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07-10-2009

—Insólito sí —dijo el sargento Sam Kombothekra—. Sospechoso, no. ¿Cómo podría serlo? —Si tratar a los demás con justicia representaba siempre un esfuerzo, Sam sabía disimularlo.

Él y el agente Simon Waterhouse iban camino de la segunda reunión de trabajo de aquel día. Probablemente había comenzado ya. Sam andaba aprisa, fingiendo que no estaba nervioso por llegar unos minutos tarde.

Pero Simon sabía que estaba nervioso. La tardanza figuraba en la larga lista de cosas que molestaban al inspector Giles Proust, conocido extraoficialmente como Muñeco de Nieve porque los aludes de críticas que lanzaba caían como masas de hielo y costaba quitárselas de encima como si fueran aludes de verdad. Después de recibir palos durante años, Simon había conseguido ser inmune a las condenas de Proust: las opiniones del inspector le resbalaban por fin. Sam era un recién llegado a la Brigada de Investigación Criminal de Culver Valley y aún le quedaba un largo camino que recorrer.

El centro de investigaciones estaba abarrotado cuando llegaron, no quedaba ningún asiento libre y apenas se podía estar de pie. Simon y Sam tuvieron que conformarse con la puerta. Entre los cuerpos y por encima de las cabezas de las docenas de policías congregados, casi todos de Silsden y Rawndesley, Simon divisó la atildada e inmóvil figura de Proust. No miraba hacia ellos, pero Simon se dio cuenta de que el Muñeco de Nieve se había percatado de su retraso. Un arqueamiento de la ceja, un movimiento lateral de mandíbula: no hacía falta más. ¿No se decía que la agresividad pasiva era cosa de mujeres? Proust era ambas cosas; agresivo-pasivo y agresivo-agresivo. Se jactaba de cultivar todo el repertorio de comportamientos nocivos.

Por el ruido que había en la sala era evidente que no se habían perdido nada; la reunión no había empezado aún.

—¿Por qué ahora? —cuchicheó Simon al oído de Sam, aunque levantando un poco la voz para que el otro lo oyera entre los murmullos de conversaciones y el irregular golpeteo de pies contra las patas de las mesas. Seguía mostrándose suspicaz. Más que nada porque estaban allí sin motivo aparente—. ¿Dos reuniones al día? Como si fuera el primer asesinato que nos cae encima. Cuando hemos tenido casos múltiples ni siquiera ha levantado la cabeza de lo que estuviera haciendo, salvo para quejarse de ti, de Charlie o de quien estuviese al frente de la investigación. Y ahora quiere dirigir todas las…

—Helen Yardley es la primera… famosa no es la palabra, pero ya sabes a qué me refiero —dijo Sam.

Simon se echó a reír.

—¿Crees que el Muñeco de Nieve está deseoso de que la prensa le ponga nariz de zanahoria y ojos de carbón? Detesta…

—No tiene más remedio —volvió a interrumpirlo Sam—. Con un caso como este va a tener publicidad de un modo u otro, así que le conviene saber qué terreno pisa. Como inspector veterano, en un caso de interés nacional como este, está obligado a apretarnos las clavijas.

Simon prefirió no discutir. Ya había advertido que Sam, que normalmente era la educación en persona, lo interrumpía a mitad de frase cada vez que hablaba de Proust. La exsargento Charlie, novia de Simon, lo atribuía a la preocupación que sentía Sam por la buena conducta profesional: no había que hablar mal del jefe. Simon sospechaba que tenía más que ver con el mantenimiento del respeto de uno mismo. Incluso una persona tan paciente y consciente de la jerarquía como Sam apenas podía soportar lo que tenía que soportar del Muñeco de Nieve. No querer enterarse era su mecanismo amortiguador, pero casi imposible de poner en práctica por culpa de la continua disección a que sometía Simon el despotismo de Proust.

En última instancia se trataba de una opción personal. Sam prefería fingir que él y su equipo no eran maltratados por un megalómano narcisista para no tener que hacer nada al respecto, mientras que Simon hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la única forma de conservar la cordura era concentrarse todo el tiempo en lo que pasaba y en sus consecuencias, para que no hubiera ningún peligro de que la situación empezara a parecer normal. Se había convertido en el cronista extraoficial de la detestable personalidad de Proust. A la sazón casi preveía los estallidos violentos del inspector; cada uno era una prueba más de que Simon hacía bien en tener cerrado el grifo de la conciliación y de todos los beneficios de la duda.

—Haga lo que haga Proust, siempre verás una mala intención detrás de sus actos, aunque se ponga a arrastrar sacos de trigo por el desierto para dárselos a las víctimas del hambre —le había dicho Charlie la noche anterior, para pincharle—. Estás tan acostumbrado a detestar todo lo que se refiere a él que para ti es ya un reflejo condicionado: es obligatorio que haga algo malo, aunque tú no sepas aún de qué se trata.

«Probablemente tiene razón Charlie», pensó Simon. Probablemente tenía razón Sam: no había forma de que Proust eludiera el protagonismo en aquel caso. Tenían que verlo empuñando las riendas, o sea que lo estaba haciendo con entusiasmo, aunque en secreto contara los días que le faltaban para poder volver a su actitud habitual de hacer lo mínimo posible.

—Es inevitable que se sienta responsable, al igual que todos nosotros —dijo Sam—. Consideraciones profesionales aparte, tendrías que tener un corazón de piedra para no querer echar mano de todos los recursos en un caso como este. Sé que es pronto todavía y que no hay pruebas de que el asesinato esté relacionado con el motivo por el que todos conocemos el nombre de Helen Yardley, pero… hay que preguntarse si no habremos causado su muerte nosotros mismos.

Nosotros. Cuando Simon entendió lo que Sam quería decir, Proust estaba golpeando la pared con su taza «El Mejor Abuelo del Mundo» para llamar la atención de los presentes. Menos de tres segundos después no se oía ni una mosca. Los chicos de Silsford y Rawndesley aprendían rápido. Simon se había preocupado por avisar a todos el día anterior. No hubiera sido necesario; por lo visto, en ambas comisarías se contaban ya escalofriantes anécdotas sobre el carácter despiadado del Muñeco de Nieve.

—Inspectores, agentes, tenemos el arma del asesinato —dijo Proust—. Mejor dicho, no la tenemos todavía, pero la conocemos, lo cual significa que no tardaremos en dar con ella.

Aquello era discutible, pensó Simon. No iba a dejar pasar ni una sola afirmación de Proust sin someterla a un examen riguroso; todo iba a ser puesto en duda, aunque en silencio la mayor parte del tiempo. ¿Era este o aquel hecho un dato comprobado o solo una opinión expresada dogmáticamente que se hacía pasar por la única y sola verdad? Simon se daba cuenta de la ironía; si él tenía la mente abierta era gracias a que la del Muñeco de Nieve estaba siempre cerrada.

—Helen Yardley fue asesinada con una Beretta M9 de 9 milímetros —prosiguió Proust—. No con una Baikal IZH modificada, como nos dijeron el lunes en balística, ni una Makarov de 9 milímetros de la policía, como nos dijeron el martes. Puesto que hoy es miércoles, no tenemos más remedio que creer que a la tercera va la vencida.

Rick Leckenby se puso en pie con cara de enfadado.

—Señor, usted me obligó a especular antes de que yo…

—Sargento Leckenby, ya que se ha levantado, ¿querría hablarnos un poco del arma que ha identificado hoy?

Leckenby se volvió para mirar a los reunidos.

—La Beretta M9 de 9 milímetros es un arma típica del ejército de Estados Unidos y ha estado en circulación desde los años ochenta, lo que significa que podría haber venido de Iraq, en la época de la primera guerra del Golfo o más recientemente, o de cualquier otra zona de guerra, en cualquier momento de los últimos veinte, veinticinco años. Como es lógico, cuanto más tiempo haya estado en el Reino Unido, más difícil será rastrear su paradero.

—¿Significa eso que estamos buscando a alguien vinculado con las fuerzas armadas estadounidenses?

—O con las británicas —dijo el agente Chris Gibbs—. Un británico pudo habérsela quitado a un yanqui y haber regresado con ella.

—No, señor, eso es precisamente lo que quisiera establecer —dijo Leckenby, respondiendo a Proust—. Yo diría que no hay ninguna base para suponer que el homicida esté relacionado con las fuerzas armadas. Si la pistola entró en el Reino Unido en 1990, por ejemplo, es muy probable que desde entonces haya pasado por varias manos. Lo que yo diría es…

—No nos cuente lo que usted diría, sargento; limítese a decirlo.

—La pistola que más abunda en las calles en estos momentos y que se ha usado en más de la mitad de los tiroteos urbanos es la Baikal IZH de gas. Se compran en Europa oriental, se modifican y a corta distancia resultan armas mortales. Lo primero que pensé en la escena del crimen es que, como la señora Yardley fue asesinada desde muy cerca, y como la Baikal es el tipo de pistola que hemos visto mayormente en los últimos tiempos, y basándome en la cantidad de residuo dejado en la pared, así como en el cadáver y en el sector de alfombra que lo rodeaba, lo más probable era que le disparasen con una Baikal. Solo cuando se le extrajo del cráneo el proyectil, y tuvimos oportunidad de examinarlo, pudimos relacionarlo con la Beretta M9 de 9 milímetros.

—¿Y eso adónde nos lleva? —preguntó Proust.

—Tal vez a ninguna parte —dijo Leckenby—. Cualquiera de estas pistolas, Baikal o Beretta, podría, teóricamente, estar en posesión de cualquier ciudadano. Pero la intuición me dice que los maleantes callejeros no usan la Beretta M9 de 9 milímetros. No la utilizan y punto. De modo que tan probable es que nuestro asesino sea cualquiera como que esté relacionado con alguna banda o que sea un maleante conocido.

—Nuestro asesino o nuestra asesina —puntualizó una agente de la comisaría de Rawndesley.

—Si el arma homicida es típica del ejército estadounidense, sargento, tendremos que buscar a alguien relacionado con el ejército de Estados Unidos y, como ha sugerido muy sensatamente el agente Gibbs, con el nuestro —dijo Proust. Cuando hablaba con aquella especie de premeditación cachazuda había que sobreentender que estaba vigilándose para no permitir que reventara el dique de su indignación—. No tenemos forma de saber por cuántas manos habrá pasado. Las armas son como los coches, en principio: unos se venden cada tres años, otros, lealmente cuidados por un propietario escrupuloso, se conservan toda la vida. ¿No?

—Eso creo yo también, señor —dijo Leckenby.

—Estupendo. Procure tener un informe completo sobre la Beretta M9, con diagramas en color, para mañana por la mañana, para que todo el mundo tenga una copia —ordenó el Muñeco de Nieve—. Siempre que no haya cambiado de idea para entonces y haya llegado a la conclusión de que fue una cerbatana hecha con caña de las orillas del lago Windermere, accionada con un turbocompresor. Los equipos encargados de los interrogatorios… bueno, tendrán ustedes que partir de cero. Habrá que volver a hablar con todo el personal ya entrevistado, amigos de Helen Yardley, familia, vecinos, etc., y buscar la conexión militar, si es que existe. Equipos encargados de revisar las grabaciones de cámaras de seguridad: buscamos vehículos con matrícula de Estados Unidos o de las fuerzas armadas, o ambas cosas. También, y espero que no haga falta repetirlo, a cualquiera que conozca personalmente a los Yardley. Las grabaciones de seguridad podrían haber representado un buen quebradero de cabeza, dado que las dos más cercanas a Bengeo Street están en el tramo más transitado de Rawndesley Road, pero gracias a Dios hemos tenido suerte con los testigos, y en seguida volveremos sobre esto, así que por ahora daremos prioridad al lunes por la mañana, entre ocho menos cuarto y ocho y cuarto, y al lunes por la tarde, entre cinco y seis y diez, para la cámara de Picture House. Para la que está en la entrada de Market Place, nos fijaremos en un horario un poco distinto: entre siete y media y ocho de la mañana, y entre cinco y cuarto y seis veinticinco de la tarde. Será de especial interés cualquier coche que vaya hacia Bengeo Street durante las primeras franjas horarias o que venga de esa calle durante las segundas.

El sargento a cargo del equipo de control de las cámaras de seguridad, David Prescott, de la comisaría de Rawndesley, levantó la mano y dijo:

—Mucha gente que pasa por Rawndesley en horas punta va a resultar que conocía a Helen Yardley. Trabajaba cuidando niños. ¿A cuántos niños cuidaba cuyos progenitores vivían en Spilling o en Silsford, y trabajaban en Rawndesley?

—Yo no digo que haya que abalanzarse sobre nadie basándonos solo en las grabaciones de seguridad, sargento. Simplemente sugiero que es una vía de investigación.

—Sí, señor.

—Ni siquiera sabemos si el asesino fue a Bengeo Street en coche o andando —dijo Proust—. Si fue andando, pudo haber llegado por Turton Street o por Hopelea Street.

—Pudo haber llegado en bicicleta —dijo el agente Colin Sellers.

—O a lo mejor cayó del cielo y aterrizó en el jardín de los Yardley —replicó el Muñeco de Nieve—. Sargento Prescott, ordene a sus agentes que no se molesten en inspeccionar las grabaciones de seguridad hasta que hayamos interrogado a todos los vendedores de globos aerostáticos de Culver Valley.

El silencio que cayó sobre la sala fue más espeso que la cola de carpintero.

Otra gracia para la colección, pensó Simon. El asesino, en efecto, había podido llegar en coche o andando, pero la idea de que pudo llegar en bicicleta resultaba ridícula y traída por los pelos porque montar en bici no era un deporte que practicara Giles Proust. Por lo tanto era despreciable e indigna de tenerse en cuenta.

—Pasamos ahora a los testigos —dijo el inspector con voz glacial—. La señora Stella White, de Bengeo Street número 16, que queda exactamente enfrente del número 9, domicilio de los Yardley, vio a un hombre que entraba en el jardín de la víctima y se dirigía a la puerta de la casa el lunes a las ocho y veinte de la mañana. No vio si bajó de un coche o no; en el momento en que lo vio, estaba ya en el jardín. La señora White estaba sujetando a su hijo Dillon en el asiento trasero de su coche, para llevarlo a la guardería, y no prestó mucha atención a lo que sucedía en la acera de enfrente, pero ha podido darnos una descripción general del individuo: varón, entre treinta y cinco y cincuenta años, pelo oscuro, ropa oscura, abrigo, vestido con elegancia, pero no con traje. No vio que llevara nada en las manos, aunque una Beretta M9 de 9 milímetros cabe perfectamente en el bolsillo de un abrigo.

Una descripción así no servía para nada, pensó Simon. Al día siguiente, la señora White, si era como la mayoría de los testigos, diría que el pelo oscuro a lo mejor no era tan oscuro y que el abrigo tal vez fuera una bata.

—Cuando la señora White se puso en marcha, ya no veía al hombre. Dice que por el tiempo transcurrido, solo pudo entrar en el número 9. Sabemos que no se forzó la entrada, en cuyo caso, ¿le abrió la puerta Helen Yardley? Si fue así, ¿lo conocía o le dijo algo suficientemente convincente para dejarlo entrar? ¿Era su amante, un pariente, un vendedor de ventanas de doble vidrio? Hay que averiguarlo.

—¿Vio u oyó la señora White a Helen Yardley abrir la puerta de la calle? —preguntó alguien.

—Cree que pudo abrirla, pero no está segura —dijo Proust—. Ahora bien: en Bengeo Street número 11 tenemos a Beryl Murie, de ochenta y tres años, que a pesar de su sordera parcial oyó un ruido a las 5 de la tarde que bien pudo haber sido un disparo. Dijo que sonó como un petardo, pero una persona no familiarizada con la Beretta M9 de 9 milímetros puede tomar un disparo por un petardo y creo que esto es lo que les ocurre a casi todos los profesores de piano jubilados. La señorita Murie pudo decirnos la hora con exactitud porque en ese momento estaba escuchando la radio y acababan de empezar las noticias de las cinco cuando oyó el ruido. Dijo que se sobresaltó. También dijo que le dio la sensación de que procedía de la casa de Helen Yardley. Así pues, suponiendo que en la casa entrara un hombre a las ocho y veinte de la mañana y el disparo fatal se produjera a las cinco de la tarde, hay un amplio espacio de tiempo durante el que no sabemos qué ocurrió. No podemos dar por hecho que el hombre al que vio la señora White fuera el asesino, pero hasta que lo localicemos y sepamos lo ocurrido no podemos descartar la posibilidad de que lo fuese. ¿Sargento Kombothekra?

—Nada todavía, señor —dijo Sam al fondo de la sala.

Proust asintió con expresión sombría.

—Si transcurre un día más y no hemos localizado y descartado al señor Visitante Matutino, apostaría mis ahorros a que él es nuestro hombre. Si lo es, y estuvo en la casa de Helen Yardley con ella, durante más de ocho horas, hasta que la mató, ¿qué ocurrió en ese intervalo? ¿Por qué no la mató inmediatamente? La víctima no fue violada ni torturada. No recibió más heridas que el balazo en la nuca. ¿Fue tal vez a hablar con ella, para averiguar si debía matarla o no, según el resultado de la conversación?

Simon levantó la mano. Proust fingió no verlo durante unos segundos y luego le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿No podemos tener también en cuenta la posibilidad de que el arma perteneciera a los Yardley? No podemos afirmar categóricamente que el asesino la llevara encima. Puede que ya estuviese en la casa. Dados los antecedentes de los Yardley…

—Los Yardley no tienen ningún antecedente de posesión ilegal de armas de fuego —dijo el Muñeco de Nieve, interrumpiéndolo—. Hay una frontera muy tenue entre analizar las posibilidades razonables y echar a perder nuestros recursos con paparruchas que, movidos por nuestro deseo de ser justos, hemos elevado a la categoría de hipótesis. Quiero que todos los que están en esta sala recuerden eso. Hace cuarenta y ocho horas que empezamos la investigación y no tenemos ningún sospechoso, y todos ustedes saben lo que eso significa. Ya hemos comprobado las coartadas y descartado a los amigos, familiares y conocidos de Helen Yardley. Empieza a parecer un crimen anómalo y eso es lo peor con que podemos tropezar, de modo que lo más prudente es que canalicemos nuestros esfuerzos en la dirección más viable.

—Has hecho bien en decir lo que has dicho —susurró Sam a Simon—. Es mejor hacer una sugerencia y que se desestime que no hacerla.

—Paul Yardley volvió del trabajo a las seis y diez de la tarde, encontró a su mujer muerta y avisó a la policía —dijo Proust—. No vio a nadie más en la casa. Tampoco vieron a nadie los primeros agentes que se presentaron. El asesino salió de Bengeo Street número 9 en algún momento entre las cinco y las seis y diez de la tarde. Alguien tuvo que verlo. Ya saben ustedes lo que significa esto: la comprobación casa por casa es prioritaria y ampliaremos la búsqueda. Alguien ha propuesto un radio de investigación de kilómetro y medio.

El Muñeco de Nieve se acercó al tablón donde se habían clavado fotos ampliadas del escenario del crimen.

—Este es el agujero de entrada —dijo, señalando una foto de la nuca de Helen Yardley—. Fíjense en las quemaduras. La pistola estaba tan cerca que probablemente rozaba a la víctima. Por la posición del cadáver, es altamente probable que la víctima estuviera en el rincón de la sala, de cara a la pared, cuando recibió el disparo. Un proyectil de 9 milímetros que se dispara al cerebro casi a quemarropa no gira el cuerpo de la víctima. Pero no hay nada en la sección de la pared más cercana al punto en que se desplomó, de modo que la pregunta es qué estaba haciendo la señora Yardley en aquel rincón. ¿Qué miraba? ¿La obligó el asesino a situarse allí porque es la única parte de la habitación que no puede verse por la ventana? ¿O estaba allí por otro motivo y el asesino se acercó a ella por detrás, sabiendo que la señora Yardley no vería el arma?

Simon se había despistado un poco. Todavía le estaba dando vueltas a lo que le había dicho Sam.

—¿Es mejor hacer una sugerencia y que se desestime? —dijo con el puño en la boca para que Proust no se diera cuenta de que cuchicheaba—. ¿Por qué la posibilidad de que el arma fuera de los Yardley es menos aceptable que la de que perteneciera a este sujeto de pelo oscuro que no encontramos?

Sam no suspiró, pero dio la impresión de que lo deseaba. Negó con la cabeza para dar a entender que no quería arriesgarse a contestar. A Simon le pasó entonces por la cabeza una idea curiosa: que trabajar con el Muñeco de Nieve podía ser para Sam muchísimo más sencillo de lo que lo era si no tuviera que trabajar además con Simon.

«La víctima estaba en el rincón. De cara a la pared». Simon acarició la posibilidad de llamar la atención sobre el simbolismo de la escena: un maestro o una maestra que castiga a un niño; pero optó por no hacerlo. Era uno de esos días en que todo el mundo le llevaría la contraria, dijera lo que dijese. Y él llevaría la contraria al mundo, como tenía por costumbre. ¿Un crimen anómalo? No. Proust se equivocaba. ¿Que la policía era colectivamente responsable de la muerte de Helen Yardley porque once de doce jurados la consideraron culpable de homicidio premeditado? Anda y que te den por el culo.

—¿Qué sabemos de huellas y pruebas de disparo?

La sargento Klair Williamson se puso en pie.

—Las huellas que hemos encontrado no figuran en nuestra base de datos. Muchas son de amigos y familiares; hay algunas no identificadas, pero eso era de esperar. Hemos hecho pruebas con todo el mundo para saber si alguien ha disparado un arma recientemente, pero hasta el momento no hay resultados positivos.

—Previsible —dijo Proust—. Los restos de pólvora se eliminan fácilmente. Si nuestro asesino lo sabe, seguro que se lavó a conciencia. De todos modos, no necesito decir a ninguno de los presentes que sería un grave error descuidar demasiado pronto este detalle. Hagan cuanto esté en sus manos para conservar toda posible prueba forense. Comprueben los restos de pólvora hasta nueva orden y tomen nota del nombre de quienes quieran excusarse.

—Sí, señor —dijo Williamson.

—También queremos el nombre de cualquier indiscreto que quiera pasarse de listo, así que habrá que seguir vigilando los mensajes postales y electrónicos, y en general cualquier cosa que se encuentre y que vaya dirigida a JPCI o a Helen Yardley en persona. Puede que el asesino fuera una persona desconocida para la víctima, pero que sintiera alguna obsesión por ella.

Simon oyó gruñidos de conformidad; al personal, por lo visto, le había gustado aquella idea. A él, no. ¿Por qué no señalaba nadie lo más evidente? No todo se resumía en un balance binario, en el sentido de que el asesino era o una persona cercana a la víctima o un completo desconocido. Había una tercera posibilidad. Pero seguro que él no era el único al que se le había ocurrido.

—Pasemos ahora al detalle más inexplicable de este homicidio —dijo el Muñeco de Nieve—. La tarjeta hallada en el bolsillo de la falda de Helen Yardley. —Movió la cabeza para señalar la foto clavada en el tablón—. En ella se han encontrado las huellas de la víctima, además de otras que no hemos identificado. Es probable que el asesino introdujera la tarjeta en el bolsillo después de efectuar el disparo y dejase visible una punta para que atrajera nuestra atención. También es probable que los dieciséis dígitos organizados en cuatro filas de cuatro tengan algún significado para el asesino. ¿Alguien tiene algo nuevo que decir sobre esta cuestión?

Todas las cabezas se movieron en sentido negativo.

—Bien, habrá que esperar noticias de Bramshill y del Centro de Comunicaciones del Gobierno.

Hubo gruñidos generales y murmullos de «pérdida de tiempo».

—También podríamos consultar con alguien del departamento de matemáticas de alguna universidad, alguien que sepa de claves y códigos —sugirió Proust—. Y me refiero a una universidad como es debido, no a un antiguo politécnico ni a una rama acreditada de Pizza Hut.

El entusiasmo con que se acogió la sugerencia fue desproporcionado. Simon se preguntó cuántos tiranos ponían en duda el júbilo con que se recibían sus manifestaciones. Todo el día había estado dando vueltas a los números de la tarjeta: 2, 1, 4, 9… Tal vez fueran 12, 49 o quizá había que empezar por abajo y leer al revés: 0, 2, 6…

—Como último recurso, siempre tendremos a la prensa —dijo Proust—. Les entregaremos los números para que los publiquen y a ver qué pasa.

—Pasaría que todos los chiflados de Culver Valley nos llamarían para decirnos que son los números de un billete de lotería extraterrestre —dijo Colin Sellers.

Proust sonrió. Unos cuantos se arriesgaron a reír. Simon contuvo un acceso de ira. Cualquier indicio de que el inspector pudiera sentirse contento incluso durante una fracción de segundo le hacía sentir deseos de golpear a alguien. Por suerte, los indicios en cuestión eran muy escasos.

—¿Y un dibujante de retratos robot? —preguntó otro. «Otro que no cree que el Muñeco de Nieve merezca un momento de alborozo y sabe cómo echárselo a perder».

Simon esperó que de la boca de Proust salieran sapos y culebras, pero se llevó una sorpresa.

—Si en veinticuatro horas no sacamos nada en claro de la tarjeta —dijo—, pediré que nos envíen un dibujante. En el ínterin, mientras esperamos la respuesta de los expertos en criptografía de Bramshill y del Centro de Comunicaciones del Gobierno, nos dedicaremos al aburrido trabajo de rutina: qué minoristas venden estas cartulinas, qué tinta y qué pluma o bolígrafo se han empleado. ¿Bien? —rugió de súbito. Un estremecimiento colectivo recorrió la sala.

—Señor, seguimos investigando eso —dijo el desdichado agente de Silsford al que se había encargado averiguarlo. Aceleraré las pesquisas.

—Hágalo, agente. Quiero que todos ustedes se esfuercen al doscientos cincuenta por ciento. Y no olviden las reglas elementales. Oigámoslas, agente Gibbs.

—No presuponer nada, no creer nada, comprobarlo todo —murmuró Chris Gibbs con la cara como un tomate. El Muñeco de Nieve tenía unos cuantos favoritos a los que ordenaba hacer el memo delante de los demás y Simon era uno de ellos. ¿Por qué no lo había señalado esta vez?

—El misterioso visitante de Bengeo Street 9 podría resultar una pista falsa, así que asegúrense de que no sea la única —dijo Proust—. Como ya se ha sugerido aquí, podríamos buscar a una mujer. Quiero cerebros a toda máquina y ocupados las veinticuatro horas del día. No hace falta que les explique por qué este caso nos interesa más que ningún otro en que hayamos trabajado.

—¿No hace falta? —murmuró Simon. Sam, a su lado, asentía con la cabeza. Sin embargo, la razón por la que Helen Yardley era diferente de otras víctimas de homicidio apenas se había mencionado, ni por la mañana ni en aquel momento.

—Han transcurrido cuarenta y ocho horas —dijo el Muñeco de Nieve—. Si no conseguimos resultados pronto, nos harán picadillo y eso será solo el principio. Ahora volverán a sus respectivas comisarías, cosa que seguro que querrán evitar al menos los de Rawndesley. Muy bien, es todo por hoy. Sargento Kombothekra, agente Waterhouse… a mi despacho.

* * *

Simon no estaba de humor para saber qué quería Proust.

—¿Cómo es que ha olvidado tan alegremente la regla de «no presuponer nada» en lo tocante al arma homicida? —preguntó nada más entrar, dando un portazo. Sam suspiró en serio esta vez—. ¿Por qué es menos probable que Helen o Paul Yardley posean una Beretta M9 y más probable que el arma sea del moreno al que no encontramos?

—Sargento Kombothekra, explíquele al agente Waterhouse por qué es más probable que sea el asesino y no la víctima quien lleve el arma a la reunión.

—Los Yardley lucharon denodadamente por conservar la custodia de la hija que les quedaba; y perdieron. Piense en lo que eso tuvo que significar para ellos. Usted tiene una hija…

—Mencione su nombre, Waterhouse, y le arranco la lengua de cuajo. Mi hija no tiene nada que ver en esto.

«Pues debería oír lo que Colin Sellers ha dicho de ella estos últimos años, lo que le gustaría hacer con cada uno de sus cachitos». Simon probó de nuevo.

—Paige Yardley vive a menos de tres kilómetros de Bengeo Street, con otros padres que le han cambiado el apellido y que no querrán que sus padres biológicos estén cerca de ella. Si yo fuera Helen o Paul Yardley en una situación así, que otros me robaran a mi hija y, para colmo, la ley les diera la razón, creo que me agenciaría una pistola. Si yo hubiera tenido que testificar en el juicio y que contemplar con impotencia que a mi mujer le caían dos cadenas perpetuas por delitos que yo estaba seguro de que no había cometido…

—Ya nos lo ha explicado —dijo Proust.

—He explicado una parte y ahora le explico lo que falta: Helen Yardley pasó nueve años entre rejas. Si no era culpable, es probable que pensara en vengarse nada más salir. Incluso si…

—¡Basta!

Simon se agachó al ver volar un objeto por encima de su cabeza. La taza de «El Mejor Abuelo del Mundo» dio contra la esquina del archivador y se hizo pedazos. Sam se agachó para recogerlos.

—¡Deje eso! —bramó el Muñeco de Nieve—. Abra el cajón superior del archivador. Verá dos ejemplares del libro de Helen Yardley. Quédese usted con uno y dele el otro a Waterhouse.

La única forma de que Simon tuviera la boca cerrada era jurarse que iba a hacer lo que debería haber hecho años antes: presentar una queja oficial. Lo haría al día siguiente por la mañana. Proust replicaría con contraacusaciones: faltas de respeto, sarcasmos, desobediencias. Cierto, cierto, cierto. Nadie hablaría en favor de Simon, solo Charlie, que lo haría por los sentimientos personales que lo unían a él, no porque pensara que Proust no tenía razón al considerarlo la pesadilla de todos los jefes intermedios.

Sam le entregó un ejemplar de Nada más que amor, de Helen Yardley y Gaynor Mundy. Simon había interrogado a Mundy aquel mismo día. Le había contado que Helen había escrito casi todo el texto y que había sido una delicia trabajar con ella. La cubierta era blanca, con unos peúcos de punto en el centro. De los lados sobresalían puntas de papel amarillo: eran adhesivos. Simon miró el ejemplar de Sam y vio que también los tenía.

—Volvamos al principio —dijo el Muñeco de Nieve, cargando cada palabra con una buena dosis de paciencia ante la provocación. «No pedir segundas oportunidades; concederlas con generosidad deliberada»—. Les he hecho venir porque son ustedes mis mejores policías, trastornos de personalidad al margen, Waterhouse. Necesito saber que puedo contar con ustedes.

—Claro que puede, señor —dijo Sam.

—Contar con nosotros ¿para qué? —preguntó Simon. Solo de tarde en tarde conseguía articular un «señor». Últimamente, cada vez menos.

—Quiero que los dos lean el libro —dijo Proust—. Yo lo he leído y no creo que contenga nada que no sepamos ya, pero podría habérseme pasado algo por alto. Las páginas señaladas son las páginas en que se menciona mi nombre. Yo detuve a Helen Yardley tres días después de la muerte de su segundo hijo y la acusé de haber asesinado a los dos. Presenté pruebas en su juicio. Entonces era sargento. Mi superior era el comisario Barrow.

Simon necesitó toda su fuerza de voluntad para no mirar a Sam ni exteriorizar reacción alguna.

—Por lo que a mí respecta, nadie que trabaje en este homicidio necesita leer el libro, salvo ustedes dos. En la reunión de trabajo de mañana por la mañana tengo intención de contar a todos mi… mi implicación. Por irrelevante que sea para lo que nos preocupa en este momento, preferiría no ocultar nada.

¿Irrelevante? ¿Estaba de guasa? ¿Los estaba poniendo a prueba?

—No mencionaré el papel desempeñado por el comisario Barrow, cuyo nombre no figura en el libro.

¿Había dicho Barrow a Proust que su nombre quedara al margen? ¿Habían discutido los dos entre bambalinas sobre qué revelar y qué mantener en secreto? El Muñeco de Nieve no se había molestado nunca en ocultar su odio por Barrow, pero este odio, con el paso de los años, se había fundido de un modo tan completo con la antipatía por todo el personal que conocía que Simon nunca lo había puesto en duda ni se había preguntado por su origen.

—Por lo general, como ustedes no desconocerán, un policía que ha acusado a un ciudadano de asesinato siendo sargento no puede dirigir, cuando ya es inspector, la investigación del asesinato de ese mismo ciudadano. El jefe de Policía, el subjefe de Policía y el comisario Barrow no querían que yo fuera el inspector encargado del asesinato de Helen Yardley. Sin embargo, aquí estoy: inspector encargado del asesinato de Helen Yardley. Adelante, Waterhouse. Tiene usted cara de querer preguntar algo.

—¿Estoy tomando el rábano por las hojas o está usted dando a entender que Barrow, el jefe y el subjefe no quieren enterarse de que contribuyeron a meter en la cárcel a Helen Yardley? —Simon se mordió la lengua para no preguntar a Proust si había amenazado con denunciar públicamente a los tres mandamases por haber participado en una innegable metedura de pata de la justicia si encargaban la investigación del asesinato de Helen Yardley a otro inspector.

—El jefe y el subjefe no estuvieron implicados —dijo Proust—. Aunque como superiores del comisario Barrow han de cuidar de sus propios intereses, así como de los intereses del cuerpo de Policía de Culver Valley.

Sam Kombothekra carraspeó, pero no dijo nada.

—Entonces… —fue a decir Simon.

—Entonces, Waterhouse, en la medida en que su hipótesis pueda aplicarse al comisario Barrow, yo diría, por emplear una expresión cara al sargento Leckenby, que su metáfora del rábano no necesita corregirse.

—¿Cómo…? Ah. —Simon lo pilló con el tiempo justo para no quedar como un idiota.

—¿Leerán el libro? —preguntó Proust—. No es una orden. Se lo pido a los dos como un favor personal.

—Sí, señor —dijo Sam.

Simon había encargado Nada más que amor en Amazon aquella misma mañana, después de hablar con Gaynor Mundy. Leería su propio ejemplar cuando llegase, porque tal era su deseo, no porque se lo hubieran pedido. Un favor. Habría preferido que fuera una orden. Los amigos pedían favores; el Muñeco de Nieve no tenía amigos.

—Mañana por la mañana quiero que los dos estén flanqueándome cuando dé las novedades y las instrucciones, así que lleguen antes —dijo Proust, más relajado ahora que la reunión parecía ir por el cauce que le interesaba—. Quiero que todos vean que cuento con el apoyo de los dos cuando anuncie que, en lo sucesivo, cualquiera que haga una observación al estilo de «Cuando el río suena, agua lleva» o «No porque la dejaran ir significa que fuera inocente», la hará con toda formalidad y disciplina, no importa dónde ni en qué circunstancias la haga. Para que nadie, por ejemplo bajo la influencia del alcohol, piense que puede gastar una broma. Un agente callejero que murmure esa clase de ocurrencias en su dormitorio, en mitad de la noche, con la cabeza bajo el edredón, va listo. Desde ahora, ustedes dos serán mis ojos y mis oídos. Si oyen esa clase de comentarios, deberán informarme, tanto si el autor es su mejor amigo como si es un desconocido. Si pescan malas vibraciones, quiero enterarme.

Simon no podía creer que Sam estuviera asintiendo con la cabeza.

—Sé que puedo contar con su colaboración y les estoy agradecido —dijo Proust con sequedad—. ¿Tiene alguna sugerencia que formular, Waterhouse, ahora que ha oído mi sermón?

Simon habría podido formular —había planeado formular— muchas sugerencias para mejorar aquella investigación, a su juicio defectuosa, pero mientras no reflexionara sobre lo que acababa de oír, no quería decir nada más en presencia del Muñeco de Nieve. «No cuentas con nada, cara de culo».

—Basta pues por esta noche —dijo Proust, que habría podido decir basta en el momento que le hubiese dado la gana, de la noche, de la mañana o de la tarde.