Puesto que el hospital de Saint-Louis servía para acoger a los apestados, no sólo había sido construido a las afueras de París, sino que además parecía una fortaleza. Su primera piedra fue puesta en 1607, tras las graves epidemias a las que el Hôtel-Dieu, el único gran hospital con que entonces contaba la capital, no había podido hacer frente. Sus cuatro edificios principales, formados por una planta baja abovedada, ampliados en el centro y en los extremos del arimez, rodeaban un patio cuadrado. Dos murallas lo aislaban del resto del mundo. Entre ambas, y simétricamente distribuidos, estaban los alojamientos de empleados, enfermeras y religiosas. Las oficinas, cocinas, despensas y panaderías lindaban con la primera pared del exterior. Alrededor había jardines, campos y prados que bordeaban el barrio de Saint-Denis.
Marciac, que había venido en varias ocasiones, dejó que le indicaran la inmensa sala donde Castilla yacía en una de las camas alineadas, entre los gemidos y los murmullos de los enfermos. Cécile se hallaba sentada junto a él. Pálida y con los ojos enrojecidos, le acariciaba la frente con delicadeza. El herido estaba limpio y vendado, con la cara tumefacta y terriblemente deformada. Respiraba, mas no reaccionaba.
—Dejadme —dijo la joven al ver a Marciac—. Dejadnos en paz.
—Cécile…
—Ese no es mi nombre.
—Poco importa.
—¡Claro que importa!… Si yo no fuera quien soy, si el que finge ser mi padre no fuera quien en realidad es, nada de todo esto habría pasado. Y él… estaría vivo.
—No está muerto.
—Las hermanas dicen que no pasará de esta noche.
—¡Qué sabrán ellas! He visto a hombres sobrevivir a heridas que parecían fatales.
La joven no respondió, pareció olvidar al gascón y siguió inclinada sobre Castilla, acariciándole la frente.
—¿Cómo debo llamaros? —preguntó Marciac al cabo de un momento.
—Ana-Lucía… Creo.
—Queréis que este hombre viva, ¿verdad, Ana-Lucía?
Ella lo fulminó con una mirada húmeda, como si aquella pregunta fuera el peor de los insultos.
—Entonces debéis marcharos —continuó Marciac con una voz dulce—. Los hombres que han intentado secuestraros os persiguen. Y, si os encuentran aquí, también lo encontrarán a él…
Ella lo miró de arriba abajo y una nueva preocupación le descompuso los rasgos ya afectados.
—¿Vos… vos creéis?
—Lo sé, Ana-Lucía. Vamos, venid conmigo. Debéis ser fuerte. Os prometo que mañana volveremos juntos.
Una hora más tarde, en París, la bella Gabrielle, encargada de una casa de citas sita en la calle de la Grenouillère, oyó que llamaban a la puerta. Como nadie respondía en la casa y seguían llamando, se preguntó para qué pagaba a su portero y, más resignada que enojada, fue a asomarse a la ventana.
Fuera, Marciac levantó un rostro serio hacia ella; lo cual la inquietó, porque el gascón era un hombre que siempre sonreía ante la adversidad.
—Te necesito, Gabrielle —dijo.
Llevaba a una joven desconsolada de la mano.