XIII

En 1607, Concino Concini, un aventurero italiano que ejercía con su mujer tal influencia sobre la reina María de Médicis que ésta lo nombró marqués de Ancre y mariscal de Francia, construyó un palacete enorme en la calle de Tournon. Ávido e incompetente, era detestado por la población, que saqueó su palacete una primera vez en 1616 y una segunda en 1617, después de su muerte. Luis XIII residió allí durante un tiempo, alojó a san Francisco de Sales en un momento de la historia y luego se lo ofreció a uno de sus favoritos, a quien se lo volvió a comprar más adelante. Desde entonces, y hasta 1748, el gran palacete de la calle de Tournon fue asignado como residencia a los embajadores especiales.

En aquella época, todavía no se había popularizado la figura de los embajadores permanentes. Salvo raras excepciones, en Europa sólo se contaba con embajadores especiales que llevaban a cabo negociaciones puntuales y representaban a sus monarcas en grandes ocasiones: bautismos principescos, noviazgos, bodas, etc. Estos enviados —siempre grandes señores obligados a lucirse en sus gastos— regresaban luego a su país. La diplomacia aún no era una carrera.

En París, los embajadores y sus séquitos eran, pues, los huéspedes del rey en el antiguo palacete del mariscal de Ancre. El conde de Pontevedra, a las órdenes del rey Felipe IV de España, llevaba unos días alojado allí y seguramente se quedaría el tiempo necesario para garantizar el buen desarrollo de una misión rodeada del más absoluto secreto. ¿Qué se decían el conde y Richelieu durante sus largas reuniones cotidianas, reuniones a las que el rey acudía en persona? En la Corte corrían rumores al respecto y cada cual pretendía saberlo o adivinarlo. Sin embargo, la verdad estaba más allá de toda expectativa. Sólo se trataba de preparar, si no una alianza, al menos un acercamiento entre Francia y España. ¿Acaso era posible? Si es que sí, afectaría duraderamente a la política europea y condicionaría el destino de millones de almas.

Aquel día, el conde de Pontevedra volvió temprano del Louvre. Iba en una lujosa carroza, flanqueada por una veintena de gentilhombres armados cuya misión era protegerlo y garantizar su prestigio con su número y su elegancia. En el palacete de la calle de Tournon, llegó a sus aposentos solo y con paso apresurado, despidió a sus criados, rechazó incluso a su ayuda de cámara para quitarse el jubón de brocado y el tahalí decorado en oro. Se sirvió un vaso de vino y se dejó caer en una butaca. Estaba preocupado, se reconcomía de inquietud. Pero no era la dificultad de las negociaciones diplomáticas que llevaba a cabo lo que le arruinaba los días y lo atormentaba de noche.

Una puerta chirrió.

El embajador se levantó, furioso, ya dispuesto a ahuyentar severamente al inoportuno, y entonces se quedó petrificado. Echó una mirada a la espada que, desafortunadamente, había dejado fuera de su alcance.

—Sería un suicidio, señor —dijo Laincourt al tiempo que salía de una antecámara.

Apuntaba al conde con una pistola.

—Si grito, diez hombres armados se presentarán aquí al instante.

—Otro suicidio. No me conocéis, pero hacedme el favor de creer que os puedo meter una bala entre ceja y ceja a esta distancia.

—Exacto, no os conozco. ¿Quién sois?

—No soy un asesino. Soy un mensajero.

—¿Quién os envía?

—La Garra Negra.

El embajador alto, digno, con las sienes grises y una fina cicatriz de adorno en el pómulo, llevaba bastante bien la cincuentena. No temblaba, pero palideció.

—Veo —añadió Laincourt— que imagináis el motivo de mi visita…

—Hablad, señor.

—Tenemos a vuestra hija. —Pontevedra ni se inmutó—. No me creéis —avanzó Laincourt al cabo de un rato.

—¿En nombre de quién debería hacerlo? Espero vuestras pruebas. ¿No tendréis alguna joya suya, y solamente suya, que me podáis enseñar? ¿O tal vez un mechón de sus cabellos?

—Ni joya ni cabellos. Pero puedo regresar con un ojo…

Se hizo otro silencio, durante el cual los dos hombres se miraron de arriba abajo, tanteándose mutuamente.

El embajador fue el primero en ceder.

—¿Cómo está?

—Se porta de maravilla, pese a lo incómodo de su situación. Mientras nos hablamos, a ella la llevan bien custodiada a un lugar seguro.

—¿Qué queréis? ¿Dinero?

Laincourt esbozó una sonrisa amable.

—Sentaos, señor. En esta butaca. Eso os alejará de esta mesa a la que os acercáis imperceptiblemente, y del abrecartas que hay encima.

Pontevedra obedeció.

El enviado de la Garra Negra también tomó asiento. Aunque a buena distancia del embajador. Y sin dejar de apuntarle con la pistola.

—Erase una vez —dijo Laincourt— un gentilhombre francés y aventurero que se hizo gran señor de España. Ese gentilhombre tenía una hija que, un día, quiso alejarse de él. El gentilhombre se opuso. Entonces su hija huyó, atravesó la frontera disfrazada de jinete y encontró refugio en París. De esto se enteró el gentilhombre. Como no tardó en enterarse, por sus espías, de que algunos de sus más poderosos enemigos amenazaban, o al menos perseguían, ellos también, a su hija. El gentilhombre, como es lógico, se empezó a preocupar… ¿Qué pensáis vos de mi cuento, señor? ¿Es lo bastante exacto para merecer continuar?

Pontevedra asintió.

—En ese caso, continúo… Al mismo tiempo, se preparaba una misión de embajada en Madrid. ¿Nuestro gentilhombre intrigaba para que le fuera confiada a él o resultó ser felizmente servido por el destino? Poco importa. Sólo cuenta que fue nombrado embajador plenipotenciario y vino a París para negociar con el rey de Francia y el más eminente de sus ministros. Su misión política era importante, pero él no veía en ella más que el medio para salvar a su hija. Aprovechando toda la influencia que pudiera ejercer, logró que Francia, en la persona del señor cardenal Richelieu, se comprometiera a buscar a su hija. O, mejor dicho, a buscar al caballero de Irebàn, puesto que ella había llegado en secreto a París bajo ese nombre y ese disfraz. Nuestro gentilhombre le inventó al caballero prestigiosos orígenes, de manera que el cardenal pudiera creer que era de utilidad a la corona de España más que a su embajador… ¿Mi cuento tiene tintes de realidad?

—Sí.

—Bien… De hecho, el gentilhombre hizo más que pedir a Francia que buscara a su hija. Quiso que intervinieran las Espadas del Cardenal… A Richelieu, que le preguntó el motivo, le respondió que España quería asegurarse de que Francia ponía lodos los medios para lograrlo: haría gala de la mejor voluntad posible al acudir a las Espadas. El cardenal, preocupado por ofender a España en la víspera de importantes negociaciones, seguramente cedió de bastante buen grado. Después de todo, él sólo tenía que volver a reclutar a unos hombres que ya habían dado muestra de sus actitudes y que pronto podrían revelarse útiles. Así se hizo, pues… Pero, muy a mi pesar, se me antoja que mi cuento ha empezado a disgustaros…

—Ya conozco el tema de ese cuento.

—Precisamente ahora llego a cuestiones que tal vez vos desconocéis.

—De acuerdo. Continuad.

—Como acabo de decir, a nuestro gentilhombre le preocupaba que algunos de sus enemigos persiguieran a su hija. Le preocupaba, pero no le sorprendía. Huelga decir que su hija estaba prendada de un guapo aventurero a sueldo de los enemigos en cuestión; es decir, de la Garra Negra. La hija lo ignoraba. El gentilhombre, en cambio, lo sabía. Y, probablemente al querer separarla de su peligroso galán, provocó su ira y su huida, porque la hija estaba en una edad en la que todo se sacrifica por amor…

—Me habíais prometido contarme cuestiones por mí desconocidas.

—Aquí las tenéis. El amante de vuestra hija está muerto y, gracias a él, hemos sabido quién era ella, algo que hasta ahora desconocíamos. Reconoced que vuestra hija representa para nos una moneda de cambio… Pero vuestras maniobras han puesto a las Pispadas sobre nuestra pista. Y eso debe terminar. Hoy mismo.

—¿Qué garantías me ofrecéis?

—Ninguna. Vos habéis hecho que Richelieu emplee a sus Espadas contra nos. Haced que las destine a otros menesteres y vuestra hija vivirá.

—Richelieu se negará si desconfía alguna cosa.

—Richelieu ya desconfía alguna cosa. Sus sospechas empezaron en el momento en que vos le exigisteis que las Espadas formen parte del juego. No olvidéis que sabe quién sois en realidad. En cambio vuestra hija, ¿vuestra hija lo sabe? En caso de que no, ¿queréis que siga sin saberlo?