XXIV

La Fargue galopaba con Almadès por las calles de París. Acababa de salir del palacio cardenalicio y se había reunido con el maestro de armas que lo esperaba fuera con los caballos. Juntos remontaron el paseo de la École y cruzaron al trote el puente Nuevo desierto.

—¿Qué su eminencia quiere a Malencontre? —inquirió el capitán en tono alto para tapar el ruido de la cabalgada—. De acuerdo. Sólo puedo ceder ante sus exigencias. ¡Pero nada me prohíbe tirarle de la lengua antes de entregarlo!

—Si el cardenal lo reclama, es que Malencontre vale más de lo que imaginamos. Seguro que sabe mucho. ¿Pero sobre qué?

—¡O sobre quién!… Según el cardenal, lo que Malencontre sabe no reviste ningún interés para la cuestión que nos ocupa. Eso ya lo veremos…

Poco después de haber cruzado el puente Nuevo, tuvieron que detenerse a la puerta de Buci.

Se internaron en el paso entre dos grandes torres almenadas, bajo la alta bóveda donde los cascos de los caballos martilleaban contra el adoquinado como disparos de mosquete. Los piqueros de la milicia llamaron a su oficial, que examinó con su linterna los salvoconductos de los jinetes y reconoció un sello, el del cardenal: el «¡Ábrete, sésamo!» válido en cualquier rincón de Francia.

Ya habían levantado la grada y bajado el puente levadizo. Pero quedaba por abrir la enorme puerta, de manera que los milicianos somnolientos arrastraron los pies para quitar las cadenas, mover la barra, empujar los pesados batientes de hierro. Eso supuso una pérdida de tiempo que La Fargue consideraba precioso.

Se impacientó.

—¡Vamos, señores! ¡Rápido!

—Ahora Malencontre aún estaba muy mal —le susurró Almadès—. Apenas había recuperado la conciencia y…

—Poco importa… Le arrancaré lo que sabe en menos de una hora. Si es necesario, por la fuerza. Y cueste lo que cueste.

—Pero, capitán…

—¡No! Además, tampoco me he comprometido a entregar sano y salvo a este crápula. Ni siquiera vivo, si se piensa bien…

Al fin pudieron pasar, y espolearon sus caballos para cruzar el foso impregnado en un fango inmundo y adentrarse a galope tendido en el arrabal. Irrumpieron en la callejuela de Saint-Guillaume en el momento en que Guibot se disponía a cerrar el portal del palacete del Épervier. Almadès aflojó el paso; no como La Fargue, que entró al galope, y obligó al viejo portero a apartarse mientras abría uno de los batientes de la puerta cochera. Su montura tuvo que frenar con las cuatro herraduras en el patio, y luego él se apeó de la silla y se lanzó hacia el interior del palacete…

… para encontrar a Leprat sentado, o más bien repantigado, en la escalinata.

La cabeza descubierta, descamisado, con el jubón abierto y la pierna herida estirada, el exmosquetero estaba recostado apoyando los codos en el último peldaño. Bebía a morro y sin sed una botella de vino. Tenía la espada envainada a su lado, en el suelo.

—Demasiado tarde… —soltó—. Se lo han llevado.

—¿A Malencontre?

Leprat asintió.

—¿Quién? —insistió La Fargue—. ¿Quién se lo ha llevado?

Leprat echó un buen trago, comprobó que la botella estaba vacía y la hizo añicos contra una pared. Después recogió la espada y se puso en pie a duras penas.

—Cualquiera diría que, al convocaros, lo único que buscaba el cardenal era alejaros, ¿no? —dijo en tono amargo.

—Olvida eso y responde a mi pregunta, ¿quieres?

—Rochefort y sus esbirros, seguro… Acaban de irse. Tenían una orden firmada por su eminencia, orden que Rochefort me pareció mostrar especialmente satisfecho.

—¡Yo no lo podía prever! ¡No podía saber que…!

—¿Saber qué? —se enfureció Leprat—. ¿Saber que nada había cambiado? ¿Saber que el cardenal seguiría jugando su propia partida con nos? ¿Saber que somos unos monigotes que utiliza a su antojo? ¿Saber que contamos para tan poco?… Vamos, capitán, ¿el cardenal os ha dicho siquiera por qué se llevaba a Malencontre? No, ¿verdad? En cambio, se ha encargado de anunciaros su decisión antes de que pudierais reaccionar… Eso debería despertar en vos ciertos recuerdos. Y suscitar unas cuantas preguntas…

Leprat, disgustado, volvió a entrar renqueando.

Dejó a La Fargue, a quien Almadès alcanzó tirando de los caballos por la rienda.

—Él… él tiene razón —murmuró el capitán con voz fría.

—Sí. Pero eso no es lo peor…

La Fargue se volvió hacia el español.

—Guibot —explicó Almadès— acaba de decirme que Rochefort y sus hombres llevaban un carruaje en el que trasladar a Malencontre. Eso significa que el cardenal sabía no sólo que lo reteníamos, sino que además no estaba en condiciones de montar a caballo.

—¿Y?

—Nadie más que nosotros sabía que Malencontre estaba herido, capitán. Sólo nosotros. Nadie más.

—Uno de los nuestros informa en secreto a Richelieu.