Mugriento y mal afeitado, Laincourt salió del Châtelet entrada la noche. Le habían devuelto su ropa, su sombrero, su espada; pero sus guardianes se habían apoderado del contenido de su bolsa. No le sorprendía, y tampoco se le había ocurrido reclamar. La honestidad no era un criterio de selección para los carceleros. Tampoco para los arqueros que estaban de ronda. Ni para la mayoría de los «sin-rango» que servían a la justicia del rey. Escribanos, forenses, alabarderos, notarios, llaveros, todo el mundo amenizaba lo ordinario.
Su estancia en prisión lo había debilitado.
Padecía de la espalda, los riñones y la nuca. Una migraña le atenazaba las sienes con cada latido del corazón. Le brillaban los ojos. Notaba que empezaba a tener fiebre y sólo soñaba con una buena cama. No tenía hambre.
Desde el Châtelet, podía llegar fácilmente a la calle de la Ferronerie si subía una pequeña parte de la calle de Saint-Denis. Pero sabía que su apartamento había recibido la visita, seguramente sin miramientos, de los hombres del cardenal. Puede que incluso aquellos a quienes se había encargado esta misión llevaran casaca, hubieran llegado a caballo, forzado la puerta y armado un gran escándalo y alertado a todo el vecindario mientras mantenían al margen a los curiosos. Sólo se hablaba de eso en el barrio. Laincourt no temía las miradas. Sin embargo, ya nada lo retenía en la calle de la Ferronnerie, porque el Laincourt alférez de la guardia de su eminencia había dejado de existir.
Alquilaba en secreto otra casa donde conservaba los únicos bienes que tenían cierta importancia para él: sus libros. Pese a ello, decidió no pasarse tan pronto por allí y tomó la calle de la Tisseranderie para dirigirse a la plaza del cementerio de Saint-Jean. Temiendo ser perseguido, hizo giros y desvíos, se metió por oscuros callejones y atravesó un laberinto de traspatios.
Éste era el París antiguo de sinuosas callejuelas donde jamás entraba la luz del día, donde se estancaba el aire infestado, donde la chusma prosperaba. El fango lo impregnaba todo y era más denso que en ninguna otra parte. Cubría el adoquinado, manchaba los muros, salpicaba, se aferraba a la suela. Negro y nauseabundo, era una mezcla de excrementos de caballo y boñigas de vaca, de tierra y arena, de podredumbre y desechos, de estiércol, de deyecciones de letrinas, de residuos orgánicos vertidos por las carnicerías, curtidurías y mataderos. Nunca se secaba, roía los tejidos, no perdonaba al cuero. «Viruela de Rouen y fango de París», decía un viejo adagio. Para proteger calzas y calcetines, se impuso el uso de botas altas en los peatones. Los demás iban en carroza, en sillas de manos o, según los medios de que dispusieran, a lomos de caballo, de mula… y de hombre. Cuando pasaban, los escasos basureros limpiaban lo más grueso antes de ir a vaciar sus volquetes a uno de los nuevos vertederos, o «basurales», situados extramuros. Los campesinos de los alrededores apreciaban el fango parisiense. Venían cada día a recogerlo para abonar sus campos, y los parisienses no dejaban de observar que los basurales estaban mucho más limpios que la capital.
Laincourt empujó la puerta de una taberna y entró en un ambiente cargado por el humo de las pipas y las apestosas velas de sebo. El lugar era sucio, maloliente, sórdido. Los escasos clientes, postrados todos y en silencio, parecían aplastados por el peso de una misma tristeza contagiosa. Un anciano tocaba con la zanfoña una melancólica melodía. Vestido con harapos y un miserable gorro en la cabeza cuyo borde levantado sobre la frente sostenía los restos de una pluma, llevaba sobre el hombro un dragoncito flaco y tuerto con correa.
Laincourt ocupó una mesa y pidió autoritariamente que le sirvieran un vaso de infame vino peleón. Se mojó los labios, reprimió una mueca y se obligó a beber para entonarse. El viejales pronto dejó de tocar ante la indiferencia general y vino a sentarse delante de él.
—Das pena, muchacho.
—Tendrás que pagarme el vino. Yo estoy sin blanca.
El anciano asintió.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—Llegué ayer y hoy me tomo un descanso.
—¿Has visto al cardenal?
—En el Châtelet. Estaban delante Saint-Georges y un secretario que lo anotaba todo. La partida ha comenzado.
—La partida de un juego peligroso, muchacho. Y de la que tú no conoces todas las reglas.
—No tenía elección.
—¡Claro que sí! Además tal vez sea tiempo de…
—Sabes bien que no.
El viejales clavó su mirada en la de Laincourt, luego la apartó y suspiró.
El dragoncito brincó a la mesa desde el hombro de su amo. Se agachó, estiró su cuello menudo y arañó un montón de cera aferrada a la madera sucia sólo por jugar.
—Veo que estás decidido a llegar al fondo de este asunto, muchacho. Pero te costará caro, créeme… Tarde o temprano, te verás acorralado entre el cardenal y la Garra Negra como entre el yunque y el martillo. Y nada de lo que tú…
—¿Quién es el capitán La Fargue?
El viejo no esperaba aquella pregunta.
—La Fargue —insistió Laincourt—. ¿Sabes quién es?
—¿De dónde…? ¿De dónde has sacado ese nombre?
—Ha vuelto a aparecer en el palacio cardenalicio.
—¿En serio? ¿Y eso, cuándo?
—La otra noche. Su eminencia lo recibió… ¿Y bien?
El viejales aguardó antes de soltar, como quejándose:
—Es una vieja historia.
—Cuéntamela.
—No conozco los detalles.
Laincourt se impacientó de tal manera que no se explicaba tanta reticencia.
—No estoy de humor para tirarte de la lengua. Se supone que me debes informar y servir, ¿no?
—Sin embargo, el anciano seguía dubitativo.
—¡Dime lo que sabes! —ordenó el joven levantando la voz.
—Vale, vale… Está bien… —El viejales bebió un trago de vino, se limpió la boca con el revés de la manga, dirigió como una mirada de reproche a Laincourt y dijo—: Antes, La Fargue comandaba unos hombres que…
—… llevaban a cabo misiones secretas para el cardenal, sí. Eso lo sé.
—Los llamaban las Espadas del Cardenal. No serían más de una decena. Algunos cuentan que eran matones de baja estofa. Yo, en cambio, digo que eran espías y soldados. Y, a veces, también es cierto, asesinos…
—¿«Asesinos»?
El viejales puso mala cara:
—La palabra puede resultar un poco fuerte… Pero no todos los enemigos de Francia luchan en los campos de batalla, no todos avanzan al son del tambor y precedidos por una bandera… No fuiste tú quien me enseñó que las guerras también se declaran entre bastidores y que los muertos en ese frente no son pocos.
—Y esos muertos, alguien los tiene que…
—Sí. No obstante, estoy convencido de que las Espadas han salvado más vidas de las que han quitado. A veces, hay que cortar la mano para salvar el brazo y al hombre.
—¿Qué pasó en el sitio de La Rochelle?
Sorprendido una vez más, aunque ya en guardia, el anciano le arqueó una ceja a Laincourt:
—Si me haces esa pregunta, muchacho, es que conoces la respuesta…
—Te escucho.
—Las Espadas tenían asignada una misión que, sin lugar a dudas, iba a precipitar el fin de siglo. Pero no me pregunto en qué consistía dicha misión… El caso es que La Fargue fue traicionado.
—¿Por quién?
—Por uno de los suyos, por una Espada… La misión fracasó y otra Espada perdió la vida. El traidor pudo escapar… En cuanto al asedio, ya sabes cómo acabó. El dique que impedía que los sitiados recibieran ayuda por mar se rompió, el rey tuvo que llamar nuevamente a filas a sus ejércitos antes de dejar que el reino se echara a perder y La Rochelle se convirtió en una república protestante.
—¿Y después?
—Después ya nunca más se volvió a hablar de las Espadas.
—Hasta hoy… ¿Qué tienen que ver las Espadas con la Garra Negra?
—Nada. Al menos, que yo sepa…
El dragoncito se había quedado dormido. Roncaba dulcemente.
—El regreso de La Fargue supone, sin duda, el regreso de las Espadas —decretó Laincourt a media voz—. Eso debe de tener algo que ver conmigo.
—No estés tan seguro. El cardenal tiene otros espadachines.
—Aun así. Preferiría no tener que cuidarme los flancos al mismo tiempo que las espaldas…
—Entonces te has equivocado de camino, muchacho… Sí, y mucho…
Un poco más tarde, cuando Laincourt se internó en la noche, un dragoncito negro de ojos dorados alzó discretamente el vuelo desde un tejado próximo.