Por las calles oscuras y desiertas, Castilla condujo a Marciac al cercano barrio de Saint-Victor. Atravesaron la calle de Mouffetard, subieron por la de Orléans, pasaron de largo la calle de la Clef donde el español se alojaba hasta ahora y, finalmente, llegaron a la callejuela de la Fontaine. Tras haber perdido de vista al gascón, Castilla llamó tres veces a la puerta de una casa. Le abrieron casi de inmediato y, nada más entrar, Marciac sólo pudo entrever una silueta femenina.
El gascón esperó un momento, luego avanzó de puntillas. Se acercó a las ventanas, pero las cortinas corridas sólo le permitían intuir la luz. Se adentró en la callejuela, se fijó en un tragaluz demasiado alto y estrecho para que nadie se preocupara de protegerlo. Saltó con los pies juntos, se agarró al reborde y se impulsó con los brazos hasta poder apoyar el mentón en la piedra. A falta de oírlos, vio a Castilla y a una joven que hablaban en el interior de manera respetuosa y ordenada. La desconocida era morena, grácil, bonita, llevaba un moño sencillo y unos bucles que le acariciaban las sienes. Vestía una ropa cualquiera, la que la hija de un modesto artesano se puede permitir.
Castilla y la joven se abrazaron sin que uno supiera decir si eran amigos, amantes o hermano y hermana. Con el brazo dolorido, Marciac tuvo que soltarse y dejarse caer suavemente. Entonces oyó una puerta que se abría al jardín, y a continuación otro chirriar de goznes. Un caballo resopló y, poco después, el español salió a la calle a trote corto. Marciac se vio obligado a acurrucarse en un rincón de sombra para no ser ni visto ni asesinado. Se lanzó tras Castilla, pero éste ya desaparecía en la esquina de la calle de la Fontaine.
El gascón reprimió un juramento. Sabía que se agotaría inútilmente intentando seguir la estela de un jinete.
Y ahora, ¿qué haría?
Montar guardia toda la noche no serviría de nada y, además, tarde o temprano, tendría que volver para dar parte en el palacete del Épervier. Más valía reunirse ahora con las demás Espadas para organizar cuanto antes un equipo de vigilancia que se encargara de la casa y de su encantadora ocupante. Aunque eso lo decidiría La Fargue.
Marciac se dio la vuelta cuando oyó unos ruidos sospechosos del lado de la calle del Puits-l’Hermite. Dudó, retrocedió, se aventuró a echar un vistazo a la esquina de una casa. Algo más lejos, los espadachines se hallaban reunidos alrededor de un jinete vestido de cuero negro que, con un parche también en cuero negro y tachonado de plata, ocultaba su ojo izquierdo.
«Estos tipos preparan una mala jugada», pensó Marciac.
No estaba lo bastante cerca para escuchar lo que decían, y buscó en vano una manera de acercárseles discretamente por la calle. Sin embargo, divisó un balcón, se subió a él, trepó por los tejados y, sin hacer ruido, agarrando la vaina de la espada con la mano izquierda para no tropezar con nada, pasó de una casa a otra. Su paso era firme y ligero. No parecía que el vacío a veces franqueado lo asustara. Se bajó, acto seguido se tumbó y terminó su viaje reptando hasta un último saliente de tejas.
—Es la calle de la Fontaine —decía el tuerto con acento español—. Reconoceréis la casa, ¿no?… La muchacha está sola, así que no deberíais tener ningún problema. Y no olvidéis que la necesitamos viva.
—¿Tú no vienes, Savelda? —preguntó un espadachín.
—No. Ahora mismo tengo mejores cosas que hacer. No falléis.
Sin más, el hombre espoleó su caballo y se marchó mientras Marciac, siempre inadvertido, abandonaba su puesto de observación.