Jueves, 8 de octubre de 2009
Estoy en el despacho de Laurie cuando oigo gritar mi nombre. Pienso en Rachel Hines y me quedo petrificada, como si inmovilizándome me volviera invisible. Hay más gritos y entonces identifico la voz: Tamsin.
Llego a recepción con el tiempo justo para presenciar el final de algo que parece una danza extraña. Si no supiera de qué pie cojean, pensaría que Maya y Tamsin interpretan una coreografía al alimón: cada vez que Tamsin da un paso al frente, Maya se le pone delante o estira el brazo para detenerla.
—Fliss, ¿tienes la bondad de decirle que trabajo aquí? Me está tratando como a una intrusa.
—Quieta donde estás, Tam —dice Maya con seriedad—. Nos estás poniendo en evidencia. Ayer convinimos en que sería tu último día.
—Le he dicho yo que venga —digo—. Necesito que me echen una mano para acelerar lo de la película. Cuando llegué esta mañana no había el menor rastro de Laurie, no puedo localizarlo en ninguno de sus teléfonos y, de todos modos, se ha… —Me interrumpo de pronto, preguntándome qué diantres estoy a punto de decir. ¿Que se ha despedido? ¿Que se ha vuelto majareta?—. Necesitaba una experta de confianza y por eso llamé a Tamsin.
—Vengo a trabajar gratis —dijo Tamsin con voz animada. Lleva un vestido rosa y naranja que parece nuevo, caro y le realza las curvas. Tengo que averiguar, con mucho tacto, si no estará pensando en gastar el dinero que le queda en artículos de lujo para lanzarse luego por un precipicio sin paracaídas. Conozco a Tamsin: no se atrevería a saltar por un precipicio, pero sí a contraer deudas descomunales en espera de que se le ocurra algo más original.
—Mira, me he traído mis propias provisiones —dice—. Una botella de plástico de agua mineral, de la época en que podía permitirme estos lujos, pero ahora llena de agua del grifo. Ñam, ñam. —La agita delante de la cara de Maya—. ¿Ves? No hay armas escondidas.
—Muchas gracias por tenerme informada, Fliss. —Maya tuerce la nariz como un conejo ofendido y retrocede hacia su despacho. Ha estado de morros conmigo toda la mañana. Yo le he dedicado mis mejores y más radiantes saludos y ella se ha limitado a responderme con gruñidos. Binary Star es hoy una empresa distinta. Cada cual va a la suya y evita mirar a la cara a los demás. Es como una oficina de luto.
Por Laurie.
Cojo a Tamsin del brazo y la arrastro por el pasillo hacia la habitación que necesito empezar a creer que es mi nuevo despacho libre-de-vaho, murmurando: «Gracias por tu colaboración». Cierro de un portazo, corro el pestillo y echo la cadena. Si regresa Laurie y quiere entrar, mala suerte. Él mismo me dijo que podía ser él desde el lunes; lo único que hago es adelantar dos días laborables lo que habíamos convenido. Que venga si quiere y me pille.
Que venga.
—De nada, hija. —Tamsin se deja caer en la silla giratoria de Laurie y apoya los pies en el globo terráqueo. Su rostro se ensombrece.
—Estás en plan sarcástico, ¿verdad?
—No me habría disgustado prescindir de la ocurrencia de que eres demasiado pobre para pagarte el agua mineral. Tengo que trabajar aquí, Tam, ¿lo recuerdas?
—Me pareció oír que ibas a presentar la dimisión esta misma mañana.
—He cambiado de idea.
—¿Y eso?
No hay ningún motivo para no contárselo, aunque no estoy segura de que mi decisión tenga lógica para los demás.
—He llamado a mi madre esta mañana. Le he explicado que estaba preocupada porque me iban a pagar más de lo que valgo desde el punto de vista práctico, que Maya y Raffi me mirarán con malos ojos y cosas así.
—Y te dijo que no seas idiota —especula Tamsin.
—No exactamente. Me sugirió que les dijera que no iba a sentirme cómoda cobrando tanto y que estudiáramos la posibilidad de encontrar un término medio entre lo que percibo ahora y lo que ganaba Laurie, una cantidad que nos deje contentos a todos. La escuché con atención y te juro que me oí diciendo eso, y parecía muy razonable y humilde, parecía ella, poquita cosa, modesta, sin pretensiones y… —Me encojo de hombros—. Laurie tenía razón. Nadie pide menos dinero. No me importa lo que Maya o Raffi piensen de mí, pero… Perdería el respeto por mí misma si no intentara al menos hacer este trabajo. —Casi por obligación, añado—: Aunque aquí, entre nosotras, no creo que valga ciento cuarenta mil al año, ni por asomo.
—Sufres el Síndrome Inverso de L’Oréal —dice Tamsin—. «Porque no lo valgo». Entonces, ¿harás la película?
—No crees que pueda, ¿verdad?
—Si puede hacerse, tú puedes —dice con sentido práctico—. ¿Por qué no ibas a ser capaz?
Me pasa por la cabeza la idea de explicarle por qué soy distinta de ella, de Laurie y del resto del personal de Binary Star, por qué no puedo oír el nombre de Yardley, Jaggard o Hines sin sentir un tirón frío en la boca del estómago.
No hablé a mi madre de la película de Laurie. Le conté lo del ascenso y el aumento de sueldo, pero no en qué iba a trabajar. No es que me lo hubiera prohibido. Mi madre se pondría a bailar desnuda en la calle antes que decir nada que pudiera suscitar una discusión.
Tamsin es la única persona de la empresa ante la que he sentido alguna vez la tentación de explicárselo. El problema es que no sabe tener la boca cerrada mucho tiempo. Esta vez no es diferente.
—La cuestión es saber si aún se puede hacer la película después de que Ray Hines te dejara plantada en la acera. ¿Has hablado con Paul Yardley? ¿Has convencido a Sarah Jaggard para que vuelva a subir a bordo?
—No he hecho nada todavía.
—Aparte de esparcir por el despacho el contenido de cinco archivadores —dice Tamsin con voz titubeante y mirando los papeles que hay en el suelo y en todas las superficies hábiles.
—Buscaba algo que no encontré. ¿Te suena el nombre de Wendy Whitehead?
—No.
—¿Qué posibilidades crees que hay de que esté sepultada bajo estos escombros? He leído por encima todo lo que he podido, pero…
—No te molestes —dice Tamsin—. Yo recordaría cualquier nombre con tal que haya aparecido una sola vez. Conozco a todos los peritos que han declarado como testigos, a todas las enfermeras visitantes de la Seguridad Social, a todos los letrados…
—¿Y alguna Wendy a secas? Podría haberse casado y cambiado el apellido. O haberse divorciado.
Tamsin lo medita.
—No —dice al cabo del rato—. No hay ninguna Wendy. ¿Por qué?
—Me llamó anoche.
—¿Wendy Whitehead?
—Rachel Hines.
Tamsin eleva los ojos al techo.
—Ya lo sé. Yo estaba delante, ¿no te acuerdas?
—No. Quiero decir más tarde. Cuando se alejó sin bajarse del coche. Casi inmediatamente después. Se disculpó, dijo que todavía quería hablar conmigo, pero que tendría que ir donde ella.
—¿Dijo por qué se marchó?
—No. Vi que miraba a mi espalda, como si… no sé, como si mirase a alguien que estuviera detrás de mí, pero cuando me volví, no había nadie. Al volverme otra vez, ya se había ido.
—¿Piensas que vio algo que la asustó?
—Pero ¿qué pudo haber visto? Ya te digo que no había nadie allí. Solo yo. Nadie que pasara, ningún vecino asomado a la ventana.
Tamsin arruga la frente.
—¿Y quién es Wendy Whitehead?
Titubeo.
—Puede que prefieras no saberlo.
—¿Es malo?
—No sé cómo responder a eso sin decirte quién es.
—¿Se la tira Joe a mis espaldas? —Tamsin da un puntapié al globo terráqueo—. Sería típico de mi buena suerte en este momento.
No puedo contener la sonrisa. Joe jamás le pondría los cuernos a Tamsin. El deporte favorito de este hombre es cultivar la ley del mínimo esfuerzo. Casi me lo imagino mirando a otras mujeres y pensando: «¿Para qué molestarme, si ya estoy con una?».
—No tiene nada que ver con tu vida personal —digo. No soporto el suspense, ni siquiera cuando retengo la información en vez de ser yo quien la espera—. Rachel Hines me dijo que Wendy Whitehead mató a sus hijos.
Tamsin da un bufido y se hunde en la silla de Laurie. Mi silla.
—Cuando Marcella Hines murió, no había nadie en la casa, solo ella y Ray. Lo mismo que cuando murió Nathaniel, cuatro años después: estaba solo en casa con su madre. La tal Wendy Whitehead, desde luego, no estaba allí, en el caso de que exista. Más interesante sería saber por qué Ray Hines miente y por qué ahora. —Abro la boca, pero no con suficiente rapidez—. Yo sé por qué —añade Tamsin—. Para atraerte.
—¿Qué hago entonces? ¿Ir a verla? ¿Llamar a la policía? —La noche anterior estuve casi todo el tiempo haciéndome estas preguntas, incapaz de dormir más de media hora seguida.
—Ir a verla para estar segura —dice Tamsin—. A mí me pica la curiosidad. Siempre la he sentido por ella: es una mujer extraña. Se ha tomado mucho trabajo para mantener apartado a Laurie, en cambio se lo toma para acercarse a ti.
Si hay alguna posibilidad, en todo caso pequeña, de que sea verdad lo que dice, entonces debo avisar a la policía. ¿Y si resulta que Wendy Whitehead es una persona real que no mató a Marcella y a Nathaniel Hines? La interrogarían, incluso podrían detenerla y yo habría causado problemas a una mujer inocente. No puedo hacer una cosa así, no al menos sin averiguar más cosas. No sin estar segura de que eso no es lo que Rachel Hines quiere que haga.
¿Por qué no me ha llamado Laurie? Le he dejado mensajes por todas partes, diciéndole que necesito consejo con urgencia.
Marcella y Nathaniel. Ya sé sus nombres. Hasta el momento he pensado poco en la posibilidad de tener hijos, pero si los tengo, no los llamaré así. Son los típicos que se eligen cuando crees que eres alguien importante. ¿Será otra manifestación del Síndrome Inverso de L’Oréal que llamara Wayne o Tracey a los hijos que podría tener? Porque no lo valgo.
Wayne Júpiter Benson Nattrass. ¡Vamos, Felicity, crece de una vez, por el amor de Dios!
¿Por qué Rachel Hines ha esperado hasta este momento para hablar de Wendy Whitehead? ¿Por qué fue a la cárcel en vez de contar la verdad?
—Háblame de ella —digo a Tamsin—. Todo lo que sepas.
—¿De Ray? En lo referente a maridos, le tocó bailar con los más feos, eso seguro. ¿No has leído la transcripción de las entrevistas que le hizo Laurie a Angus Hines?
—Aún no.
—Tienen que estar ahí. —Tamsin señala los montones de papeles con la cabeza—. Búscalas, merecen leerse. No creerás que Angus fue capaz de decir esas cosas hasta que veas los recortes de prensa en que se le cita repitiendo lo mismo. —Cabecea—. Lo tienes delante, lees lo que sale de la boca de una persona que no tiene el menor motivo para mentir, y sin embargo no te lo puedes creer.
—¿Qué hace? ¿En qué trabaja?
—Es una especie de redactor jefe de London on Sunday. Abandonó a Ray en cuanto se dictó sentencia contra ella. Paul Yardley y Glen Jaggard fueron el polo opuesto. Estuvieron siempre con sus mujeres, apoyándolas en todo. Creo que Ray Hines es tan rara por eso. Si lo piensas bien, sufrió un trauma de más. Helen y Sarah fueron condenadas por el sistema, pero no por la gente que las rodeaba. Sus familias no dudaron nunca de su inocencia. Cuando puedas leer todo el material, verás que Helen y Sarah llaman sistemáticamente a sus maridos sus columnas, las dos. En el caso de Agnus Hines no cabe hablar de columnas: no es ni siquiera un guijarro.
—¿Y las drogas? —pregunto.
Parece desconcertada.
—Perdona, ¿me dijiste que te trajera alguna?
—Rachel Hines es drogadicta, ¿no?
Eleva los ojos al techo.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Una vez oí en el metro a dos mujeres que hablaban de ella. Ella misma lo dice también no sé dónde… —miro a mi alrededor en busca del papel donde lo he visto, pero no recuerdo en qué rincón del despacho lo dejé ni lo que era exactamente.
—Su entrevista con Laurie —dice Tamsin—. Léela otra vez, suponiendo que seas capaz de encontrarla entre los restos de mi sistema de archivo, impecable en otro tiempo. Lo decía con sarcasmo, para burlarse del ridículo concepto de ella que tenía la gente. No es más…
Se abre la puerta y entra Maya con una bandeja en la que hay dos tazas de algo caliente.
—Un regalo de reconciliación —dice con cordialidad—. Té verde. Fliss, cariño, necesito hablar contigo lo antes posible, así que no tardes. Tam, por favor, di que seguimos siendo amigas. Aún podemos pasar juntas noches estupendas, ¿verdad?
Tamsin y yo cogemos las tazas, demasiado atónitas para decir nada.
—Ah, me llevé esto de recepción por equivocación, cariño. —Se saca un sobre de la cintura de los tejanos y me lo alarga. Nos regala una rápida sonrisa, agita la bandeja en el aire y se va.
Un sobre color crema. Reconozco la caligrafía; la he visto en otros dos sobres.
—¿Té verde? —cacarea Tamsin—. El tarquín es verde. El moco es verde. El té no es el mejor medio para…
—Cuéntame eso de que Ray Hines no es drogadicta —digo, dejando el sobre a un lado. Ya sé que contendrá números y que no seré capaz de adivinar qué significan, así que mejor me olvido de ellos. Tiene que ser una broma y acabarán mandándome el chiste que lo explica todo. Probablemente es Raffi. Es el gracioso de la empresa. Uno de sus temas favoritos de conversación es contar que ha dicho cosas divertidas y que todos se han reído mucho—. Si no es o no ha sido una drogata, ¿por qué piensan otros que sí? —pregunto, esforzándome por aparentar que sigo concentrada en Rachel Hines.
Tamsin se pone en pie.
—Tengo que irme. Te han convocado y, si me quedo, acabaré matando a alguien.
—Pero…
—Laurie escribió un artículo titulado «La médica que mentía», estará en alguno de estos montones. Todo lo que necesitas saber sobre Ray Hines está ahí.
—¿En qué periódico apareció?
—No se ha publicado todavía. Se lo quedó la British Journalism Review y el Sunday Times publicará un resumen, pero en ambos casos quieren esperar hasta que Judith Duffy pierda el juicio del Colegio General de Médicos.
—¿Y si lo gana?
Tamsin me mira como si hubiera hecho la insinuación más subnormal que haya oído en su vida.
—Lee el artículo y comprenderás por qué es imposible que eso suceda.
Se va del despacho parodiando el gesto de despedida de Maya y con un «Hasta luego, cariño».
Reprimo las ganas de pedirle que no me deje sola. Cuando se ha ido, quiero convencerme inútilmente de que debo tirar el sobre crema a la papelera sin abrirlo, pero soy demasiado cotilla, tan cotilla que estoy asustada.
No seas ridícula. No son más que números en una tarjeta y solo una subnormal se asustaría de eso.
Abro el sobre rasgando el borde y veo la punta de algo que parece una fotografía. La saco y noto el nudo que se me está formando en el estómago. Es la foto de una tarjeta con dieciséis números, dispuestos en cuatro filas de cuatro. Alguien sostiene la tarjeta cerca del objetivo para que se haga la foto; veo dedos sujetándola por ambos extremos. Podrían ser de hombre o de mujer; soy incapaz de decirlo.
2 1 4 9
7 8 0 3
4 0 9 8
0 6 2 0
Busco algún nombre, algo escrito, pero no hay nada más.
Vuelvo a meter la foto en el sobre y me lo guardo en el bolso. Me gustaría tirarlo, pero si lo tiro no podré comprobar si los dedos que sujetan la cartulina son los de Raffi o los de otra persona.
No te dejes enredar por esto. Sea quien fuere el responsable, eso es exactamente lo que quiere.
Doy un suspiro y miro con desaliento los papeles que alfombran el suelo. El sobre ha hecho que me sienta peor acerca de todo. No tengo la menor esperanza de realizar la película de Laurie. Lo sé; todos lo saben. Entrevistas, artículos, informes médicos, jerga legal… es demasiado. Tardaré meses, si no años, en asimilarlo todo. La idea de que todo ha quedado bajo mi responsabilidad me revuelve el estómago. Tengo que salir del despacho, alejarme de estas montañas de papel.
Cierro la puerta detrás de mí y me dirijo al despacho de Maya, medio deseando que me despida.
—Eres un caballo sorpresa. —Maya cruza los brazos y me mira de arriba abajo como en busca de más indicios de mis cuestionables cualidades equinas.
—Creo que no —digo. Entonces, trago una profunda bocanada de aire y me lanzo—: Maya, no estoy segura de ser la persona más indicada para…
—Ray Hines acaba de llamarme hace unos minutos, como seguramente sabrás ya. —De su mesa ascienden rizos de humo. La teoría tamsiniana del cajón inferior debe de ser cierta.
—¿Qué… qué quería? —pregunto.
—Entonar un encendido cántico de tus virtudes.
—¿Mis virtudes?
—Hasta ahora no me había llamado y nunca me ha devuelto una llamada. Curioso, ¿verdad? Que me haya llamado ahora. Por lo visto, aunque esto es nuevo para mí, tenía ciertas reservas sobre Laurie. Una niña bien muy encopetada y muy desagradecida, eso es lo que es. —Sonríe. La clase de sonrisa que una figura de cera rechazaría por ser demasiado rígida—. Disculpa, Fliss, cariño, no es mi intención descargar mi mal humor sobre ti, pero es que estas cosas me sacan de quicio. Cuando pienso en lo mucho que trabajó Laurie por sacarla de la trena… y ahora tiene las narices de decir que nunca lo consideró muy competente. Como si estuviera en condiciones de emitir juicios, como si Laurie fuera un don nadie salido de la nada y no el periodista de investigación más galardonado del país. Dijo que los árboles impedían a Laurie ver el bosque, pero como es idiota perdida, lo dijo al revés. Sus palabras exactas fueron: «El bosque le impide ver los árboles». Si no hubiera sido por él, seguiría entre rejas. Pero parece que lo ha olvidado.
Asiento con la cabeza del modo más general. Quiero saber exactamente qué ha dicho Rachel Hines de mí, pero me da mucha vergüenza preguntarlo.
—¿No sabrás por casualidad dónde está Laurie? —prosigue Maya.
—Ni idea. He estado todo el día tratando de localizarlo.
—Se ha ido definitivamente. —Se sorbe y mira por la ventana—. Ya lo verás… no volveremos a verlo. En teoría tenía que quedarse hasta el viernes. —Se agacha detrás de la mesa. Cuando se endereza lleva en una mano un cenicero de cristal cargado de colillas y en la otra un inequívoco cigarrillo, totalmente visible—. De esto, ni una palabra —comenta con intención de bromear, aunque le sale más bien como una advertencia—. Normalmente no fumo en la oficina, pero por una vez…
—No me importa. El hecho de ser fumadora pasiva me recuerda lo mucho que me gustaba la versión activa. —No añado que hace que me sienta superior a los pobres y débiles cretinos que no han renunciado todavía al tabaco.
Maya da una chupada larga. Es una de las mujeres con el aspecto más extraño que he visto. En cierto modo es atractiva. Tiene una figura de campeonato, ojos grandes, boca carnosa, pero su barbilla y su cuello no forman ese ángulo recto que tiene la mayoría de la gente entre la cabeza y el tronco. Esa articulación cabeza-cuello, que en su caso es de planta abierta, parece un globo de color carne que llevara empotrado en el cuello de la blusa. Tiene el pelo negro y largo y se lo arregla todos los días del mismo modo: liso por arriba y cuidadosamente rizado por abajo, y lo lleva sujeto por una cinta roja que recuerda a las muñecas infantiles victorianas.
—Sé sincera conmigo, cielo —ronronea—. ¿Le dijiste a Ray Hines que llamara para elogiarte?
—No. —¡No, joder, no, putón descarado!
—Dijo que ayer habló varias veces contigo.
—Me telefoneó y dijo que quería hablarme. Tengo que llamarla después para concertar el encuentro. —Corro un tupido velo sobre Wendy Whitehead y, para curarme en salud, también sobre la frustrada cita de anoche. Hasta que sepa qué significa, no pienso decir nada.
—Se te ha adelantado. —Maya coge un papel de la mesa—. ¿Te leo tus órdenes? Marchington House, Redlands Lane, Twickenham. Quiere que estés allí mañana a las nueve de la mañana. ¿Ya tienes coche?
—No, yo…
—Pero aprobaste el cuarto examen de la autoescuela, ¿no?
—Fue el segundo y no lo aprobé.
—Ay, qué mala suerte. Lo conseguirás en el próximo. Ve en taxi en ese caso. Twickenham está imposible si vas en transporte público. Llegarías antes al polo norte. Y tenme al tanto. Me gustaría saber qué es eso tan importante que quiere contarte.
Wendy Whitehead. Detesto saber cosas que otras personas desconocen. El corazón se me acelera, como un animal que anduviera cada vez más aprisa, reacio a admitir que quiere echar a correr. Tamsin tiene razón: Rachel Hines quiere atraerme y tiene miedo de que no le salga bien. Esta mañana no le devolví el telefonazo. Ya es media tarde y como aún no la he llamado, llama ella a la directora ejecutiva, sabiendo que si la orden parte de Maya, tendré que obedecer.
Es lista. Demasiado lista para decir por error que el bosque impide a Laurie ver los árboles.
—¿Fliss?
—¿Mmm?
—Eso que he dicho de los don nadie salidos de la nada… no me refería a ti, aunque haya podido darte esa impresión. —Maya me dirige una sonrisa de pobre-de-ti—. Todos tenemos que empezar por algún sitio, ¿verdad?