IV

Apenas distraído por el gentío ruidoso y florido que bullía en el puente Nuevo, Ballardieu seguía discretamente a Naïs. Estaba de bastante mal humor y hablaba consigo mismo, la mirada sombría.

—Ballardieu, tú no eres un hombre complicado —mascullaba en medio del tropel—. No eres un hombre complicado porque no eres muy listo, y lo sabes. Tienes lealtad y coraje, pero poco cerebro, la verdad. Además, haces lo que te dicen y, muchas veces, sin rechistar. O sin rechistar demasiado fuerte, que viene a ser lo mismo. Eres un soldado, un buen soldado. Obedeces. Sin embargo, yo sé lo mucho que te gustaría que te hicieran el honor de explicarte las órdenes que te dan de vez en cuando, por el mero placer de romper con la rutina…

En el momento en que recitaba su monólogo, vio el gorro blanco de Naïs y repitió las palabras de Agnès y las suyas, intercambiadas entre dos puestas en el palacete del Épervier:

—«Quiero que la sigas». «¿Pero por qué a Naïs?». «Ya lo verás». ¡Menuda explicación! ¿Y tú qué respondes a eso?: «¡Ah!, bueno». Nada más… Ballardieu, puede que tengas mucha menos inteligencia de la que crees. Porque, a fin de cuentas, nadie te prohibía que pidieras explicaciones, ¿qué sé yo? Bueno, lo cierto es que la muchacha tenía esa mirada que tú tan bien conoces y no te habría explicado nada de nada. Pero, al menos, lo habrías intentado en vez de obedecer dócilmente…

Caminando a paso ligero, Ballardieu meneó la cabeza:

—¡Buen soldado! ¡Buen perro fiel, sí!… ¿Y quién se llevará los primeros porrazos? El chucho antes que la dueña, ¡naturalmente!… Porque no lo dudes, Ballardieu, este asunto acabará mal para desgracia tuya. Nadie actúa impunemente a espaldas del capitán y, tarde o temprano, tú…

Absorto en sus pensamientos, tropezó con un libelista que cayó de espaldas y desató una explosión de papeles impresos.

—¡Qué! —se enfureció Ballardieu, con muy mala fe—. ¿No miras por dónde vas? ¿Está de moda en París?

El libelista, por los suelos tanto en el sentido literal de la expresión como en el figurado, tardó en reponerse. Aún se preguntaba qué le había pasado, y miró entre estupefacto y asustado al toro hecho hombre que había surgido de la nada y lo había embestido de frente cuando él arengaba al gentío blandiendo sus folletos que, a falta de poder culpar directamente al rey, acusaban a Richelieu de abrumar al pueblo con impuestos. El individuo que había irrumpido tan bruscamente en la vida del libelista no era de aquellos con los que uno quiere tener desavenencias. No era especialmente alto, pero sí ancho, pesado, macizo y, por añadidura, rubicundo y fulminante. Iba armado con una espada bien grande.

Sin embargo, para gran decepción de su víctima inocente, Ballardieu pasó casi de inmediato de la cólera a la compasión y el arrepentimiento.

—No, amigo. Perdóname. Es culpa mía… Dame la mano.

El libelista se vio catapultado más que ayudado a ponerse en pie.

—Te presento mis excusas. Las aceptas, ¿verdad? ¿Sí? ¡Me alegro! Nada roto, espero… Bueno, te ayudaría a sacudirte la ropa, pero ahora no tengo tiempo. Te prometo que, cuando nos volvamos a encontrar, te pagaré una ronda en compensación por las molestias. ¿De acuerdo? ¡Perfecto! ¡Hasta otra, amigo!

Dichas estas palabras, Ballardieu se marchó mientras que el libelista, tambaleándose aún con la vista nublada y una sonrisa tonta en los labios, le decía adiós con una mano vacilante.

Afortunadamente, Naïs no había advertido nada desde tan lejos, y él tuvo que apresurarse para no perderla de vista. Después del puente Nuevo, la joven tomó la calle de Saint-Denis hasta la calle de la Vieille-Cordonnerie, salió a la calle de la Ferronnerie, subió la calle de Saint-Honoré que Ballardieu jamás había creído tan larga. Pasaron por delante de la gran fachada cubierta de andamios del palacio cardenalicio y siguieron hasta la calle de Gaillon, que Naïs enfiló. Recientemente absorbido por la capital, desde la construcción de la muralla de los Fosos amarillos, este antiguo arrabal convertido en barrio nuevo era tierra extranjera para Ballardieu. Descubrió su trazado, sus construcciones y sus obras.

Frente a la salida de la calle de los Moineaux, Naïs franqueó un gran soportal abierto a un patio lleno de gente y de animación, dominado por una extraña torre que se erguía al fondo, como un palomar sobredimensionado. Presidía la entrada un cartel que decía: «Mensajería Gaget».

—¿«Mensajería Gaget»? —masculló Ballardieu frunciendo el entrecejo—. ¿Qué es esto de «Mensajería Gaget»?

Al ver a un transeúnte, le preguntó:

—Perdone, señor, ¿qué comercio es éste?

—¿Esto? ¡Es la Mensajería Gaget, señor!

Y el hombre, con prisa como todos los parisienses y estirado como la mayoría, prosiguió su camino.

Al notar el fuerte olor a mostaza, Ballardieu arrugó la nariz, respiró hondo con la vana esperanza de combatir las ganas que le entraron de asesinar a alguien, alcanzó al transeúnte en unas zancadas, lo agarró por el hombro y le dio bruscamente la vuelta.

—Sé leer, señor. ¿Pero qué es?

Resoplaba con fuerza por la nariz, tenía la cara roja y los ojos le brillaban. El hombre al que se dirigía supo que había cometido un error. Algo pálido, explicó que la Mensajería Gaget ofrecía un servicio postal a particulares avalado por dragoncitos, que se trataba de un servicio rápido y fiable, aunque un poco caro, y…

—Está bien, está bien… —soltó Ballardieu, antes de dejar al parisiense en libertad.

Dudó un instante si entrar y luego, manteniendo discretamente las distancias, decidió esperar y observar; después de todo, puede que Naïs saliera al poco rato. No hubo que esperar mucho para que un conocido del viejo soldado saliera de Mensajería Gaget.

Pero no era Naïs.

Era Saint-Lucq.