Eran tres los jinetes que esperaban en la plaza de la Croix-du-Trahoir, una modesta encrucijada en el barrio del Louvre donde la calle del Arbre-Sec se encontraba con la de Saint-Honoré. Inmóviles y silenciosos, se mantenían en pie junto a la fuente cuya cruz ornamental bautizaba el lugar. Uno de ellos era un gentilhombre alto, de tez pálida, con una cicatriz en la sien. Al verlo, ninguno de los transeúntes reconocía al conde de Rochefort, el instrumento ciego del cardenal. Pero su aire siniestro inquietaba de manera irremediable.
Una carroza arrastrada por un hermoso tiro de caballos llegó y se detuvo.
Rochefort se apeó del caballo, confió sus riendas al más cercano de los otros dos jinetes y dijo:
—Esperadme.
Y a continuación saltó de la carroza, que enseguida se puso en movimiento.
Las cortinillas de cuero estaban bajadas, aunque la cabina se hallaba sumida en una penumbra ocre. Dos velas de cera bien blanca ardían en los apliques colocados a ambos lados de la banqueta del fondo. En esta banqueta, había tomado asiento un gentilhombre muy elegante. Cabello largo, gordo y de sienes grises, llevaba un jubón de brocado realzado por cordones en oro y diamante. Rondaba los cincuenta, una edad respetable para aquella época. Sin embargo, aún se conservaba sano y robusto, e incluso gozaba de un atractivo acentuado por la madurez. Su bigote, como su perilla, estaba perfectamente recortado. Una fina cicatriz le adornaba el pómulo.
El hombre sentado a su derecha no presentaba mejor aspecto que él.
Bajo, calvo, modestamente vestido, llevaba un hábito marrón, calcetines blancos y zapatos con hebillas. Su actitud era humilde y reservada. No era un criado. Sin embargo, parecía un subalterno, un guía que había llegado a ser lo que era a fuerza de empeño y de trabajo. Tal vez contaba entre treinta y treinta y cinco años. Su fisonomía era de las que uno rara vez observa y pronto olvida.
Rochefort se sentó frente a estos dos personajes, con la espalda vuelta al sentido de la marcha.
—Soy todo oídos —dijo el conde de Pontevedra en un perfecto francés.
Rochefort vaciló y echó una mirada al hombrecillo.
—¿Qué? ¿Es Ignacio el que os inquieta?… Olvidadlo. No cuenta. No está en el ajo.
—De acuerdo… El cardenal desea que sepáis que las Espadas están al pie del cañón.
—¿Ya?
—Sí. Todo estaba listo. Sólo faltaba que respondieran a la llamada.
—Lo cual han hecho con presteza, supongo… ¿Y La Fargue?
—Él está al frente.
—Bien. ¿Qué sabe?
—Sabe que busca a cierto caballero de Irebàn, cuya desaparición inquieta a Madrid por tratarse del hijo de un Grande de España.
—¿Y eso es todo?
—Todo lo que vos deseabais.
Pontevedra asintió y se concedió un momento de reflexión, mientras la claridad de una vela realzaba su perfil voluntarioso.
—El capitán La Fargue no debe conocer los verdaderos entresijos de este asunto —dijo al fin—. Es de vital importancia.
—Su eminencia se ha encargado de ello.
—Si llegara a descubrir que…
—No os preocupéis por eso, señor conde. Habláis de un secreto bien guardado. Sin embargo…
Rochefort dejó la frase en suspenso.
—¿Qué? —preguntó Pontevedra.
—Sin embargo, debéis saber que el éxito de las Espadas no está asegurado. Y, si La Fargue y sus hombres fracasaran, al cardenal le preocupa saber lo que…
Pontevedra lo interrumpió:
—También es mi deber tranquilizaros, Rochefort. Las Espadas no fracasarán. Y, si lo hacen, es que ningún otro podía conseguirlo.
—Así que España…
—… tendrá la palabra en todas las circunstancias, sí.
Pontevedra apartó nuevamente la mirada.
De repente se mostró sumido en una gran tristeza, y en sus ojos brilló una profunda inquietud.
—Las Espadas no fracasarán —añadió con la voz quebrada.
No obstante, parecía no afirmar tanto una certeza como dirigir una oración al cielo.