Miércoles, 7 de octubre de 2009
—Es exactamente la patada en el culo que necesito, así es como yo lo veo —dice Tamsin, dando un sorbo a la sexta ginebra con tónica que ha pedido esta noche—. A las maniáticas del control como yo les beneficia cualquier alteración de la rutina. —Empieza a hablar ya con lengua de trapo. El labio superior le resbala sobre el inferior como un zapato de suela lisa en la nieve.
Podría escabullirme al lavabo, telefonear a Joe y decirle que venga a buscarla, pero si la dejo sola, seguro que se arrima a cualquier desconocido y en la barra hay como mínimo dos hombres con cara de llevar en el bolsillo un pañuelo empapado en cloroformo. El Grand Old Duke of York es el único pub al que se puede ir andando desde el trabajo donde es seguro que no encontraremos a nadie de Binary Star, por eso nos hemos atrevido a enfrentarnos con la mala cerveza y los lobos solitarios con mala pinta. Esta noche cualquier cosa es mejor que tropezarse en French House con Maya, Raffi o Laurie.
—Hace demasiado tiempo que vivo rodeada de seguridad —dice Tamsin con determinación—. Debería correr más riesgos. —Es que es eso; y ni por asomo voy a permitir que vuelva a su casa en metro. Esperaré y llamaré a Joe cuando se desmaye. Bastarán otros quince minutos, media hora a lo sumo—. No hay sorpresas en la vida, tú ya me entiendes. Me levanto a las siete, me meto en la ducha, desayuno dos Weetabix y un batido de frutas, me voy andando al metro, llego al trabajo a las ocho y media, me paso todo el día correteando detrás de Laurie, me agoto tratando de… descifrar lo que dice o piensa, vuelvo a casa a las ocho, ceno con Joe, me encojo en el sofá para ver un episodio de cualquier serial comprado en DEUVEDÉ y me acuesto a las once. ¿Dónde está la chispa? ¿Dónde el dina… diana…?
—¿Dinamismo? —sugiero.
—¡Pero ahora me enfrento por fin a un gran reto: no tengo trabajo! —Se esfuerza por parecer optimista—. ¡Se acabaron los ingresos! Tendré que espabilar si no quiero quedarme en la calle.
—¿No puede Joe pagar la hipoteca? —pregunto, sufriendo por ella—. Quiero decir provisionalmente, hasta que encuentres algo.
—No, pero podríamos alquilar el estudio de Joe a cualquier pasota al que no le importe entrar en nuestro dormitorio cada vez que quiera mear en mitad de la noche —dice con animación—. Podríamos llegar a ser amigos. ¿Cuándo fue la última vez que hice nuevas amistades?
—Cuando me conociste a mí. —Hago lo posible por alejar de su mano la ginebra con tónica—. Dame eso. Te pediré un zumo de naranja.
Sus manos retienen el vaso con fuerza.
—Tú también eres una maniática del control —dice con voz acusadora—. Las dos lo somos. Hay que aprender a dejarse llevar por la corriente.
—Mientras la corriente no sea de vómito… ¿Por qué no llamo a Joe y le digo…?
—Noooo. —Me da golpecitos en la mano—. Estoy bien. Quiero aprovechar en serio esta oportunidad de cambiar. Tal vez me dé por vestir de azul o de rojo, y no de blanco y negro todo el tiempo. Oye… ¿sabes lo que voy a hacer mañana?
—¿Morir por intoxicación alcohólica?
—Ir a una exposición. Tiene que haber algo bueno en la National Portrait Gallery, o en Hayward. Y mientras yo hago eso, ¿sabes lo que harás tú? —Suelta un eructo ruidoso—. Irás al despacho de Maya y le dirás: «Sí, acepto ese empleo tan excelentemente pagado». Si te sientes culpable por ganar demasiado dinero, dame un poco a mí. Me conformo con poco. Tal vez la mitad.
—Oye… ¿sabes que eso que sugieres suena bien?
—¿Verdad que sí? —Ríe con risa nerviosa—. Es socialismo en miniatura. Nos afectaría solo a nosotras dos, pero el principio es el mismo: todo lo que tú tienes es mío y todo lo que yo tengo es tuyo; solo que yo no tengo nada.
—Necesitas ingresos. A mí me han ofrecido más del triple de lo que gano ahora… No, sería una locura. ¿O no? —No estoy tan borracha como ella, pero un poco sí.
—¿Cuál es el polema? —farfulla con los ojos como platos—. Nadie tiene por qué saberlo, solo tú y yo. Laurie tiene razón: si desaprovechas esta oportunidad, todos pensarán que eres idiota perdida. Y si ahorras como una avara…
—¿Ese es el gran reto que faltaba en tu vida? ¿Obligarme a aceptar un trabajo que no quiero para que tú me sises la mitad del jornal? —La verdad es que no estoy segura de que lo haya dicho en serio y espero a ver si me aclara que todo ha sido una broma. Pero va y me suelta:
—Bueno, no tendrías que financiarme siempre. Solo hasta que encuentre otro trabajo. Me gustaría mucho trabajar para Naciones Unidas, de intérprete.
Suspiro.
—¿Hablas muchos idiomas, aparte del inglés y el borrachín?
—Aprendería. El ruso y el francés combinan bien, creo. Estuve googleando un poco antes de salir del despacho. Por última vez para siempre —añade con énfasis, para recordarme su condición de mujer maltratada—. Cuando se conocen esos dos idiomas…
—Que tú no conoces…
—… lo único que necesitas entonces es un título y eso se puede conseguir en la Uni de Westminster, y entonces la ONU te contrata.
—¿Cuándo? ¿Al cabo de cuatro años?
—Más bien seis.
—¿Y qué te parece si te financio mientras buscas un puesto de trabajo en tu especialidad? —Subrayo las tres últimas palabras—. Con tu currículo, podrías conseguirlo mañana mismo.
—No, gracias —dice Tamsin—. Para mí se acabó la televisión. La tele es la rutina en la que he estado estancada hasta hoy. Te hablo en serio, Fliss. Desde que dejé la universidad he sido esclava de un salario. No quiero correr en busca de más ataduras, ahora que soy libre. Quiero hacer algo vivo, pasear por el parque, ir a patinar sobre hielo…
—¿Qué pasó con lo de aprender francés y ruso? —pregunto.
Desecha mi preocupación de un manotazo.
—Tiempo habrá para eso. Puede que mire a ver si hay clases nocturnas o algo parecido, pero lo que quiero por encima de todo es… evaluar mi situación, pasear por ahí, absorber el aire que respiro.
—Pero si vives en Wood Green.
—¿Tendrías para alquilar un piso en Knightsbridge si estuviera dispuesta a quedarme con una habitación?
—Basta ya, Tamsin —digo, convencida de que la broma ha ido demasiado lejos—. Precisamente por eso no quiero ser rica. No quiero convertirme en una persona que cree que Dios le ha dado derecho a poseer más dinero del que necesita gastar y lo guarda todo para ella sola. Hasta aquí he estado escuchando tu cotorreo mientras pensaba: «¿Por qué debo dar a una holgazana manirrota la mitad del dinero que he ganado con el sudor de mi frente?». Antes dijiste que podía ahorrar como una avara. ¡Ya me siento avara y eso que aún no he dicho que acepto el empleo!
Me mira de hito en hito con las entendederas obnubiladas por el alcohol. Al final dice:
—Me odiarías.
—Seguramente sí. Lo que me ha parecido el colmo ha sido eso de patinar sobre hielo.
Asiente con la cabeza.
—Es igual. No te lo tendría en cuenta. Puedes llamarme irresponsable y gorrona si te apetece, siempre que perciba una parte del dinero. Preferiría que me insultaras a tener que entrevistarme con jefes potenciales con mi estado de ánimo actual: me siento indeseada e insignificante. Pero ¿qué estoy diciendo? —Se da un manotazo en la muñeca y a continuación me golpea con fuerza en la rodilla—. Mira lo que has conseguido… ¡tu pesimismo me ha arrastrado por el suelo!
—Voy a rechazar el trabajo, Tam. —Da un gruñido—. Lo que probablemente significa que también a mí me darán el finiquito este fin de semana. Podríamos ir juntas a la National Portrait Gallery. —«Dile la verdad. Explícale por qué no puedes hacer la película de Laurie. No tienes nada de qué avergonzarte».
—¡Que le den por saco a eso! —Tamsin da un puñetazo en la mesa—. Si vas a la National Portrait Gallery, yo iré al Museo de la Ciencia, para protestar por tu… idiotez. Escucha, Fliss, la gente sueña con que le sucedan cosas como la que te ha sucedido a ti hoy. Tienes que aceptarlo. Aunque decidas dejar que me pudra en el arroyo mientras tú desayunas con diamantes.
—Te hablo en serio.
—¡Y yo también! Piensa en todo el tiempo que pasarás con Laurie, ayudándote extraoficialmente… ¡ah, ja, ja! —Su gorgoriteo se convierte en carcajada—. Se ve a mil kilómetros que estás enamorada de él.
—No es posible, porque no es verdad —digo con determinación. Bueno, no es una mentira de muchos quilates. Si soy consciente de todos los motivos por los que no debo amar a Laurie, y soy consciente, entonces eso debe de querer decir que no estoy enamorada, por lo menos no al ciento por ciento. Y si estoy enamorada de él, ¿cómo es que puedo admitir sin prejuicios que es un cretino y una auténtica cruz para mí?
—Te pasas horas mirándolo por la ventana de tu despacho, incluso cuando no está en el suyo. —Tamsin ríe por lo bajo—. No voy a malgastar saliva explicándote que de eso no puede salir nada bueno, aunque ya ha salido algo bueno: ciento cuarenta de los grandes al año, a repartir entre tú y yo. —Sonríe de oreja a oreja para que me entere de que me está enredando por el dinero—. Te han recompensado por tu buen gusto. Laurie podrá ser un bicho raro, pero es un bicho astuto. Ha visto que tartamudeas como una tonta delante de él y que te mueres por sus pedazos. Eres su peón ideal: se distancia de la película en público pero sigue controlándola en privado.
—¿Y por qué quiere distanciarse? —digo, pasando por alto las demás cosas que ha dicho Tamsin; porque si admitiera que las he oído y que me las creo, tendría que dedicar el resto de mi vida a sollozar en los lavabos—. Está obsesionado con ella.
—Por si la cosa se pone jodida, lo cual podría suceder porque Sarah se ha echado atrás.
—¿Sarah?
—Jaggard. Ay, Dios mío. Laurie no te lo ha dicho, ¿verdad?
Mi teléfono se pone a sonar. Lo abro.
—¿Diga?
—¿Fliss Benson? —pregunta una voz de mujer.
Respondo que sí.
—Soy Ray Hines.
El corazón me da un brinco, como un caballo cuando salta una valla. Rachel Hines. Tengo una sensación rarísima: como si aquel momento estuviera destinado a llegar y yo no tuviera forma humana de eludirlo.
Mi interlocutora no sabe lo importante que es para mí ni qué siento al oír su voz.
—¿Por qué Laurie Nattrass abandona Binary Star? —No parece irritada, ni siquiera molesta—. ¿Tiene algo que ver con la muerte de Helen Yardley? Doy por hecho que la asesinaron. Oí en las noticias que su muerte era «sospechosa».
—No sé nada —digo con brusquedad—. Tendrá que preguntárselo a la policía, y en cuanto al abandono de Laurie, tendrá que preguntárselo a él. Yo no tengo nada que ver con ninguna de las dos cosas.
—¿En serio? Pues he recibido un e-mail de Laurie en que me dice que usted se ha hecho cargo del documental.
—No. Es un… malentendido.
Tamsin ha sacado un bolígrafo de mi bolso y ha escrito «¿Quién?» en un posavasos. Me lo enseña. Debajo de su pregunta escribo «Rachel Hines». Abre la boca al máximo, hasta el punto de enseñarme las amígdalas, y garabatea aprisa en el posavasos: «¡¡Que siga hablando!!».
«¿Y si yo no quiero?».
El día que Rachel Hines ganó la apelación oí a dos mujeres hablando de ella en el metro. Una decía: «No sé las otras, pero la Hines mató a sus hijos, tan seguro como que hay Dios. Es drogadicta y miente como respira. ¿Sabes que abandonó a su hija cuando la pobre criatura no tenía ni un mes? Se fue de su casa durante casi una quincena. ¿Qué madre haría eso? Estoy convencida de que Helen Yardley fue inocente todo el tiempo, pero esa ni en sueños». Esperé a ver si la otra mujer disentía, pero dijo: «Habría sido mejor para la pequeña que no hubiera vuelto a casa nunca más». Recuerdo que pensé que era una forma extraña de expresarse: «Helen Yardley fue inocente todo el tiempo». Como si una persona pudiera ser culpable de un delito al principio y luego ser inocente.
—La llamo para decirle lo que seguramente Laurie se olvidó de mencionarle: que no quiero tener nada que ver con el documental. Al parecer opina usted del mismo modo. —Lo que hace esta mujer no encaja con el comportamiento que desde siempre he atribuido a las personas drogadictas.
—No quiere tener nada que ver con él —repito con voz neutra.
—Desde el principio le he dicho a Laurie con toda claridad que tendrá que apañárselas sin mí, así que no sé por qué sigue mandándome una información que no necesito. Puede que espere que cambie de idea, pero no voy a cambiar. —Parece tranquila, como si nada de lo que dice le importe; se limita a informarme de los hechos.
—Estoy en una situación parecida —le explico, demasiado irritada por el trato que he recibido para andarme con diplomacias. ¿Cómo se ha atrevido Laurie a cargarme con esta mujer sin darme ninguna posibilidad de elegir? Tamsin se remueve con nerviosismo en su asiento, desesperada por saber qué está pasando—. Laurie no sabe aceptar un no por respuesta —añado—. Eso, en el caso de que se moleste en preguntar. Esta vez no ha preguntado. No sabía que estuviera dando mis datos a todo el mundo. No sé por qué habrá supuesto que iba a hacerme cargo de la película sin preguntarme si quería o no.
Tamsin eleva los ojos al techo y niega con la cabeza. «¿Qué pasa?», le digo en silencio, moviendo los labios. No quiero tener mala conciencia por culpa de este asunto. La culpa es de Laurie, no mía.
—¿Y por qué no quiere? —inquiere Rachel Hines como si fuera la pregunta más natural del mundo.
Me imagino respondiéndole con sinceridad. ¿Cómo me sentiré después? ¿Aliviada por haberlo dicho claramente? Lo cierto es que no viene al caso porque nunca tendré ovarios para pasar la prueba.
—No es mi intención ser grosera, pero no creo que tenga que darle explicaciones a usted.
—No, no, claro que no —dice con lentitud—. Tal vez parezca que la presiono, pero… ¿podríamos vernos?
Vernos. Yo y Rachel Hines.
No tiene forma de saberlo. A no ser que… No, es imposible.
—¿Disculpe? —digo para ganar tiempo. Le quito a Tamsin el boli de las manos y escribo: «Quiere verme». Tamsin mueve la cabeza, asintiendo con energía.
—¿Dónde está ahora? Podría ir a su encuentro.
Miro el reloj.
—Son las diez de la noche.
—¿Y qué? Ninguna de las dos duerme. Yo vivo en Twickenham. ¿Y usted?
—En Kilburn —digo de manera automática y mentalmente me arreo un puntapié. En ninguna circunstancia quiero a Rachel Hines en mi casa—. En realidad estoy fuera ahora, en el pub Grand Old Duke of York, que está en…
—No voy a pubs. Deme su dirección y estaré allí dentro de una hora u hora y media, según esté el tráfico.
Mi cerebro repasa a toda velocidad los pros y los contras. No la quiero en mi casa. No quiero tener nada que ver con ella, solo enterarme de lo que quiere ella de mí.
—Sospecho que teme usted que la vean en su casa con una persona condenada antaño por asesinato —dice—. Lo entiendo. En fin, siento haberla molestado.
—¿Por qué quiere verme?
—Responderé a esa pregunta y a otras que usted desee, pero habrá de ser cara a cara. ¿Le parece justo?
—De acuerdo —oigo decir a mi voz. Incapaz de creer lo que está sucediendo, le detallo mi dirección.
—Tendremos que estar las dos solas, ¿entendido? Laurie no.
—Laurie no —convengo.
—Nos veremos dentro de una hora —dice Rachel Hines. Entonces pienso: esto está pasando de verdad y tengo miedo.
Tres cuartos de hora después estoy en casa, guardando a toda prisa en el armario la ropa todavía húmeda que estaba en el tendedero. Normalmente su sitio es el cuarto de baño, pero esta es una parte del piso que una visita podría querer ver y no puedo dejar allí expuesta mi ropa interior mojada. Al final consigo meter el tendedero en el armario, pero ahora no puedo cerrar las puertas. ¿Importa mucho? Estoy tan nerviosa que no puedo pensar. No es probable que Rachel Hines entre a la fuerza en mi dormitorio.
Una voz asustada susurra en mi cabeza: «¿Cómo sabes lo que hará o no?».
Saco el tendedero del armario. La mitad de la ropa cae al suelo. Aunque no la vea, saber que está ahí me molesta a mí. Es de locos guardar ropa mojada en un armario y no voy a portarme como una loca antes de que ocurra nada.
Siento un escalofrío. «No va a ocurrir nada», me digo. «Cálmate».
Vuelvo a colgar la ropa en el tendedero, planto este en el centro del dormitorio y cierro la puerta al salir. Entonces corro a la cocina, que he dejado revuelta por la mañana: platos y revistas por todas partes, restos de tostadas, tapones de botellas de leche, mondaduras de naranja. La hinchada y negra bolsa de basura que debería haber sacado hace días ha dejado pegotes de grasa anaranjada en el linóleo.
Miro la hora. Casi las once. Dijo entre una hora y hora y media. Eso significa que puede llegar dentro de cinco minutos. Necesito por lo menos quince para adecentar la cocina. Abro el lavavajillas. Está lleno de cubiertos y platos limpios y relucientes. Maldigo en voz alta. ¿Quién dijo que los lavavajillas hacen la vida más fácil? Son los cabrones más taimados del mundo de los electrodomésticos. Cuando quieres una taza o un plato limpios, te encuentras con una cueva llena de cacharros churretosos que gotean salsa de judías cocidas. Y cuando quieres que el maldito trasto esté vacío y listo para hacer un buen servicio, es el momento que ha elegido para estar hasta los topes de porcelana y acero inoxidable, todo brillante y apestando a limón.
Guardo el contenido de cualquier manera en los armarios y los cajones, desportillando un par de platos que ya están desportillados, como casi toda mi vajilla. Meto luego los cacharros sucios sin molestarme en pasarlos por el grifo, como normalmente hago, y limpio las superficies con un trapo que seguramente está más sucio que la mugre que quito. Peco de frívola cuando se trata de limpiar y poner orden: no me preocupa que todo quede infestado de bacterias mientras parezca presentable al ojo inexperto.
Saco la basura, limpio el suelo con el mocho y retrocedo para inspeccionar los resultados. Tiene mejor aspecto que en los últimos meses. Una ocurrencia me viene a la cabeza antes de que pueda censurarla: «tal vez debiera traer a asesinas más a menudo». Ya en la salita, acompañada por una banda sonora de golpetazos producidos por los saltarines vecinos de arriba, recojo del suelo una veintena de deuvedés, los guardo en una bolsa de tela que utilizo para la compra y la pongo detrás de la puerta.
No quiero que Rachel Hines sepa qué deuvedés tengo ni que se entere de ninguna otra cosa relacionada conmigo. Miro por encima la estantería que llena un entrante de la salita, el más cercano a la ventana. Tampoco quiero que sepa qué libros leo, pero no tengo ninguna bolsa suficientemente grande para guardarlos de manera provisional ni tiempo para vaciar los estantes. Acaricio la idea de colocar una especie de cortina para taparlos, pero entonces llego a la conclusión de que me he vuelto paranoica. No me importa que vea los libros. Solo importa lo que yo quiera que importe.
Ahueco los cojines del sofá y el del sillón y luego vuelvo a consultar la hora. Las once y cinco. Descorro las cortinas que corrí al entrar y cuando miro la calle veo pasar andando a un hombre y una mujer. Se ríen. Los tacones femeninos resuenan en la acera conforme se aleja y tengo que contenerme para no abrir la destartalada ventana de guillotina y gritar: «¡Vuelvan!».
No quiero estar sola con Rachel Hines.
Recojo todas las cartas, facturas, recibos y extractos bancarios que hay en la consola del vestíbulo y lo guardo todo en el único cajón de la cocina que se abre como es debido, debajo de la bandeja de los cubiertos. Estoy a punto de cerrarlo cuando detecto por el rabillo del ojo un sobre grueso de color crema y recuerdo que esta mañana he salido corriendo de casa sin abrir el correo.
La tarjeta que me enviaron al trabajo, la que tenía los números, llegó igualmente en un grueso sobre de color crema, también con relieves.
«¿Y qué? No tiene por qué significar nada. Una coincidencia, eso es todo».
También este va dirigido a Fliss Benson. Y la caligrafía…
Lo abro. Dentro hay una tarjeta con solo tres números esta vez; están en la parte inferior, escritos con letra menuda: 2 1 4. O tal vez sea doscientos catorce. Los tres primeros dígitos de la otra tarjeta, la que Laurie tiró a la papelera, eran 2, 1, 4.
No hay firma, nada que indique quién lo ha enviado. Pongo el sobre boca abajo y lo sacudo. Nada. ¿Qué significan los números? ¿Es alguna amenaza? ¿Debo asustarme? Sea quien fuere el o la remitente, sabe dónde trabajo, dónde vivo…
Me digo que estoy haciendo el ridículo, me esfuerzo por relajarme dejando caer los hombros. Durante unos segundos me concentro en respirar con lentitud y uniformidad. Evidentemente no es una amenaza. Si alguien quiere amenazarnos, utiliza palabras que entendamos: «haga x o la mataré». Las amenazas son amenazas y los números son números: no hay relación.
Rompo la tarjeta y el sobre y salgo para tirar los pedazos a la basura, decidida a no perder más tiempo en algo que debe de ser una broma imbécil. Vuelvo a entrar, me sirvo un vaso de vino blanco hasta el borde y paseo, consultando la hora cada tres segundos, hasta que no puedo soportarlo. Saco el móvil y llamo a Tamsin, a su casa. Responde Joe al segundo timbrazo.
—Ha echado hasta la primera papilla —me informa.
—¿Puedo hablar con ella?
—Pues… —su voz refleja duda—. En este momento está rociando la taza del váter con ginebra.
—¡Estoy bien! —grita Tamsin al fondo. Oigo una especie de forcejeo; más concretamente, oigo la derrota de Joe—. No hagas caso a Joseph. Le gusta exagerar —dice Tamsin con la crispación gutural de la persona que quiere parecer sobria—. ¿Y bien? ¿Cómo ha ido? ¿Qué te ha dicho?
—No ha llegado aún.
—Ah. Perdona, he perdido el tiempo… la noción del tiempo —añade corrigiéndose—. Pensé que era más tarde.
—Y es… demasiado tarde para presentarse en la puerta de una desconocida. Puede que haya entrado en razón y decidido no venir.
—¿Has com…? A ver si lo digo bien, coño. ¿Has comprobado si hay textos en el teléfono? —Yo oí más bien si había comprado sexo por teléfono, pero entendí lo que quería decir.
—Sí. No hay nada.
—Entonces aparecerá.
Mi reloj marca las once y veinte.
—Aunque haya salido de Twickenham, ya debería estar aquí.
—¿Twickenham? Eso está prácticamente en Dorset. Puede tardar horas. ¿Qué hace en Twickenham?
—¿No vive allí?
—No. Lo último que supe es que vivía en un piso de alquiler de Notting Hill, a cinco minutos de su exmarido y de su antigua casa familiar.
Lo único que yo sé de Rachel Hines es que fue condenada por haber matado a sus dos hijos y luego declarada inocente. «Muy hábil, Fliss. Nada como afrontar una situación debidamente preparada».
—¿Por qué me habré prestado a esto? —digo en son de queja—. La culpa es tuya, tú afirmaste con la cabeza como una posesa como si no pudiera negarme. —Pero antes de terminar la frase me doy cuenta de que no es verdad. Yo acepté porque acababa de enterarme de que la película podía naufragar antes de empezarse. Si eso ocurría, Laurie, que entonces estaría en Hammerhead, dejaría de tener influencia sobre Maya y Raffi. Y me pondrían de patitas en la calle: justo castigo por atreverme a creer que podía hacer de directora creativa, aunque nunca me lo he creído, y así se ahorrarían ciento cuarenta mil al año. Accedí a ver a Rachel Hines movida por la absurda esperanza de que la entrevista, de un modo u otro, me hiciera indispensable en Binary Star; es vergonzoso decirlo, pero no pienso admitirlo delante de nadie.
¿Significa eso que quiero hacer la película de Laurie? No, no, no, no.
—No la dejaré entrar —digo, convencida de que es la mejor idea que he tenido en mi vida.
—No tienes nada que temer —dice Tamsin del modo más inútil.
—Es muy fácil decirlo. ¿Cuándo fue la última vez que recibiste la visita de una asesina en plena noche? No sé si Rachel Hines mató o no a sus hijos, ¿cómo voy a saberlo?, pero me siento mejor pensando que sí.
—Ya no es una asesina —dice Tamsin. De manera automática pienso en la mujer a la que oí comentar en el metro: «Estoy convencida de que Helen Yardley fue inocente todo el tiempo»—. Incluso antes de que ganara la apelación, la jueza Geilow señaló que no creía que Ray Hines fuera a suponer una amenaza para nadie en el futuro. Al dictar la sentencia, prácticamente dijo que aunque es obligatorio imponer la cadena perpetua en un caso de homicidio premeditado, no le parecía que fuera apropiado y dio a entender que los casos como aquel no deberían verse en las salas de lo criminal. Menudo escándalo se organizó en los círculos jurídicos. Joder, ya estoy sobria. Por tu culpa.
—¿La jueza qué?
Tamsin suspira.
—¿Es que no lees nada más que Heat? Si vas a hacer la película, tendrás que ponerte al corriente de…
—No voy a hacer la película. Voy a echar el cerrojo de la puerta y a meterme en la cama. Mañana por la mañana me despediré de la empresa.
—Hazlo, doña Oportuna, y no sabrás nunca de qué quería hablarte Ray Hines.
Gol.
—Una de las objeciones que ponía a la película era que iba a aparecer con las otras dos mujeres —dice Tamsin—. Pero Helen ha muerto y Sarah se ha echado atrás, o sea que Ray puede ser la estrella principal. Será su caso. Y su caso es el más interesante de los tres, con diferencia; aunque en cierta ocasión se lo dije así a Laurie y Laurie casi me ahorca, me destripa y me descuartiza por traición. Helen fue siempre su favorita.
«¿El caso de Helen o Helen la mujer?». Tengo que morderme la lengua para no preguntarlo. No puedo sentir celos de la víctima de un homicidio que se quedó sin sus tres hijos y pasó casi una década en la cárcel. Aunque Laurie pase años regando la almohada de lágrimas por ella, los celos no son una opción aceptable si quiero vivir en paz conmigo misma.
Oigo detenerse un coche delante de mi casa. Aprieto el teléfono con fuerza.
—Creo que es ella. Voy a ver. —Me acerco como una tonta a la puerta de la calle, esforzándome por contenerme hasta que oiga el timbre. Cuando no puedo resistir más, abro la puerta.
Hay un coche negro aparcado junto al bordillo. Tiene las luces encendidas, el motor en marcha. Subo los cinco peldaños que hay desde mi sótano hasta el nivel de la acera y veo que es un Jaguar. La posesión de un coche así no desentona con la impresión que me dio cuando hablé con ella por teléfono. Lo que no sé es si encaja con la imagen de una drogadicta. Puede que ya no se drogue o puede que no sea la típica colgada que se pincha en una casa en ruinas, sino que esnife las rayas de coca en espejitos con marco de platino. Joder, menos mal que no tengo prejuicios, que si no…
Me pego en la cara una sonrisa cordial y me acerco al coche. No puede ser ella; ya debería haber bajado. De pronto se apagan las luces y el motor y la veo claramente bajo la luz de la farola de la calle. Aun sabiendo lo poco que sé de su caso, me resulta completamente familiar. Tiene una cara corriente, como la de Helen Yardley, una cara que ha salido tanto en la tele y en la prensa que casi todos los británicos la reconocerían. No me extraña que no quisiera reunirse conmigo en el pub.
No puedo creer que esta mujer quiera verme.
Su rostro es alargado y sus rasgos demasiado sosos, si no, resultaría despampanante. De todos modos, tiene esa clase de fealdad a la que le falta poco para ser atractiva. Su pelo espeso y ondulado me induce a mirarle la cara otra vez, pensando que debe ser atractiva, pues es el pelo que se espera ver alrededor de una cara hermosa: de un rubio dorado, bien cortado, con brillo. Tiene aspecto de persona importante; lo dicen sus ojos y su porte. Nada que recuerde a Helen Yardley, cuya absoluta vulgaridad y asequible sonrisa de vecina cordial indujeron con facilidad a muchísimas personas a creer en su inocencia cuando anularon sus dos condenas.
Rachel Hines abre la portezuela, pero no baja del coche todavía. Me acerco al Jaguar titubeando. Cierra dando un portazo. Enciende el motor, enciende los faros y la luz me deslumbra.
—Pero ¿qué…? —voy a decir, pero ya se ha puesto en marcha. Al pasar por delante de mí, decelera un poco y se vuelve a mirarme. Advierto que mira detrás de mí, hacia la casa. Me vuelvo por si hay alguien a mis espaldas, aunque sé que no hay nadie. Tendremos que estar las dos solas, ¿entendido?
Cuando enderezo la cabeza para mirarla de nuevo, ya está en mitad de la calle, ganando velocidad conforme se aleja.
¿Qué he hecho mal? El móvil que llevo en el bolsillo se pone a sonar.
—No te lo vas a creer —digo, pensando que es Tamsin, en busca de información—. Ha estado aquí hace diez segundos y acaba de irse sin decir esta boca es mía, sin bajarse siquiera del coche.
—Soy yo. Ray. Le pido disculpas… por lo que acaba de pasar.
—Olvídelo —digo a regañadientes. Cuando se es una persona decente, ¿por qué cuesta tanto decir: «Pues mire, oiga, no está bien lo que ha hecho, y aunque me ha pedido disculpas, no se las doy»? ¿Por qué me preocupa tanto la buena educación, siendo la clase de mujer que es?—. ¿Me puedo ir ya a dormir?
—Tendrá que venir usted a verme —dice.
—¿Qué?
—No digo ahora. Ya la he molestado bastante por hoy. Dígame un día y una hora que le vengan bien.
—Ni día ni hora —digo—. Escuche, esta noche, en el pub, me pilló usted con la guardia baja. Si quiere hablar con alguien de Binary Star, pruebe con Maya Jacques y…
—Yo no maté a mi hija. Ni a mi hijo.
—¿Perdón?
—Si quiere, le diré el nombre de la persona que lo hizo: Wendy Whitehead. Aunque no fue…
—No quiero que me diga usted nada —digo con el corazón a cien por hora—. Quiero que me deje en paz. —Pulso con fuerza el botón de fin de llamada. Transcurren unos segundos hasta que me atrevo a respirar de nuevo.
Al volver a mi casa, echo la llave y el cerrojo de la puerta, apago el móvil y desenchufo el fijo. Cinco minutos después estoy en la cama, tiesa y totalmente despierta, con el nombre de Wendy Whitehead deslizándose por las anfractuosidades de mi cerebro.