ver a una mujer que podía tener fácilmente setenta. Llevaba recogido el pelo gris y lacio, dejando al descubierto una cara estrecha y mustia. En la foto que conocía Simon, la que siempre publicaban los periódicos, Duffy parecía más gorda, incluso con un asomo de papada doble.

—No creo haberlo invitado a espiar por mi buzón —dijo la mujer. En opinión de Simon, era la típica frase que pedía ser enunciada con un sentido de la indignación apenas reprimido, pero Duffy la había pronunciado como si se limitara a dar constancia de un hecho—. ¿Quién es usted?

Simon se identificó.

—Le dejé dos mensajes —dijo.

—No le devolví las llamadas porque no quise desperdiciar su tiempo —dijo Duffy—. Va a ser la entrevista más breve de su historia profesional, agente. No pienso hablar con usted ni responder a sus preguntas, y no permitiré que me someta a ninguna prueba para determinar si disparé o no un arma de fuego. Además, puede usted comunicar a su colega Fliss Benson que deje de molestarme; tampoco pienso hablar con ella. Siento que haya hecho usted el viaje en balde.

¿Su colega Fliss Benson? Era la primera vez que Simon oía aquel nombre.

Duffy fue a cerrar la puerta. Simon alargó la mano para impedirlo.

—Todas las personas a quienes se les ha solicitado, han accedido a someterse a la prueba de la pólvora y han cooperado con nosotros sin ninguna clase de reservas.

—Yo no soy todas las personas. Por favor, aparte la mano de mi puerta. —Y le dio con ella en las narices.

Simon volvió a levantar la visera del buzón y vio tejido morado.

—Hay alguien a quien no localizo —dijo a la rebeca de Duffy, la única parte de la médica que Simon alcanzaba a ver—. Rachel Hines. He hablado con Angus, su exmarido. Dice que está con unos amigos, en Londres, pero no sabe dónde. ¿No sabe usted nada al respecto?

—Eso debería preguntárselo a Laurie Nattrass —dijo Duffy.

—Pienso hacerlo, en cuanto me devuelva la llamada.

—O sea que son todas las personas menos una.

—¿Perdón?

—Las que cooperan. Si Laurie Nattrass no le devuelve las llamadas, no está cooperando.

«¿Es que tenemos que sostener esta charla a través de un buzón?».

—El señor Nattrass ya se ha sometido a la prueba de la pólvora, se ha comprobado su coartada y se ha descartado, como también se la descartaría a usted si…

—Adiós, señor Waterhouse.

Simon oyó alejarse los pasos de la mujer por el suelo de madera.

—Ayúdeme en este asunto —exclamó Simon—. Francamente, no debería decirle esto, pero estoy preocupado por la señora Hines. —Al margen de lo que dijeran el Muñeco de Nieve y Sam Kombothekra, el instinto le decía que buscaba a un asesino en serie o a una persona con potencial para serlo: una persona que dejaba tarjetas con extrañas claves numéricas en los bolsillos de sus víctimas. ¿Era Rachel Hines una de aquellas víctimas? ¿O era la imaginación de Simon, que tendía a desbocarse, como no cesaba Charlie de repetir?

Dejó escapar un largo suspiro. A modo de respuesta, Judith Duffy dio algunos pasos hacia la puerta. Simon alcanzaba a verla otra vez, el hombro y el brazo. Su cara no.

—Comí con Ray Hines el lunes —dijo—. Bueno, ahí tiene mi coartada, y la de ella, así que ya puede irse contento, y si no está contento, puede irse de todos modos. Nadie sabía que era el día que matarían a Helen Yardley. En este sentido, fue nada más que el lunes 5 de octubre, como cualquier otro lunes. Nos encontramos en un restaurante y pasamos la tarde juntas.

—¿Qué restaurante? —Simon sacó papel y bolígrafo.

—Sardo Canale, en Primrose Hill. Lo eligió Ray.

—¿Le importa si pregunto…?

—Adiós, señor Waterhouse.

Cuando Simon quiso volver a levantar la visera del buzón, encontró resistencia. Duffy estaba haciendo presión por dentro.

Volvió al coche y miró el teléfono. Tenía dos mensajes, uno de un hombre que supuso que sería Laurie Nattrass y que consistía en un ruido extraño seguido por el nombre «Laurie Nattrass», y otro de Charlie, que le decía que Lizzie Proust había llamado para invitarlos a los dos a cenar el sábado por la noche. Charlie preguntaba si no le parecía raro aquello, porque conocían a los Proust desde hacía años y nunca los habían invitado. ¿Qué debía responder? Simon tecleó la palabra NO en mayúsculas y envió el texto al móvil de Charlie; tan impaciente estaba por enviar el mensaje que el teléfono se le cayó dos veces. El Muñeco de Nieve lo invitaba a cenar; la idea casi asfixió a Simon, como si le estuvieran apretando el gaznate. Se esforzó por no pensar en ello; se sentía incapaz de asimilar la violencia de su reacción y el elemento de temor que contenía.

Llamó a uno de los tres móviles de Laurie Nattrass y esta vez respondieron al primer timbrazo. Simon oyó una respiración.

—¿Hola? —dijo—. ¿Señor Nattrass?

—Laurie Nattrass —dijo una voz áspera, la misma que había dejado el mensaje.

—¿Hablo con el señor Nattrass?

—No lo sé.

—¿Cómo dice?

—No estoy donde está usted, así que no veo con quién habla. Si se está dirigiendo a mí, entonces sí, habla usted con el señor Nattrass, señor Laurie Nattrass. Y yo hablo con el agente, y digo agente, no aguente ni ajjjente, Simon Waterhouse. —Sus palabras eran unas veces estridentes y otras casi inaudibles, como si le estuvieran clavando agujas y elevara la voz con cada respingo que diera. ¿Se había vuelto loco? ¿Estaba de guasa?

—¿Cuándo y dónde podemos vernos? —preguntó Simon—. Iré a verlo yo, si lo desea.

—Nunca. En ninguna parte aparte.

¿Iba a ser así todo el rato? ¿Una conversación informal? ¿De verdad era aquel tío un periodista de investigación con muchos premios, y antiguo alumno de Oxford y Harvard? No lo parecía.

—¿Sabe dónde puedo encontrar a Rachel Hines?

—Twickenham —dijo Nattrass—. ¿Por qué? Ray no mató a Helen. La busca para cargarle el muerto a ella, ¿eh? No puede entrar dos veces en el mismo río, pero puede acusar dos veces a la misma mujer inocente. Vaya con la pasma. —No era solo el volumen lo que variaba entre palabra y palabra. Simon advirtió que era también la velocidad a la que hablaba Nattrass. Barbotaba unas frases y otras las pronunciaba con lentitud, con cierta vacilación, como si estuviera pendiente de otra cosa.

—¿Hay por casualidad alguna dirección u otra forma de contacto que yo…?

—Hable con Judith Duffy en vez de hacernos perder el tiempo a mí y a Ray Hines. Pregúntele qué hicieron sus dos yernos el lunes. —Más que una sugerencia, era una orden.

Sus dos yernos. Y puesto que la policía se había vuelto equitativa y últimamente concedía igualdad de oportunidades, sus dos hijas. ¿Valía la pena comprobarlo?

—Señor Nattrass, necesito hacerle unas preguntas —insistió Simon—. Preferiría hacerlo en persona, pero…

—Haga como si su teléfono fuera una persona. Finja que es Laurence Hugo St John Fleet Nattrass y escupa la pregunta.

Si aquel tío estaba cuerdo, Simon era un bocadillo de plátano. Lo que pasaba era que estaba borracho.

—Estamos sopesando la posibilidad de que Helen Yardley fuera asesinada por la labor que hacía en JPCI. Como usted es el…

—… cofundador, se está preguntando si alguien ha querido matarme. No. ¿Siguiente?

—¿Lo ha amenazado alguien? ¿Alguien se ha comportado de forma extraña con usted? ¿Ha recibido algún correo electrónico o postal que le parezca raro?

—¿Qué tal está Giles Proust? Ahora es el jefe de la banda, ¿no? ¿Cómo puede ser objetivo ese hombre? Es una broma. Detuvo a Helen por homicidio. ¿Ha leído su libro?

—¿El de Helen?

Nada más que amor. Nada más que elogios para el querido Giles. ¿Qué piensa de él? Un hijoputa, ¿verdad?

Simon juntó los dientes para decir «Sí», pero transformó el adverbio en tos, con el corazón a cien por hora. Casi se le había escapado. Habría engrosado las filas del paro en un abrir y cerrar de ojos.

—Si pensaba que Helen era inocente, ¿por qué la detuvo? —preguntó Nattrass—. ¿Por qué no dimitió? ¿Es moralmente daltónico?

—En nuestro trabajo, si nos ordenan detener a un ciudadano, hay que detenerlo —dijo Simon. «Moralmente daltónico». La mejor descripción del Muñeco de Nieve que había oído hasta la fecha.

—¿Sabe qué hizo ese hombre cuando ella quedó en libertad? Presentarse en su casa con todo lo que le confiscaron sus esbirros cuando la detuvieron: el moisés, la cuna, la mecedora infantil, la ropa de Morgan y Rowan, todo. Ni siquiera la llamó antes para prevenirla ni le preguntó si quería un camión de recuerdos de sus niños muertos. ¿Sabe cuántas veces la visitó en la cárcel? Ni una sola.

—Quería preguntarle por una tarjeta que se encontró en el cadáver de Helen Yardley —dijo Simon—. No se ha revelado a la prensa.

—2, 1, 4, 9…

—¿De qué conoce esos números? —A Simon no le importó ser brusco. Por muy rudamente que hablara, no podría competir con Nattrass.

—Los conozco por Fliss. Felicity Benson, aunque Felicidad Benson no está muy contenta últimamente, al menos conmigo. Ella no sabía qué significaban los números. Los tiré a la papelera. ¿Sabe usted qué quieren decir? ¿Sabe quién los envió?

Felicity Benson. Fliss. Simon no sabía quién era, pero acababa de ponerla mentalmente en el primer puesto de la lista de personas con quienes quería hablar.