De «Nada más que amor»
de Helen Yardley, con la colaboración
de Gaynor Mundy
21 de julio de 1995
Cuando se presentó la policía el veintiuno de julio, supe inmediatamente que aquella vez no era como las anteriores. Hacía tres semanas justas que Rowan había muerto y me había vuelto una experta en interpretar el ánimo de los agentes. Por lo general sabía, fijándome en sus caras, si el interrogatorio iba a ser implacable o amistoso. Un policía que siempre había sido amable conmigo era el sargento Giles Proust. Parecía incómodo cada vez que me interrogaban y dejaba que la mayor parte de las preguntas las hicieran sus subordinados. Preguntaban una y otra vez si tuve una infancia feliz, cómo me había sentido siendo la hermana del medio, si había envidiado a mis hermanas, si mantengo una relación estrecha con mis padres, si hice alguna vez de canguro siendo adolescente, si quería a Morgan, si quería a Rowan, si acepté con agrado los embarazos. Me entraron ganas de gritarles: «¡Pues claro que sí, caramba, y si son incapaces de verlo con sus propios ojos, no merecen llamarse policías!».
Siempre he tenido la impresión de que Giles Proust era el único policía que, lejos de limitarse a creer que yo era inocente de la muerte de mis criaturas, sabía que lo era, con la convicción con que lo sabía yo y lo sabía Paul. Se daba cuenta de que yo no era una asesina y de lo mucho que quería a mis dos preciosos niños. Y aquel día volvió a presentarse en mi casa, con una mujer a la que no reconocí, y comprendí en el acto, por la cara que ponía él, que aquella vez la cosa era grave. «Ustedes dirán», dije, deseando acabar de una vez con aquello.
—Le presento a la agente Ursula Shearer, de Protección Infantil —dijo el sargento Proust—. Lo siento, Helen. Estoy aquí para detenerla por el asesinato de Morgan y Rowan Yardley. No tengo más remedio. Lo siento mucho.
Su pesar era totalmente sincero. Leía en su cara que estaba sufriendo por verse en la obligación de hacerme aquello. Creo que en aquel momento odié a sus superiores más por él que por mí. ¡Cuántas veces les habría dicho que estaban acosando a una madre afligida que no había hecho nada malo! Yo era tan víctima de la muerte de mis niños como ellos.
Por terrible que fuera para mí el momento de mi detención, nunca pienso en él sin pensar también en Giles Proust y en el calvario que debió de pasar. Debió de sentirse tan impotente como yo, sin medios para que sus superiores vieran y oyeran la verdad. Paul me había aconsejado muchas veces que no diera por hecho que había representantes de la ley de mi parte. Tenía miedo de que, movida por mi ingenuidad, me engañara a mí misma y sufriera desilusiones que no harían sino aumentar mi dolor. «Por muy honrado que parezca Proust, es un policía, no lo olvides», me decía. «La comprensión podría ser una táctica. Tenemos que partir de la base de que todos están en contra nuestra».
Aunque no estaba de acuerdo con Paul, entendía su punto de vista. Para él era una forma de mantenerse fuerte. Al principio desconfió incluso de nuestros parientes más cercanos; no creía que nuestros padres y nuestros hermanos estuvieran de nuestra parte. «Dicen que están seguros de que no lo hiciste», decía, «pero ¿cómo sabemos que no lo dicen porque es lo que se espera de ellos? ¿Y si algunos tienen dudas?». Hasta el día de hoy sigo convencida de que ninguno de nuestros familiares ha pensado nunca que yo pudiera ser culpable. Todos me habían visto con Morgan y con Rowan y habían visto el profundo amor que sentía por ellos.
Nos dijeron que no había contra Paul ninguna acusación, pero se le permitió ir conmigo en el coche de la policía, lo cual supuso un gran alivio para mí. Me senté entre Paul y el sargento Proust; la agente Shearer, que estaba al volante, nos condujo a la comisaría de Spilling. No pude contener las lágrimas cuando abandoné mi querida casa, la casa donde había sido tan feliz, primero con Paul, luego con Paul y con Morgan, y también cuando llegó Rowan. ¡Cuántos recuerdos hermosos! ¿Cómo podían hacerme aquello después de lo que había sufrido? En algún momento me sentí presa del odio más intenso, por todo y por todos. No quería vivir en un mundo capaz de infligir un sufrimiento tan atroz. Pero luego sentí un brazo alrededor de mis hombros y el sargento Proust dijo: «Escúcheme, Helen. Sé que usted no mató a Morgan ni a Rowan. Las cosas no se presentan favorables en este momento, pero la verdad prevalecerá. Si yo me doy cuenta de esa verdad, otros se darán cuenta también. Hasta los tontos ven que es usted una madre buena y cariñosa».
La agente Shearer murmuró un comentario sarcástico por el que colegí que reprobaba lo que me había dicho el sargento. Puede que pensara que yo era culpable o que el sargento Proust había infringido alguna clase de protocolo al decirme lo que me había dicho, pero no me importó. Paul sonreía. Finalmente admitía que Giles Proust era un aliado sincero. «Gracias», dijo. «Su apoyo significa muchísimo para nosotros. ¿Verdad, Helen?».
Yo asentí con la cabeza. La agente Shearer hizo otro comentario desdeñoso entre dientes. El sargento Proust, que ya me había expresado su solidaridad, habría podido darse por satisfecho, pero añadió: «Si hay juicio, cosa que dudo mucho, me llamarán como testigo. Cuando baje del estrado, el jurado estará tan convencido de su inocencia como yo».
—Pero ¿qué coño está diciendo? —le soltó la agente Shearer. Paul y yo nos encogimos en el asiento, sobrecogidos por la rudeza del reproche, pero Giles Proust no se inmutó.
—Hago lo correcto —dijo—. Alguien tiene que hacerlo.
Yo, sin darme cuenta, había dejado de llorar. En aquel momento sentí lo que solo puedo describir como una ola de paz beatífica, y dejé de preocuparme, de obsesionarme por lo que iba a ocurrirme. Fue algo mágico. Ya no tenía miedo. Si Giles Proust acertaba o se equivocaba acerca de la posibilidad de que me juzgaran o de lo que llegase a pensar un jurado hipotético, ya no me importaba. Lo único que me importaba era que mientras miraba por la ventanilla y veía pasar los buzones, los árboles y las tiendas, amaba el mundo que había odiado hacía solo unos momentos. Me sentía parte de algo bueno, íntegro y luminoso, algo de lo que Paul, Giles Proust, Morgan y Rowan también formaban parte. Es muy difícil explicar con palabras esa sensación porque era mucho más poderosa que las palabras.
Camino de la comisaría, ignoraba hasta qué punto iban a irnos mal las cosas a Paul y a mí, los terribles momentos de dolor y sufrimiento que el futuro nos reservaba. Pero mientras el destino descargaba sobre nosotros un golpe tras otro, incluso cuando sentía mi ánimo en el punto más bajo y no parecía haber ninguna esperanza de respiro, la sensación de paz que sentí aquel día en el coche policial estuvo siempre conmigo, aunque hubo ocasiones en que tuve que forcejear para encontrarlo en mi interior. Es la misma energía positiva que me ha estimulado en la labor que he realizado en favor de otras mujeres en situaciones parecidas a la mía y ha sido la fuerza motriz que ha impulsado mi contribución a JPCI. El sargento Proust me dio una lección ejemplar aquel día: que siempre es posible, y cuesta muy poco, dar un poco de fe y esperanza, incluso en medio de la más negra desesperación.
12 de septiembre de 1996
El centro de encuentros era un lugar horrible y desangelado, una estructura prefabricada de una sola planta, fea, de color gris, que parecía perdida y abandonada en un inmenso aparcamiento casi vacío. La detesté nada más verla. No tenía suficientes ventanas y las que había me parecieron demasiado pequeñas. Le dije a Paul:
—Tiene aspecto de esconder secretos desagradables. —Supo a qué me refería. Añadí—: No puedo. Realmente no puedo. No puedo entrar ahí.
Me dijo que no había más remedio, ya que Paige estaba dentro.
Quería verla más que a nada en el mundo, pero me atemorizaba la alegría que sentiría en cuanto estuviéramos juntas, porque sabía que era un sentimiento que los asistentes sociales podían destruir y destruirían. Si acudía allí todos los días entre semana y me quedaba un par de horas, de acuerdo con las negociaciones que Ned y Gillian habían hecho en mi nombre, significaría que tendría que soportar que un esbirro de los Servicios Sociales me quitara a Paige cinco veces por semana hasta el día del proceso, y nadie sabía lo que sucedería después. Aun en el caso de que me absolvieran, como Giles Proust me aseguraba sin cesar, podían quitarnos a Paige indefinidamente. Ned me había explicado la diferencia que había entre un juicio criminal, en el que debía demostrarse la culpabilidad más allá de una duda razonable, y los tribunales que apartaban a los hijos de los padres y los retenían tras puertas cerradas y en secreto. En los tribunales de lo familiar basta con que el juez decida que es mejor separar a los menores de los padres, basándose en un cálculo de probabilidades, lo que significa que nadie necesita demostrar nada. Para perder a mi hija bastará con que una persona que no me conoce en absoluto llegue a la conclusión de que probablemente soy una asesina.
—En mi vida he oído nada más cruel e injusto —dije a Ned—. Perder a Paige sería insoportable, y si voy a prisión, Paul nos perderá a las dos.
Ned me miró a los ojos y dijo:
—No puedo mentirte, Helen. Es una posibilidad que hay que tener en cuenta.
—Llévame a casa —dije a Paul. Aún seguíamos en el aparcamiento—. Ya he sufrido tres pérdidas terribles y no soportaría otra más. —Así me sentía. Paige gozaba de buena salud, pero la perdí cuando me la quitaron de los brazos una hora después de nacer y la dejaron a cargo de las autoridades—. No puedo perder a mi hija una y otra vez en el curso de esta semana, y de la semana que viene y Dios sabe hasta cuándo. No permitiré que me hagan eso ni que se lo hagan a ella.
Hasta aquel momento me había mostrado obediente y dócil, pero esta actitud no me había llevado a ninguna parte. Entonces me dije: que sepan exactamente lo que están haciendo: quitarle una criatura a su madre. ¿Qué necesidad tenía de presentarme puntualmente y hacer que los Servicios Sociales se sintieran con la conciencia tranquila por «permitir» que me relacionara con mi propia hija? Estaban destruyendo lo que quedaba de mi familia y quería que se dieran cuenta.
El regreso a Bengeo Street fue el viaje más desdichado de mi vida. Ni Paul ni yo despegamos los labios en todo el trayecto. Ya en casa, nos preparamos un té muy cargado y muy caliente.
—Deberías volver —le dije—. Tienes que hacer lo posible por recuperar a Paige, al margen de lo que me suceda a mí. Tendrás que mentir, pero es un precio que valdrá la pena pagar. —Paul me preguntó a qué me refería y se lo expliqué—. Finge que dudas de mí. Compórtate como si estuvieras tan preocupado de que me dejen sola con Paige como los propios asistentes sociales. Convéncelos de que si te la quedas tú, no permitirás que esté sola conmigo.
No hay palabras para expresar lo mucho que aborrecí decir esto a Paul. Él era mi columna y me había sostenido con firmeza desde el comienzo de este calvario. Su lealtad era mi principal punto de apoyo y sin embargo le estaba pidiendo que fingiese ser un hombre peor de lo que era, que fingiese ser un marido desleal, cuando yo sabía que era maravilloso y valiente. Pero también sabía que era lo que había que hacer. Lo único que importaba era impedir que aquellos ladrones de niños de los Servicios Sociales entregaran a nuestra querida Paige a otra familia.
Cuando perdí a Morgan y luego a Rowan, no pensé que pudiera sucederme nada peor, pero perder a Paige de este modo sería ciertamente peor, porque sería por un error humano. Una injusticia así me destruiría y, aunque parecerá melodramático, tenía miedo de que matara literalmente a Paul.
—Por favor —le supliqué—. Vuelve y ve al menos a Paige. Llama y di que vas para allá.
—No —dijo llanamente—. No pienso mentir a nadie ni tú tampoco. Eso nos pondría a la altura de ellos. Combatiremos el mal con el bien y las mentiras con la verdad, y venceremos. El sargento Proust dice que venceremos y creo en él.
—Ned y Gillian dicen que tal vez no —le recordé con los ojos llenos de lágrimas—. Aun en el caso de que me declaren inocente en el tribunal de lo criminal, habrá que afrontar el fallo del familiar.
—¡Calla! —exclamó Paul—. No quiero oírlo.
Era la primera vez que me levantaba la voz desde que la tragedia había truncado nuestra vida y me avergüenza confesar que aproveché la oportunidad para pagarle en especie y dar rienda suelta a toda la desdicha y desesperación que se habían acumulado en mi pecho. Diez minutos después seguíamos gritándonos. En aquel momento sonó el timbre de la puerta.
Me arrojé en los brazos de Giles Proust y el pobre debió de quedar aterrorizado al ver que le gritaba que me ayudase a hacer entrar a Paul en razón.
—Es usted quien debe entrar en razón, Helen, y en seguida —dijo con toda seriedad—. ¿Por qué no está en el centro de encuentros? Debería estar allí ahora. Acabo de recibir una llamada informándome de que no se ha presentado.
Hice lo que pude por explicarle mis motivos.
—Escúcheme atentamente, Helen —dijo—. Por difícil que le resulte, debe usted pasar con Paige todo el tiempo que pueda. No pierda ni una sola visita, de lo contrario lo utilizarán contra usted. Entiendo su miedo, pero no les dé argumentos si no quiere que sus peores temores se conviertan en realidad. ¿Qué cree que pensarán si ni siquiera se molesta en pasar allí las pocas horas semanales que le permiten ver a Paige?
—Escucha lo que te dice, Hel, por favor —dijo Paul con serenidad—. No podemos saber lo que va a suceder, pero al menos así sabremos que estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano: no mentir ni renunciar a la lucha. Dentro de diez, veinte años, sean cuales fueren las circunstancias, recordaremos esto y nos sentiremos orgullosos de nuestro proceder.
Habían unido sus fuerzas, ¿cómo podía resistirme? Los dos eran prudentes, leales y fuertes, y yo me sentía insignificante, una fracasada y una cobarde.
Giles Proust nos llevó otra vez al centro de encuentros. Habíamos perdido casi todo el tiempo diario a que teníamos derecho, pero aún pudimos estar con Paige media hora. La supervisora apareció a eso de las doce. Nunca olvidaré su nombre: Leah Gould.
—Lea Gulag, es más apropiado —dije a Paul más tarde.
Se negó a esperar en el pasillo y nos observó por la ventanilla, a pesar de que el sargento Proust casi le pidió de rodillas que nos permitiera tener un poco de intimidad. Insistió en quedarse con nosotros en aquella habitación horrorosa, pequeña, pintada de un modo chillón y que rezumaba la desdicha de multitud de familias separadas a la fuerza por verdugos sonrientes y oficialmente autorizados; al menos eso es lo que me pareció entonces.
Cuando Leah Gould puso a Paige en mis brazos, mi desdicha desapareció, aunque solo temporalmente. Una criatura pequeña es un paquete de alegría y esperanza ante el que es difícil no reaccionar y sentí que desbordaba de amor por mi preciosa pequeña. Paul y yo la cubrimos con abrazos y besos. La pobre criatura no tardó en tener la cara húmeda, ¡tanto fue lo que lloramos sobre ella! «Nadie nos la quitará», pensé. «Sería una locura, habida cuenta de lo mucho que la queremos y lo evidente que debe de ser, incluso para un ser tan impasible e inconmovible como Leah Gould». En aquel momento creía firmemente que los poderes públicos entrarían en razón y permitirían que Paul, Paige y yo tuviéramos un futuro juntos.
No sé qué sucedió a continuación, solo que fue uno de los momentos más extraños de mi vida. Cuando me di cuenta, Leah Gould estaba delante de mí, diciendo: «Helen, entrégueme a la niña. Por favor, entrégueme a Paige. Ya, por favor». Obedecí aturdida. No podía haberse acabado el tiempo todavía; solo habíamos estado en la habitación unos minutos. Por la cara que ponían Paul y el sargento Proust, saltaba a la vista que también ellos estaban confusos.
Leah Gould casi se fue corriendo, con Paige en los brazos.
—¿Qué he hecho? —pregunté, rompiendo a llorar.
Ni Paul ni Giles Proust supieron responder. Miré la hora. En total había estado ocho minutos con mi hija.
El episodio adquirió un poco de coherencia cuando tiempo después supe por Ned que Leah Gould iba a testificar en mi juicio y a decir que yo había querido asfixiar a Paige delante de ella, con el pretexto de darle un abrazo. Me eché a reír cuando me enteré.
—Que lo diga si es su deseo —dije a Ned y a Gillian—. Paul y Giles Proust también estaban presentes. Ningún jurado creerá que no se dieron cuenta de que delante de ellos se estaba produciendo un intento de asesinato. Y uno de los dos era sargento de policía, ¡por el amor de Dios!
Puede que pecara de ingenua. Puede que si la declaración de Leah Gould hubiera sido la única «prueba» del fiscal, me hubieran dejado en libertad y a Paul y a mí nos hubieran permitido recuperar a nuestra hija. Pero yo no sabía aún que la vil mentira de Leah Gould iba a resultar atrozmente convincente por estar respaldada por la experta opinión de una persona mucho más madura, equilibrada y estimada, una persona a la que el jurado tomaría muy en serio. Al mirar atrás ahora me cuesta creer que por entonces yo no hubiera oído hablar de la doctora Judith Duffy, la mujer que representaría el papel principal en la destrucción del resto de mi vida.