Como La Fargue aún no le había hablado a nadie del reclutamiento de Saint-Lucq, la entrada en escena del semidragón fue inesperada, aunque no sorprendió a nadie. Primero, porque las Espadas no podían pretender estar al completo sin él; segundo, porque él siempre había sido un francotirador, y nunca era tan eficaz como cuando actuaba solo y en la sombra. Por otra parte, la noticia que traía enseguida los sobrecogió a todos. En el patio del palacete del Épervier, anunció sin más preámbulos:
—Han secuestrado a Agnès.
—¿«Secuestrado»? —exclamó Ballardieu.
En un arrebato de ira, dio un paso amenazador hacia Saint-Lucq, que no se inmutó. Ni para defenderse ni para retroceder. Lo hacía más para impresionar.
La Fargue, por su parte, se interpuso.
—Deja que hable, Ballardieu.
Impasible, el semidragón se explicó.
—Yo vigilaba esa casa como me ordenasteis…
—La de Cécile —precisó el capitán, pensando en los demás.
—Supongo que Agnès entró por la parte de atrás, porque yo no la vi. Lo mismo me pasó con los hombres, que luego salieron con ella y se la llevaron.
—¿Pero qué hombres? ¡Por Dios! —exclamó Ballardieu.
—Espadachines —respondió con calma Saint-Lucq.
—¡Y tú no has hecho nada!
—No. Agnès me lo impidió. Quería que aquellos hombres se la llevaran.
—¿Tú qué sabrás?
—Agnès me vio en la calle. Me echó una mirada que enseguida comprendí.
—¡Qué listo!…
—Más que tú. —¿Qué?
Ballardieu, rubicundo, pareció ganar en volumen. Saint-Lucq lo miró de arriba abajo sin pestañear. Y dijo:
—Ya lo has oído.
—¡Basta! —intervino La Fargue con un vozarrón.
Leprat, que había salido al patio pese a su pierna herida, obligó a Ballardieu a retroceder agarrándolo por el brazo. Sólo faltaba a la cita Marciac, que había ido a buscar a Cécile a su habitación cuando se anunciaba la llegada del semidragón.
—Continúa, Saint-Lucq. ¿Y luego qué?
—¿Luego? Nada… La seguí mientras pude, pero no tardaron en coger los caballos. Yo iba a pie.
—¿Qué pasa? —preguntó Marciac al salir de la cuadra y pasar por delante de Leprat, que se esforzaba por calmar a Ballardieu—. ¡Vaya! Hola, Saint-Lucq.
—Han secuestrado a Agnès —explicó La Fargue.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Unos espadachines comandados por un tuerto con ranse —contestó el semidragón.
—¿Mi tuerto con ranse? —inquirió el gascón—. ¿El de esta noche?
—Y el de esta mañana —observó Almadès—. Los jinetes con los que nos cruzamos en el camino también llevaban un tuerto con ranse al frente.
—Eso significa que Agnès está en manos de la Garra Negra —concluyó La Fargue—. Se ha dejado secuestrar para desenmascarar a nuestros adversarios; pero ella no sabe que…
—Me temo que tengo otra mala noticia —soltó Marciac—. Cécile ha desaparecido. Ha huido.
—¡Mierda!
El juramento del capitán resonó en el patio como un disparo de mosquetón.
Las Espadas registraron el palacete del Épervier cuando la desaparición de Cécile no dejó lugar a dudas, y luego se reunieron en el salón. La joven había huido por la verja entreabierta del jardín; desde allí, se habría podido perder sin problemas en un laberinto de travesías y callejuelas. Así que cualquier búsqueda más exhaustiva se reveló inútil.
—Yo creo que nos espió durante la reunión —dijo Marciac—. Y, seguramente para no tener que responder a las preguntas que contábamos hacerle, ha preferido escapar. No hemos desconfiado lo suficiente. Ella no es la pobre huérfana que nosotros creíamos, envuelta muy a su pesar en una oscura intriga. Incluso me atrevo a apostar que su hermana, la que desapareció con el caballero de Irebàn, jamás ha existido.
—Irebàn y ella eran uno —anunció Saint-Lucq, arrojando un pequeño fajo de documentos sobre la mesa—. Encontré esto en su casa. Ahí pone que Cécile es la hija de un gran señor de España, que Castilla y ella son amantes y que huyeron juntos; Cécile disfrazada de hombre para burlar a los espías. Además pone que Cécile y Castilla no sólo temían la ira del padre, sino también la de un misterioso enemigo.
—La Garra Negra —adivinó Leprat.
—¿Debo recordaros que Agnès está en manos de la Garra Negra? —soltó Ballardieu con una voz opaca de cólera contenida—. ¿No es eso lo más importante?
—Sí —dijo La Fargue—. Pero, si descubrimos la clave de esta historia, tal vez hallemos la manera de socorrer a Agnès…
—¡Pues yo digo que hay que poner todos los medios para conseguirlo! ¡Y desde ahora mismo!
—Agnès se metió voluntariamente en la boca del lobo —intervino Leprat—, pero seguro que no sabía de qué lobo se trataba.
—Pasó muy cerca de mí —indicó Saint-Lucq—. Oí que el tuerto le hablaba mientras se la llevaba y, al parecer, la confundía con Cécile. No tardará en descubrir la verdad. Ballardieu tiene razón: el tiempo apremia.
—¿Quién puede ayudarnos? —preguntó el viejo soldado—. ¿El cardenal? ¿Castilla?
—Dudo que Castilla esté en condiciones de hablar —dijo Almadès—. En cuanto al cardenal…
Se hizo un silencio, cargado de una inquietud alimentada por la impotencia.
—Malencontre —soltó Leprat al cabo de un buen rato.
Los demás lo miraron de arriba abajo y, en un aparte, Almadès explicó brevemente a Saint-Lucq quién era ese tal Malencontre. Hecho esto, Leprat prosiguió:
—Malencontre pertenece a la Garra Negra; si no, no lo habríamos sorprendido bajo las ventanas de Castilla. Y debe de saber mucho; de lo contrario, el cardenal no nos lo habría arrebatado.
—No obstante, si no me equivoco con la cronología de los acontecimientos —dijo Saint-Lucq—, ese hombre no puede saber dónde retienen hoy a Agnès porque él fue detenido ayer…
—¡Sin duda, sabe lo bastante para ponernos sobre la pista buena!
—¡Sí! —exclamó Ballardieu—. ¡Sí! ¡La idea es excelente! —Se volvió hacia La Fargue y le pidió opinión con la mirada.
—La idea es buena, sí… Pero…
—Pero no desconocemos su paradero —terminó Marciac—. Además, no llegaremos hasta él sin haber pasado antes por el cardenal. Y no hablará si nosotros no le ofrecemos nada a cambio.
—La libertad —dijo Almadès—. Malencontre se sabe perdido. No hablará si no es a cambio de su libertad.
—¡Hagamos que Richelieu le ofrezca la libertad! —exclamó Ballardieu—. Si sabe que la cabeza de Agnès está en juego…
Él quería creer, pero los demás no eran tan optimistas. ¿Qué precio pondría el cardenal a la vida de una de sus Espadas? En su día, no había dudado en sacrificarlas todas sobre el altar de la necesidad política.
—Yo puedo concertar una entrevista con su eminencia —propuso Saint-Lucq.
Todos se levantaron y Marciac se llevó aparte al capitán.
—Con vuestro permiso, voy a salir en busca de Cécile.
—¿Sabes adonde ha ido?
El gascón sonrió.
—Si Agnès estuviera aquí, os diría que conocéis bien poco a las mujeres, capitán.
—Está bien, sigue adelante con tu idea. Pero pronto te necesitaremos.
—No tardaré.