En el palacete del Épervier, Marciac no había dormido ni dos horas cuando se reunió con Leprat en la sala principal. El mosquetero ocupaba siempre la misma butaca junto a la chimenea ya extinta, la pierna herida tendida al frente y el pie apoyado en un taburete. Consumido por la inacción, seguía aburriéndose; pero al menos había dejado de beber. No obstante, estaba un poco ebrio, al borde de la somnolencia.
Marciac, en cambio, parecía pletórico de energía. Sonreía, le brillaban los ojos, manifestaba una salud y una alegría de vivir que exasperaban a Leprat. Sin hablar de lo descuidado, sabiamente mal cuidado, de su atuendo. En teoría, iba vestido de gentilhombre: jubón de faldones cortos, camisa blanca, espada en el tahalí y botas de excelente cuero. Pero todo eso lo llevaba con una impertinencia que traicionaba la confianza ciega que el gascón tenía en su encanto y su buena estrella. Llevaba el jubón desabotonado de arriba abajo, el cuello de la camisa le colgaba bastante, la espada parecía no pesar nada y las botas necesitaban desesperadamente un buen cepillado.
—¡Vamos! —dijo Marciac con entusiasmo, acercándose una silla—. Tengo que mirarte la herida y tal vez cambiar la venda.
—¿Ahora?
—Sí, claro. ¿Te esperan en alguna parte?
—Muy gracioso…
—Gruñe cuanto quieras, hombre vil. Yo he prestado un juramento que me obliga a cuidarte.
—¿Un juramento? ¿Tú?… De todas formas, mi pierna ya va bastante bien.
—¿En serio?
—Quiero decir, que va mejor.
—Si te pimplas botella tras botella para calmar el dolor…
—¿No tienes nada mejor que hacer que contar las botellas?
—Sí. Curarte la pierna.
Leprat rindió las armas con un suspiro y dejó de mala gana que le hicieran las curas. En silencio, Marciac deshizo el vendaje, inspeccionó los bordes de la herida y se aseguró de que no estaba infectada. Sus movimientos eran suaves y precisos.
Por fin, sin levantar los ojos de su paciente, preguntó:
—¿Desde cuándo lo sabes?
Leprat se crispó, primero sorprendido y luego nervioso por la pregunta.
—¿Desde cuándo sé el qué? —replicó a la defensiva.
Esta vez, Marciac lo miró a los ojos. Tenía una expresión seria y decidida que lo eximió de repetirse. Los dos hombres se miraron por un instante. Luego el exmosquetero quiso saber:
—¿Y tú? ¿Desde cuándo lo sabes tú?
—Desde ayer —explicó el gascón—. Desde la primera vez que te hice las curas de esa herida… Me he fijado en que había obâtre mezclado en tu sangre. En demasiada cantidad para que pudieras ignorar que la ranse se había apoderado de ti.
Según Galeno, el médico griego de la Antigüedad en cuyas teorías se fundamenta toda la medicina occidental, la psicología humana provenía del equilibrio de cuatro fluidos —los «humores»— que impregnaban los órganos: la sangre, la bilis amarilla, la flema y la bilis negra. El predominio de cada uno de estos humores determinaba el carácter de un individuo, de ahí los temperamentos sanguíneo, colérico, flemático y melancólico. Todo va bien mientras los humores se hallen en justa proporción y cantidad dentro de nuestro organismo. Sin embargo, cuando hay un humor en exceso o está viciado, caemos enfermos; entonces es importante evacuar el humor maligno con sangrías, lavativas y otras purgaciones.
Los médicos vanguardistas de la facultad de Montpellier, donde Marciac había estudiado, consideraban que el mal que transmitían los dragones provenía de un quinto humor propio de su raza: el obâtre. «Mantenían que perturba el equilibrio de los humanos, los corrompe uno a uno y finalmente reduce al enfermo al estado que ya conocemos». Sus colegas y adversarios tradicionales de la facultad de París no querían oír hablar del obâtre, con la excusa de que Galeno no lo mencionaba en ninguna parte y a éste no se le podía coger en un renuncio. Los enfrentamientos entre unos y otros se eternizaban, estériles.
—Llevo dos años enfermo —dijo Leprat.
—¿La gran ranse se ha manifestado?
—No. ¿Acaso crees que dejaría que te acercaras a mí si supiera que te podía contagiar?
Marciac eludió la pregunta.
—Puede que la gran ranse nunca se declare —soltó—. Algunos viven con la pequeña hasta la muerte.
—O puede que se declare y me convierta en un monstruo temible…
El gascón asintió sombríamente.
—¿Dónde está la mancha? —preguntó.
—En la espalda. Ya me llega a los hombros.
—Enséñamela.
—No, es inútil. Nadie puede hacer nada.
De hecho, poco importaba que los médicos de Montpellier tuvieran razón o que se equivocaran y el obâtre no existiera; la ranse era incurable en el siglo XVII.
—¿Te duele?
—Sólo de cansancio. Pero todo llegará.
Marciac no supo qué decir y se centró en vendar la pierna del mosquetero.
—Te agradecería que… —empezó Leprat.
Mas no terminó.
El gascon se enderezó y lo honró con una sonrisa tranquilizadora.
—No te preocupes —dijo—. Nunca he prestado juramento hipocrático porque no tengo el título de médico, pero tu secreto está seguro conmigo.
—Gracias.
Entonces, bien plantado sobre sus piernas y sonriendo otra vez, Marciac declaró:
—¡Bueno! Ahora voy a ver si nuestra protegida necesita algo. Pero, como Naïs ha salido, puedo pasar por la cocina y traerte todo cuanto quieras…
—No, ya estoy bien. Creo que dormiré un poco.
Pensándolo bien, Marciac tenía un poco de apetito y se dirigió a la cocina. Estaba desierta, pero encontró un tarro de paté y medio pan en la artesa que le sirvieron para improvisar un tentempié en un rincón de la mesa. La enfermedad potencialmente fatal de Leprat lo preocupaba; aunque, consciente de que no podía hacer nada, se esforzó por no pensar en ello. Sólo podía desear aliviar un poco a Leprat compartiendo su secreto. Si el mosquetero quería hablar de su mal, ya sabía a quién acudir.
El gascón bebía a morro cuando Cécile entró y lo saludó.
—Buenos días, señor.
Estuvo a punto de atragantarse, pero consiguió brindarle una encantadora sonrisa.
—Buenos días, señora. ¿Cómo os encontráis esta mañana? ¿Puedo hacer algo por vos?
Estaba pálida, demacrada, y sin embargo seguía tan guapa como siempre. Puede que incluso su estado de debilidad y sus enormes ojos tristones contribuyeran a incrementar aquella frágil belleza.
—De hecho, señor, os buscaba.
Marciac se apresuró a ofrecer una silla a la joven y, atento, se sentó frente a ella.
—Soy todo oídos, señora.
—Llamadme Cécile, os lo ruego —dijo con bastante timidez.
—De acuerdo… Cécile.
—En primer lugar, quisiera daros las gracias. De no haber sido por vos, esta noche…
—Olvidadlo, Cécile. Ahora estáis a salvo entre estas paredes.
—Cierto, pero no sé nada de vos ni de vuestros amigos. Y no lie dejado de hacer preguntas a las que no se me ha respondido.
Adoptó un aire desolado capaz de fulminar el corazón.
El gascón le cogió la mano. Ella la retiró. ¿La habría avanzado ligeramente con esa intención? Marciac supuso que sí y se divirtió con el jueguecito.
—Mis amigos y yo os hemos encontrado en estos caminos de los que no puedo hablar sin traicionar secretos que no me pertenecen. Pero sabed que somos vuestros aliados y que vuestros enemigos también son los nuestros. De hecho, todo lo que podáis decirnos servirá a vuestra causa, sea cual sea. Fiaros de nos. Y, si eso os resulta demasiado difícil, confiaros a mí…
—¡Pero si ya se lo he contado todo a madame de Vaudreuil! —replicó una Cécile enojadiza.
—En ese caso, no debéis preocuparos de nada más, porque nos encargamos nos del resto. Os juro que, si es algo humanamente posible, encontraremos a vuestra hermana Chantal.
—No sabéis cuánto os lo agradezco, señor.
—Estoy a vuestra disposición.
—¿Lo decís en verdad, señor?
Él la miró a los ojos y esta vez le tomó las dos manos, delicadamente, por la punta de los dedos.
—Os lo aseguro —dijo él.
—Entonces tal vez…
Dejó la frase en suspenso y apartó la mirada, como si lamentara haber hablado demasiado. El gascón fingió haber caído en la trampa:
—Os lo ruego, Cécile. Hablad. Preguntad.
Entonces ella le dirigió una tímida mirada de eficacia probada.
—Me gustaría que me acompañarais a casa, señor.
—¿Ahora?
—Sí. He dejado allí algunos efectos personales que me faltan y quisiera recuperar.
—Ésa sería la última imprudencia, Cécile…
—Por favor, señor.
—¿Por qué no me decís lo que os falta y yo os lo voy a buscar?
—Lo que tiene que ver con los efectos personales de una mujer no puede esperar… Ni se le puede contar a un hombre…
—¡Ah!… Entonces hablad con la baronesa. O con Naïs… No podéis volver a casa bajo ninguna circunstancia. El peligro aún es demasiado grande.
La joven comprendió que no llevaba las de ganar. Derrotada, asintió con tristeza y soltó:
—Sí. Tenéis razón.
—Lo siento de verdad, Cécile.
Ella se levantó, le dio las gracias por última vez, indicó que regresaba a su habitación y abandonó la cocina.
Marciac permaneció un instante inmóvil y pensativo.
Luego preguntó:
—¿A ti qué te parece?
Agnès salió de detrás de la puerta donde llevaba un rato escondida. Había escuchado la conversación sin que Cécile la viera o la oyese. El gascón, sin embargo, había advertido su presencia y ella lo sabía.
—Ha probado de todo —dijo—. Por un momento, incluso creí que ibas a caer en sus redes.
—¡Qué pesada!
—Ahora que la damisela promete.
—¿Qué crees que quiere ir a buscar a su casa?
—No lo sé, pero iré a echar un vistazo.
—¿Sola?
—Alguien tiene que quedarse, y ni Leprat ni el padre Guibot impedirán que Cécile nos deje plantados.
—Al menos, llévate a Ballardieu.
—No está.
—Espera a que regrese.
—No tengo tiempo.