Epílogo

Ya era de noche cuando, aquel día, La Fargue volvió al palacete del Hépervier.

Llevó su caballo a la cuadra, lo desensilló y lo acarició cuidadosamente, y después atravesó la cuadra hacia el edificio principal. Desde la escalinata oyó ruidos de risas, fragmentos de cantos y de alegres conversaciones. Sonrió, entró y, desde la penumbra de la entrada, observó el espectáculo que se le ofrecía a través de una gran puerta abierta.

Las Espadas estaban reunidas en torno a una buena comida que el vino y el placer hacían durar. Estaban todos allí. Ballardieu y Marciac, que cantaban desaliñadamente de pie sobre unas sillas. Agnès que, radiante, se reía a carcajadas. Leprat, que batía palmas y entonaba a coro. E incluso el austero Almadès, que se partía de risa con las payasadas de los dos primeros mientras el gascón jugaba a emborracharse forzándose un poco a beber. La dulce Naïs servía sin perder detalle del espectáculo. El viejo Guibot, que estaba en la gloria, marcaba el ritmo con la pata de palo.

¡Oh, encantadora botella!

¿Por qué encierras

en tu mimbre retorcido

tu licor sin igual?

¿Por qué escondes

bajo tu oscuro hábito

tu ámbar y tus rubíes?

Para alegrar la vista,

y también la garganta,

despójate de tu mimbre

muéstrate desnuda.

Y no nos escondas más

bajo tu oscuro hábito

tu ámbar y tus rubíes.

Parecían felices, y La Fargue envidió su alegría, su despreocupación, su juventud. Tal vez habría podido ser el padre de la mayoría de ellos y, en cierto modo, lo era.

O lo había sido.

En otro tiempo, los habría mantenido unidos. Y dudaba si lo haría cuando Naïs, para poder pasar, cerrara la puerta y sumiera en la oscuridad al viejo y fatigado capitán.

Prefería retirarse a su habitación sin ser visto ni oído.

Allí, lejos del rumor y del calor de la fiesta, se estiró vestido sobre la cama, entrelazó los dedos debajo de la nuca y esperó, con los ojos abiertos de par en par y la mirada vacía.

Pronto dio la medianoche en el campanario de la abadía de Saint-Germain.

La Fargue se levantó.

De un cofrecito del que jamás sacaba la llave, salió un precioso espejo de plata que se puso delante, sobre un velador.

En voz baja, recogido y con los párpados caídos, pronunció una fórmula ritual en una lengua antigua, temida y casi olvidada. El espejo que al principio le devolvía su reflejo respondió a la llamada. Su superficie se turbó y, lentamente, como si emergiera de una capa de mercurio vivo, asomó la cabeza algo translúcida de un dragón blanco de ojos rojos.

—Buenas noches, señor —dijo La Fargue.