XIII

La tarde empezaba cuando vinieron a buscar a Laincourt. Sin mediar palabra, dos carceleros del Châtelet lo sacaron de su calabozo y lo arrastraron por pasillos húmedos y una escalera de caracol que subía. El preso no hizo ninguna pregunta: sabía que de nada serviría. Llevaba libres los puños y los tobillos. Tal vez habría podido con sus guardianes, uno delante con una linterna, y el otro, detrás. Seguros de su fuerza, demasiado confiados, sólo iban armados con porras que les colgaban de la cintura. Pero una evasión no estaba al orden del día.

Pasaron de largo la planta baja, lo cual indicó a Laincourt que no abandonarían el Châtelet. Luego, en la primera, el carcelero que abría paso se detuvo ante una puerta cerrada. Se volvió hacia el preso, le hizo señas para que tendiera los puños, y su colega se los ligó con una correa de cuero. Después accionó el picaporte y se apartó. El otro carcelero quiso empujar a Laincourt. Pero éste hizo un brusco movimiento de hombro cuando notó que alguien lo tocaba y entró por su propio pie. Cerraron la puerta tras él.

Era una estancia baja y fría, de suelo enlosado y paredes desnudas. Los rayos pálidos y oblicuos del día penetraban por unas ventanas estrechas, antiguas troneras ahora equipadas con contramarcos y cristales sucios. Había una chimenea donde se acababa de encender un fuego cuyo calor aún se esforzaba por combatir la humedad ambiente. Las velas de dos grandes candelabros ardían sobre una mesa a la que estaba sentado el cardenal Richelieu, arropado frioleramente en un abrigo con cuello de piel. Con botas y vestido de caballero, había guardado los guantes, mientras que tenía delante el gran sombrero destinado a garantizar su incógnito fuera del palacio cardenalicio.

—Acercaos, señor.

Laincourt obedeció y se puso delante de la mesa, a una distancia que no amenazaba la seguridad de Richelieu.

Este último no había venido solo. Sin su casaca ni nada que revelara su identidad o su función, el capitán Saint-Georges, oficial comandante de la guardia del cardenal, estaba en pie a la derecha de su maestro, ligeramente retirado con la espada al costado y una mirada que oscilaba entre el odio y el desprecio. También había hecho el viaje uno de los innumerables secretarios de Richelieu: ocupaba un taburete, tenía una escribanía sobre las piernas y se mantenía en pie dispuesto a transcribir los detalles de la conversación.

—Así que —dijo el cardenal— me espiáis…

El secretario enseguida empezó a hacer crujir su pluma de oca sobre el papel.

—Sí —respondió Laincourt.

—Eso está muy mal. ¿Desde hace tiempo?

—Mucho.

—Imagino que desde vuestra larguísima misión en España.

—Sí, monseñor.

Saint-Georges se estremeció.

—Traidor —dijo entre dientes.

Richelieu levantó una mano de inmediato para ordenarle que guardara silencio y, al advertir que era obedecido, se dirigió de nuevo al preso:

—De buena gana os diría, a modo de reproche, que os honraba con mi confianza, pero era una condición necesaria para el ejercicio de vuestro oficio. Después de todo, ¿qué vale un espía del que se desconfía?… Me parecía haberos tratado bien. ¿Por qué lo hicisteis?

—Hay causas que superan a quienes las sirven, monseñor.

—Por ideal… Sí, lo puedo entender… ¿Al menos os pagaban bien?

—Sí.

—¿Quién?

—España.

—¿Otra vez?

—La Garra Negra.

—¡Monseñor! —intervino un Saint-Georges temblando de ira—. ¡Este traidor no merece que le dirijáis la palabra!… Confiémoslo a los verdugos. Ellos sabrán hacerle confesar todo cuanto sabe.

—Vamos, capitán, vamos… Es cierto que, tarde o temprano, se le dice todo a un verdugo experto. Pero también se le dice cualquier cosa. Además, ya veis que monsieur de Laincourt no tiene ningún problema en respondernos.

—¡Entonces que lo juzguen y lo prendan!

—Eso ya lo veremos.

Richelieu clavó sus ojos en los de Laincourt que, durante el intercambio de miradas, se había quedado de piedra.

—No parecéis temer lo que os espera, señor. Aunque no tiene nada de envidiable… ¿Acaso sois un fanático?

—No, monseñor.

—Entonces iluminadme, ¿queréis? ¿De dónde os viene esa calma?

—Vuestra eminencia lo sabe o ya lo ha adivinado.

El cardenal sonrió, mientras que Saint-Georges explotó dando un paso al frente, mano en espada.

—¡Basta de insolencias! ¡Responded!

Richelieu tuvo que moderar nuevamente su ímpetu.

—Monsieur de Laincourt, apuesto que tenéis en vuestro poder un documento que os protege.

—En efecto.

—Se trata de una carta, ¿verdad? De una carta y una lista.

—Sí.

—Siempre se escribe demasiado… ¿Qué pedís a cambio?

—La vida. La libertad.

—Eso es mucho.

—Además, no la cambio.

Saint-Georges estaba boquiabierto, mientras que el cardenal fruncía el entrecejo y, acodado en la mesa, entrecruzaba sus diez dedos delante de sus labios finos.

—No la cambiáis —repitió el cardenal—. ¿La vendéis?

—Ya no.

—Pues no lo entiendo.

—La carta que sabéis dejará de protegerme en cuanto caiga en vuestras manos. No se abandona la coraza ante el enemigo.

—El enemigo puede prometer la paz…

—El enemigo puede prometer lo que quiera.

Esta vez, Richelieu levantó la mano incluso antes de que su capitán reaccionara. El secretario, en su taburete, dudó si tomar nota de aquella respuesta. En la chimenea, un leño medio consumido se movió y el fuego cobró fuerza.

—Quiero esa carta —afirmó el cardenal pasado un momento—. Teniendo en cuenta que no estáis dispuesto a deshaceros de ella, siempre puedo confiaros al verdugo. Os hará confesar dónde la escondéis.

—Se la he dado a una persona de confianza. Una persona que la protege con su rango y su nacimiento. Incluso de vos.

—Esas personas escasean. En el reino, se cuentan con los dedos de una mano.

—Una mano en guante de acero.

—¿De acero inglés?

—Tal vez.

—Hábil maniobra.

Laincourt se inclinó ligeramente.

—Soy de buena escuela, monseñor.

Richelieu rechazó el cumplido con un gesto vago, como quien espanta distraídamente un insecto molesto.

—¿La persona de que hablamos conoce la naturaleza del papel que le habéis confiado?

—Claro que no.

—Entonces ¿qué proponéis?

—Monseñor, os engañáis al decir que deseáis recuperar esa carta.

—¿En serio?

—Porque en realidad queréis destruirla, ¿verdad? Vuestra prioridad es que nunca nadie sepa de esta carta.

El cardenal se repantigó en su butaca e hizo señas al secretario para que dejara de escribir.

—Me parece adivinar vuestras intenciones, monsieur de Laincourt. Queréis la vida, la libertad, y sin embargo os empeñáis en que ese documento tan comprometedor se quede donde está. Así garantiza vuestra seguridad. Si yo ordeno que os encarcelen y os maten, su secreto será inmediatamente descubierto. Pero ¿qué garantías me ofrecéis vos a cambio?

—Ya nada me protegerá de vos si desvelo el secreto de esta carta, monseñor. Y sé que, vaya a donde vaya, jamás será demasiado lejos para perderos de vista. Si quiero vivir…

—¡Ah!, pero ¿vos queréis vivir, monsieur de Laincourt?

—Sí.

—En ese caso, pensad sobre todo en vuestros maestros. Pensad en la Garra Negra. El incentivo que me ofrecéis a mí no sirve con ella. Al contrario, la Garra Negra tiene un gran interés en que el secreto que nos une sea revelado. ¿Quién os protegerá de ella entonces? Incluso me atrevo a decir: ¿Quién nos protegerá de ella?

—No os preocupéis, monseñor. He adoptado algunas medidas respecto a la Garra Negra.

En ese momento, el cardenal atrajo la atención del secretario y le señaló la puerta. El hombre comprendió y se fue con la escribanía a otra parte.

—Vos también, señor —añadió Richelieu dirigiéndose a Saint-Georges.

Al principio, el capitán creyó haber entendido mal.

—¿Cómo, monseñor?

—Dejadnos a solas, os lo ruego.

—Pero ¡monseñor! ¡Pensadlo bien!

—No temáis. Monsieur de Laincourt es un espía, no un asesino. Además, me bastará con pediros que volváis a entrar, ¿no es así?

Muy a su pesar, Saint-Georges abandonó la estancia y, mientras cerraba la puerta tras de sí, oyó:

—Sois decididamente un hombre muy precavido, monsieur de Laincourt. Explicadme de qué se trata…