En el exterior del torreón, el castillo fortaleza estaba sumido en un caos que dominaba la gran tormenta de energías desencadenadas por la destrucción de la Esfera del alma. Del rasgado cielo nocturno caían rayos crepitantes que incendiaban árboles y maleza, levantaban terrones, pulverizaban la piedra, abatían lienzos de pared. Uno de ellos se abrió paso y abrasó el altar del que Gagnière, despojado de su traje ceremonial, se alejaba con la vizcondesa inconsciente en brazos. La gente gritaba. Los caballos relinchaban espantados. Adeptos y espadachines corrían en todos los sentidos, no sabían dónde refugiarse ni contra quién defenderse.
Porque las Espadas del Cardenal habían pasado al ataque.
Informados por Malencontre, La Fargue y sus hombres cercaban discretamente la plaza cuando Agnès interrumpió la ceremonia. Por desesperada que ella estuviera, su iniciativa les sirvió para desviar toda la atención hacia el gran dragón espectral torturado. La Fargue bordeó un camino vacío ribeteado por un muro bajo y apuró el paso hacia el recinto donde los dos guiverneros, inútiles desde el fin de la jornada, guardaban sus animales. Pipa en boca y pesada alforja en bandolera, Ballardieu se subió a una muralla, desnucó a un vigía y ocupó discretamente su lugar sobre la puerta principal y sus centinelas. Más allá, Saint-Lucq pasó por encima del cadáver de otro centinela y aprovechó un fuego de campamento alrededor del que había reunidos cinco espadachines cautivados por el sorprendente espectáculo que se les ofrecía en el cielo nocturno. Al mismo tiempo, Marciac entraba discretamente en la cuadra.
En el torreón, Agnès y Laincourt pasaban de una torre a otra para burlar la búsqueda de Savelda cuando, en el exterior, el primer rayo cayó sobre la ceremonia. Los adeptos, presos del estupor en un primer momento, se dispersaron y encogieron la cabeza entre los hombros mientras seguían cayendo rayos y los espadachines que supervisaban el ritual se alarmaban.
Ballardieu consideró que aquél era el momento indicado para actuar. Hurgó en su alforja, encendió con su pipa de barro la mecha de una granada arrojándola a ciegas por encima del parapeto al que estaba apoyado de espaldas y en cuclillas. Enseguida le siguieron una segunda y una tercera, y sus explosiones resonaban entre los gritos y tronidos de la tormenta sobrenatural. Echó un vistazo abajo y vio satisfecho los cadáveres de los centinelas y luego advirtió que una guiverna se elevaba del recinto. Ya en pie, decidió bombardear el caos con granadas.
Los reiter, reunidos alrededor de un fuego de campamento, vieron explosionar las granadas a lo lejos, empuñaron sus armas y… se quedaron petrificados.
De pie ante ellos había un hombre vestido de negro, los ojos escondidos tras unos cristales rojos que reflejaban las llamas. Esperaba y les apuntaba con la espada empuñada. Parecía a la vez relajado y decidido. Imaginaron que llevaba allí un rato. Comprendieron que debían pasar por encima de él. Y, pese a su experiencia del sufrimiento, de combates y masacres, se apoderó de ellos cierto malestar.
Con las entrañas retorcidas por el miedo, supieron que iban a morir.
Adeptos y hombres armados, aterrorizados bajo los ensordecedores relámpagos, corrían espantados hacia la cuadra bajo ensordecedores relámpagos, cuando sus puertas se abrieron de par en par al incendio que devastaba el interior y los caballos que Marciac había liberado los empujó al vuelo. Las monturas, libradas a su fiero impulso, arrollaron y pisotearon a los que primero llegaron y empujaron violentamente a los otros relinchando antes de dispersarse.
La silueta del gascón se perfiló sobre un fondo de llamas cuando salió de la cuadra, espada en mano. Enseguida dio cuenta de algunos reiter desorientados que quedaban: abrió una garganta, traspasó un pecho, hendió un rostro.
Aprovechando un momento de recogimiento, levantó los ojos hacia el cielo enloquecido; luego vio que Saint-Lucq se alejaba a pequeñas zancadas y aflojó el paso apenas para eliminar a los espadachines que venían a su encuentro, espada en mano. Después de un asalto, el semidragón se volvió hacia Marciac y le señaló la mole sombría del torreón adonde se dirigía. El gascón comprendió y asintió; decidió seguirlo, pero antes tuvo que defenderse contra dos adversarios.
Cercados en la torre, Agnès y Laincourt se creyeron condenados, dejados de la mano de Dios; granadas de mecha incandescente rebotaron entre los espadachines estupefactos, provocaron una aglomeración presa del pánico y explotaron las unas tras las otras en nubes de pólvora incendiada; sus fragmentos ardientes alcanzaron a quienes no habían podido retroceder lo bastante rápido hasta el camino de ronda.
Una guiverna encabritada, que batía las alas para ralentizar su acercamiento, se posó sobre la torre.
—¡Capitán! —exclamó Agnès al ver quién montaba el reptil.
—¡Rápido! —lanzó La Fargue.
Le tendió una mano enguantada, mientras la joven señalaba a Laincourt.
—Él también viene.
—¿Qué? ¡No! ¡Demasiado pesado!
—¡Él también viene!
No era ni el momento ni el lugar para ponerse a discutir: a su alrededor, los espadachines se iban recuperando.
Agnès y Laincourt montaron a la grupa de La Fargue, que espoleó de inmediato la guiverna. El animal dio unos pesados pasos de carrerilla hacia el parapeto. Cuando Savelda vio que las presas huían, corrió hacia ellas, les apuntó y gritó a sus hombres que se separaran y abrieran fuego. La bala de su pistola traspasó el largo cuello de la guiverna justo cuando ésta se lanzaba al vacío. El reptil se estremeció. La sorpresa, el dolor y su carga demasiado pesada la hicieron caer. Desplegó las alas mientras el suelo se acercaba y La Fargue tiraba de las riendas con todas sus fuerzas. La guiverna restableció el vuelo en el último segundo. Su vientre rozó el adoquinado. Sus garras levantaron chispas en el suelo. Iba demasiado rápido por el pequeño patio para tener la oportunidad de remontar. La Fargue logró hacerla virar hacia la puerta del torreón justo a tiempo. El reptil pasó a toda velocidad bajo el arco. Pero tenía demasiada envergadura. El impacto le rompió las alas de cuero. La guiverna gritó. Como un peñasco que baja rápidamente una pendiente, franqueó el puente levadizo que entonces estaba bajado. Rodó sobre sí misma en un torbellino de sangre y polvo. Sus pasajeros salieron despedidos y ella terminó el trayecto en una de las grandes hogueras encendidas con motivo de la ceremonia.
Ballardieu vio que la guiverna despegaba del torreón y tres cuerpos volaban por los aires.
—¡Agnès! —gritó, mientras el reptil de alas rotas se estampaba contra la hoguera y desaparecía entre sus llamas.
Franqueó el parapeto, cayó seis metros más abajo, corrió sin resentirse del dolor de su tobillo torcido. Dos dragones espadachines lo atacaron. No aflojó el paso, no sacó la espada. Agarró por la bandolera la alforja con el peso de las granadas que le quedaban y la hizo dar vueltas en el aire para que rompiera una sien y dislocara una mandíbula escamosa. Sin dejar de correr, empujando a todo el que encontraba a su paso presa del terror, se desgañitó:
—¡Agnès!… ¡Agnès!…
Vio que La Fargue se levantaba y se le acercó.
—¡Agnès! ¿Dónde está Agnès?
El capitán se tambaleó, aún aturdido. Parpadeó y casi tropezó. Ballardieu tuvo que sostenerlo.
—¡Capitán! ¿Dónde está? ¿Dónde está Agnès?
—Yo… no lo sé…
Entonces llegó Marciac.
—¿Qué pasa? —preguntó, esforzándose por ocultar los infortunios y el fracaso de los relámpagos mágicos.
—¡Es Agnès! —explicó el viejo soldado con un deje de angustia—. ¡Está ahí! ¡En alguna parte! ¡Ayúdame!
Haciendo gestos y con la mirada perdida, Laincourt se incorporó a duras penas, apoyando primero las manos y las rodillas. Tosió, escupió tierra y sangre.
Después se puso en pie.
A su alrededor, el caos de la batalla que llegaba a su fin se mezclaba con el de la tormenta inaudita cuyos gemidos ventosos subían en los agudos. Los rayos destructores ganaban en fuerza y los tronidos furiosos hacían estremecer hasta los cimientos del castillo, cuyas piedras se desmembraban. Ya nadie pensaba en luchar. Sólo en huir. Los escasos supervivientes de entre los adeptos y los espadachines de la Garra Negra se apresuraban hacia la puerta que Ballardieu ya no defendía con granadas.
Laincourt también habría huido sin más.
Pero le quedaba una última tarea que hacer.
Con la vizcondesa inerte entre los brazos, Gagnière llegó al patio del torreón al mismo tiempo que Savelda y sus hombres, salidos del interior.
—¡Hemos sido atacados! —dijo Gagnière en un baño de sudor.
—Sí —replicó el tuerto español—. Y hemos perdido… Dádmela a mí.
Con autoridad, cargó con el fardo de la vizcondesa.
El marqués le dejó hacer, demasiado estupefacto para protestar.
—¡Debemos huir! —soltó—. Por el pasadizo. Aún nos queda tiempo. ¡Rápido!
—No.
—¿Cómo?
—Vos no. Vos os quedáis.
—¿Pero por qué?
—Para cubrirnos la retirada… Contra él.
Gagnière se volvió.
Saint-Lucq entraba por el arco, armado con una espada y una daga en la mano izquierda.
—Tú y tú, venid conmigo —ordenó Savelda—. Los demás, quedaos con el marqués.
Y, seguido por los dos hombres que había señalado, desapareció por una puerta y dejó al gentilhombre y cuatro espadachines en el patio.
Gagnière quiso abrir la puerta: se le resistió. Entonces vio que el semidragón lo miraba y le sonreía más allá de la línea de los reiter, como si estos últimos fueran sólo un insignificante obstáculo que los separaba. Al marqués se le metió esta idea en la cabeza, y sintió miedo.
Recogiendo una espada de un cadáver estirado en el camino de ronda, gritó:
—¡Atacad!
Igual de confusos ante la calma predadora de Saint-Lucq, los espadachines se estremecieron y se lanzaron al ataque. El semidragón separó dos filos con su espada, dejó su daga clavada en el vientre de su primer adversario, dio media vuelta y degolló al segundo con un estoque del revés. Con un solo movimiento, se inclinó hacia un dragón que preparaba un golpe alto, se tiró al suelo bajo el brazo y se incorporó de nuevo haciendo volcar al reptil por encima de su hombro. Luego, para rematar su coreografía mortal, puso en vertical la espada que había birlado y, sin mirar, clavó el dragón al suelo.
El semidragón, impasible, observó de arriba abajo a Gagnière.
En el recinto quedaba una guiverna que seguramente huiría si alguien la desencadenaba. Saint-Georges la ensilló con dificultad y, con una bota ya en el estribo, oyó con claridad en medio de tanto alboroto:
—Retrocede.
Magullado, herido, ensangrentado, Laincourt se tenía en pie a unos metros detrás de él y le apuntaba con una pistola. Estaba hecho una pena, pero en sus ojos brillaba una chispa casi fanática.
—Obedece —añadió—. Sólo espero la menor oportunidad para volarte los sesos.
Sin gestos bruscos, Saint-Georges puso el pie en el suelo y separó los brazos. Sin embargo, no se dio la vuelta. Tampoco se alejó de la guiverna ni de las pistolas alineadas en la alforja. Pistolas que Laincourt no podía ver a través de su espalda.
—Aún podemos entendernos, Laincourt.
—Lo dudo.
—Soy rico. Muy rico…
—Tu oro es el premio a tus traiciones. ¿Cuántos hombres leales han muerto por tu culpa? Tus últimas víctimas fueron los mensajeros de Bruselas, cuyos itinerarios indicabas a la Garra Negra. ¿Pero y antes de ellos?
—El oro es el oro. Brilla en todas partes igual.
—En el lugar al que vas a ir, el tuyo no te servirá de nada.
De repente, Saint-Georges se dio media vuelta con una pistola en la mano.
Sonó un disparo.
Y Laincourt vio desplomarse al traidor, la mirada reventada y la parte posterior del cráneo destrozada por una bala. Luego examinó la guiverna ensillada.
Ahora la tormenta estaba en todo su apogeo. Torbellinos de energía se habían levantado a ras del suelo y los rayos que caían a cada segundo cavaban cráteres. El castillo parecía soportar el fuego de un cañoneo empeñado en destruirlo.
—¡Aquí! —gritó de repente La Fargue.
Estaba en cuclillas cerca de Agnès, a la que acaba de encontrar y cuya cabeza sostenía. La joven estaba inconsciente. Tenía los cabellos embadurnados de sangre en la sien. Pero respiraba.
—¿Está…? —se alarmó un Ballardieu angustiado.
—No. Está viva.
Entonces un jinete surgió por la brecha de una muralla. Era Almadès, que tiraba de las monturas de las Espadas. Por suerte, buenos caballos de guerra que no se espantan con el fragor de las batallas.
—¡Agnèsno está en condiciones de montar! —afirmó La Fargue.
—¡Yo la llevaré! —replicó Ballardieu.
Un rayo cayó cerca de ellos y los salpicó de tierra humeante.
—¡Mirad! —gritó el gascón.
La carroza negra de la vizcondesa llegaba al torreón, conducida por Saint-Lucq.
—Bendito seas, Saint-Lucq —murmuró Ballardieu.
El semidragón detuvo la carroza a su altura. A duras penas dominaba el tiro. Los caballos relinchaban y se encabritaban a cada deflagración, hacían que el coche se bamboleara. Marciac sujetó a los animales por los morros para contenerlos.
De esta manera, La Fargue consiguió abrir la portezuela, y vio la silueta que había en el interior.
—¡Hay alguien dentro!
En este caso, se trataba de Gagnière. Tras haber recibido un estoque en el hombro derecho, se había desmayado.
—¡Un nuevo amigo! —ironizó Saint-Lucq—. ¡Vamos! ¡Rápido!
Ballardieu subió a la carroza con Agnès en brazos. La Fargue cerró la portezuela y luego montó a horcajadas en el caballo cuyas riendas le tendía el gascón, a lomos de otro.
—¡Adelante! ¡Esto pronto será un infierno!
Saint-Lucq hizo restallar las riendas sobre la grupa de los caballos enganchados. Los jinetes espolearon sus monturas y abrieron paso a la carroza lanzada al instante a galope tendido. Milagrosamente perdonados por las explosiones cuya onda expansiva les salpicaba la cara de escombros diversos, franquearon la puerta justo antes de que un violento rayo la hiciera añicos. Bajaron rápidamente el serpenteante camino, atropellando sin piedad a los fugitivos que podían obstruirle el paso, dejando atrás ruinas presa de la furia destructora de energías ancestrales.
Luego se hizo un momento de inmenso silencio, y del cielo descendió una fuerza deslumbrante que barrió los últimos vestigios del castillo con un clamor apocalíptico. Y engulló en su claridad la silueta de una guiverna montada que se alejaba dando aletazos.
En aquel preciso instante, a un cuarto de legua de distancia, una reja era empujada en un bosque bajo. Savelda iba el primero, abriéndose paso entre las zarzas, y lo seguían de cerca los dos hombres que llevaban a la vizcondesa. Ésta había recobrado su edad, y volvería a ser una anciana por siempre jamás: tenía el rostro demacrado y surcado de arrugas; su tez había perdido la belleza y la frescura; su larga melena rubia había quedado reducida a unos mechones grises; y sus bonitos labios se habían secado, ya no eran carnosos. Una bilis negra le resbalaba por la boca y la nariz, le costaba respirar, gemía, tenía hipo.
Pero vivía.