Miércoles, 7 de octubre de 2009
Miro números mientras Laurie telefonea, números que no significan nada para mí. En lo primero que pensé cuando saqué la tarjeta del sobre y vi cuatro filas de números del 0 al 9 fue en el Sudoku, un juego al que no he jugado nunca y al que probablemente no jugaré jamás porque detesto todo lo que tenga que ver con las matemáticas. ¿Por qué había de enviarme nadie un rompecabezas Sudoku? Muy sencillo: nadie me lo enviaría. Entonces, ¿de qué se trata?
—¿Fliss? —dice Laurie con la boca pegada al micro del teléfono. Como no respondo al instante, susurra otra vez mi nombre. Me recuerda a esos perturbados que jadean por teléfono y por eso sé que es algo urgente. Cuando no es urgente, tiene el auricular lejos de la boca y su voz parece la de un robot que hablase desde el otro extremo de un túnel.
—Hola, Laurie. —Me aparto el pelo de la cara con la tarjeta que he recibido, me vuelvo y miro por la ventana que tengo a la izquierda. Lo veo con claridad a través de las manchas de vaho que ninguna bayeta parece capaz de eliminar, al otro lado del pequeño patio y detrás de la ventana de enfrente. Está inclinado sobre la mesa, de cara hacia mí, pero no le veo los ojos; me los tapa la cortina de su revuelto pelo rubio.
Las gafas le han resbalado por el puente de la nariz, se ha quitado la corbata y se la ha puesto delante, en la mesa, como si fuera un periódico. Le saco la lengua y, como me siento completamente a salvo, le hago con el dedo un gesto más grosero aún. En los dos años que llevo trabajando con él, jamás lo he visto mirar por su ventana, ni siquiera cuando estuve en su despacho y le dije, señalando hacia el otro lado del patio: «Mi mesa es aquella de allí, la que tiene encima la crema de manos, el portarretratos y la maceta». Estuve a punto de decirle que a los seres humanos les gusta tener esos accesorios, pero me contuve.
Laurie nunca tiene nada encima de su mesa, salvo el ordenador, el BlackBerry, el material con que trabaja —periódicos, expedientes, minicintas magnetofónicas— y las corbatas que va dejando por toda la habitación y que parecen serpientes multicolores. Se diría que ha desarrollado una grave alergia a las corbatas, tal vez a causa del grosor de su cuello. No sé por qué se molesta en ponérselas cuando se viste; siempre se las quita al poco de llegar a la oficina. Junto a su mesa hay un globo terráqueo apoyado en un soporte metálico semiesférico. Le da vueltas cuando medita alguna cosa, o cuando está enfadado, o cuando está nervioso. En las paredes del despacho, entre sublimes testimonios de su éxito, su inteligencia y su humanidad —diplomas y fotos en que se le ve recibiendo premios con cara de haber terminado los estudios de buena educación para gorilas, luciendo su eterna, simpática y aristocrática sonrisa—, hay carteles de planetas, aislados y en grupos: Júpiter en solitario, Júpiter desde otro ángulo, con Saturno cerca. En una estantería hay un sistema solar tridimensional en miniatura y cuatro o cinco libros sobre el espacio exterior, de gran tamaño, con las sobrecubiertas muy gastadas. En cierta ocasión le pregunté a Tamsin si sabía por qué a Laurie le interesaba tanto la astronomía. La mujer rio por lo bajo y respondió: «Puede que se sienta solo en nuestra galaxia».
Conozco de memoria todos los detalles del despacho de Laurie; no me faltan motivos porque no hace más que llamarme para hacerme preguntas a las que seguramente no sabré responder. A veces, cuando cruzo su puerta, ha olvidado ya para qué me quiere. En mi despacho solo ha estado en dos ocasiones y una fue por casualidad, mientras buscaba a Tamsin.
—Necesito que vengas inmediatamente —dice—. ¿Qué haces? ¿Estás ocupada?
Mueve la cabeza noventa grados a la derecha y verás lo que estoy haciendo, bicho raro. Estoy aquí sentada, mirándote, observando lo raro que eres.
Se me ha ocurrido una idea. Los números de la tarjeta que tengo en la mano carecen de lógica para mí. Laurie carece de lógica para mí.
—¿Me has enviado tú estos números? —le pregunto.
—¿Qué números?
—Una tarjeta con dieciséis números. Cuatro filas de cuatro dígitos.
—¿Qué números? —pregunta con más brusquedad que antes.
¿Acaso quiere que se los recite?
—Dos, uno, cuatro, nueve…
—No te he mandado ningún número.
Como suele ocurrirme cuando hablo con él, me quedo con la mente en blanco. Tiene por costumbre decir una cosa y dar la impresión de que dice otra. Por eso, aunque me ha dicho que no me ha mandado números, tengo la sensación de que si le hubiera dicho «tres, seis, ocho, siete» en vez de «dos, uno, cuatro nueve», habría respondido: «sí, he sido yo».
—Sea lo que sea, tíralo a la basura y ven para acá en cuanto puedas. —Y cuelga el teléfono antes de que yo pueda replicarle.
Giro la silla y lo miro. En estas circunstancias, una persona medianamente normal habría echado un vistazo por la ventana del otro lado del patio para comprobar que obedezco sus órdenes, cosa que no hago: no tiro la tarjeta a la basura y no me pongo en pie inmediatamente. Laurie lo vería si volviese la cabeza hacia mi ventana, pero no la vuelve. Lejos de ello, se tira del cuello de la camisa, como si no pudiera respirar, y se queda mirando la cerrada puerta del despacho, esperando mi aparición. Es lo que quiere que ocurra y espera que ocurra.
No puedo apartar los ojos de él, aunque si se tratara solo de su físico, no debería haber ninguna dificultad. Como dijo Tamsin en cierta ocasión, no costaría nada imaginarlo con el cuello atravesado por una flecha. El atractivo de Laurie tiene poco que ver con su aspecto y muchísimo con el hecho de que es una leyenda con forma humana. Imaginaos tocando una leyenda. Imaginaos…
Suspiro, me pongo en pie y tropiezo con Tamsin al salir del despacho. Lleva un suéter negro de cuello alto, una pequeña falda blanca de pana, pantis negros y botas blancas hasta la rodilla. Tamsin no se pone nada que no sea blanco o negro. Una vez se presentó en el trabajo con un vestido azul estampado y no dio pie con bola en todo el día. No repitió el experimento.
—Laurie quiere verte —dice con actitud nerviosa—. Dice que inmediatamente. Y Raffi quiere verme a mí. No me gusta el aire que se respira hoy aquí. Algo no marcha bien.
Pues no me había dado cuenta. Hay muchas cosas que no advierto estos días cuando estoy trabajando; en cambio, hay una cosa que sí advierto.
—Sospecho que tiene que ver con la muerte de Helen Yardley —añade Tamsin—. Estoy convencida de que la mataron. Nadie me ha dicho nada, pero esta mañana han venido dos policías para hablar con Laurie. No policías corrientes, sino de la Brigada Criminal.
—¿Que la mataron? —Automáticamente me sentí culpable y a continuación irritada conmigo misma. Yo no la maté. La fallecida no tiene nada que ver conmigo; su fallecimiento tampoco.
La vi una vez, hace unos meses. Crucé con ella unas cuantas frases y le serví un café. Había venido a ver a Laurie y Laurie había recurrido al viejo truco de desaparecer sin dejar rastro, pues había confundido el lunes con el miércoles o mayo con junio; la verdad es que no recuerdo por qué no estaba cuando debería haber estado. Es una idea turbadora, saber que una mujer a la que he conocido y con la que he hablado pueda haber sido asesinada. En su momento ya me pareció algo inquietante conocer a una persona que había estado en la cárcel por asesinato, sobre todo porque parecía muy simpática y normal. «No es más que una mujer llamada Helen», pensé, y por alguna razón que no supe explicarme me sentí tan mal que tuve que irme del trabajo inmediatamente. Estuve llorando hasta que llegué a mi casa.
Por favor, que su muerte no tenga nada que ver con esta urgencia de Laurie por verme.
—¿Sabes lo que es un Sudoku? —pregunto a Tamsin, que camina delante de mí.
Tamsin se vuelve.
—Hasta ahora pensaba que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Se trata de números en un cuadrado?
—Sí, es como el casillero de un crucigrama, pero con números en vez de letras. Vamos, eso creo. O puede que sea un casillero vacío que hay que llenar con números. Será mejor que se lo preguntes a cualquiera que tenga alfombras con dibujos laberínticos y una casa que huela a ambientador. —Se despide con la mano y mientras se dirige al despacho de Raffi, concluye la información hablándome por encima del hombro—: Y una muñeca con faldas para tapar el papel higiénico.
Maya se ha asomado a la puerta de su despacho y ha apoyado ambas manos en el jambaje, como deseando impedir que el olor a tabaco salga al pasillo.
—¿Sabes que esos soportes de papel higiénico en forma de muñeca son coleccionables? —dice. Por primera vez desde que la conozco no me sonríe, ni trata de abrazarme o ponerme la mano en el hombro, ni me llama «cariño». ¿La habré ofendido con alguna observación inoportuna? Maya es la directora ejecutiva de Binary Star, aunque ella prefiere que la llamen «gran jefa» y cada vez que se lo recuerda a los demás, ríe con una risa que parece un hipo. Pero la verdad es que ocupa solo el tercer puesto en el escalafón de la empresa. El auténtico mandamás es Laurie, que es el director creativo, y el segundo pez gordo es Raffi, el director financiero. Entre los dos controlan a Maya en la sombra y le permiten creer que es ella quien tiene la sartén por el mango—. ¿Qué es eso? —añade, señalando con la cabeza la cartulina que llevo en la mano.
Vuelvo a mirarla y por vigésima vez leo su contenido, dígito por dígito.
2 1 4 9
7 8 0 3
4 0 9 8
0 6 2 0
Un casillero, ha dicho Tamsin. Pero aquí no hay ningún casillero, así que no es un rompecabezas de Sudoku, aunque la disposición de los números recuerda los casilleros. Como si hubieran borrado las líneas de la cuadrícula después de poner los números.
—Vete a saber —digo.
No me molesto en enseñarle la tarjeta. Siempre se muestra efusiva y cordial, sobre todo con los empleados del nivel más bajo, como yo, pero en el fondo la única persona que le importa es ella misma. Hace las preguntas que debe hacer, en voz alta, para que todos sepan cuánto se preocupa; pero si te atreves a replicarle, te mira de hito en hito, como si por tu culpa hubiera entrado en coma en posición vertical. Y por las repetidas miradas que lanza por encima del hombro, me doy cuenta de que ansía volver con el cigarrillo que se le consume en el cenicero, probablemente el décimo de los treinta que fumará hoy.
A veces, cuando Laurie pasa por delante de su puerta, grita: «¡Cáncer de pulmón!». Maya jura y perjura que lo dejó hace años y los demás fingimos creérnoslo. Dice la leyenda que cierta vez rompió a llorar porque quiso convencer a los presentes de que el humo que salía de su despacho era el vapor de una taza de té que estaba muy caliente. Lo cierto es que nadie la ha visto con un cigarrillo en la mano.
—He descubierto cómo lo hace —me contó Tamsin el otro día—. Deja el cigarrillo encendido y el cenicero en el cajón inferior de la mesa y cada vez que quiere dar una chupada, en vez de llevarse el cigarrillo a los labios, mete la cabeza en el cajón y…
Al ver que no me tomaba en serio su teoría, añadió:
—¿Qué pasa? El cajón inferior es dos veces más grande que los otros y en él cabe una cabeza humana. Si no me crees, te desafío a que te cueles en su despacho para…
—Sí, sí —la interrumpí—. Estoy deseando suicidarme registrándole la mesa a la directora ejecutiva.
—No te haría nada —dijo Tamsin—. Eres su niña bonita, ¿recuerdas? Maya siente debilidad por ciertos subalternos. Hagas lo que hagas, le parecerá bien.
Una vez, sin ironías y en mi presencia, Maya dijo que yo era «la niña bonita de la familia Binary Star». Fue entonces cuando empecé a temerme que no me tomaba en serio como productora. Ahora sé que no me toma en serio.
«¿Y a quién le importa eso? —replica Tamsin cada vez que se lo menciono—. Está seriamente sobrevalorado eso de que la tomen a una en serio».
Maya no tarda en olvidarse de mí y se retira a su humeante guarida sin decir siquiera «Adiós, cielo». Lo cual me parece magnífico; nunca le he pedido ser el fetiche de sus frustrados instintos maternales. Aprieto el paso mientras me dirijo al despacho de Laurie. Llamo a la puerta y entro al mismo tiempo, y lo sorprendo girando el globo terráqueo con el pie derecho. Se detiene y me mira fijamente, como si le costara recordar quién soy. Es probable que en su cabeza haya sostenido ya la conversación que quería tener conmigo, que yo haya accedido a lo que deseaba, que lo haya hecho y después me haya jubilado o me haya muerto, pues cabe la posibilidad de que su mente haya viajado tan lejos en el futuro que ya no me conozca. Su cerebro trabaja más aprisa que el de la mayoría de la gente.
—Tamsin dice que Helen Yardley ha sido asesinada. —Muy bonito, Fliss. Sacas a relucir el tema que menos quieres comentar. ¿Por qué no te coserás la boca?
—Le pegaron un tiro —dice Laurie con voz neutra. Se pone otra vez a mover el globo con el pie, lo impulsa para que adquiera velocidad.
—Lo siento mucho —digo—. Así resulta más doloroso… Más que si hubiera muerto de muerte natural. Me refiero a encajar el golpe. —Mientras hablo me doy cuenta de que no tengo ni la menor idea de cómo expresarle mi condolencia, pues no sé qué clase de pérdida ha supuesto para él. Laurie hablaba con Helen Yardley todos los días, a menudo más de una vez al día. Sé que JPCI significa mucho para él, pero ignoro si sentía algo personal por Helen, si lamenta solo la desaparición de una compañera de militancia o había algo más.
—No ha sido natural que muriera. Tenía treinta y ocho años. —La ira que centelleaba en sus ojos no ha afectado a su voz. Habla como si recitara unos renglones memorizados—. Quien quiera que la haya matado, solo es responsable en parte. La han matado muchas otras personas, entre ellas Judith Duffy.
No sé qué decir, así que dejo la tarjeta en su escritorio.
—He recibido esto. Llegó esta mañana en un sobre idéntico. No había ninguna carta o nota explicativa, ninguna indicación que permita conocer al remitente.
—¿El sobre también contenía números? —Parece un milagro, pero Laurie se muestra interesado.
—No…
—Has dicho «idéntico».
—Parecía caro, de color crema, con relieves, como la tarjeta. Iba dirigido a «Fliss Benson», así que debe de ser de alguien que me conoce.
—¿Por qué? —inquiere Laurie.
—Porque de lo contrario habría puesto «Felicity».
Me mira con los ojos entornados.
—¿Te llamas Felicity?
Es el nombre que aparece en los créditos de todos los programas que produzco, el nombre que Laurie tuvo que ver en mi currículo y en la carta que lo acompañaba cuando solicité un puesto en Binary Star. Pero si te he visto no me acuerdo. Uno de estos días Laurie me hará invisible y después inexistente.
Hago lo que siempre hago cuando estoy en su despacho y flota en el aire la posibilidad de disgustarme: me quedo mirando el sistema solar en miniatura que tiene en un estante y recito el nombre de los planetas: Mercurio, Venus, Tierra, Marte…
Laurie recoge la tarjeta y murmura algo inaudible mientras la arroja a la papelera del otro extremo. Me pasa rozando el oído, tan cerca que casi me da.
—Es basura —dice—. Un reclamo publicitario. Lástima de árbol.
—Pero se ha escrito a mano —digo.
—Olvídalo —gruñe—. Tengo que hablarte de algo importante. —Entonces, como si advirtiera mi presencia por primera vez, sonríe y dice—: Me amarás dentro de un minuto.
Estoy a punto de caer de rodillas a causa de la conmoción. Es la primera vez que pronuncia la palabra amor delante de mí. La primera vez. Lo juro por lo más sagrado. Tamsin y yo hemos especulado sobre si habrá oído hablar alguna vez de ese sentimiento, si lo habrá experimentado, si admitirá su existencia.
Me amarás dentro de un minuto. Doy por sentado que no se refiere al amor en sentido físico. Me imagino copulando con él encima de la mesa, Laurie sin acordarse de que por su amplia ventana puede vernos todo el que tiene despacho al otro lado del patio, y yo nerviosa por esta falta de intimidad pero demasiado asustada para molestarlo con mis quejas… No. Deja de pensar en cosas absurdas. Borro el pensamiento antes de que adquiera consistencia, antes de que me haga reír o gritar y me pidan explicaciones.
—¿Qué te parecería ser rica? —pregunta Laurie.
Uno de los diversos motivos por los que me resulta agotador hablar con Laurie es que nunca sé cómo responder debidamente. Siempre hay una respuesta apropiada y otra que no lo es —es hombre cuadriculado, o blanco o negro—, pero nunca da pistas y es irritantemente imprevisible para todo menos para lo que él llama «caza de madres de niños muertos». Para eso es de ideas fijas, pero para nada más. Debe de tener algo que ver con esa mente brillante y original que tiene y que hace que la vida sea condenadamente difícil para quienes tratan de complacerlo en secreto, adivinando lo que le gustaría oír mientras se esfuerzan por parecer que son ellos mismos y que se comportan con una integridad garantizada al ciento por ciento, y a la porra con lo que el resto pueda pensar. La verdad es que es muy improbable que haya mucha gente que adopte esta actitud. Ahora que lo pienso, seguramente soy yo la única.
—Me gustaría vivir bien —digo por fin—. No sé lo que es la riqueza. Pero necesito mucho dinero, mucho más del que tengo actualmente, pero menos del que… bueno, ya me entiendes… —Digo tonterías porque no estoy preparada. Pero tampoco necesito pensármelo dos veces. Vivo en un sótano de Kilburn, en una habitación oscura y con el techo casi al alcance de la mano, debajo de unos vecinos de clase media alta, con unos suelos de madera que amplifican los ruidos y que no cubren con moqueta porque si lo hicieran perderían su identidad social, y que al parecer pasan buena parte de la noche saltando en el salón con un palo de muelles, a juzgar por los impactos que oigo. No tengo espacio exterior, aunque disfruto de una fascinante vista del inmaculado césped y los rosales de los saltadores y no puedo permitirme el lujo de acondicionar la vivienda contra la humedad, aunque lo necesita desde que la compré, hace ya cuatro años. Resultará gracioso, pero no nado precisamente en la abundancia.
—Supongo que me gustaría ser un poco ricachona —digo—. Siempre que mi dinero no proceda de algo sucio, como meter en el país a inmigrantes ilegales. —Repito mentalmente este programa, con la esperanza de que parezca ambicioso pero apoyado en sólidos principios morales.
—¿Qué te parecería hacer mi trabajo y ganar lo que yo gano? —pregunta Laurie.
—Yo no podría hacer lo que tú…
—Puedes. Lo harás. Me voy de la empresa. Desde el próximo lunes serás yo: directora creativa y productora ejecutiva. Aquí gano ciento cuarenta al año. Desde el lunes, eso será lo que ganes tú.
—¿Qué? Pero Laurie, yo…
—Puede que no oficialmente desde el lunes, así que a lo mejor tendrás que esperar que llegue el aumento de sueldo, pero en la práctica será desde el lunes…
—¡Para el carro, Laurie! —Es la primera vez que le ordeno algo y además a gritos—. Perdona —murmuro. Estoy aturdida, por un segundo he olvidado quién es él y quién soy yo. A Laurie Nattrass no le grita la gente como una servidora. Desde el próximo lunes serás yo. Debe de ser una broma. O puede que esté confuso. Alguien que confunde a los demás tanto como él podría confundirse fácilmente—. Pero es que no tiene sentido —añado. ¿Yo directora creativa de Binary Star? Pero si soy la productora peor pagada de la empresa. Tamsin, que es ayudante de investigación de Laurie, gana mucho más. Yo hago programas por los que solo yo siento algún respeto, programas sobre vecinos enfrentados y anillos gástricos defectuosos, temas que interesan a millones de espectadores, motivo por el que no me importa que mis colegas me consideren una fabricante de pasatiempos en medio de tanto proveedor de sesudos documentales políticos. Raffi dice que mi trabajo es «paja de rebaja».
Tiene que ser una broma. Una trampa. ¿Se espera que diga «Ayyyy, sí, por favor» y luego ponga cara de idiota cuando Laurie se parta de risa?
—Explícame qué pasa —le suelto.
Da un largo suspiro.
—Me voy a Hammerhead. Me han hecho una oferta que no puedo rechazar, más o menos como la que te hago a ti. No es por el dinero. Es porque ya va siendo hora de que me vaya con la música a otra parte.
—Pero… no puedes irte —digo, percatándome de la vaciedad de mi argumento—. ¿Y la película? —No podía irse sin terminarla; eso era inconcebible. Incluso un espíritu tan impenetrable como Laurie deja siempre aquí y allá alguna pista que permita entrever qué es lo que le pica y le interesa. A no ser que las pistas que voy cazando al vuelo hayan sido dejadas por alguien que quiera despistarme, cosa un poco difícil porque casi todas proceden del mismo Laurie, y lo que le interesa a un ritmo de ciento veinte segundos por minuto y no a los habituales sesenta es la película que está preparando sobre tres mujeres acusadas de homicidio premeditado: Helen Yardley, Sarah Jaggard y Rachel Hines.
Todo el personal de Binary Star la llama «la película», como si fuera la única que preocupara a la empresa, la única que hacemos o que haremos. Laurie viene trabajando en ella desde el origen de los tiempos. Repite que ha de ser perfecta, y la repasa, y cambia de enfoque y perspectiva con tal de mejorar su estructura. Tendrá dos horas de duración y la BBC ha dicho a Laurie que podrá elegir la franja horaria de emisión, lo cual es insólito. Mejor dicho, es insólito para todo el mundo, menos para Laurie Nattrass, que es un dios en el mundo de la televisión. Si quisiera hacer una película de cinco horas que dejara sin espacio a Noticias a las seis y a Noticias a las diez, los mandamases de la BBC seguramente le lamerían las botas y le dirían: «Sí, Amo».
—La película la harás tú —me dice con la confianza de quien ha visto el futuro y sabe lo que ocurrirá—. Ya he enviado e-mails a todo el mundo implicado para decir que vas a sustituirme.
No. No puede hacer una cosa así.
—He dado tu dirección electrónica y tu teléfono, del trabajo y de tu casa…
No quiero saber nada del asunto. No puedo tener ninguna relación con el asunto. Abro la boca para protestar, pero entonces recuerdo que Laurie no sabe mi… Bueno, es algo que no sabe nadie de la empresa. Me niego a considerarlo un secreto y no quiero sentirme culpable. No he hecho nada malo y no creo que esto represente un castigo.
—Contarás con el apoyo incondicional de Maya y de Raffi. —Laurie se pone en pie, se acerca al archivador de torre que hay junto a la pared—. Toda la información que necesitas está aquí. No hace falta que traslades nada a tu despacho. Desde el lunes, tu despacho será este.
—Laurie…
—Trabajarás exclusivamente en la película. No dejes que nada ni nadie se interponga en tu camino y menos aún la pasma. Yo estaré en Hammerhead, pero estaré a tu disposición cada vez que…
—¡Laurie, un momento! ¿Has dicho la pasma? ¿Te refieres a la policía? Tamsin me ha dicho que hablaste esta mañana con unos inspectores…
—Querían saber cuándo había visto a Helen por última vez. Si tenía enemigos. «Todo el puto sistema judicial, por no hablar de ustedes», les dije. —Antes de darme tiempo a recordarle que ese mismo puto sistema judicial y concretamente el tribunal de apelación había anulado las condenas por asesinato que habían caído sobre Helen, añade—: Preguntaron por la película. Les dije que desde el lunes ibas a encargarte tú de ella.
—¿Les dijiste eso antes de consultarme? —La voz me sale como un chillido agudo. Noto que una zarpa me oprime el estómago y los agrios picores del vómito me suben a la garganta. Durante unos segundos no me atrevo ni a abrir la boca—. Mandaste e-mails a todo el mundo diciendo que yo… ¿Cuándo? ¿Cuándo los mandaste? ¿Y quién es todo el mundo? —Me clavo las uñas en las palmas, no puedo controlarme. No era esto lo que esperaba que ocurriera; todo ha salido mal.
Laurie da unos golpecitos con la mano en la parte superior del archivador.
—Todos los nombres, teléfonos y direcciones que necesitas están aquí. No he tenido tiempo de repasar ni arreglar nada contigo, pero casi todo se explica solo. A cualquier otro policía que venga husmeando le dirás que estás preparando un documental sobre una médico decidida a corromper la acción de la justicia y sobre tres mujeres cuya vida destruyó deliberadamente y con saña. Nada que ver con la investigación de la muerte de Helen. No podrán impedírtelo.
—¿Es que la policía no quiere que se haga la película? —Todo lo que dice Laurie hace que me sienta peor. Más que de costumbre.
—No lo han dicho todavía, pero lo dirán. Te vendrán con las típicas quejas de que estás poniendo en entredicho su…
—Pero si yo no… Laurie, ¡no quiero tu trabajo! No quiero hacer tu película. —Para que quede claro, añado—: Digo que no. —Así está mejor. Ahora mando en mí misma.
—¿No? —Retrocede un poco y me observa: un espécimen rebelde. Flexible y adaptable hasta ahora, ¿qué ha fallado?, se preguntará seguramente. Se echa a reír—. ¿Rechazas un sueldo que es más del triple del que tienes ahora y una oportunidad para ascender a nivel profesional? ¿Es que eres tonta?
No podrá obligarme: es imposible. Hay cosas que se pueden imponer recurriendo a la fuerza física, pero hacer un documental no es una de ellas. Recordar esto me ayuda a conservar la calma.
—Nunca he dirigido nada hasta ahora —digo—. Estaría fuera de mi competencia y se me iría de las manos. ¿No quieres cooperar con la policía, ayudar a descubrir qué le ocurrió a Helen?
—La Brigada de Investigación Criminal de Culver Valley no encontraría una pelota de tenis en Wimbledon.
—No entiendo —digo—. Si te vas a Hammerhead, ¿por qué no te llevas la película?
—La BBC se la encargó a Binary Star, no a mí personalmente. —Se encoge de hombros—. Es el precio que he de pagar por marcharme. Perderla. —Adelanta la cabeza—. La única forma de no perderla es dártela a ti y trabajar contigo en la sombra. Necesito tu ayuda en esto, Fliss. Te llevarás todo el mérito, percibirás el sueldo que…
—Pero ¿por qué yo? Tamsin ha trabajado en ella contigo. Es una enciclopedia ambulante sobre casos de errores judiciales. No hay un solo detalle que ella no sepa. ¿Por qué no le cargas a ella este mochuelo promotor?
Se me ocurre entonces que Laurie me está tratando con paternalismo. «¿Qué te parecería ser rica?». Siempre se queja de que apenas puede pagar la hipoteca de la casa de cuatro plantas que tiene en Kensington. Procede de una familia muy rica. Apostaría todo lo que tengo —que es muchísimo menos de lo que tiene él— a que el sueldo que percibe en Binary Star le parece simplemente pasable, nada más. La oferta que le ha hecho Hammerhead, la que no podía rechazar, es evidente que deja a la altura del betún los ciento cuarenta de los grandes que cobra al año. No obstante, ciento cuarenta al año sobrepasan los sueños más delirantes de una cateta como yo… Y entonces freno en seco porque si es eso lo que Laurie piensa, tiene más razón que un santo, así que es injusto que me ande con remilgos.
—Tamsin es ayudante de investigación, no productora —dice—. Escucha, no has oído nada de esto, ¿de acuerdo?
Al principio creo que se refiere a lo que me ha dicho ya, lo del ascenso que no quiero, pero entonces me doy cuenta de que espera mi conformidad para explicarme otra cosa. Asiento con la cabeza.
—Tamsin va a ser despedida. Raffi está hablando con ella en este momento.
—¿Qué? Estás de broma. Dime que estás de broma.
Laurie niega con la cabeza.
—¡Pero no pueden deshacerse de ella! No pueden…
—Está ocurriendo en todo el sector. Todas las empresas se están ajustando el cinturón y hacen recortes donde pueden.
—¿Quién lo ha decidido? ¿Ha habido votación? —No me entra en la cabeza que Binary Star me retenga a mí y se deshaga de Tamsin. Tiene muchísima más experiencia que yo y, a diferencia de mí, no está siempre detrás de Raffi para que le ponga un deshumidificador en el despacho.
—Siéntate —dice Laurie con aire impaciente—. Me estás poniendo nervioso. Tamsin es la candidata perfecta cuando el despido es inevitable. Gana demasiado para ser rentable en el actual clima económico. Raffi dice que por la mitad de precio podemos contratar a otra investigadora, y tiene razón.
—¡Eso no es procedente! —le suelto.
—¿Y si dejaras de preocuparte por Tamsin y mostraras un poco de gratitud?
—¿Cómo? —¿Es el gran paladín de la justicia quien me dice eso?
—¿Crees que Maya quiere pagarte lo que me paga a mí? —dice riendo por lo bajo—. He discutido con ella tres opciones. Le he dicho: «Si hay una casilla para mí en el presupuesto, hay otra para Fliss». Ella sabe que sin mi cooperación no hay película, no al menos para Binary Star. Ray Hines, Sarah y Glen Jaggard, Paul Yardley, todos los apoderados y abogados, los parlamentarios y médicos que he conseguido que coman en mi mano… ¿me oyes?, una palabra mía y desaparecen. Y todo el proyecto se va a pique. Lo único que necesito es esperar el momento oportuno y entonces firmar otro contrato con la BBC, en calidad de director ejecutivo de Hammerhead.
—¿Chantajeaste a Maya para que accediera a ascenderme? —Claro, por eso estaba menos efusiva que de costumbre cuando he pasado por delante de ella en el pasillo—. Pues lo siento, pero es imposible que yo…
—¡Quiero que se haga el documental! —dice, elevando la voz a un nivel que podría calificarse de grito—. ¡Me estoy esforzando por hacer las cosas bien! Binary Star tiene que cumplir lo pactado y tú obtendrás una recompensa más que suficiente para obligarte a despegar el culo del asiento y ponerte a trabajar.
—¿Y qué sacas tú con eso? —Noto que me tiemblan las rodillas. Me gustaría sentarme, pero no lo haré y no lo haré porque Laurie me ha ordenado que lo haga. Y menos cuando acaba de hacer un comentario grosero sobre mi culo.
—Necesito tu total cooperación —dice con tranquilidad, con tanta que me pregunto si no habré imaginado el estallido de hace unos segundos—. Extraoficialmente seguiré siendo el director, pero mi intervención será un secreto que quedará estrictamente entre tú y yo.
—Entiendo —digo con la garganta tensa—. No solo has chantajeado a Maya. Me estás chantajeando a mí también.
Laurie se deja caer en su silla giratoria dando un gruñido.
—No te chantajeo. Al menos dilo con propiedad. Te estoy sobornando. —Se echa a reír—. Joder, me he equivocado contigo. Pensé que tenías la cabeza sobre los hombros.
Me muerdo el labio, esforzándome por asimilar aquella última revelación: que Laurie se ha hecho una idea sobre qué clase de persona soy. Eso significa que ha pasado algún tiempo pensando en mí, aunque solo sea unos segundos. No puede significar otra cosa.
—Mereces una oportunidad —dice con voz cansada, como si tener que convencerme resultara aburrido—. Y he decidido dártela.
—Quieres controlar la película incluso después de irte. Y me has elegido a mí porque piensas que seré más fácil de manipular que los demás. —Espero que le impresione comprobar lo calmada que estoy. Al menos por fuera. Ni en un millón de años habría imaginado que estaría en el despacho de Laurie Nattrass acusándolo de obrar mal. ¿Y qué diantres estoy haciendo? ¿A cuántos inocentes ha sacado él de la cárcel mientras yo pasaba mi tiempo libre tirada en el sofá, hojeando la chismosa revista Heat o gritando improperios a Mira quién baila? ¿Y si he malinterpretado totalmente la situación y soy yo quien se equivoca?
Laurie se retrepa en la silla. Cabecea despacio.
—Está bien. ¿No quieres dirigir el documental que ganará todos los premios de la temporada? ¿No quieres ser directora creativa? Pues por mí, ya puedes alegrarle el día a Maya: ve y dile que no aceptas el trato y observa cómo te pierde el respeto que siempre ha sentido por ti.
—¿El trato? —Aquí sí que estoy condenadamente segura de no equivocarme—. ¿Quieres decir el trato del que no he sido partícipe, el que afectará a mi vida y mi trabajo?
—Nunca se te volverá a proponer nada —dice Laurie con aire despectivo—. Ni en Binary Star ni en ningún otro sitio. ¿Cuánto tiempo crees que pasará hasta que te pongas en la cola del paro, detrás de Tamsin?
Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón.
—No me siento cómoda con un aumento de cien mil al año mientras mi amiga pierde el empleo —digo con toda la frialdad que puedo—. Como es lógico, me gustaría ganar más, pero también quisiera poder dormir por la noche.
—¿Tú perder el sueño? ¡No me hagas reír!
Trago una profunda bocanada de aire y digo:
—No sé qué habrás imaginado sobre mí, pero te equivocas. —Entonces me siento como una bolsa de basura por dar a entender que tengo conciencia social, cuando la verdad es que las únicas cosas que me han quitado el sueño en esta vida han sido el amor y…
Y nada más. Pero no puedo ponerme a pensar en eso ahora o acabaré llorando y contándole mis penas a Laurie. Y eso sería horrorosamente embarazoso.
¿Me odiaría mucho si supiera lo que siento?
—Joder —murmura—. Bueno, te pido disculpas, ¿vale? Pensé que te estaba haciendo un favor.
¿Y qué pasa si digo que sí? Podría decirle que sí. No, no podría. ¿Qué coño me ocurre? Estoy muerta de miedo, y molesta por lo de Tamsin, y mi cerebro se resiente. En el estado en que estoy, lo más sensato es decir lo menos posible.
Laurie da media vuelta a la silla giratoria para que no le vea la cara.
—He dicho al consejo de administración que vales lo que creo que vales —dice con voz monótona—. Casi se cagaron encima, pero hice una buena defensa y les hablé claro. ¿Sabes qué quiere decir eso?
¿Una buena defensa? «O hacéis lo que os digo o mando la película al carajo»: ¿eso es lo que entiende él por buena defensa? Ni siquiera se molesta en darle una mano de barniz convincente; ese es el poco valor que me concede. Sin esperar a mi respuesta, añade:
—Quiere decir que oficialmente vales ahora ciento cuarenta mil al año. Piensa en ti misma como si fueras una acción en el mercado bursátil. Tu valor ha subido. Si le dices a Maya que no aceptas, si le dices: «Sí, gracias, me gustaría un aumento, pero no tanto, porque no soy tan buena, ¿no podríamos negociar a la baja?», dile eso y caerás en picado, te despeñarás contra las piedras del fondo. —Gira la silla para encararse conmigo—. No valdrás nada —dice subrayando las palabras, como si no me hubiera enterado del sutil mensaje.
Y ya está: he llegado al límite. Giro sobre mis talones y me voy. Laurie no me llama ni me sigue. ¿Qué cree que voy a hacer? ¿Aceptar el ascenso y el dinero? ¿Despedirme? ¿Encerrarme en un retrete para desahogarme con una buena llorera? ¿Se siente aunque sea mínimamente culpable por lo que acaba de hacerme?
¿Qué mierda me importa a mí lo que sienta?
Vuelvo a mi despacho, cierro de un portazo, cojo la toalla húmeda del radiador y limpio el vaho de la ventana hasta que me duele el brazo. Minutos después la ventana sigue húmeda y ahora también lo está mi suéter. Lo único que he conseguido es salpicarme de agua. ¿Por qué no se le ocurrirá a nadie acabar con la sequía mundial con el vaho de las ventanas? Solo con el que hay en la mía podría regarse media África. ¿Por qué no se encarga Bob Geldof de estas cosas? Debería enfadarme con Bob Geldof, ya que con Laurie no puedo. Tengo un documento en alguna parte de mi mesa en la que se me ordena, entre otras cosas, no enfadarme con Laurie en ninguna circunstancia.
Lo miraba continuamente en la época en que Tamsin me lo dio. Lo encontraba muy gracioso y más aún cuando Tamsin me contó que entregaba una copia a todas las mujeres que entraban a trabajar en Binary Star. Hace cosa de un año empezó a perder su encanto y lo escondí debajo del papel estampado con flores con que la persona que me había precedido había forrado los cajones de la mesa.
No tiene sentido engañarme a mí misma fingiendo que no recuerdo en qué cajón está; sé exactamente dónde se encuentra, aunque he pasado gran parte del último año haciendo como que no está ahí. Levanto los expedientes y el forro de papel y ahí está, boca abajo. Me armo de valor, lo cojo y le doy la vuelta.
En la parte superior pone en mayúsculas: «LOS SIETE MANDAMIENTOS DE TAMSIN». Tiene un subtítulo en cursiva: «Para recordarlos en todo momento a propósito de Laurie Nattrass».
La lista dice:
1) Tú no serás. Él sí.
2) No tendrás expectativas o, lo que es igual, no esperarás absolutamente nada.
3) Aceptarás lo que no puedas cambiar. No perderás el tiempo enfadándote o molestándote.
4) Recordarás que tiene fama de «brillante pero difícil» solo porque es un hombre. Si fuera una mujer con la misma inteligencia y se comportara del mismo modo, en vez de ofrecerle los mejores empleos, se burlarían de ella llamándola vieja chiflada.
5) Cuidado con imaginar que tiene un fondo oculto. Darás por sentado que su verdadera personalidad es lo poquito que se ve.
6) No te sentirás atraída por su poder. Hay personas poderosas en el buen sentido que fortalecen la confianza de los demás y hacen que creamos que todo es posible. Él no. Si te acercas a él, te darás cuenta de que conforme crece su poder, disminuye el tuyo. Te guardarás mucho de sentirte impotente y de la creciente convicción de que eres basura.
7) Hagas lo que hagas, NO TE ENAMORES DE ÉL.
Por lo que se refiere al menos a uno de los mandamientos de Tamsin, he fracasado espectacularmente.