Prólogo

La cuba ocupaba el centro de la cripta, un inmenso pentáculo grabado en las frías y desnudas baldosas del suelo bajo una bóveda sostenida por imponentes columnas. Las líneas del pentáculo, complejas aunque armoniosas, se entrecruzaban para dibujar una estrella de doce puntas engalanada con runas dracónicas que muchos brujos no sabían o no se atrevían a pronunciar. De ellas emanaba un poder maléfico que enrarecía la atmósfera, pese a los cirios colocados en lo alto de manera regular; cirios negros cuyas llamas, rusientes en la oscuridad, tenían el color encarnado de la sangre humeante que llenaba la cuba.

Una anciana se acercó al pentáculo. Con su larga melena rubia salpicada de gris, dejó caer a sus pies el velo que la cubría y se quedó desnuda, ofreciendo al resplandor erubescente de los cirios su piel descolorida y las carnes fláccidas de su cuerpo marchito. Luego descendió a la cuba para abandonarse lánguidamente al pegajoso calor de una sangre que jamás se entibia. Párpados cerrados, cabeza reclinada y brazos separados sobre el reborde de piedra: disfrutó de un momento delicioso de gran relajación. Por último, después de un suspiro satisfecho, se dejó hundir lentamente en su baño hasta desaparecer.

Al cabo de unos segundos, el pentáculo reaccionó. De repente, las llamas escarlatas de los cirios duplicaron su tamaño mientras las runas y las líneas grabadas en la piedra resplandecían como las brasas. La superficie del baño de sangre pronto empezó a estremecerse, a hervir. Nacían burbujas que luego reventaban. Los cirios consumidos se fundían. Al mismo tiempo, la luz emitida por el pentáculo se fue haciendo cada vez más intensa. Pero no se dispersó. Era un haz continuo, preciso y bermellón que cortaba la oscuridad en vertical siguiendo el sabio trazado del pentáculo y el contorno atormentado de los símbolos dracónicos.

Entonces se produjo una explosión silenciosa y cegadora, y todo terminó.

Cuando se pudo ver de nuevo en la cripta, el pentáculo había recuperado su frialdad natural; la cuba mostraba una superficie lisa y reluciente, y los cirios reducidos a un miserable montón de cera daban llamas chisporroteantes.

La que emergió de la cuba era una jovencita con rostro delicioso y tez nívea, cabello de un rubio juvenil y cuerpo terso, menudo y de firmes curvas. Al dejar su baño, la sangre le resbalaba sobre el cuerpo como sobre una tela aceitosa para concederle una belleza inmaculada y, parpadeando, disimuló los ojos reptilianos que el ritual había puesto al descubierto. Así consiguió transformarse en la adorable vizcondesa de Malicorne, cuyos cautivadores encantos tanto gustan en la Corte y cuya vivacidad de espíritu tanto complace a la reina.

Fuera de la vista de todo el mundo, no se veía obligada a sonreír. Y, cuando se alejaba del pentáculo y se dirigía a la escalera secreta que llevaba a sus aposentos, aún se podía leer en su mirada una sapiencia cruel y antigua que delataba no sólo su edad, sino también su raza; porque la sangre de dragón que le había devuelto la juventud corría por sus venas.