XI

La carroza, que estaba a punto de partir, aguardaba en el patio del palacete de Malicorne cuando Gagnière llegó al galope.

—¡Señora! —gritó cuando la vizcondesa, ataviada con un abrigo de viaje en capelina, se apresuraba a embarcar por la portezuela que un lacayo le tenía abierta—. ¡Señora!

La joven, sorprendida, se detuvo. Portaba bajo el brazo el cofrecito que contenía la Esfera del alma. Lo dejó en el interior y, a un hombre de quien el marqués sólo alcanzó a ver las manos enguantadas, le ordenó:

—No lo abráis.

Luego, volviéndose hacia Gagnière:

—¿Qué maneras son éstas, marqués?

El gentilhombre se apeó y, curioso por saber quién iba en la carroza, dijo en tono confidencial:

—Os ruego que me disculpéis, señora. Pero las circunstancias exigen que olvide las maneras.

—Os escucho, señor.

—Tenemos a la hija de Pontevedra.

La mirada de Gagnière brillaba de excitación. La vizcondesa, por su parte, no manifestó más que circunspección.

—¿Es eso cierto?

—Se nos echó simple y llanamente en los brazos cuando volvía a su casa, donde también se encontraba Savelda. ¡Las almas de los dragones ancestrales velan por nos, señora!

—Sin duda, así es… ¿Dónde está ella ahora?

—Con Savelda.

La vizcondesa puso mala cara.

El conde de Pontevedra era el embajador plenipotenciario del rey de España. Teniendo en cuenta que negociaba con Francia un acercamiento que la Garra Negra no deseaba, su hija era una moneda de cambio. Una moneda de cambio que había que conservar.

—Cuando la Gran logia de España sepa que la hija de Pontevedra está en nuestras manos —dijo la joven—, la reclamará. Así que debemos ponerla a salvo, fuera de París, donde nadie pueda llegar hasta ella sin antes haber pasado por nos.

Reflexionó un instante y decretó:

—Que Savelda la lleve sin pérdida de tiempo al castillo de Torain.

—¿Hoy? —se preocupó Gagnière—. Pero, señora…

—Haced lo que os digo.

Entonces, el hombre de la carroza habló, sin mostrarse:

—El cardenal ha acudido a sus Espadas por petición de Pontevedra…

La vizcondesa sonrió.

Pensaba que, llegado el momento, seguramente podría echar a perder la misión de Pontevedra poniendo en peligro la vida de su hija. Pero el mismo medio también podía servir a otro fin muy diferente, e inmediato. Ya mediría en otra ocasión lo profundos que eran los sentimientos paternales del embajador.

—Hagamos saber a Pontevedra que retenemos a su hija y que, si desea volver a verla con vida, deberá darnos unos sueldos de buena voluntad. Lo primero será lograr que Richelieu convoque hoy a sus Espadas. Eso nos quitará una espina del pie.

—¿Quién se encargará de llevar la noticia al conde de Pontevedra? —quiso saber Gagnière.

Tras un momento de reflexión, la vizcondesa tuvo una idea:

—Monsieur de Laincourt desea ser iniciado esta noche, ¿verdad? Que nos muestre de qué es capaz. Se verá recompensado si cumple con esta misión.

Cuando Gagnière se fue, la vizcondesa se subió a la carroza, que enseguida arrancó. Se sentó frente al hombre que el marqués no había podido ver y a quien ella había confiado el precioso relicario.

—Es la Esfera del alma, ¿verdad? —preguntó el hombre deshaciéndose del cofrecito.

—Sí. Sin ella, nada de lo que pasará esta noche sería posible.

—Estoy impaciente.

—Ya lo creo. Pero la experiencia es dolorosa. Y, a veces, mortal.

—¡Qué más da!

La joven, confiada, sonrió a monsieur Jean de Lonlay, monsieur de Saint-Georges y capitán de la guardia del cardenal.

No cabe la menor duda de que, si sobrevive, se convertirá en un iniciado de primer orden para la logia francesa de la Garra Negra.