II

—Ahora descansa —dijo Agnès de Vaudreuil saliendo de la habitación—. Acompáñala, ¿quieres? Y ven a buscarme cuando despierte.

Evitando tímidamente que su mirada se cruzara con la de la baronesa, Naïs asintió y se deslizó como a hurtadillas por la puerta entreabierta, que cerró sin hacer ruido.

Agnès esperó un poco y se dirigió a la escalera casi a tientas. Apenas se veía en aquel siniestro pasillo del no menos siniestro palacete del Épervier. Se veía aquella piedra gris, austera y sepulcral en todas partes. Las ventanas de todas las estancias eran bajas y escasas; muchas veces las tenían atrancadas con postigos, y siempre las protegían con barras de hierro. Además, en pasillos y escaleras, había que contentarse con estrechas aberturas, auténticas troneras que a aquellas horas sólo dejaba pasar una pizca del pálido resplandor del alba. Asimismo, era costumbre llevar la luz consigo y no dejar que la llama ardiera sola. Por miedo a los incendios, pero también por economía: pese a lo apestoso de su olor, el sebo valía lo que costaba y las velas de cera blanca eran un lujo aún más oneroso. Ahora bien, Agnès había dejado su vela en la habitación.

Se enfilaba con paso prudente por la escalera cuando alguien la llamó.

—¡Agnès! —dijo el capitán La Fargue.

Ella no lo había visto y tampoco sabía que la esperaba oculto entre el silencio y la penumbra. Sumado a la imponente estatua de un cuerpo curtido por una vida llena de luchas y adversidades, su retrato de patriarca antiguo imponía respeto: porte de cabeza marcial, rostro severo y arrugado por los años, barba corta, mirada llena de fuerza y sabiduría. No se había quitado las botas ni el jubón gris terraza, con el botón de cuello abierto. Sin embargo, no llevaba ni espada ni sombrero, y sus espesos cabellos plateados casi brillaban en el claroscuro.

Se acercó a Agnès, la agarró suavemente del codo y la invitó a sentarse con él en el primer peldaño de la escalera. Ella se dejó llevar, intrigada, comprendiendo que La Fargue deseaba mantener una conversación antes de que llegaran las demás Espadas, cuyas voces subían mezcladas de la planta baja. Su sexo y una treintena de años separaban al viejo capitán de la joven baronesa. Además, él debía superar cierta reserva natural, y ella, la desconfianza. Pero un vínculo especial de estima y de amistad los unía más allá de sus pudores y sus diferencias. Un vínculo que atañía al amor paterno-filial.

—¿Cómo está? —preguntó La Fargue.

Hablaba en voz baja, como en la casa de un muerto.

Por debajo del hombro, Agnès lanzó una breve e instintiva mirada hacia la puerta de la habitación donde acababa de adormecerse la joven a la que Marciac había salvado la vida.

—Su aventura de esta noche la ha hecho sufrir mucho.

—¿Te ha contado algo?

—Sí. Y, si lo que dice es cierto, ella…

—Más tarde —la interrumpió La Fargue—. De momento, quisiera saber qué piensas de ella.

Agnès aún no había tenido tiempo de cambiarse, así que llevaba el elegante vestido escarlata de seda y satén que se había puesto antes de ir con Marciac a casa de madame de Sovange.

Con un frufrú de faldas, faldones y verdugados, se apartó ligeramente para abarcar mejor al capitán de una sola mirada.

—La extraña cuestión —soltó.

Inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas y las manos juntas, observaba fijamente un punto del horizonte.

—Entre otros talentos, sabes sondear las almas mejor que nadie. Dime, ¿qué piensas de ella?

Agnès apartó la mirada del capitán, suspiró, se tomó un tiempo para ordenar sus ideas y hacer balance de sus intenciones.

—Yo creo… —dijo—. Yo creo que miente un poco y disimula mucho.

La Fargue, impenetrable, asintió lentamente.

—También creo haber descubierto que nació en España —continuó Agnès—. Allí pasó largos años de vida.

Como lo miraba con el rabillo del ojo, captó su reacción. La Fargue frunció el entrecejo, enderezó la espalda y preguntó:

—¿Qué sabes?

—Sus inflexiones no dan a entender sus orígenes españoles. Sin embargo, algunos de sus giros lingüísticos podrían ser traducidos directamente del castellano.

La Fargue asintió una vez más, pero con aire preocupado y resignado.

Se hizo un largo silencio.

—¿Qué queréis saber exactamente, capitán? —preguntó por fin la baronesa, con voz melosa—. O, mejor dicho, ¿qué sabéis ya?… Yo estaba cerca de vos cuando Marciac llegó con aquella muchacha. Me fijé en vuestra reacción. Palidecisteis…

Al volver de la casa de juego, Agnès había visto luz en el palacete del Épervier pese a lo tarde que era ya, y a las Espadas nerviosas tras el secuestro —por orden del cardenal— de Malencontre a manos de Rochefort. Frustrado y humillado, Leprat en concreto estaba rabioso y bebía más de la cuenta. Luego llegó Marciac con la joven a la que había salvado en reñida lucha, y de repente surgieron más motivos de preocupación.

—Aún no estoy seguro de nada… —dijo La Fargue—. Vamos con los demás, ¿quieres? Y no les hables de nuestra conversación. Pronto me volveré a reunir con vos.

Agnès vaciló, luego se levantó y se fue por la escalera.

Una vez solo, el viejo capitán se sacó un medallón del jubón, levantó la tapita cincelada y se sumió en la contemplación de un retrato miniaturista. De no haber sido porque tenía al menos veinticinco años de antigüedad, habría podido ser el de la nueva protegida misteriosa del palacete del Épervier.

Ya cambiada y desmaquillada, Agnès se reunió con el resto de la tropa en el salón donde unas antorchas iluminaban más que la tenue luz del día, filtrada a través de los pequeños cristales en forma de rombo de las ventanas.

Sentado en una butaca junto a la chimenea, Leprat vaciaba a morro y en silencio una botella, la pierna herida posada sobre un taburete que tenía delante. Almadès, que estaba apartado del resto, pasaba una piedra de afilar por el acero de su espada: tres veces de un lado y tres del otro, y vuelta a empezar. Ballardieu y Marciac compartían, sentados a la mesa, una sólida colación que Guibot, renqueante con su pata de palo, les había servido por petición expresa. Bebían, pero el gascón, todavía excitado con su aventura, hablaba más que comer mientras el veterano asentía gustoso haciendo gala de un apetito que nada parecía hacer menguar.

—Creía estar perdido —dijo Marciac—. Pero me eché a un lado, ella blandió su pistola con las dos manos y, ¡pum!, abrió fuego. ¡Blanco!… El espadachín que iba a atravesarme por la espalda se desplomó con una bala en la frente.

—Un maldito golpe de suerte —comentó Ballardieu antes de engullir un bocado de pastel de paté y regarlo con un trago de vino.

—¡El destino, amigo mío! ¡El destino! «Audaces fortuna juvat!».

El otro, de labios grasientos y mofletes redondos, lo miraba con los ojos abiertos.

—La fórmula la he tomado más o menos prestada de Virgilio —explicó Marciac—. Significa que hay que vivir peligrosamente.

A Ballardieu se le ocurrió preguntar quién era Virgilio, pero cambió de opinión cuando el gascón se inquietó al ver a Agnès:

—¿Cómo está?

—Bien. Ahora duerme.

—Buenas noticias.

—¿Y tú? ¿Cómo estás del hombro?

Además de con una joven temblorosa, Marciac había vuelto de su movida noche con algunas contusiones, el cabello lleno de yeso, una moral de conquistador y —accesoriamente— un hombro herido de bala.

—¡Oh, es sólo un rasguño! —dijo, señalando con un gesto vago la venda que escondía la manga de una camisa limpia y sin desgarrones. Apenas sangraba.

—Has tenido suerte —soltó Leprat desde su butaca, con un dejo de amargura.

—Nadie consigue algo sin salir malparado —dijo Agnès, sentándose a la mesa grande.

Tomó un plato y, picoteando aquí y allá, lo cargó de charcutería, fiambres y quesos mientras Ballardieu le servía un vaso de vino, agradecido con una mirada. Llegó La Fargue, que se instaló a horcajadas en una silla con el respaldo vuelto hacia delante, y soltó sin más preámbulos:

—Primero tú, Marciac. Dinos lo que sabes de esa joven.

—Se llama Cécile.

—¿Y qué más?

—Eso es todo. Yo seguía a Castilla, con quien Agnès y yo nos habíamos encontrado en la casa de juego de madame de Sovange. Él me llevó hasta Cécile, calle de la Fontaine. Al poco rato, volvió a salir a caballo. La casualidad quiso que sorprendiera a unos hombres que, según decían, preparaban el rapto de Cécile (aunque entonces yo no sabía su nombre). Sea como fuere, me dije que no podía hacerles nada. ¡Y mira!

—¿Quiénes eran esos hombres?

—Espadachines entre los más espadachines. Pero obedecían órdenes de un español, un tuerto vestido de riguroso cuero negro, tan seguro de su superioridad que no se quedó.

—¿Lo reconocerías? —preguntó Leprat.

—Sin duda.

—No obstante…, te habías cruzado antes con él.

—No.

La Fargue se tomó su tiempo para asimilar la información, luego pasó a Agnès.

—Ahora tú.

La baronesa vació su vaso antes de empezar.

—Dice llamarse Cécile Grimaux. El año pasado, aún vivía con sus padres en Lyon. Los dos han muerto: el padre de una enfermedad y la madre poco después, de tristeza. Sin recursos, Cécile acudió a su hermana mayor, Chantal, que vivía modestamente en París realizando encargos de costura y que, pese a ello, la acogió de buen grado…

—¿«Vivía»? —recalcó Leprat.

—A eso voy… Gracias a la mediación de un guantero para el que entonces trabajaba, Chantal conoció a dos aventureros españoles, el caballero de Irebàn y su amigo Castilla. Se enamoró del primero y se convirtió en su amante. Ambos se veían en secreto en una casita del barrio de Saint-Martin, para vivir el amor perfecto lejos de miradas indiscretas. Aquello duró unas semanas, después la pareja desapareció repentinamente. Desde entonces, Castilla busca y Cécile espera. Parece que esta circunstancia los haya unido.

—¿Unido hasta qué punto? —quiso saber Marciac, cuya preocupación todos comprendieron, dado el atractivo de Cécile.

—Creo que hay un galante en tu camino —indicó Agnès con una media sonrisa—. Pero no cabe duda de que tus hazañas caballerescas de esta noche juegan a tu favor…

—¡No era eso lo que estaba pensando!

—¡Vamos, hombre!

—¡Basta ya! —ordenó La Fargue con un arrebato de mal humor raro en él.

Aunque enseguida recobró la calma, poniendo cara de no notar los gestos de circunspección que los demás intercambiaban.

—Aun así —dijo Ballardieu—, es una historia muy rara.

—Que se corresponde bastante bien con lo que Rochefort nos contó —advirtió Leprat con cierto pesar.

El capitán de las Espadas volvió a tomar las riendas de la conversación y preguntó a Agnès:

—¿Qué dijo Cécile de Irebàn?

—Casi nada. Si dice la verdad, su hermana era muy reservada a este respecto.

—¿Y de Castilla?

—Apenas hablamos de él. Sólo sé que tiene domicilio en el nido de amor del barrio de Saint-Martin, por si el caballero o Cécile/Chantal aparecían.

—¿Sabes llegar hasta allí?

—Sí.

—Indícaselo a Almadès: él me acompañará con la esperanza de encontrar a Castilla, que tal vez conozca la clave de toda esta historia. Tú quédate aquí y procura sonsacarle a Cécile todo lo que puedas cuando despierte. En cuanto a ti, Marciac, te has merecido un pequeño descanso.

Ahora bien, como ni que decir tiene que Ballardieu estaría donde estuviera Agnès, sólo faltaba asignarle una tarea a Leprat. Tras un breve instante de reflexión, La Fargue supo qué confiarle. Pero el exmosquetero se le adelantó:

—No os preocupéis, capitán. Ya sé que no serviré de gran cosa mientras esta pierna no se cure. Consideremos que me haré cargo del lugar en vuestra ausencia.

Todos asintieron, más o menos molestos, antes de dedicarse a sus menesteres.

Durante los preparativos, La Fargue subió a su habitación y escribió una carta breve que escondió con sumo cuidado. Poco después, cuando Agnès llamaba suavemente a la puerta de Cécile, lo distinguió en el vano de la puerta principal intercambiando unas palabras en voz baja con Naïs y confiándole la carta.

La baronesa se retiró sin ser vista y salió en busca de Ballardieu.

—Prepárate —le dijo, lejos de oídos indiscretos.

—¿Para qué?

—Naïs va a salir, seguramente cuando el capitán y los otros se hayan marchado. Quiero que la sigas.

—¿A Naïs? ¿Pero para qué?

—Ya lo verás.

—¡Ah, bueno!