XVIII

La carroza llegó al barrio de Saint-Jacques a primera hora de la noche y, por la calle de las Postes, enfiló la de la Arbalète antes de atravesar el portal de un gran palacete. Aunque inútiles a aquella hora, unas antorchas ardían en el patio donde los coches ya descargaban uno a uno sus pasajeros, mientras que las sillas de manos llegaban y elegantes jinetes dejaban sus monturas a los mozos de cuadra. Tres plantas de altas ventanas se abrían a la claridad exterior en la fachada. En los peldaños de la escalinata, la gente hablaba esperando presentar sus respetos a la señora de la casa. Ésta, madame de Sovange, sonreía y dedicaba una palabra a cada uno. Ataviada con un lujoso vestido de cortesana, hacía amables reproches a quienes no venían lo bastante a menudo, felicitaba a otros, halagaba toda vanidad con un arte consumado.

Le tocó a Ballardieu detener la carroza al pie de la escalera. Un lacayo abrió la puerta y, vestido con elegancia, Marciac apareció de la mano de Agnès. Peinada, empolvada, amanerada, la baronesa de Vaudreuil resplandecía con su vestido escarlata de seda y satén; un vestido, no obstante, ligeramente pasado de moda, cosa que aquí no se le escaparía a nadie. Agnès lo sabía, pero le había faltado tiempo para poner su vestuario al día. Además, era consciente de que podía contar con su belleza y de que aquel paso en falso en el vestir lo daba el personaje al que encarnaba.

—Sólo tienen ojos para ti —le dijo Marciac por lo bajo, mientras esperaban en los peldaños de la escalinata.

En efecto, Agnès sabía llevar las miradas de soslayo. Miradas recelosas y a veces hostiles por parte de las mujeres, curiosas y a menudo embelesadas por parte de los hombres.

—Es justo, ¿no? —dijo ella.

—Estás preciosa. ¿Y yo?

—No me das vergüenza… A decir verdad, no sabía ni que sabías afeitarte…

El gascón sonrió.

—Procura pasar inadvertida. No olvides quién eres esta noche.

—¿Me tomas por una principiante?

Subieron algunos peldaños.

—Yo sólo veo ropa buena —soltó Agnès.

—Ropa muy buena. La casa de juego de madame de Sovange es una de las más frecuentadas de París.

—¿Y ya te dejan entrar?

—¡Qué mala! Lo que importa es que, si el posadero de Castilla dijo la verdad, el caballero de Irebàn y Castilla se reúnen habitualmente aquí.

—¿Y quién es ésa de ahí?

—¿Madame de Sovange? Una viuda a la que su marido dejó deudas en herencia y que decidió satisfacer sus necesidades abriendo sus salones a los jugadores más grandes de la capital… Además, en su casa no se hace más que jugar. Y también se intriga mucho.

—¿Sobre qué tema?

—Sobre todos. Tema galante, comercial, diplomático, político… Uno no se imagina todo lo que se puede llegar a arreglar en la intimidad de ciertas antecámaras, entre dos partidas al juego de los cientos, un vaso moscatel español en la mano…

Se plantaron ante madame de Sovange, una mujer morena y cebada, sin una auténtica belleza, pero con una sonrisa y unos modales afables que inspiraban simpatía.

—¡Señor marqués! —exclamó.

«¿Marqués?». Agnès resistió la tentación de buscar al marqués en cuestión a su alrededor.

—Estoy encantada de veros, señor. ¿Sabéis que os hemos echado mucho de menos?

—Soy yo el primero que lo siente —respondió Marciac—. Y no vayáis a creer que os he sido infiel. Unos asuntos de importancia me han tenido apartado de París.

—¿Se han resuelto esos asuntos?

—¡Oh, sí!

—Eso está bien.

Sin dejar de hablar con madame de Sovange, Marciac medio se volvió hacia Agnès.

—Permitid que os presente a madame de Laremont, mi prima… a la que muestro nuestra bella capital.

La señora de la casa saludó a la supuesta madame de Laremont.

—Sed bienvenida, queridísima… Pero decidme, marqués, parece que todas vuestras primas son encantadoras…

—Nos viene de familia, señora. De familia.

—Ahora vuelvo con vos.

Entonces Agnès y Marciac pasaron bajo las molduras doradas de un vestíbulo con mucha luminosidad y entraron en los salones cuyas puertas, en fila, estaban abiertas de par en par.

—Así que eres marqués…

—¡Os lo juro! —replicó el gascón—. Si Concini fue nombrado mariscal de Ancre, yo también puedo ser marqués, ¿no?

Ni el uno ni el otro se fijaron en que un gentilhombre muy joven y muy elegante los observaba, o más bien observaba a la baronesa de Vaudreuil: sin duda, estaba prendado de la resplandeciente belleza de esta desconocida. Si Leprat hubiera estado presente, habría reconocido al jinete que le había disparado al corazón en la calle de Saint-Denis. Era el marqués de Gagnière, al que un sirviente se le acercó discretamente por detrás para susurrarle unas palabras al oído.

El gentilhombre asintió, abandonó los salones y llegó a un pequeño patio reservado al servicio, por donde entraban criados y proveedores. Un espadachín lo esperaba allí, enfundado en botas y guantes, armado, la ropa y el sombrero de cuero negro. Un parche, también negro y adornado con pequeños tachones de plata, le ocultaba el ojo izquierdo sin llegar a disimular la mancha de ranse que se le extendía alrededor. Tenía la tez mate y rasgos angulosos. Una pizca de barba oscura le cubría las mejillas hundidas.

—Malencontre no ha venido —dijo con un marcado acento español.

—Ya nos preocuparemos más tarde —decretó Gagnière.

—De acuerdo. ¿Cuáles son las órdenes?

—De momento, Savelda, quiero que reúnas a tus hombres. Pasaremos a la acción esta noche. Esta historia ya dura demasiado.