XIV

La carroza escoltada de jinetes circulaba a buen paso, todas las cortinillas bajadas, por un camino polvoriento y lleno de baches que sometía sus ejes chirriantes a la tortura. En el interior, agitado por los sobresaltos de la cabina, Agnès no decía ni pío. Iba sentada enfrente del tuerto con ranse que la había secuestrado. Savelda puso cara de no prestarle atención, pero no la perdía de vista y observaba discretamente todos y cada uno de sus movimientos.

Tras haberla sorprendido en casa de Cécile, Savelda y sus matones habían llevado a Agnès al patio de un mesón cercano, donde les esperaban sus caballos. La hicieron montar en la grupa y, siempre guiados por el español, los jinetes abandonaron al trote el barrio de Saint-Victor y restaron así toda posibilidad de que Saint-Lucq les siguiera. Su destino era una casa apartada donde Agnès había permanecido un momento, el tiempo que la noticia de su captura tardó en ser transmitida, y las órdenes, recibidas. Luego la habían embarcado en una carroza, que rodaba desde entonces. ¿Pero por dónde?

Nadie la había interrogado todavía. Ella, por su parte, no hablaba; se mostraba dócil, se esforzaba por parecer preocupada y desbordada por los acontecimientos. Pretendía aplacar la desconfianza de sus guardianes para el momento en que decidiera actuar y, hasta entonces, no quería decir ni hacer nada que pudiera comprometer el malentendido por el cual la habían secuestrado. Aquellos hombres, con Savelda al frente, la tomaban por Cécile. Eso debía durar lo bastante para que Agnès comprendiera a qué se enfrentaba y qué los motivaba. Como parecían conceder un gran valor a su rehén, Agnès no se sentía amenazada. El problema es que ignoraba quién era Cécile; jugaba con fuego al tratar de encarnar a una persona de la que apenas sabía nada. Lo mejor era pasar inadvertida para evitar cualquier torpeza. Si su engaño llegaba a ser descubierto, moriría.

Según su versión, Cécile era una joven inocente en busca de su hermana mayor desaparecida al mismo tiempo que su amante, el caballero de Irebàn. Agnès estaba convencida de que había mentido a las Espadas, al menos en parte. Así que, seguramente, Cécile sabía más de lo que había querido decir sobre los espadachines de quienes Marciac la había salvado la noche anterior: tenía que saber qué querían de ella y por qué. Si se hubiera tratado sólo de eliminar a una hermana demasiado curiosa, habrían intentado asesinarla y no secuestrarla. Más que un testigo molesto, era, a sus ojos, una moneda de cambio, tal vez un medio de presión.

Sin embargo, para la joven baronesa de Vaudreuil, el verdadero motivo de preocupación iba más allá. De hecho, sospechaba que La Fargue conocía ciertos secretos de Cécile; secretos que no había compartido con nadie.

Aquello era disparatado y anormal. No parecía propio del capitán que, por su franqueza y su lealtad absolutas, siempre se había mostrado digno de la fe ciega de sus Espadas. ¿De dónde le venía aquella desconfianza? ¿Acaso los años la habían cambiado hasta tal punto? No, el tiempo no doblega las almas bien templadas. ¿Pero y la traición de un amigo? Tal vez…

En cuanto Saint-Lucq pasó a formar parte del juego, se podía decir que las Espadas del Cardenal estaban al completo. Al completo, excepto por dos que ya nunca regresarían. Uno, Bretteville, estaba muerto; el otro, Louveciennes, había cometido traición. Era el compañero de armas de La Fargue, su mejor y más viejo amigo, con quien había fundado las Espadas y reclutado a todas las demás. Su traición brutal e inesperada había supuesto primero la muerte de Bretteville durante el sitio de La Rochelle, y luego, el infamante fin de las Espadas. Entonces La Fargue vio cómo se hundía la obra de su vida por culpa de un hombre a quien consideraba hermano suyo y que, enriquecido con la fortuna que su crimen le reportó, según se comentaba había hallado refugio en España.

La herida había sido profunda. Probablemente no había curado y, sin duda, eso explicaba por qué La Fargue había dado en desconfiar de todo el mundo, hasta de sus propios hombres. En cierto modo, Agnès lo entendía; pero su resentimiento era sincero y profundo. Las Espadas eran una ciudadela de la que La Fargue era el torreón. Sin la certeza de poder hallar refugio en caso de necesitarlo, Agnès no se imaginaba combatir mucho tiempo en las murallas.

Llegada casi al final de su periplo, la carroza aminoró para subir por un sendero tortuoso y pedregoso.

Luego se detuvo.

Savelda se apeó el primero y, mientras mantenía abierta la portezuela, hizo señas a Agnès para que la siguiera. Bajo un sol que la deslumbró al salir de la cabina en penumbra, se vio rodeada de las ruinas y las murallas parcialmente derrumbadas de un castillo fortificado cuyo imponente torreón dominaba el patio infestado de hierbas inmensas y de arbustos. El lugar, aislado sobre una colina rocosa y arbolada del valle de Chevreuse, era presa de una actividad que se llevaba mal con las ancestrales piedras. Hombres y dragones se afanaban, plantaban antorchas, alimentaban hogueras, montaban tres gradas a un lado, y al otro una plataforma de madera al aire libre. Entraban carros cargados de material. Los jinetes iban y venían. Los supervisores daban órdenes y repartían tareas, acuciados por las urgencias. Una guiverna montada revoloteaba en el cielo. Otra, ensillada, esperaba resguardada en un cercado cubierto.

Savelda agarró a Agnès por el codo para arrastrarla hasta una pequeña construcción plagada de maleza y de la que sólo quedaban los muros exteriores. Le hizo bajar una escalera tallada en la roca, a los pies de la cual ya había apostado un espadachín. Éste abrió una puerta al verlos y Agnès entró en un sótano atestado con escombros polvorientos. En una esquina, había un viejo horno de pan. La luz del día se filtraba por un estrecho tragaluz en forma de medialuna que daba al patio.

Una mujer gruesa se levantó de la silla y dejó a un lado la labor de punto.

—Vigílala —le ordenó Savelda. Y luego, volviéndose hacia la prisionera—: No intentéis nada. Si obedecéis, no se os hará ningún daño.