El marqués de Gagnière, llegado por la calle de Beauregard, se apeó ante la iglesia de Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle y ató su caballo a una anilla. Aún era muy temprano y no se veía a mucha gente a la redonda. Pero, igualmente, al gentilhombre le pareció más seguro confiar la vigilancia de su montura lujosamente enjaezada a uno de los vendedores de aguardiente que, al amanecer, iban a París y —al grito de «¡Vi! ¡Vi! ¡Para beber, para beber!»— vendían pequeñas tazas de alcohol que la gente del pueblo compraba de buena gana para beberías deprisa y corriendo, antes de una dura jornada de trabajo.
La iglesia estaba silenciosa, oscura, húmeda y vacía. Como todas las de la época, no tenía bancos sino sillas alineadas en un rincón; sillas que se le podían alquilar durante el oficio al portero encargado de velar por la tranquilidad de aquellos lares y de echar con igual afán a mendigantes y perros vagabundos. Gagnière avanzó entre las columnas y se plantó ante un altar mayor, junto a un joven delgado, con las mejillas lampiñas y la tez pálida, y ojos de un azul cristalino. Éste no reaccionó cuando se encontraron casi hombro con hombro. Llevaba botas, la espada al costado, un jubón ocre y calzas varias. Si bien no rezaba, al menos se mostraba recogido, con los párpados cerrados y el sombrero en la mano.
—Me sorprende bastante veros esta noche —dijo el marqués pasado un momento.
—¿Ya he faltado a alguna de nuestras citas? —replicó Arnaud de Laincourt abriendo los ojos.
—Claro que no. Es sólo que, hasta ahora, jamás os habían detenido.
Durante unos segundos, el exalférez de la guardia de su eminencia no reaccionó.
—Pues ya lo sabéis —dijo por fin.
—Está claro. ¿Os creíais que la supuesta noticia se nos iba a escapar?
—No, cierto. Pero tan rápido…
—Estamos en todas partes, Laincourt. Incluso en el palacio cardenalicio. Y vos eso deberíais saberlo mejor que nadie.
—¿También estáis en el Châtelet?
Gagnière esbozó una mueca.
—Digamos… que las paredes allí son más gruesas.
Guardaron silencio un momento en el siniestro refugio de aquella iglesia desierta que alojaba cada una de sus reuniones secretas, siempre al alba.
Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle había sido en un principio una capilla destruida por las tropas de la Liga cuando el rey de Navarra, el futuro Enrique IV, había asediado París en 1591. La iglesia actual, cuya primera piedra puso la reina Ana de Austria, fue construida en su lugar. La capital iba engullendo poco a poco las afueras, y la iglesia se encontraba en la zona limítrofe de Saint-Denis, muy cerca de la muralla sugerida por Luis XII. Sólo la escasa longitud de una nueva calle jalonada de obras la separaba de un bastión edificado entre las puertas de la Poissonnière y Saint-Denis. Aquí estaban los confines de la capital.
—Siempre he sido un fiel servidor de la Garra Negra —anunció Laincourt con voz sosegada—. Mi lealtad es incuestionable.
—Permitid que lo ponga en duda. Vuestra liberación no dice mucho a vuestro favor. A estas horas, deberíais estar incomunicado en Vincennes, a la espera de que os hicieran el interrogatorio. Y, sin embargo, aquí estáis pese a haber sido acusado de traición, perfectamente libre de ir y venir adonde os plazca. Reconoced que la extraordinaria mansedumbre que el cardenal demostró para con vos da que sospechar…
Con un encogimiento de hombros conciliador, Laincourt indicó que lo entendía. Y explicó:
—Obra en mi poder un documento que me protege y que el cardenal teme que se divulgue.
Perplejo, Gagnière frunció el entrecejo. Luego, casi divertido, soltó:
—Un documento que os habéis cuidado bien de transmitirnos. ¡Bonita lealtad!
—Yo soy leal pero prudente —respondió Laincourt sin inmutarse—. Sabía que tal día como éste llegaría.
Al marqués le tocó dar por bueno el argumento: debía reconocer que «tal día como éste» había llegado.
—De acuerdo. ¿Qué documento es ése?
—Se trata de una lista donde se recoge la correspondencia secreta de Francia a la corte española. Está en buenas manos y sería revelada si yo tardara demasiado en dar señales de vida. El cardenal no tenía elección. Ambos acordamos que yo gozaría de vida y libertad mientras la existencia de esa lista se mantuviera en secreto.
—Sois un ingenuo, si creéis que Richelieu se contentará con mantener este acuerdo en pie mucho tiempo. Os engañará a la primera de cambio. Puede que incluso ahora esté tramando algo. Acabará encontrando la lista y hará que os asesinen.
—Por eso acudo a vos en lugar de galopar hacia la frontera más cercana.
—¿Dónde está esa lista?
—En buenas manos, ya os lo he dicho. Y que permanecerán en el anonimato.
El tono de Gagnière se tornó amenazante.
—Es un secreto que os podríamos arrancar.
—No antes de que la lista sea puesta en conocimiento de todos.
—¿Y qué? Nosotros no compartimos los temores del cardenal. Muy al contrario, nos encantaría ver que las relaciones entre Francia y España se deterioran aún más.
—Cierto —admitió Laincourt—. Sin embargo, también se revelarían otros datos concernientes directamente a la Garra Negra. Y, creedme, son datos que podrían hacer mucho daño.
Gagnière acogió la noticia con calma, se hizo a la idea de que Laincourt sabía de la Garra Negra y del peligro que representaba.
—¿Otra lista? —dijo.
—Otra lista.
—Jugáis con algo muy peligroso, monsieur de Laincourt…
—Hace tiempo que hago de espía, Gagnière. El bastante para saber que a los servidores de mi género se nos ha sacrificado más que a la infantería en el campo de batalla.
El marqués, seguramente molesto por no haberse podido llevar el gato al agua, suspiró.
—Vayamos al grano. Vos no estaríais aquí si no tuvierais algo que proponerme. Hablad —dijo.
—Os ofrezco las dos listas como prueba de mi lealtad. Destruiréis una y haréis lo que os parezca con la otra.
—¿Esos documentos os protegen y queréis deshaceros de ellos? ¿No sería ir en contra de vuestros intereses?
—Me desharé de ellos, aunque me gane las iras del cardenal. Pero, a cambio, me aseguro de que la Garra Negra me protege.
Gagnière empezó a entenderlo, aunque preguntó:
—¿Cómo?
—Quiero unirme al círculo de iniciados del que vos formáis parte. Además, creo ser digno de ello.
—Vos no sois quién para decirlo.
—Lo sé. Hacédselo saber a quien corresponda.