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8-10-2009

El primer brote de ira vino al ver a Charlie entrar en la cocina. Su cocina. Hacía seis meses que Simon vivía con ella y era la casa de ella. Prácticamente había estado a favor de la idea en todo momento, aunque había habido excepciones, suficientes para convencerlo de que todavía no estaba preparado para vender su casa. El segundo brote vino al verla bostezar. Nadie que hubiera estado durmiendo varias horas tenía razones para bostezar.

—¿Por qué no me diste un codazo cuando te levantaste? —dijo Charlie—. Eres mi reloj despertador.

—No me he levantado. No me he acostado aún.

Simon se daba cuenta de que ella lo miraba: primero a él, luego el libro que había en la mesa, delante de él.

—Así que estás haciendo los deberes con el bodrio lacrimógeno de Helen Yardley. ¿Dónde están los indicadores amarillos de Proust?

Simon no dijo nada. La noche anterior le había dicho que preferiría cortarse la cabeza con una sierra a leer el ejemplar que le había dado el Muñeco de Nieve. ¿Todas las mujeres obligaban a responder a la misma pregunta más de veinte veces? Su madre le hacía aquellas faenas a su padre; y sus dos abuelas a sus dos abuelos. La idea era deprimente.

—No puede ser el ejemplar que pediste ayer a Amazon…

—Palabra —dijo con sequedad: una respuesta de una sola palabra, por la forma y por el contenido. Palabra en la Calle era una librería del centro, mucho menos progre de lo que sugería su nombre. Los libros de historia local, jardinería y cocina se disputaban el espacio del escaparate. A Simon le gustaba porque no tenían cafetería; detestaba las librerías donde se podía tomar un café con pastas.

—Anoche celebraban no sé qué. Entré por casualidad al volver del trabajo, tenían el libro y pensé que era preferible comprarlo, leerlo de un tirón por la noche, para acelerar las cosas un poco.

Simon se dio cuenta de que estaba ametrallando el suelo de la cocina con el tacón derecho y se obligó a estarse quieto.

—Ajá —dijo Charlie con entusiasmo—. Entonces, cuando llegue el de Amazon, tendrás tres ejemplares. ¿O pasaste el del Muñeco de Nieve por la trituradora de papel del trabajo?

Simon lo habría hecho si hubiera tenido la seguridad de que Proust no iba a pillarlo con las manos en la masa.

—Si aún lo tienes, no me importaría echarle una ojeada.

Simon señaló la mesa con la cabeza.

—Si te apetece leerlo, ahí lo tienes.

—Es que quiero ver qué pasajes te señaló Proust. ¡No puedo creer que hiciera una cosa así! La vanidad de ese hombre no tiene límites.

—Son los pasajes donde se habla de él —dijo Simon con tranquilidad—. Como si fueran los únicos que interesan de todo el libro. Al parecer, la autora pensó que el Muñeco de Nieve era Martin Luther King, el Dalai Lama y Jesucristo encarnados en una sola persona.

—¿En serio? —Charlie cogió Nada más que amor—. Querrás decir lo contrario, supongo.

—No. Esa mujer lo apreciaba.

—Entonces es culpable como mínimo de tener un gusto pésimo. ¿Crees que mató a sus hijos?

—¿Por qué? ¿Porque pone a Proust por las nubes?

—No. Porque la encarcelaron por matarlos —dijo Charlie con paciencia exagerada.

—Me han encargado que busque a personas como tú. El Muñeco quiere nombres. Nombres de traidores.

Charlie llenó el cazo.

—¿Puedo decir algo sin que te lo tomes a mal? ¿Y te puedo hacer un té al mismo tiempo?

—Di lo que quieras. Me lo tomaré como me lo tome.

—Muy tranquilizador. Ya me siento mejor. Está bien, ahí va: creo que estás incubando una obsesión peligrosa. Que en realidad ya ha madurado.

Simon, sorprendido, levantó la cabeza.

—¿Por qué lo dices? ¿Porque he estado levantado toda la noche? No podía dormir. Helen Yardley no es para mí más importante que cualquier otra…

—Hablo de Proust —dijo Charlie con amabilidad—. Odiarlo es ya una obsesión para ti. El único motivo por el que te has pasado la noche en vela leyendo el libro es que sabías que lo mencionaban en sus páginas.

Simon apartó la mirada. La idea de que lo obsesionase un hombre le resultaba ridícula.

—Hasta ahora no había conocido a ninguna víctima de homicidio que hubiera escrito un libro —dijo—. Cuanto antes lo lea, antes sabré si contiene algo que pueda ayudarme.

—Entonces, ¿por qué no lees el ejemplar que te dio Proust? Pero en vez de eso, fuiste a Palabra, que no te queda de camino, así que no entraste por casualidad. Te desviaste de la ruta habitual para dirigirte a una librería que habría podido no estar abierta anoche y en la que a lo mejor no tenían el libro…

—Estaba abierta y lo tenían. —Simon la apartó al pasar y salió al pasillo—. Olvida el té. Tengo que asearme e ir al trabajo. No puedo perder el tiempo hablando de cosas que no han ocurrido.

—¿Y si Palabra hubiera estado cerrada? —dijo Charlie detrás de él, asomándose a la escalera. Más hipótesis sin objeto—. ¿Habrías vuelto al trabajo para recoger el ejemplar de Proust?

Simon no le hizo caso. En su mundo, si gritabas una pregunta a una persona que estaba lejos y la persona en cuestión no te hacía caso, lo dejabas pasar y quizá lo reintentabas más tarde. En el mundo de Charlie no. La oyó subir la escalera.

—Si te has decidido a leer un libro que necesitabas leer solo porque él te lo dio, entonces tienes un problema.

—Esa mujer lo apreciaba —repitió Simon, observando su cansada cara en el espejo de brazo articulado que Charlie le había comprado y puesto en la pared del cuarto de baño.

—¿Y qué?

Charlie tenía razón. Si juzgaba inaceptable que una muerta no estuviera de acuerdo con él, se situaba en un lugar tan bajo como Proust y sería igual de propenso a la tiranía.

—Supongo que todo el mundo tiene derecho a opinar —dijo al cabo del rato. Puede que algunos colegas del Dalai Lama pensasen que era un gilipollas engreído. ¿Tenían colegas los tipos aquellos de la flotante túnica azafrán? Si los tenían, ¿los llamaban así?

—¿Cuánto tiempo inviertes en detestarlo? —preguntó Charlie—. ¿El ochenta por ciento? ¿El noventa? ¿No tienes suficiente con tener que trabajar con él? ¿Vas a dejar que encima te coma el tarro?

—No, dejaré que eso lo hagas tú. ¿Contenta?

—Yo lo haría si lo dijeras en serio. Iría inmediatamente a reservar por teléfono una habitación en aquel hotel de cinco estrellas de Malasia.

—No empieces otra vez con la coña esa de la luna de miel. Ya lo acordamos. —Simon se daba cuenta de que era injusto; como era reacio a negociar, no había dejado que Charlie tuviera ni voz ni voto en el asunto y luego le había dado la vuelta al argumento para que pareciese que era una decisión conjunta.

¿Qué había dicho el Muñeco de Nieve? Sé que puedo contar con su colaboración.

Sentía pavor a pasar la luna de miel con Charlie. Faltaban solo nueve meses para julio y cada día que pasaba estaba más cerca. Tenía miedo de no poder cumplir, de que Charlie le cogiera manía. La única forma de atajar dicho pavor era revelarle lo antes posible el alcance de su ineptitud.

Se cepilló los dientes, se remojó la cara con agua fría y bajó la escalera.

—¿Simon?

—¿Qué?

—La muerte de Helen Yardley es de Helen Yardley, no de Proust —dijo Charlie—. No encontrarás la respuesta correcta si haces la pregunta que no debes.

Proust se levantó de la silla para abrirle la puerta a Simon, cosa que no había hecho hasta entonces.

—¿Sí, Waterhouse?

—Ya he leído el libro. —Por eso estoy aquí, dándote otra oportunidad para que seas razonable, y no en Recursos Humanos para quejarme de ti. Pero no era una oportunidad auténtica; Simon no podía pretender que hubiera nada generoso en ello. Quería demostrar que Helen Yardley se equivocaba. Era ridículo; vergonzoso. ¿Acaso no conocía a Proust lo suficiente, después de trabajar con él durante años?

—Es una lástima que no conociera usted a Helen Yardley, Waterhouse. Habría podido aprender mucho de ella. Sabía sacar lo mejor de la gente.

—¿Qué hacía con ello después de sacarlo? —preguntó Simon—. ¿Enterrarlo por ahí y dejar pistas? —No podía creer que hubiese dicho aquello, no podía creer que no lo hubieran expulsado ya del despacho.

—¿Qué es eso? —Proust señaló con la cabeza el papel que Simon llevaba en la mano. ¿Contenía la ira para negar esa satisfacción a Simon?

—Creo que hay un punto de vista que hemos olvidado, señor. He elaborado una lista de nombres de personas con quienes creo que deberíamos hablar. Figuran todas las que tenían intereses creados en la culpabilidad de Helen Yardley y otras que…

—No era culpable.

—Hay personas que necesitan aferrarse a la convicción de que era inocente —dijo Simon con actitud neutral— y personas que necesitan aferrarse a la convicción de que no lo era porque de lo contrario no podrían vivir en paz consigo mismas: me refiero a los once jurados, a los abogados de la acusación, a los asistentes sociales que…

—La doctora Judith Duffy —leyó el Muñeco de Nieve en voz alta en el papel que había acabado por quitar a Simon de la mano—. A pesar de mi profesión, he conocido pocos seres humanos a los que podría considerar malvados al ciento por ciento, pero esa mujer… —Arrugó la frente—. ¿Y estos otros? Reconozco a unos cuantos: los Brownlee, el juez Wilson… Oiga, Waterhouse, no estará usted sugiriendo que Helen Yardley fue asesinada por un juez del supremo, ¿verdad?

—No, señor, claro que no. Lo he puesto en la lista para que esté completa.

—Un poco más completa y le saldría la guía telefónica.

—El juez Wilson representó un papel en el encarcelamiento de Helen Yardley. También los once jurados cuyo nombre figura asimismo en la lista. Cualquiera de ellos pudo tener una reacción violenta al enterarse de que se anulaba la sentencia. Estoy pensando… bueno, quizá alguno experimentó una reacción muy violenta. —Simon no quiso emplear la palabra justiciero—. Ese es el motivo por el que Sarah Jaggard y Rachel Hines están también en la lista. Cabe la posibilidad de que cualquiera que crea que Helen Yardley burló a la justicia crea también que Jaggard y Hines la burlaron. Necesitamos hablar con ellas, averiguar si alguien las ha estado molestando, si han recibido amenazas o si han advertido algo fuera de lo común.

—Ordene sus ideas, Waterhouse. ¿Esto es una lista de personas interesadas en que Helen Yardley fuera culpable u otra cosa completamente distinta? —Proust sostenía el papel con el pulgar y el índice, como si lo ofendiera tocarlo—. Porque a mí me da en la nariz que es más probable que Sarah Jaggard y Rachel Hines tengan interés en que Helen sea inocente, dado que las dos fueron víctimas de un error de la justicia muy parecido, y Helen hizo campaña en favor de ellas.

Helen. Helen y su amigo Giles.

—Sarah Jaggard fue absuelta —dijo Simon.

Proust lo fulminó con la mirada.

—¿No cree que es un error de la justicia ser acusada de asesinato cuando lo único que hizo fue cuidar del mejor modo posible del hijo de su amiga? Pues si no lo cree, lo siento por usted.

Por lo que Simon sabía, el Muñeco de Nieve no había tenido nunca el menor contacto con Sarah Jaggard. La indignación que sentía en nombre de Helen Yardley ¿se extendía automáticamente a todas las mujeres acusadas del mismo delito? ¿O lo había convencido que Helen Yardley creyera en la inocencia de Jaggard? Simon se lo habría preguntado directamente a Proust si este hubiera sido una persona accesible.

—Tiene usted razón: no todas las personas que figuran en la lista tienen interés en la culpabilidad de Helen Yardley. Pero son personas con las que deberíamos hablar.

—La jueza Geilow sentenció a Rachel Hines a dos cadenas perpetuas por asesinato —dijo Proust—. No tiene nada que ver con Helen Yardley. ¿Por qué figura en la lista?

—Lo dijo usted mismo: las semejanzas entre el caso Yardley y el caso Hines son sorprendentes. Las obsesiones pueden contagiarse. Evidentemente, no es probable que la jueza Geilow matara a Helen Yardley, pero…

—Es menos probable eso que la posibilidad de que la matara el juez Wilson, si es que podemos hablar aquí de posibilidades —dijo Proust con impaciencia.

—También he incluido el nombre de los doce jurados que declararon culpable a Rachel Hines —dijo Simon—. A diferencia de los jueces del supremo, cualquiera puede ser jurado. ¿No sería posible que uno de los once que enviaron a Helen Yardley a la cárcel pasara los nueve años que ella estuvo encerrada pensando que era una excelente persona por haber puesto fuera de la circulación a una asesina y que esa excelente persona no pudiera aceptar la situación cuando se enteró de que la acusada no era culpable? Nueve años, señor. —Simon se estaba permitiendo el lujo de hablar como si tuviera delante a un hombre que realmente escuchaba—. Piense en lo difícil que es cambiar la propia versión al cabo de todo ese tiempo, la versión que esta persona excelente ha estado contando a todo el mundo que conoce, la versión que refleja quién es y qué hizo. Después de nueve años pasa a ser un componente fundamental de la imagen que esa persona tiene de sí misma. Pero he dicho quizá y eso es lo único que digo —añadió por precaución.

Proust dio un suspiro.

—Sé que lamentaré hacerle esta pregunta, pero ¿por qué están en la lista los jurados de Rachel Hines? ¿Cree que uno de ellos pudo matar a Helen Yardley? De acuerdo con su lógica, ¿no sería más probable que matara a Rachel Hines?

Simon no respondió.

—Entiendo su mentalidad, Waterhouse, siempre la he entendido. ¿Quiere que le diga en qué está pensando? Si este asesino obsesionado estaba en el jurado de Hines, cabe la posibilidad de que matara a Helen Yardley porque esta fue decisiva en la puesta en libertad de Rachel Hines. También es posible que extendiera su obsesión castigadora a las otras mujeres y haya planeado dar su merecido a las tres, así como a los jueces del tribunal de apelación que anularon las sentencias. Puede que nuestro asesino sea un jurado de Hines que no quiere empezar eliminando a Rachel Hines para que el caso no sea demasiado transparente. ¿Qué tal lo hago?

A Simon le ardían las mejillas.

—Creo que deberíamos enseñar la tarjeta de los dieciséis números hallada en el cadáver de Helen Yardley a todas las personas de la lista y preguntarles qué piensan al respecto —dijo—. No estamos ante uno de esos casos de o blanco o negro a que estamos habituados: o asesino desconocido o asesino cercano a la víctima. Casi nadie de la lista conocía personalmente a Helen Yardley, pero tampoco son desconocidos elegidos al azar. Fueron tan importantes en la vida de la víctima como la víctima en la vida de ellos.

—Laurie Nattrass. —Proust señaló la lista con el dedo—. Ya ha sido interrogado y sometido a la prueba de la pólvora. No suele ser usted descuidado, Waterhouse. De ideas fijas, seducido por espejismos, sí, pero descuidado no.

—Me gustaría volver a hablar con Nattrass. Me gustaría preguntarle por los dieciséis números, preguntarle si alguien que haya contactado con él a través de JPCI lo ha amenazado o se ha conducido de manera atípica, si algo le ha hecho sentirse incómodo últimamente.

—¿Como qué, joder? —Proust echó atrás la silla, apartándola de la mesa—. ¿Un sofá con bultos? ¿Un forúnculo en el trasero?

Simon se mantuvo firme, ni siquiera pestañeó ante el tono de voz.

—Esos números significan algo —dijo—. No soy experto en perfiles psicológicos, pero estoy segurísimo de que, si significan algo, es que este asesino va a matar otra vez.

—Le advierto, Waterhouse…

—La próxima vez dejará una tarjeta parecida, con los mismos números o con otros. De un modo u otro, significará algo. Helen Yardley y Laurie Nattrass representaban las mismas cosas para mucha gente. Es posible que quien la matara a ella lo intente con él. Sugiero entrevistar a Nattrass, a Sarah Jaggard y a Rachel Hines, y si ninguno nos permite avanzar, si no han sido hostigados recientemente, si los dieciséis números no significan nada para ninguno, nos olvidaremos de los demás nombres de la lista y volveremos a la teoría del asesino desconocido.

—Y si la semana pasada, un tirado cualquiera, empapado de calimocho, le gritó en la calle a Sarah Jaggard, ¿qué hacemos? —bramó Proust—. ¿Nos ponemos a analizar las manos de la jueza Geilow y del juez Wilson para ver si tienen restos de pólvora? ¿Dónde está la conexión? ¿Dónde la lógica?

—Señor, me esfuerzo por ser razonable.

—¡Pues esfuércese más, Waterhouse! —El inspector alargó la mano como si fuera a asir algo. La mano se cerró formando un puño y Proust lo congeló en el aire y lo miró. Ya no la tienes, so zoquete. Ni siquiera el Muñeco de Nieve podía romper una taza dos veces.

—En su lista hay una persona a la que podría aplicarse su teoría de la obsesión —dijo Proust con cansancio exagerado—. Judith Duffy. Destruir la vida de mujeres inocente es la razón de su existencia. Eso huele a cierto nivel de obsesión y… a un alejamiento de la realidad que debería hacernos reflexionar, por mucho prestigio profesional que tenga o haya tenido. Por lo menos, debería ser prioritario investigarla para saber a qué atenernos. —Se frotó la frente—. La verdad es que hasta pronunciar su nombre me revuelve el estómago. ¿Cree que no me ha afectado todo esto? Pues sí. Soy un ser humano como usted, Waterhouse. Usted ha leído el libro de Helen Yardley. Póngase en mi lugar, si puede.

Simon se quedó mirando al suelo. No era tan idiota como para confundir una acusación de insensibilidad con una confidencia.

—Hay muchas cosas que no están en el libro —prosiguió Proust—. Yo podría escribir otro con lo que sé. Estuve en el hospital cuando Helen y Paul autorizaron la desconexión de la máquina que mantenía con vida a Rowan. No sabía eso, ¿verdad? El pequeño Rowan estaba clínicamente muerto. No se podía hacer nada por él, nada en absoluto. ¿Sabe lo que hacía yo allí?

«No me importa. Cuéntaselo a quien te trague».

—Había ido para llevarme a los Yardley a comisaría, para interrogarlos. Órdenes de Barrow. Una enfermera de la sala infantil que nos había telefoneado menos de una hora después de que ingresaran a Rowan acusó a Helen de haber querido matarlo. Rowan había dejado de respirar, no por primera vez en su corta vida. Cuando lo ingresaron tenía un valor 5 en la escala de coma de Glasgow. Le pusieron un gotero y se lo elevaron a 14. —Miró a Simon como si recordara de pronto que estaba allí—. El valor normal es 15. Durante un rato dio la impresión de que iba a ponerse bien, pero volvió a desmoronarse. Helen y Paul ni siquiera estaban en la habitación cuando el valor empezó a descender nuevamente. Helen estaba demasiado afectada y Paul tuvo que llevársela. Ni siquiera estaba en la habitación —repitió muy despacio—. Si eso no da para una duda razonable, ya me dirá usted para qué da.

—¿Presentó la enfermera alguna prueba de que Helen hubiera querido matar a Rowan? —preguntó Simon. La única forma de abordar aquello era tener sentido práctico, llenar las lagunas del caso, concentrarse en los Yardley y no en el Muñeco de Nieve. «No te está desnudando su alma, solo te cuenta los antecedentes. Relájate».

—Paul y Helen eran conocidos en el hospital —dijo Proust—. Morgan y luego Rowan tuvieron varios episodios de muerte aparente. Los dos niños dejaban de respirar de vez en cuando sin que nadie supiera por qué. Por lo visto era una especie de deficiencia congénita; era la explicación más a mano, pero eso no se le ocurrió a la alborotadora que avisó a la policía. Avisó dos veces, la segunda unas horas después de la primera. Sin dar su nombre: sin duda estaba avergonzada de su despreciable conducta y tuvo miedo de que no hiciéramos caso de su primer intento de meter cizaña.

Cada vez que oía la expresión «sin duda», Simon dudaba a su vez. ¿Es que la salud de un niño no podía deteriorarse rápidamente a consecuencia de un daño infligido antes por un progenitor, aunque dicho progenitor no estuviera presente en el momento de manifestarse el deterioro? Quería preguntar si había algo más, aparte de aquellos episodios de apnea, que hubiera hecho sospechar de la madre al personal del hospital. Pero se limitó a decir:

—Todos los que trabajan en este caso deberían saber eso. —Un esfuerzo denodado por impedir la intimación. Simon no podía soportar que Proust le contara nada que no hubiera contado con la misma disposición a Sam Kombothekra, o a Sellers, o a Gibbs—. Cuando no estamos de servicio, deberíamos informarnos de los antecedentes: el juicio de Helen Yardley, la apelación…

—No. —Proust se puso en pie—. No, porque no hay motivo alguno para suponer que su muerte esté relacionada con todo eso. Podría haber tenido tanto que ver con su aspecto físico como con su encarcelamiento por asesinato. Judith Duffy, Sarah Jaggard, Rachel Hines, Laurie Nattrass… de acuerdo, hable con estos cuatro, pero con ninguna otra persona de la lista, todavía no. Si podemos evitar que los jueces Elizabeth Geilow y Dennis Wilson se sometan a la prueba de los residuos de pólvora, evitémoslo. Y ya que estamos en esto, que los entrevistados sean seis: interrogue también a Grace y Sebastian Brownlee. Aún no he conocido a ningún jurado criminalmente obsesionado con un caso después de trece años, pero cuando se trata de padres adoptivos, podrían ponerse paranoicos por la posibilidad de que su hija quiera algún día tener alguna relación con su madre biológica, en particular cuando la madre es una persona tan admirable y ejemplar como Helen Yardley. —Proust asentía con la cabeza, como si estuviera ordenando sus ideas mientras hablaba.

Simon se estaba preguntando más cosas: ¿en qué momento había llegado Proust a la conclusión de que Yardley era inocente? ¿Al verla por primera vez? ¿Antes incluso? ¿Era su decidida defensa de aquella mujer una forma de desobediencia, un corte de mangas al comisario Barrow por suponerla culpable? ¿Podía Proust haber estado enamorado de Helen Yardley? Simon sintió un escalofrío; la idea de que el Muñeco de Nieve tuviera sentimientos le resultaba repulsiva. Simon prefería pensar en él como en una máquina que urdía problemas, humana exteriormente, pero en ningún otro aspecto.

Alargó la mano para recuperar su lista de nombres. Si la dejaba en aquel despacho, podía acabar en la papelera.

—Lo primero que hice cuando llegué al hospital y vi lo que pasaba fue llamar a Roger Barrow —dijo Proust, retrepándose en la silla. Aún no había terminado con Simon—. Por entonces no era comisario, ni debería serlo en la actualidad. Lo llamé por teléfono y le dije que no podía llevar a Helen a la comisaría para interrogarla. «Acaba de firmar la autorización para desconectar las constantes vitales de su hijo», le dije. «Ella y su marido están a punto de presenciar la muerte de su hijo. Están destrozados». Helen era tan inocente de homicidio como el que más, pero incluso en el caso de que no lo fuera… —El Muñeco de Nieve se interrumpió para inhalar una profunda bocanada de aire—. La detención y el interrogatorio podían esperar hasta que Rowan se hubiera ido de este mundo. ¿Por qué tanta prisa? ¿Qué importancia podían tener un hora o dos?

Simon se dio cuenta de que estaba pendiente de su propia respiración, del silencio que imperaba en el despacho.

—«Si la quiere en comisaría, mande a otro agente a detenerla», le dije. «No, no», dijo Barrow. «Tiene usted razón. Vaya a comer algo, tómese una cerveza, serénese», dijo. Como si hubiera perdido en las carreras de caballos o algo así, algo trivial. «Tiene razón, la detención de la madre puede esperar un poco». Quería apartarme de la misión, eso era todo. Cuando volví al hospital, los médicos me dijeron que dos policías de uniforme se habían llevado detenidos a Helen y a Paul unos minutos después de mi partida; que se los habían llevado a rastras y gritando, como si fueran… —Proust cabeceó—. Y Rowan…

—¿Había muerto ya? —barbotó Simon, cuya incomodidad empezaba a transformarse en pánico. Necesitaba luz y aire. Necesitaba no oír aquello, pero no encontraba las palabras exactas para ponerle fin. Lo sentía como una especie de agresión. ¿Lo había planeado Proust? ¿Había observado que Simon se endurecía con el paso de los años hasta el punto de burlarse de él y había llegado a la conclusión de que su nueva arma iba a ser la intimidad forzosa?

—Cuando Rowan murió, ni Helen ni Paul estaban allí —dijo Proust—. Solo. ¿No hace que se enorgullezca usted de ser humano, Waterhouse? Suponiendo que lo sea. —Hizo un aspaviento para dar a entender que no esperaba respuesta.

Simon se fue a toda prisa sin pensar adónde iba. Al tigre; sus pies lo sabían, aunque su cerebro no. Entró, buscó un cubículo y echó el pestillo con el tiempo justo antes de que un acceso de vómito lo doblara por la mitad. Pasó los siguientes diez minutos arrojando café con bilis, mientras pensaba: «Me pones enfermo. Me pones la hostia de enfermo».