Al llegar con la noche, Laincourt descubrió el gran castillo fortaleza a la claridad de las antorchas y las linternas. A su paso, observó el lugar de la ceremonia de iniciación, echó un vistazo a los futuros iniciados —enmascarados como él— que esperaban, divisó a Savelda y dirigió su caballo hacia él.
—Llegáis con retraso —dijo el español al reconocerlo.
—Estarán esperándome.
—Sí, lo sé. Allí.
Savelda le señaló el imponente torreón y Laincourt se lo agradeció con un gesto de cabeza antes de continuar su camino, sin fijarse en que lo seguían.
Si había llegado con retraso, era porque, después de haber impuesto al embajador de España las condiciones de la Garra Negra, había esperado en vano que se pusiera en contacto con él. El Viejales no se había presentado en la miserable taberna del viejísimo París donde se veían a menudo, y, sorprendido por el tiempo, Laincourt había tenido que partir. Por consiguiente, nadie en el palacio cardenalicio sabía dónde se encontraba actualmente.
El torreón agrupaba tres torres inmensas, unidas por murallas igual de altas que cerraban un patio triangular profundamente encajonado. Un castillo en el castillo, al que se accedía por un puente levadizo y donde el sentimiento de opresión era inmediato.
Laincourt dejó su caballo en el patio, cerca de una carroza negra uncida, y entró en la única torre de troneras y aberturas iluminadas. El marqués de Gagnière lo esperaba.
—Esta es la gran noche —dijo—. Alguien quiere veros.
Laincourt aún no sabía si lo iban a iniciar, conforme a sus exigencias.
Asintió antes de seguir a Gagnière por una escalera de caracol que se elevaba hasta lo alto de la torre, las paredes desnudas lamidas por las llamas de escasas antorchas. Subieron tres plantas de silencio y sombras movedizas; llegaron a una pequeña estancia ciega que dos grandes candelabros de pie iluminaban. El marqués llamó a una puerta, la abrió al momento y pasó delante de Laincourt.
Situada en lo más alto de la torre, la sala tenía otras dos puertas y tres ventanas ojivales abiertas al vacío del patio interior. Un visillo tapaba una alcoba. Sentada en una silla ante grandes candelabros, había una joven rubia enmascarada con un vestido gris y rojo. Tenía un magnífico dragoncito negro de ojos dorados posado sobre el respaldo de su asiento. A su derecha estaba el capitán Saint-Georges, ricamente ataviado; y Gagnière fue a colocarse a su izquierda mientras que Laincourt, por instinto, se quedó junto a la puerta que quedaba cerrada a su espalda, entre dos espadachines de guardia.
Se quitó la máscara con la esperanza de que la mujer lo imitara, pero no hizo nada.
—Nos vemos por primera vez, monsieur de Laincourt —anunció la vizcondesa de Malicorne.
—Sin duda, señora —respondió él—. Sólo puedo deciros que el sonido de vuestra voz no me resulta familiar.
—¡Qué injusto! —prosiguió ella sin escucharlo—, porque yo sé cuánto bien me hace pensar en vos. Al menos, según monsieur de Saint-Georges… Incluso monsieur de Gagnière, siempre tan circunspecto, me dice que sois un hombre… digamos que… raro.
Ante el cumplido, Laincourt se llevó la mano izquierda al pecho e hizo una ligera reverencia. Pero aquel preámbulo no le decía nada bueno. Intuía que una amenaza pesaba sobre él.
—Sin embargo —añadió la vizcondesa—, vuestras ambiciones podrían parecer desmesuradas. Porque sólo exigís ser iniciado, ¿verdad?
—Mi situación es extremadamente delicada, señora. Creo haber dado siempre muestra de una perfecta lealtad, y ahora necesito poder contar con la ayuda de la Garra Negra para enfrentarme al cardenal.
Laincourt sabía que se jugaba el todo por el todo en aquel preciso instante.
—En cierta manera, señor, deseáis ser recompensado…
—Sí.
—Está bien.
La vizcondesa hizo un gesto con la mano y Saint-Georges fue a abrir de par en par el visillo que tapaba la alcoba para revelar al Viejales medio desnudo en un baño de sangre, tal vez muerto. El viejo harapiento, en cuclillas y con la cabeza alicaída, colgaba por los brazos, encadenado a la pared.
Aquella visión sobrecogió a Laincourt. En una fracción de segundo, supo que lo habían desenmascarado, que el Viejales había hablado bajo tortura y que la Garra Negra ya no podía creer en la manipulación tramada contra ella por Richelieu.
Una manipulación de la que Laincourt era instrumento, y amenazaba con ser también víctima.
Aplastó la glotis de uno de los espadachines de un codazo violento y repentino, dio media vuelta para lanzar su rodilla a la entrepierna del otro, agarrarlo por la cabeza con las dos manos y abrirle la nuca de una torsión brusca. Saint-Georges desenvainó y lo atacó. Laincourt esquivó su espada, se agachó para pasarle por debajo del brazo, se enderezó al tiempo que le llevaba el puño a lo alto de la espalda y terminò de inmovilizarlo con una puñalada en la garganta.
La vizcondesa se levantó en un acto reflejo, y Gagnière se puso delante de ella para hacer de su propio cuerpo un baluarte, pistola en mano. El dragoncito, nervioso, escupió y batió las alas, siempre aferrado al respaldo de la silla.
—Lo degollaré al menor movimiento —les amenazó Laincourt.
La joven lo miró de arriba abajo…
… luego invitó a Gagnière a recular un poco. Sin embargo, éste no dejó de apuntar a Laincourt y su escudo humano.
Saint-Georges sudaba, temblaba, dudaba si tragar saliva. En el suelo, el espadachín de la glotis rota acabó de ahogarse entre horribles estertores. De común acuerdo, cada uno de ellos esperó a que muriese y que lo hiciera en silencio.
Aquello pareció durar una eternidad.
Todo había empezado en Madrid donde, ya al servicio del cardenal, Arnaud de Laincourt había sido contratado como secretario particular y hombre de confianza de un aristócrata expatriado, por medio del cual Francia se comunicaba oficiosamente con la corona española. Un agente de la Garra Negra se había puesto en contacto con él durante esta misión de dos años, y Laincourt, que sospechaba de quién se trataba, enseguida había informado a Richelieu por correo secreto. Este le había ordenado que dejara pasar las cosas sin comprometerse demasiado: el adversario tenía que bajar la guardia y mover sus peones con total tranquilidad. Así, Laincourt dio unos sueldos de buena voluntad a la Garra Negra que, por su parte, y temerosa de repeler a un más que prometedor recluta en potencia, no le pidió demasiado. Las cosas no fueron mucho más lejos hasta su regreso a París.
Recibido por la guardia de su eminencia, Laincourt fue muy pronto ascendido al grado de alférez. Jamás supo a ciencia cierta si aquel repentino ascenso recompensaba su lealtad o si tenía la intención de despertar la codicia de la Garra Negra. Sea como fuere, después de un largo silencio, esta última volvió a ponerse en contacto con él por medio del intermediario del marqués de Gagnière. El gentilhombre le anunció, como si de una revelación se tratara, a quién iba destinada la detallada información que él había transmitido a España. Le hizo comprender que ya había hecho demasiado por su parte y que no podía seguir echándose atrás. Debía continuar al servicio de la Garra Negra, sólo que con todo conocimiento de causa. No se arrepentiría, eso era todo cuanto podía decir.
Con el consentimiento de Richelieu, Laincourt puso cara de aceptar y, durante meses, transmitió a sus supuestos maestros información cuidadosamente elegida, ganándose así su confianza y elevándose en su jerarquía de la sombra. El objetivo era descubrir a quien dirigía aquella peligrosa logia embrionaria de la Garra Negra en Francia. Asimismo, debía impedir que tuviera éxito y desenmascarar a otro espía que imaginaba infiltrado en las más altas esferas del palacio cardenalicio. Por precaución, Laincourt no se comunicaba con Richelieu por los habituales medios clandestinos; ni siquiera Rochefort era del oficio. Su único contacto era un viejo músico de zanfoña al que veía en una miserable taberna y del que apenas sabía nada, salvo que el cardenal se fiaba totalmente de él.
Esta comedia, sin embargo, no podía durar. A fuerza de revelarle información siempre menos pertinente de lo que parecía, o quién perjudicaba menos a Francia que sus enemigos, la Garra Negra acabaría descubriendo a qué jugaba. Había que acelerar el movimiento, y tanto más rápidamente cuanto que una logia dracònica francesa estaba a punto de nacer…
Richelieu y Laincourt establecieron un plan en petit comité junto con el padre Joseph, que sólo sabía de qué se trataba. Lo idearon de manera que el alférez fuera cogido en flagrante delito, por lo que respetaron un escenario pacientemente preparado. Convencido de que era una traición, Laincourt fue capturado, encerrado, y luego liberado porque amenazaba con revelar documentos explosivos. Aquellos documentos no existían. Pero parecían tener bastante valor para acabar de convencer a la Garra Negra de que concediera a Laincourt lo que exigía: convertirse en iniciado, por méritos propios.
No obstante, en el plan no entraba que él fuera hasta allí. Lo importante era que identificara al maestro de la Garra Negra en Francia y conociera la fecha y el lugar de la gran ceremonia de iniciación. A través del Viejales, informaría al cardenal tan pronto como le fuera posible, para permitir la organización de una enorme redada.
Pero el Viejales no había acudido a la última cita.
Y claro está…
La vizcondesa levantó una mirada indiferente del cadáver del espadachín y sonrió a Laincourt.
—¿Y ahora qué?
Siempre bajo la amenaza de la pistola de Gagnière, el espía del cardenal dudó, agarró con más fuerza a Saint-Georges y señaló al Viejales con el mentón.
—¿Está muerto?
—Tal vez.
—¿Quién lo ha traicionado?
Esta cuestión obsesionaba a Laincourt. Aparte de él, se suponía que sólo Richelieu y el padre Joseph sabían el papel que desempeñaba el Viejales en todo este asunto. Ni siquiera el traidor de Saint-Georges estaba al corriente.
—Nadie —respondió la joven.
—Entonces ¿cómo…?
—No soy tan ingenua como vos creéis, señor. Simplemente hice que os siguieran.
Laincourt frunció el entrecejo.
—¿Quién?
—Él. —Señaló con el dedo a su dragoncito—. A través de sus ojos, supe de vuestro último encuentro con ese viejo. El resto, os lo podéis imaginar… A propósito, debo agradeceros que el conde de Pontevedra haya alejado a las Espadas del Cardenal de nos. Aunque mucho me temo que éste será el último favor que nos hagáis jamás…
Comprendiendo que sólo podía tratar de salvar la vida, Laincourt enganchó el talón en los tobillos de su rehén y lo empujó bruscamente. Saint-Georges tropezó hacia delante para desplomarse en brazos de Gagnière. Pero éste disparó al mismo tiempo y alcanzó al espía del cardenal en el hombro, justo cuando Laincourt se precipitaba fuera de la estancia y cerraba tras de sí.
Gagnière tardó en librarse de su fardo y la puerta se le resistió cuando quiso perseguir al fugitivo. Se volvió para lanzar una mirada de impotencia a la vizcondesa.
Muy tranquila, ella decretó:
—Dejemos que Savelda se encargue de buscar a monsieur de Laincourt. Nosotros tres tenemos cosas mejores que hacer. La ceremonia no se puede retrasar más.