IV

En el patio del espléndido palacete de Tournon, una escolta de gentilhombres montados esperaba cerca de una lujosa carroza. Esperaban sólo al conde de Pontevedra, que dentro de poco debía tomar el camino de España. Últimamente, las negociaciones secretas con Francia habían adquirido un tono insospechado e, interrumpidas demasiado pronto, no habían llegado a buen término. Así que al embajador sólo le quedaba regresar a Madrid para informar de ello al rey y a su ministro, Olivares.

Pontevedra estaba terminando de prepararse cuando le anunciaron una última visita. Reveló cierta sorpresa al oír su nombre, dudó, reflexionó y luego señaló que lo recibiría a solas en un salón.

La Fargue ya estaba allí de pie cuando él entró.

Los dos hombres se miraron de arriba abajo durante un buen rato. Tenían aproximadamente la misma edad, pero uno se había hecho gentilhombre de corte e intriga, mientras que el otro se había quedado en gentilhombre de guerra y de honor. Sin embargo, no era al conde de Pontevedra, embajador plenipotenciario de España y favorito de su majestad Felipe IV, a quien el viejo capitán miraba impasible. Era a Louveciennes, su antiguo hermano de armas y de sangre, el único y verdadero amigo que había tenido jamás, y que lo había traicionado.

—¿Qué quieres?

—Quiero decirte que Anne, mi hija, está sana y salva. Me parecía que merecías saberlo.

Pontevedra esbozó una sonrisa burlona.

—¿«Tu hija»?

—Es mi hija y tú lo sabes. Siempre lo has sabido. Como yo. Como Oriane. Y, ahora, también Anne lo sabe. Como también sabe lo que eres.

Una máscara de odio desfiguró al embajador.

—¿Qué le has contado? —escupió.

—Nada. No soy de esa clase de hombres.

—¿Entonces?

—Una carta de su madre. Su madre, a la que tú nunca has amado como merecía…

—Un reproche que no se te puede hacer a ti —replicó el otro.

Tenía la hiel en los labios y la mirada encendida.

—Me reproché aquella noche durante mucho tiempo —reconoció La Fargue.

—¡Gran excusa!

—Oriane también se la reprochó. Pero eso fue antes de La Rochelle, antes de que tú me revelaras tu verdadera naturaleza, antes de que me traicionaras.

—Tomé una decisión. La buena. Para convencerme, me basta con mirarte. Tú no tienes nada. Mientras que yo…

—Tú sólo eres rico. Y Bretteville murió por tu culpa, Louveciennes.

—¡Soy el conde de Pontevedra! —gritó la antigua Espada.

—Los dos sabemos quién eres —dijo La Fargue en tono sosegado.

Apartó la carta, y ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando Pontevedra, enrojecido, soltó:

—Encontraré a Anne. No importa dónde la escondas, ¡la encontraré!

El capitán pensó en su hija, a la que no conocía y temía incluso ver. Por el momento, estaba donde nadie iría a buscarla, calle de la Grenouillère, confiada gracias a Marciac a los buenos cuidados de la bella Gabrielle y de sus amables huéspedes.

Sin embargo, la situación tendría que cambiar.

—No —le hizo saber La Fargue—. Tú no la encontrarás. Te vas a olvidar de ella.

El embajador soltó una gran carcajada.

—¿Acaso me obligarás? ¡Tú no puedes nada contra mí, La Fargue! ¡Nada!

—Te equivocas. Te has aprovechado de tu cargo de embajador para satisfacer una ambición personal. Has conspirado y has mentido. Hecho esto, has puesto en un grave compromiso tu misión traicionando la confianza de tu… rey. Al reclamar que las Espadas y yo buscáramos al supuesto caballero de Irebàn, incluso has reunido unos hombres de los que España pronto tendrá motivo de queja. ¿Nos querías porque somos los mejores? Pues aquí nos tienes. ¿Crees que Richelieu querrá pasar otra vez sin nuestros servicios? No, Louveciennes. Las Espadas del Cardenal han vuelto, cosa que tus maestros no dejarán de lamentar en mucho tiempo… Así que piénsalo bien. ¿En verdad quieres que eso se sepa?

—No me amenaces.

—Te cambio mi silencio por mi hija. No tienes opción… ¡Ah!, y una última cosa…

—¿Cuál?

—La próxima vez que nos volvamos a ver, te mataré. Buen viaje de regreso a España.

La Fargue salió sin cerrar la puerta.