El conde de Rochefort esperaba en uno de los confesionarios de la iglesia de Saint-Eustache cuando, a la hora convenida, alguien se sentó al otro lado de la apertura oculta tras el enrejado de madera.
—Su eminencia —dijo— os reprocha no haberlo advertido de los proyectos de La Fargue.
—¿Qué proyectos?
—Los proyectos con vistas a que Malencontre huyera del Châtelet.
—Los desconocía.
—¿De verdad?
—Sí.
—Cuesta creerlo… ¿Dónde se esconde Malencontre?
—La Fargue le dio la libertad a cambio de la información que nos permitió socorrer a Agnès. Y, además, arruinar a la Garra Negra. Si Malencontre tiene dos dedos de frente, ya habrá abandonado el reino.
—Es lamentable.
—Pensaba que la derrota de la Garra Negra os alegraría…
—No pretendáis haceros el listo conmigo. No os pago para eso… ¿Sabíais que la supuesta Cécile es, en verdad, la hija de La Fargue?
Se hizo un silencio elocuente.
—No —soltó finalmente el otro.
—Pues ahora ya lo sabéis. Su eminencia quiere saber dónde está.
—A salvo.
—Eso no es lo que yo os pregunto.
—Cécile, o como se llame, es sólo una víctima en todo este asunto. Merece que se la deje en paz.
—Sin duda. Pero no habéis respondido a mi pregunta.
—No responderé.
El tono de su interlocutor hizo comprender a Rochefort que sería inútil insistir.
—Como queráis —se resignó el hombre del cardenal—. Pero debo deciros que os ganáis mal el sueldo, Marciac.