IXX

Los jinetes llegaron al viejo molino con el sol que se iba ocultando tras el paisaje de oros y púrpuras resplandecientes. Eran cinco, todos con botas y armados, todos pertenecientes a la banda de los Cuervos, aunque no llevaran los grandes abrigos negros que los distinguían. Habían cabalgado mucho tiempo desde el campamento forestal donde el grueso de la banda se había instalado recientemente, y habían preferido no arriesgarse a ser reconocidos de camino. El primer cadáver que vieron fue el que yacía delante de la casa del molinero, estirado cerca de la silla en la que estaba sentado cuando Saint-Lucq lo había sorprendido y apuñalado.

Uno de los jinetes se apeó y enseguida fue imitado por el resto. Retaco y cincuentón, debía a su rostro magullado y cosido el apelativo de «Buena cara». Se quitó el sombrero, se enjugó con una mano enguantada de cuero el sudor que le perlaba el cráneo totalmente calvo y dijo con voz áspera:

—Registradlo todo.

Mientras los hombres se dispersaban, él entró, encontró dos cuerpos sin vida junto a la chimenea y luego otro estirado más lejos. Yacían en los charcos coagulados que ofrecían un festín a moscones negros. El hedor de la sangre se mezclaba con el del polvo y la madera vieja. Sólo se oía el zumbido de los insectos. La luz de la tarde entraba por las ventanas del fondo. Era rasante y proyectaba unas sombras sepulcrales.

Los Cuervos que se habían separado para inspeccionar el lugar pronto regresaron.

—No hay prisioneros —dijo uno.

—Corillard está con los caballos en el cobertizo —anunció otro.

—¿Muerto? —preguntó Buena cara para quedarse más tranquilo.

—Sí. Estrangulado mientras cagaba.

—¡Dios santo, Buena cara! ¿Pero quién ha hecho algo así?

—Un hombre.

—¿Uno solo? ¿Contra cinco?

—No ha habido enfrentamiento. Todos han sido asesinados… Primero, Corillard en el cobertizo, luego Traquin delante de la casa. Después, Galot y Feuillant aquí, mientras comían. Y, por último, Michel… Un hombre solo pudo haberlo hecho… Un buen…

—Yo no me veo diciéndoselo a Soral…

Buena cara no respondió y fue a ponerse en cuclillas junto al último cadáver que había mencionado. El tal Michel yacía en el vano de una puerta abierta que daba a la habitación donde los Cuervos dormían: atestada de mantas y jergones. Con los pies descalzos y la camisa por fuera de las calzas, tenía la frente hendida por el atizador que estaba en el suelo junto a él.

—Fue por la mañana temprano —afirmó Buena cara—, Michel acababa de levantarse.

Se incorporó y algo atrajo su atención. Frunció el entrecejo y contó los jergones.

—Seis lechos —dijo—. Falta por encontrar uno de los nuestros… ¿Habéis buscado bien en todas partes?

—¡El muchacho! —exclamó un Cuervo—. Ya lo había olvidado, pero ¿no te acuerdas? Insistió en incorporarse a la partida y Soral acabó…

No terminó.

Se oyeron unos golpes sordos y los salteadores, en un acto reflejo, desenvainaron todos.

Los golpes se repitieron.

Con Buena cara al frente, los salteadores entraron en la sala común y se acercaron de puntillas a la puerta de un cuchitril. La abrieron de un golpe y descubrieron al único superviviente de la masacre.

Un adolescente de catorce años amordazado y maniatado, con los ojos rojos y húmedos, les echó una mirada tan aterrorizada como suplicante.