Tras haberse asegurado de que la puerta principal estaba bien cerrada, la joven apagó todas las luces salvo una de la planta baja y, palmatoria en mano, subió la escalera protegiendo con la palma la llama vacilante. La vela iluminaba su bonito rostro desde abajo y alojaba dos puntos dorados en lo más recóndito de sus ojos, mientras que los peldaños chirriaban en la casa silenciosa.
Una vez en su habitación, la joven dejó la palmatoria sobre un mueble y, deshaciéndose el moño que le recogía la larga melena negra, fue a cerrar la ventana entreabierta tras las cortinas. Había empezado a deshacerse los lazos del vestido cuando alguien la agarró por detrás y le tapó la boca con una mano.
—No gritéis —murmuró Marciac—. No quiero haceros ningún daño.
Ella asintió, notó que la mano cedía, logró liberarse con un codazo y se precipitó sobre la mesita de noche para volverse blandiendo un estilete.
Marciac, cuyo costado sufría menos que su orgullo, le tendió la mano con gesto apaciguador y, manteniendo las distancias, dijo con una voz que pretendía tranquilizarla:
—No tenéis nada que temer de mí. Al contrario. —Temía que ella se pudiera herir.
—¿Quién… quién sois vos?
—Me llamo Marciac. —Intentó dar un paso prudente por el lateral, pero la joven se puso en guardia y siguió el movimiento con la punta de su estilete.
—¡No os conozco!… ¿Qué hacéis en mi casa?
—Me han encargado que os protegiera. Y eso es exactamente lo que procuro hacer.
—¿Encargado? ¿Quién os lo ha encargado?
El gascón jugaba:
—El hombre que acaba de irse —probó—. Castilla.
Aquel nombre hizo vacilar la mirada que Marciac sostenía.
—¿Castilla?… Él… Él no me ha dicho nada.
—Temía preocuparos. Me pagó, y me ordenó que me mantuviera lejos de vuestra vista.
—¡Mentís!
Con gesto raudo, agarró la empuñadura de la joven y, sin desarmarla, la atrajo hacia él. Entonces la agarró con firmeza, aunque esforzándose por no hacerle demasiado daño.
—Ahora escuchadme bien. El tiempo apremia. Unos espadachines se disponen a secuestraros. No sé quiénes son. Tampoco sé lo que quieren de vos. Simplemente sé que no se lo permitiré. ¡Pero debéis confiar en mí!
Dichas estas palabras, en la planta baja chirriaron goznes siniestros.
—¿Lo oís? Ya están aquí… ¿Ahora me creéis?
—Sí —dijo la joven con voz velada.
Marciac la soltó, le dio la vuelta, le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos.
—¿Cómo os llamáis?
—Cécile.
—¿Tenéis alguna otra arma aparte de este juguete?
—Una pistola.
—¿Armada y cargada?
—Sí.
—Perfecto. Cogedla y poneos un abrigo.
Sin más, abandonó la habitación y se dirigió a la escalera. Presto oídos; imaginó que unos hombres subían en fila india, tan silenciosamente como les era posible. Esperó a que el primero llegara al rellano y, cuando éste surgió de la oscuridad, lo golpeó en toda la cara con un taburete.
El hombre cayó de espaldas, empujó a sus cómplices, provocó una desbandada. Se oyeron gritos mientras los espadachines se precipitaban escaleras abajo. Para ponerse a la altura, Marciac arrojó el taburete a ciegas y dio en el blanco, lo cual se sumó al caos.
Cécile se había reunido con él, vestida con un gran abrigo de capucha. Él la condujo hasta una ventana que abrió. Daba a la callejuela lateral, a menos de un metro de un balcón. El gascón hizo pasar a la joven al otro lado antes que él. Desde el balcón, trepó por el tejado que había justo encima y luego tendió su mano en el vacío. Cécile se le agarró y él tiró de ella bruscamente en el momento en que un espadachín llegaba a la ventana. El hombre quiso aferrársele al vestido, pero sus uñas no hicieron más que rasgar el tejido. La joven gritó. Arrastrado por el tremendo impulso, Marciac mantuvo el equilibrio echándose hacia atrás cuando Cécile se abatía sobre él.
—¿Estáis bien? —preguntó.
—Sí.
Un espadachín ya había ido a parar al balcón. Se hallaba subiendo, cuando el gascón lo sorprendió con una patada que le rompió la mandíbula y lo hizo caer seis metros más abajo.
Cogidos de la mano, Marciac y Cécile huyeron por el laberinto de tejados. Sonó un disparo, y una bala fue a impactar en la chimenea tras la que desaparecieron. Escuchaban a los espadachines llamarse y organizar la persecución: unos por los tejados, otros en el barrio. Escalaron una techumbre más, se destacaron un momento sobre un fondo de cielo estrellado y esquivaron un disparo, pero Marciac aún pudo controlar la situación desde aquel promontorio. Sabía que, tarde o temprano, tendrían que volver a bajar. Antes que esperar a verse acorralado contra un vacío infranqueable, asomó la cabeza al abismo negro y profundo de un patio interior.
En aquel lugar, vestigio de obra abandonada, un inmenso andamio ocupaba las tres plantas de una construcción condenada. Sus perseguidores les pisaban los talones, y Marciac tomó a Cécile por el brazo y la dejó sobre la estructura provisional. Apareció un espadachín. El gascón tuvo que desenvainar y enzarzarse en un duelo. Los combatientes se enfrentaron sobre el voladizo del tejado. Batiéndose a espada, iban y venían al ritmo de asaltos entre cielo y vacío. Las tejas que desalojaban con los pies se deslizaban en cascada y rebotaban contra el andamio antes de hacerse añicos en el patio, quince metros más abajo. Finalmente, Marciac paró un golpe de filo y, agarrando a su adversario por el brazo, quiso hacerlo pasar por encima de su hombro girando sobre sí mismo. Pero le fallaron los apoyos. Perdió el equilibrio, y al caer arrastró consigo al espadachín que tenía agarrado. Los dos hombres rodaron e hicieron volcar el tejado. Bajo la atenta mirada de Cécile, que reprimió un grito de pavor, atravesaron con un estruendo la pasarela más alta del andamio y se estrellaron contra la siguiente. El impacto sacudió violentamente toda la estructura, que se estremeció por un momento. Gimieron planchas y vigas. También se oyeron crujidos de siniestro augurio.
Aunque tambaleándose, Marciac fue el primero en ponerse de pie. Buscó su espada, vio que estaba al fondo del patio y, con una patada bajo el mentón, remató a su adversario apenas recuperado. Luego dijo a Cécile que fuera hasta donde él se encontraba dejándose deslizar por la pasarela rota en el medio. La volvió a coger de la mano, la tranquilizó con la mirada y, juntos, bajaron rápidamente varios tramos de escalera inseguros con el temor de que el andamio viejo y maltrecho pudiera desmoronarse sobre ellos.
Una vez abajo, descubrieron que aquel patio sólo tenía una salida: un callejón tenebroso de donde surgieron varios espadachines. Uno de ellos apuntó a los fugitivos con una pistola. Entonces Marciac agarró a la joven por la cintura y volvió la espalda al tirador. Se oyó una detonación. La bala alcanzó el hombro del gascón, que apretó los dientes y empujó a Cécile tras una carreta cargada de toneles de vino. A continuación se precipitó sobre la espada que brillaba en el fango y plantó cara a tiempo a sus asaltantes. Concentrado, agresivo, luchó sin ceder una pulgada de terreno y sin dejar que sus adversarios tomaran la iniciativa, por miedo a poner en peligro a su protegida. Luego, cuando nunca parecía tomar ventaja sobre un espadachín sin que otro lo obligara a ceder, inició un contraataque fulgurante. Degolló al primero con un revés de espada, fulminó al segundo de un codazo en la sien, y al tercero le dio un puntapié en la entrepierna y le clavó la espada en el pecho hasta la guarnición.
Esperaba haber terminado, pero Cécile le gritó para señalarle la última planta del andamio que se movía: espada en mano, dos hombres habían bajado de los tejados y se aventuraban con paso prudente. Al mismo tiempo, un rezagado llegaba por el oscuro callejón y el barrio empezaba a despertar. Fatigado y herido, el gascón intuía que no estaría a la altura de eliminar a otros tres adversarios. ¿Tendría sólo la fuerza y el tiempo de vencer a uno antes de que llegaran los otros dos?
Se batió en retirada hacia Cécile y la carreta de dos ruedas que la amparaba. Impasible, esperó a que el primer espadachín atacara, mientras sus cómplices llegaban a la segunda planta del andamio. Y, de repente, levantó su espada bien alto con las dos manos y la bajó con todas sus fuerzas sobre la cuerda tensa que, pasada por unas anillas fijadas a los adoquines del patio, mantenía la carreta en horizontal. De un corte limpio, la cuerda restalló como un látigo al deslizarse por las anillas. La carreta se inclinó bruscamente haciendo que sus parihuelas vacías salieran disparadas y liberó su pirámide de toneles tumbados que rodaron como una avalancha.
El espadachín que estaba en el patio retrocedió a toda prisa, acorralado bajo el andamio, y logró evitar los toneles. Algunos se estamparon contra la pared y soltaron olas de vino. En cambio, otros chocaron contra vigas poco estables que sostenían la inmensa estructura. Estas vigas cedieron, y la estructura de tres plantas se desmoronó con un estruendo que ahogó los gritos de quienes desgraciadamente quedaron sepultados bajo varias toneladas de madera. Obras de albañilería fueron arrancadas de la fachada con grandes placas de yeso. Gruesas volutas se elevaron en el cielo, inundaron el patio, se inflaron hasta flotar más allá de los tejados…
… luego volvieron a caer sobre un decorado blanqueado, al tiempo que se imponía otra vez el silencio.
Marciac se quedó un instante contemplando el desastre. Después, mientras el barrio retumbaba con el inquieto griterío de sus habitantes, envainó de nuevo la espada y se dirigió hacia Cécile. Estaba acurrucada en un rincón, cubierta de polvo como él.
Se puso en cuclillas, de espaldas a los escombros.
—Se ha terminado, Cécile.
—Yo… yo… Esos hombres… —balbució la joven.
—Ya ha pasado, Cécile…
—¿Están… muertos?
—Sí. Vamos, cogeos de mi mano…
Cécile no parecía escuchar, no parecía comprender.
Él insistió con dulzura:
—Tenemos que marcharnos, Cécile. Pronto…
Iba a ayudarla a levantarse, cuando leyó un repentino terror en su mirada. Uno de los espadachines había sobrevivido.
Lo sabía ahora que lo tenía de pie detrás, dispuesto a golpearlo. Sabía que no le daría tiempo a girarse, a levantarse, y mucho menos a desenvainar la espada.
Dirigió una profunda mirada a la joven, rezó para que la entendiera, creyó notar una muy leve reacción… Y se apartó bruscamente.
Cécile blandía su pistola con las dos manos y abrió fuego.