La carroza recogió a Rochefort en la plaza de la Croix-du-Trahoir y, en el tiempo que duró una rápida conversación con el conde de Pontevedra, lo dejó delante de los andamios que cubrían la fachada del palacio cardenalicio. El embajador plenipotenciario de España había exigido aquella discreta cita con urgencia. Había prometido hacerle importantes revelaciones y no había mentido.
En una antecámara del palacio cardenalicio, La Fargue y Saint-Lucq aguardaban en silencio y preocupados. Eran conscientes de lo que estaba en juego en la entrevista que su eminencia iba a concederles. Sin garantía de éxito, su única oportunidad de socorrer a Agnès pasaba por Malencontre, a quien Richelieu mantenía en secreto y del que, sin duda, no se desharía fácilmente.
Tras no pocas dudas, Saint-Lucq se levantó de una banqueta y fue a reunirse con La Fargue, que miraba en pie por una ventana.
—He encontrado esto en casa de Cécile —dijo en tono confidencial.
Le tendió una carta abierta de papel amarillento.
El viejo gentilhombre bajó la mirada hacia la misiva, titubeó y la cogió.
—¿Qué es?
—Leed, capitán.
El capitán leyó, tenso y serio, abrumado por tormentos que procuraba contener. Luego dobló la carta, se la guardó en la manga y dijo:
—¿Tú la has leído?
—Estaba abierta y no podía adivinar su contenido.
—Lógico.
—No he dicho nada a los demás.
—Gracias.
La Fargue contempló de nuevo los jardines del cardenal, donde unos obreros acababan de cavar los estanques. Traían en carreta árboles arraigados dentro de grandes sacos de tierra.
—¿Sabíais que teníais una hija, capitán?
—Lo sabía.
—¿Por qué esconderla?
—Para protegerla y salvaguardar el honor de su madre.
—¿Oriane?
Oriane de Louveciennes, la esposa de quien —hasta su traición en el sitio de La Rochelle— había sido el mejor amigo de La Fargue.
—Sí. Louveciennes y yo compartimos un amor, pero lo escogió a él. Y luego vino aquella noche en que…
La Fargue respiró hondo y, en vez de terminar la frase, añadió:
—Así nació Anne.
Saint-Lucq asintió, impasible tras los cristales rojos de sus antiparras redondas.
—¿Por qué creéis que Oriane escribió esta carta en su día?
—Seguramente quería que Anne tuviera la oportunidad de saber, algún día, quién es su padre.
—Tal vez vuestra hija haya venido a París con la esperanza de encontraros…
—Sí. Tal vez.
Una puerta chirrió y Rochefort atravesó la antecámara a paso ligero sin prestarles atención. Él no tenía que esperar para ser recibido por el cardenal.
—Eso no me gusta nada —soltó el semidragón.
En su despacho grande y lujoso, Richelieu conversaba con el padre Joseph cuando Rochefort entró y los interrumpió. Hablaban de Laincourt, de quien no tenían noticias.
—Os ruego que perdonéis mi interrupción, monseñor. Pero traigo importantes noticias.
—Os escuchamos.
—El conde de Pontevedra acaba de informarme de que el caballero de Irebàn está en Madrid. Se le creía desaparecido, cuando decidió regresar a España por sus propios medios y sin confiarse a nadie.
El cardenal y el padre Joseph intercambiaron una larga mirada: no creían una palabra de lo que acababan de oír. Después Richelieu se hundió en la butaca con un suspiro.
—Sea eso cierto o no —dijo el capuchino—, la misión de vuestras Espadas ya no tiene razón de ser, monseñor…
Richelieu asintió con aire pensativo.
Se tomó su tiempo para reflexionar antes de manifestar:
—Tenéis razón, padre. Que hagan entrar al capitán La Fargue.