Ya no se tenía en pie, el hombre pendía por su propio peso de las muñecas trabadas. Se balanceaba ligeramente, y las uñas de los dedos de sus pies rozaban el suelo de tierra batida. Estaba casi desnudo; sólo llevaba unas calzas y una camisa rasgada e impregnada de sangre. Una misma sangre —la suya— le empapaba el cabello enmarañado, le manchaba el rostro tumefacto y brillaba a la luz de las antorchas sobre su torso mortal. El hombre apenas respiraba, pero seguía con vida: todavía se le escapaba un estertor de las entrañas dolorosas de su pecho, y burbujas rosas por las ventanas de su nariz rota.
No estaba solo en aquel sótano convertido en antecámara del infierno. Para empezar, compartía espacio con el coloso obeso y sudoroso que se esforzaba en someterlo, a cadenazos, a una tortura tan brutal como sabia. Y luego había otro, un tuerto, que hablaba y hacía preguntas en castellano. De un moreno mate y rostro anguloso, vestía cuero negro hasta los guantes y el sombrero que en ningún momento se había quitado. Una tapa tachonada de oro le ocultaba el ojo izquierdo, seguramente destruido por la ranse. De hecho, la enfermedad se le extendía alrededor de la órbita del ojo, le llegaba hasta la sien y la mejilla; el tumor se propagaba en un entramado de rugosidades violáceas.
El tuerto dijo que se llamaba Savelda y que servía a la Garra Negra. Con voz tranquila, le había prometido al preso mil tormentos de no obtener las respuestas esperadas.
No había mentido.
Paciente y resuelto, había dirigido el interrogatorio sin preocuparse por la cabezonería con que el torturado guardaba sus secretos. Sabía que a él le funcionaban el tiempo, el dolor y la desesperación. Sabía que su víctima acabaría confesando, como la más sólida de las murallas que siempre acaba por ceder ante el bombardeo de los cañones. Eso se produciría bruscamente, sin que nadie o casi nadie lo anunciara. El golpe de gracia y llegaría el desmoronamiento libertador.
Con un gesto, acababa de interrumpir un enésimo cadenazo.
Luego dijo:
—¿Sabes que nunca me dejo sorprender?… Hay que comprobar hasta qué punto tenemos siete vidas como los gatos.
Inerte pero consciente, el torturado permaneció en silencio. Sus párpados hinchados estaban medio cerrados sobre unos ojos vítreos e inyectados en escarlata. En los oídos tenía coágulos supurantes. Los filamentos de baba, bilis y sangre mezcladas le goteaban por entre los labios abotargados y agrietados.
—Por ejemplo, tú… —prosiguió Savelda—. En estos momentos, sólo deseas la muerte. La deseas con todas tus fuerzas, de todo corazón. Si pudieras, dedicarías todas tus fuerzas a morir. Sin embargo, el desenlace no llega. La vida está ahí; y tú eres como un clavo profundamente clavado en la más sólida de las maderas. Se mofa de lo que quieres, la vida. Se mofa de lo que sufres y del servicio que ella te prestará cuando te abandone. La vida se obstina, se empeña, encuentra en ti refugios secretos. Se apaga, cierto. Pero llevará su tiempo arrancártela de las entrañas.
Savelda tiró de los guantes para ajustarlos bien e hizo crujir el cuero al abrir y cerrar los puños.
—Y mira, yo cuento con ella. Tu vida, esta vida insuflada en ti por el Creador, es mi aliada. Tu lealtad y coraje nada pueden contra ella. Para desgracia tuya, eres joven y vigoroso. Tu voluntad cederá antes de que la vida te abandone, mucho antes de que se te lleve la muerte. Esto es así.
Entonces el torturado hizo un esfuerzo por hablar y murmuró algo.
Savelda se le acercó y escuchó:
—¡Hijo de puta!
En aquel instante, un espadachín bajó al sótano por la escalera. Se detuvo en los peldaños y, apoyado en la barandilla, anunció en francés:
—Ha llegado el marqués.
—¿Gagnière? —se sorprendió el tuerto en la misma lengua, pero con un marcado acento español.
—Sí. Quiere hablar contigo. Dice que es urgente.
—Bien. Ahora voy.
—¿Y yo? —preguntó el verdugo—. ¿Qué hago? ¿Sigo?
La camisa abierta sobre su gran torso chorreante, hizo tintinear la cadena ensangrentada. A este ruido, el torturado se crispó.
—No. Espera —respondió el tuerto mientras subía la escalera.
Después de la tibia humedad del sótano, Savelda recibió con placer el frescor nocturno que reinaba en la planta baja. Atravesó una estancia donde sus hombres dormían o mataban el tiempo jugando a los dados, salió a la noche y respiró un aire balsámico. Un gran vergel en flor rodeaba la casa.
El joven y atractivo marqués de Gagnière, siempre tan insultantemente elegante, esperaba sentado.
—Todavía no ha confesado —anunció Savelda.
—No es eso lo que me trae hasta aquí.
—¿Algún problema?
—Es lo menos que se podría decir. Tus hombres han fracasado en la calle de la Fontaine. La joven ha escapado.
—Imposible.
—Sólo uno ha regresado, con la pierna y la mandíbula rotas. Por lo que él ha mascullado, resulta que la muchacha no estaba sola. Había alguien con ella. Y ese alguien ha bastado para despistar a todo tu equipo.
Preocupado, Savelda no supo qué decir.
—Ya me encargo yo de decírselo a la vizcondesa —continuó Gagnière—. Por lo que a ti respecta, no nos falles tú también con el preso. Debe confesar.
—Confesará. Antes de mañana.
—Esperemos que así sea.
El gentilhombre dio media vuelta y, entre dos hileras de árboles bajo la luna, se marchó al trote por un camino alfombrado de pétalos blancos que los cascos de su montura levantaron a su paso.