Aquella noche, Saint-Lucq se encontró con Rochefort en una antecámara del palacio cardenalicio. Intercambiaron una breve inclinación de cabeza, tomando nota cada uno de la presencia del otro sin manifestar nada más. Era un saludo entre dos profesionales que se conocían y se evitaban.
—Os espera —dijo el hombre del cardenal—. No llaméis a la puerta.
Parecía nervioso y se limitó a pasar. El semidragón lo siguió al mismo paso, pero luego esperó a quedarse solo para quitarse las antiparras rojas, colocarse bien la ropa y empujar la puerta.
Entró.
La estancia era alta y alargada, silenciosa, lujosa y casi tenebrosa. Al otro lado de un enorme despacho tapizado de libros valiosísimos, más allá de asientos, pupitres y otro mobiliario del que difícilmente se intuían las formas y los lustrosos barnices, las velas de dos enormes candelabros de plata alumbraban de ocre la mesa de trabajo a la que Richelieu estaba sentado de espaldas a una espléndida tapicería.
—Acercaos, monsieur de Saint-Lucq. Acercaos.
Saint-Lucq obedeció; atravesó la sala hasta la luz.
—Hace mucho tiempo que no nos vemos, ¿verdad?
—Sí, monseñor.
—El señor Gaget es un intermediario bastante eficaz. ¿Qué pensáis de él?
—Es discreto y competente.
—¿Diríais que leal?
—La mayoría de los hombres son leales mientras no les interese traicionar, monseñor.
Richelieu esbozó una sonrisa.
—Informadme, pues, de los progresos de vuestra misión, monsieur de Saint-Lucq. Al conde de Rochefort le preocupa ver que pasan los días. Días que, según él, son contados…
—Aquí tenéis —dijo el semidragón tendiéndole la página arrancada en su día a un viejo registro bautismal.
El cardenal la tomó, la desplegó, le acercó una vela para descifrar la tinta ya pálida y la guardó cuidadosamente en una cartera de piel.
—¿La habéis leído?
—No.
—Lo habéis conseguido en tres días. Me parecía imposible. Recibid mi enhorabuena.
—Gracias, monseñor.
—¿Cómo lo habéis hecho?
—¿Vuestra eminencia desea conocer los detalles?
—Id al grano.
—Gracias al Gran Coësre supe quién y dónde retenía al notario Bailleux desde su secuestro. Luego lo liberé y también le hice creer que nos buscaban quienes lo debían poner en libertad.
—Lo cual era verdad…
—Sí. Pero la única misión de los jinetes que rastreaban la campiña en nuestra busca y parecían amenazar con atraparnos continuamente, era hostigar a Bailleux hasta el extremo de la desesperación.
—Así que para eso servían los hombres que pedisteis a Rochefort.
—En efecto, monseñor.
—¿Y el notario?
—No hablará.
El cardenal no solicitó ninguna precisión a este respecto.
Por un momento, miró a su dragoncito púrpura que roía un hueso grande en una enorme caja de acero forjado.
Luego suspiró y soltó:
—Os echaré de menos, monsieur de Saint-Lucq.
—¿Perdón, monseñor?
—He hecho una promesa que debo mantener. Muy a mi pesar, creedme…
Un secretario que entró discretamente los interrumpió al venir a susurrar unas palabras al oído de su maestro.
Richelieu prestó atención, asintió y dijo:
—Monsieur de Saint-Lucq, os ruego que esperéis al lado unos instantes…
El semidragón hizo una reverencia y salió detrás del secretario. Poco después, La Fargue apareció con un paso que daba a entender su asistencia a una urgente convocatoria. Con la mano izquierda sobre la empuñadura de la espada, saludó quitándose el sombrero.
—Monseñor.
—Buenas tardes, monsieur de La Fargue. ¿Cómo va todo?
—Aún es pronto para decirlo, monseñor. Pero seguimos una pista. Hemos sabido que el caballero de Irebàn y uno de sus amigos frecuentaban la casa de madame de Sovange. A estas horas, dos de mis Espadas estarán allí de incógnito.
—Muy bien… Pero ¿me hablaréis de vuestro prisionero?
La Fargue puso mala cara.
—¿Mi prisionero?
—Hoy habéis capturado a un tal Malencontre, con quien el señor Leprat anduvo recientemente en dimes y diretes. Quiero que ese hombre me sea entregado.
—¡Monseñor! ¡Pero si Malencontre aún no ha recuperado la conciencia! Todavía no ha hablado y…
—Todo cuanto ese hombre pueda decir no os interesa.
—¿Pero cómo saberlo? Sería una enorme coincidencia si…
El cardenal impuso el silencio levantando la mano.
Su sentencia era inapelable y el viejo capitán, mandíbula apretada y mirada furiosa, tuvo que resignarse a aceptarlo.
—A vuestras órdenes, monseñor.
—Ya veréis, sin embargo, que no soy hombre que recibe sin dar —murmuró Richelieu.
Y, con una voz lo bastante fuerte para ser oída en la estancia contigua, le ordenó:
—Haced entrar a monsieur de Saint-Lucq.