Con una linterna en una mano y la espada en la otra, Savelda abrió de una patada la puerta de una estancia vacía y polvorienta, tenuemente iluminada por el resplandor nocturno que se filtraba por su única tronera. Escrutó el lugar desde el umbral, mientras los espadachines iban y venían tras él en la escalera.
—¡Aquino hay nadie! —lanzó—. Seguid buscando. Registrad el torreón de arriba abajo. Laincourt no puede andar lejos.
Luego cerró la puerta.
Volvió a hacerse el silencio, y transcurrió un momento hasta que Agnès se dejó caer ágilmente desde las vigas del techo a las que se aferraba. De puntillas, fue a pegar la oreja a la puerta y volvió a apostarse con calma en la tronera. No sabía quién era aquel tal Laincourt, y la idea de que Savelda buscara a alguien que no fuera ella se revelaba poco reconfortante. Sin lugar a dudas, aún no estaban al corriente de su evasión. Pero ella se sentía igualmente amenazada por los reiter que pasaban por el torreón registrándolo todo.
Fuera, en la parte inferior de las ruinas del castillo fortaleza, unos cincuenta metros más abajo del torreón, se seguía el ritual.
Había empezado al anochecer dirigido por Gagnière, que oficiaba con la cabeza descubierta y vestido con un traje ceremonial. Salmodiaba en dracónico antiguo, una lengua que su auditorio no entendía pero cuya fuerza, más allá del sentido, resonaba en lo más recóndito del ser. Con el alma encogida, los candidatos a la iniciación escuchaban, presa de un fervor sagrado.
Luego la vizcondesa, siempre enmascarada, entró solemnemente a la cálida luz de las antorchas y las hogueras, y se colocó tras el altar esculpido. Se hizo un pesado silencio que duró lo que Gagnière tardó en retroceder hasta su lado y fingir una pose recogida, cabizbaja y con las manos entrecruzadas en la barriga. Entonces ella empezó, en dracònico, una larga letanía de dragones ancestrales con la que invocaba sus nombres verdaderos y solicitaba su protección. Aquello se hizo largo; un dragón ancestral debía ser designado según su título y sus estrechos vínculos familiares. Además, los nombres que ella pronunciaba antes de cada panegírico eran repetidos por Gagnière en su calidad de primer iniciado, y después repetidos en coro por los allí presentes.
Por fin, la vizcondesa abrió un cofre que había sobre el altar y sacó la Esfera del alma, que tomó entre sus manos. Siempre en dracònico, invocó a Sassh’Krecht, el dragón ancestral cuya esencia primordial frecuentaba la bola de cristal con negros tormentos. De éste nombró a todos los parientes y descendientes, todas las dignidades, todos los hechos de gloria legendarios y, a medida que peroraba, la atmósfera se llenó de una presencia tan exaltadora como horrorosa, venida de la noche de los tiempos y pronto resucitada a despecho de las leyes de la naturaleza.
Entonces, Gagnière el primero con Saint-Georges a la zaga, los fieles fueron desfilando ante el altar de manera ordenada, se arrodillaron a los pies de la vizcondesa, pusieron los labios sobre la Esfera del alma que ella había bajado a su altura y se alinearon en pie. Aquel beso simbolizaba su voluntad. Dispuestos a sacrificar una parte de sí mismos, esperaban a que Sassh’Krecht se manifestara e impregnara sus almas.
La vizcondesa de Malicorne, en trance, dirigió la bola de cristal hacia la luna. Gritó un mandamiento. A su alrededor, se elevaron remolinos de viento. Sobre el castillo fortaleza, el cielo se vació de unas nubes que se dispersaron como apartadas por una fuerza centrífuga. De la Esfera del alma, que palidecía, salieron espirales de humo grises y negras. Ascendieron al cielo en largos lazos mientras que un rumor sordo invadía la noche, y dibujaron poco a poco la forma de un gran dragón espectral que se irguió, desplegó sus alas y adquirió una inmensa envergadura. Durante siglos, Sassh’Krecht había sobrevivido a la muerte, preso de la Esfera del alma donde se concentraba toda su fuerza. Triunfó en su libertad casi recobrada, con aquella cola aún vinculada a la reliquia que la vizcondesa agarraba y el cuerpo presa de extáticos estremecimientos. Ya sólo le faltaba apoderarse de las almas que sus discípulos le ofrecían.
Nadie oyó el disparo, pero todos vieron la Esfera del alma, ahora de un blanco lechoso, volar en mil pedazos.
La vizcondesa gritó y se desplomó. Los asistentes sufrieron tal impresión que se desorientaron, y Sassh’Krecht soltó un grito cavernoso que acabó de debilitarlo. Liberado de la reliquia antes de haber podido encarnarse, se contorsionó como un animal caído en la trampa de una hoguera que lo devora.
Gagnière fue el primero en recuperar el sentido.
Se precipitó sobre la vizcondesa inconsciente, se puso en cuclillas, la levantó ligeramente, se percató de que respiraba y, desamparado, miró a su alrededor esperando comprender.
¿Había fracasado el ritual?
El cielo se oscureció. Sin dejar de bramar, el dragón espectral se retorció de dolor cuando de su silueta fantasmal se desprendieron jirones como lenguas de bruma. Resonaban gruñidos tormentosos. Relámpagos púrpuras y dorados desgarraban la oscuridad. Sassh’Krecht liberaba un poder que debía hallar derivativo.
Gagnière vio que el dragoncito de la vizcondesa volaba en torno a ellos. El animal le lanzó un bufido furioso y se marchó hacia el torreón. Lo siguió con la mirada, y distinguió el delgado penacho de humo que se filtraba por una tronera.
Con una pistola aún humeante en la mano, Agnès bajaba rápidamente la escalera de la torre desde la cual había disparado, escondida y sin perder detalle de la ceremonia. Consciente de lo que estaba en juego y dudosa de si llegaría a ver la luz del día, perdida por perdida, había decidido causar el mayor daño posible y había esperado al apogeo del ritual para intervenir.
Ahora, había que sobrevivir y, tal vez, huir.
Bajó una planta, dos, llegó a la primera y oyó pasos apresurados que subían a su encuentro. Echó pestes, arrancó una vieja colgadura de una pared, la arrojó como un filete de pescado sobre los primeros espadachines que vio aparecer y soltó una patada que rompió una mandíbula. Su víctima se tambaleó y derribó a sus compañeros, enredados con él en el tejido polvoriento, que rasgaron sin lograr liberarse. Los que venían detrás tuvieron que recular en la escalera, y se oyó la voz encolerizada de Savelda.
Agnès dio marcha atrás y subió los peldaños de cuatro en cuatro. Su única esperanza era acceder a lo alto de la torre y al camino de ronda del torreón. De pronto, un reiter que iba solo le plantó cara. Ella sacó la espada para desviar su filo, lo golpeó con la culata de la pistola bruscamente en la entrepierna y envió escaleras abajo a su adversario, que se desnucó.
Con los hombres de Savelda pisándole los talones, llegó a la última planta de la torre cuando una mano la agarró por el hombro desde detrás de una colgadura y la puerta que ésta ocultaba. Agnès se vio en la penumbra de un pasillo estrecho, pegada a alguien que le murmuró:
—Silencio.
Ella se calló y no se movió mientras que, al otro lado de la puerta, los espadachines se precipitaron hacia el camino de ronda sin detenerse.
—Me llamo Laincourt. No tengáis miedo.
—¿Y de qué iba a tener yo miedo?
De hecho, Laincourt sintió que el filo de una daga le iba subiendo entre las piernas.
—Estoy al servicio del cardenal —susurró.
—Os buscan, señor.
—Algo en común. ¿Vuestro nombre?
—Agnès. Me ha parecido oír un disparo poco antes de la ceremonia. ¿Erais vos?
—En cierto modo. Venid, no tardarán en darse cuenta.
Avanzaron sin hacer ruido por el pasillo oscuro y pasaron por delante de una ventana ojival.
—Estáis herido —observó Agnès al ver el hombro ensangrentado de Laincourt.
—No fui yo quien disparó.
—¿Podéis mover el hombro?
—Sí. No está roto, y la bala sólo lo ha traspasado. Nada grave.
Empujaron una puertecita y enfilaron un pasillo iluminado de lejos por aberturas cuadradas que daban al patio. El techo era tan bajo que sólo podían avanzar agachados.
—Este pasillo discurre bajo el camino de ronda. Gracias a él, podremos llegar a la torre vecina. Seguramente aún no nos buscan allí.
—Parecéis conocer bien estos lares…
—Mi ciencia es nueva.
Al fondo del pasillo, otra puerta.
Prestaron atención, abrieron prudentemente, llegaron a la espalda de un centinela que Laincourt pasó a cuchillo y al que sostuvo mientras se desplomaba. Oyeron un gran zafarrancho en las plantas inferiores, sólo encontraron puertas cerradas, se vieron obligados a subir unos peldaños muy empinados para levantar una trampilla que los llevó al tejado.
Estaba felizmente desierto, aunque pudieran las antorchas y siluetas moverse en tejados vecinos, el que Savelda y sus hombres acababan de inspeccionar. Más allá, en el cielo atormentado, el dragón espectral había dado paso a una enérgica furia mágica incontrolada. Los relámpagos rojos y dorados se repetían. Acompasado por infortunios, un tronido grave resonaba hasta en las entrañas y siempre amenazaba desatarse sobre el castillo fortaleza.
—¡Rápido! —soltó Laincourt.
Bajo lo que parecían almenas, tomaron el camino de ronda hacia la tercera torre. Fueron más rápido de lo que podían sin mirar atrás, y empezaron a creer que saldrían bien parados cuando un grito estridente resonó junto a ellos: el dragoncito de la vizcondesa batía las alas a su altura indicando así su posición. Las miradas se volvieron hacia ellos. Dieron la alerta.
Laincourt blandía su pistola y abatió al reptil con una bala que le desgarró la cabeza.
—Una bala perdida —comentó Agnès.
—No tanto —respondió el espía del cardenal pensando en el Viejales cuya captura había provocado el dragoncito.
Se hallaban a medio camino entre la segunda y la tercera torre, hacia la que los espadachines de Savelda ya se precipitaban. Los fugitivos corrieron bajo una ráfaga de tiros mal apuntados, llegaron los primeros e intentaron levantar la trampilla.
Cerrada.
—¡Mierda! —juró Laincourt.
Agnès analizó la situación. Savelda y sus reiter venían de la primera torre por el camino de ronda. Otros salían ya de la segunda y les quitaban toda posibilidad de retirada. El suelo estaba cincuenta metros más abajo. Les faltaba tiempo para forzar la trampilla.
No tenían escapatoria.
Agnès y Laincourt se pusieron en guardia espalda contra espalda… y esperaron.
Los espadachines, prudentes, aflojaron el paso y los rodearon mientras Savelda, tranquilo y sonriente, se les acercaba.
Un círculo de espadas se estrechó alrededor de los fugitivos, resueltos a morir más que a dejarse capturar.
—Normalmente —murmuró Agnès para sus adentros—, ahora es cuando llegan…
Laincourt lo oyó.
—¿Qué decís? —le susurró por encima del hombro herido.
—Nada. Que encantada de haberos conocido.
—Lo mismo digo.
Y la ayuda cayó del cielo.