En la periferia ya campesina del barrio de Saint-Denis, La Fargue y Almadès encontraron sin problemas la casa que Cécile les había indicado. Se hallaba rodeada de un huerto cercado por una alta tapia, en un paisaje de cultivos, pastos, granjas, pequeñas habitaciones y grandes huertas. El lugar era encantador, bucólico y apacible, y sin embargo a menos de un cuarto de legua de París. Los campesinos trabajaban la tierra. Manadas de vacas y rebaños de corderos pacían a sus anchas. Hacia el este, más allá de las frondas verdeantes, se veían los tejados del hospital de Saint-Louis.
De camino, se habían cruzado con una cuadrilla de jinetes que, lanzada al galope, los había obligado a apartarse hacia las zanjas. Normalmente, no le habrían dado importancia. Pero al frente iba un tuerto vestido con cuero negro muy parecido al que Marciac había sorprendido aquella noche, preparando el secuestro de la joven Cécile Grimaux.
—Yo no creo en esta clase de coincidencias —había dicho La Fargue, mientras observaba cómo los jinetes se alejaban rumbo a París.
Y, como Almadès le había respondido con una mirada elocuente, espolearon sus caballos para llegar lo antes posible.
Sólo aflojaron el ritmo cuando se acercaban a la verja, abierta de par en par al camino recto que atravesaba el huerto.
—¿Llevas las pistolas cargadas? —preguntó el viejo capitán.
—Sí.
Paso a paso, avanzaron por el camino con todos los sentidos al acecho, entre árboles en flor. El aire estaba tibio, cargado de perfumes frutales y delicados. El radiante sol matinal proyectaba una luz festejada por los cantos de los pájaros. El follaje que los rodeaba murmuraba bajo una brisa ligera.
Había dos hombres frente a la casita. Al ver que los jinetes se acercaban a pie, avanzaron un poco, curiosos, estirando el cuello para ver mejor. Iban armados con espadas; vestían jubón, calzas y botas de montar. Uno de ellos llevaba en la cintura una pistola que le atravesaba la barriga.
—¿Quién va? —soltó una voz potente.
Dio unos pasos más, mientras que el otro se quedaba en la retaguardia y se alejaba dando la espalda al sol. Al mismo tiempo, un tercer hombre salió de la casa sin ir mucho más allá del umbral. La Fargue y Almadès manejaron la situación como entendidos: era exactamente lo que había que hacer en caso de combate.
—Me llamo La Fargue. Vengo a visitar a un amigo mío.
—¿Qué amigo?
—El caballero de Castilla.
—Aquí no hay nadie con ese nombre.
—Ésta es su casa, ¿no?
—Sí. Pero acaba de marcharse.
El hombre de la pistola se esforzó por parecer relajado. Pero algo lo angustiaba, como la espera de un acontecimiento próximo e ineludible, y cualquiera diría que el tiempo no jugaba a favor. Sus compañeros compartían aquella ansiedad: tenían prisa por acabar, prisa por ver que los impertinentes se marchaban.
—¿Ahora mismo? —preguntó La Fargue.
—Ahora mismo.
—Lo esperaré.
—Mejor volved más tarde.
—¿Cuándo?
—Cuando queráis, señor.
Como un jinete extenuado, Almadès se había inclinado hacia delante, los puños cruzados sobre la perilla de la silla, las manos colgadas a unos centímetros de las pistoleras. Por debajo del ala de su sombrero acechaba a sus adversarios potenciales y, teniendo en cuenta la disposición de los lugares que ocupaban entre otras cosas, sabía cuáles le estaban reservados si las cosas se ponían feas. Hacía tamborilear distraídamente índice, anular y corazón en tres tiempos.
—Os agradecería —dijo La Fargue— que informarais al caballero de mi visita.
—Dadlo por hecho.
—¿Recordaréis mi nombre?
—La Fargue, ¿verdad?
—Exacto.
El espadachín que había en el umbral de la puerta era el que más nervioso estaba de los tres. Echaba frecuentes vistazos por encima del hombro, parecía vigilar algo que tenía lugar en el interior de la casa y podía salir de un momento a otro. Carraspeó, seguramente para hacer saber a sus cómplices que el tiempo apremiaba.
El hombre de la pistola lo captó.
—Bien, señores —dijo—. Entonces, hasta luego.
La Fargue asintió con una sonrisa y se pellizcó el ala del sombrero de fieltro para despedirse.
Pero Almadès resopló: un olor inquietante y sospechoso le hacía cosquillas en la nariz.
—Fuego —susurró entre dientes a su capitán.
Este último levantó los ojos hacia la chimenea y no vio nada. En cambio, el capitán y el español observaron las primeras espirales de humo que oscurecían el interior de las ventanas en la planta de abajo.
La casa se quemaba.
Los espadachines comprendieron que su secreto había sido descubierto y reaccionaron enseguida. Pero Almadès los ganó por la mano, les cogió las pistolas, alargó los brazos, abrió fuego a derecha e izquierda simultáneamente, y abatió de un disparo en la frente al hombre del umbral y al que estaba en la retaguardia. Las detonaciones espantaron a su caballo, que relinchó y se encabritó y obligó al de La Fargue a hacerse a un lado. Entonces el hombre de la pistola desenfundó y apuntó al capitán. Falló el tiro a La Fargue que, cansado de dominar su montura, tuvo que contorsionarse sobre la silla para replicar. Pero él dio en el blanco y alojó una bala en el pecho de su adversario, que se desplomó.
El silencio se hizo tan de repente como la violencia que se había desatado. Mientras La Fargue empuñaba una segunda pistola de su silla, él y Almadès se apearon, descansaron un instante a cubierto de sus caballos y miraron la casa y sus alrededores con temor a que aparecieran más enemigos.
—¿Tú ves a alguien?
—No —respondió el maestro de armas español—. Diría que sólo eran tres.
—Seguramente se quedaron rezagados para asegurarse de que el fuego prendía bien.
—Así que dentro hay algo que debe desaparecer.
Espada en puño, se precipitaron al interior de la casa.
Había varios focos de fuego y un humo negro hacía que picaran los ojos y la garganta, pero aún no corrían mucho peligro aunque ya fuera demasiado tarde para tratar de extinguir el incendio. Mientras Almadès subía por las escaleras, La Fargue se encargó de inspeccionar la planta baja. Iba de estancia en estancia y no encontró nada ni a nadie; hasta que advirtió una puertecita baja cuando el español bajaba.
—Arriba hay una habitación con un cofre lleno de ropa de mujer y de hombre. Y también maquillaje de teatro.
—Vamos al sótano —decretó el capitán.
Empujaron una puertecita, descendieron por los peldaños de piedra y, en la penumbra, descubrieron a Castilla medio desnudo y atado, colgado por los puños, condenado a perecer en la hoguera que empezaba a causar estragos en la casa. A sus pies yacía la pesada cadena con que lo habían torturado.
La Fargue lo sujetó mientras Almadès lo desataba. Luego cargaron con él, atravesaron de prisa la planta baja presa de las llamas que lamían las paredes y abrasaban el techo, acostaron al malherido en la hierba, fuera de la casa.
Pese a su debilidad, Castilla estaba agitado, gemía, murmuraba. Una urgencia le hacía derrochar en vano sus últimas fuerzas. La Fargue se inclinó sobre él y acercó la oreja a sus labios abotargados.
—¿Qué dice? —inquirió Almadès.
—No lo sé muy bien —respondió el capitán enderezándose de rodillas en el suelo—. ¿Algo como… «garanegra»?
—Garra Negra —murmuró el español al reconocer su lengua natal.
La Fargue lo miró intrigado.
—La «Griffe Noire» —le tradujo Almadès.