II

—¡Soy yo! —anunció Leprat tras haber llamado a la puerta de la habitación de Agnès.

—Entra.

La joven aún estaba en cama, más por pereza que por necesidad. Tenía buena cara y los rasguños no le hacían perder su belleza. A su lado estaba el plato de comida que Ballardieu le había traído a primera hora. Leprat advirtió con satisfacción que estaba casi vacío.

—Venía a ver cómo te encontrabas —anunció el mosquetero. Luego, señalando una silla—: ¿Me permites?

—Claro.

Agnès cerró su libro, observó cómo Leprat se sentaba aligerando la pierna herida y esperó.

—¿Qué? —dijo al cabo de un momento.

—¿Qué de qué?

—¿Tú vas mejor?

—Como lo ves… Reposo.

—Te lo has ganado.

—Eso creo, sí.

Se hizo un silencio durante el cual Agnès se divirtió con el apuro de Leprat.

No obstante, acabó compadeciéndose y soltó:

—Venga, va. Dime.

—Has corrido un riesgo excesivo dejándote secuestrar por esos hombres.

—Entonces no sabía quiénes eran y eso era precisamente lo que contaba descubrir. Además, eran cinco o seis y yo no iba armada.

—Aun así. Cuando viste a Saint-Lucq en la calle, habrías podido… Entre los dos, con la sorpresa…

—Lo sé.

—Las cosas se podían haber puesto muy feas.

—Sí. La Garra Negra habría podido fundar una logia aquí, en Francia.

—Es una manera de ver las cosas… ¿Pero qué hacías tú allí, para empezar?

—¿En casa de Cécile?

—Sí.

—Lo sabes perfectamente. Buscar lo que ella escondía. Y lo que Saint-Lucq había encontrado antes que yo, por orden secreta del capitán. De haberlo sabido…

Leprat asintió, con la mirada perdida.

Agnès entrecerró los párpados e inclinó los hombros hacia delante para mirarlo a la cara.

—De eso has venido a hablarme, ¿verdad?

—Ha cambiado. Ya no es el que era… Yo… Creo que desconfía de nosotros. —Y Leprat añadió con un gesto de humor, la voz vibrante de ira impotente—: ¡De nosotros, buena sangre! ¡De sus Espadas!

La joven, compasiva, le puso la mano sobre el puño.

—De eso hay que culpar a Louveciennes. Cuando traicionó a La Fargue en La Rochelle, bien habría podido apuñalarlo en el corazón. Era su mejor amigo. El único, tal vez… Y eso sin contar la muerte de Bretteville y la infamante disolución de las Espadas. Ese recuerdo debe de llevarlo marcado con el hierro al rojo en su memoria, y aún le debe de quemar.

Leprat se levantó, cojeó hasta la ventana y dejó que su mirada se perdiera en los tejados del barrio de Saint-Germain.

—Lo peor… —confesó de inmediato—. Lo peor es que creo que tiene razones para desconfiar de nosotros.

—¿Eh?

—De uno de nosotros, en todo caso.

—¿Pero de quién?

—No lo sé.

Se volvió hacia Agnès y explicó:

—Sólo nosotros sabíamos que reteníamos a Malencontre. Ahora bien, eso no impidió que Rochefort viniera a buscarlo al cabo de unas horas. De manera que el cardenal también lo sabía. ¿Quién se lo dijo?

Con un sentimiento que no le gustaba disipar, la joven baronesa se hizo abogada del diablo:

—Está Guibot. Y Naïs. Después de todo, no conocemos ni a Eva ni a Adán…

—¿Eso crees?

—¿Acaso sospechas de mí?

—No.

—Entonces, ¿quién puede ser?

—¿Saint-Lucq? ¿Marciac? ¿Almadès? ¿Ballardieu?…

—¿Y por qué no tú, Leprat?

Él la miró sin ira, casi apenado:

—Vete tú a saber…