Llegaron a la capilla en mitad de la tarde.
Ésta se erguía en pleno campo, donde un camino desierto se cruzaba con otro pedregoso. Un rebaño de corderos pacía no lejos de allí. Y un molino cuyas aspas giraban lentamente dominaba un paisaje de verdes colinas.
—Ya hemos llegado —dijo Bailleux desde la linde de un bosque.
Saint-Lucq y él montaban uno al lado del otro; pero, más que la capilla, el semidragón contemplaba los alrededores.
Había distinguido una nube de polvo.
—Esperad —dijo.
La nube se acercaba.
Ahora se distinguían unos jinetes que marchaban al trote por el camino. Eran cuatro, tal vez cinco, todos armados con espadas. No era la primera vez que Saint-Lucq y el notario reparaban en ellos desde que habían abandonado la posada. En ellos y en otros. Seguramente su único objetivo era echarle el guante a Bailleux y arrancarle su secreto.
—Dejadlos pasar —dijo, muy tranquilo, el semidragón.
—¿Pero cómo pueden saber que es aquí donde…? —se inquietó Bailleux.
—No lo saben. Os buscan, eso es todo. Calmaos.
Por un instante, los jinetes hicieron un alto en el cruce de caminos. Luego se separaron en dos grupos que tomaron direcciones diferentes. Poco después, todos habían desaparecido a lo lejos.
—¿Lo veis? —dijo Saint-Lucq antes de espolear su caballo.
Entonces Bailleux lo alcanzó cuando descendían por una pendiente de hierba al trote corto.
—Creo que ahí fue donde tuvo lugar el bautizo. Seguramente por eso…
—Sí, sin duda —lo interrumpió el semidragón.
Pronto se apearon sobre un cuadrado de tierra batida y entraron en la capilla. Era baja, fresca, austera, y el polvo flotaba en el aire. Hacía tiempo que nadie parecía frecuentarla. Tal vez servía de refugio a los viajeros extraviados por el mal tiempo.
Saint-Lucq se quitó las antiparras en la penumbra, se masajeó los ojos cansados con el índice y el pulgar, y recorrió el decorado con una lenta mirada circular. Casi al momento, el notario señaló una estatua de san Cristóbal que se erguía sobre el pedestal de un nicho.
—Si el testamento dice la verdad, ahí está.
Se acercaron, examinaron la estatua.
—Hay que inclinarla —dijo Bailleux—. No será fácil.
El peso de la estatua pintada habría supuesto cierta dificultad si Saint-Lucq hubiera querido. Pero se apoyó, empujó, hizo bascular a san Cristóbal, éste cayó pesadamente y se hizo añicos en las losas de piedra.
Bailleux se persignó ante el sacrilegio.
Alguien había deslizado bajo la estatua un sobre que ahora exponía su cuero agrietado en el pedestal. El notario lo cogió, lo abrió, desplegó con cuidado una página arrancada a un antiguo registro de bautismo. El papel apergaminado amenazaba con romperse por las dobleces.
—¡Es esto! —exclamó—. ¡Es esto!
El semidragón tendió la mano.
—Traed acá.
—¿Me queréis decir, al menos, de qué se trata exactamente? ¿Lo sabéis, acaso?
Saint-Lucq reflexionó y llegó a la conclusión de que Bailleux tenía derecho a saberlo.
—Este documento demuestra los derechos legítimos que cierta persona tiene sobre una herencia. Una corona ducal acompaña dicha herencia.
—¡Dios mío!
Bailleux quiso leer el prestigioso nombre que figuraba en aquella hoja, pero el semidragón se lo arrancó prestamente de las manos. Sorprendido al principio, luego entró en razón.
—Es… Seguro que es mejor así… Ya sé bastante, ¿verdad?
—Sí.
—Pero ahora todo se ha acabado. Nunca más me tendré que preocupar.
—Pronto se habrá acabado.
Entonces oyeron llegar a los jinetes.
—¡Nuestros caballos! —exclamó Bailleux a media voz—. ¡Han debido de ver nuestros caballos!
Los jinetes se detuvieron ante la capilla, pero no parecieron apearse. Sus caballos resoplaban, tranquilos después de la carrera. En el interior de la capilla, pasaron largos segundos en silencio. No había escapatoria.
Presa del pánico, el notario no se explicaba la calma absoluta del semidragón.
—¡Quieren entrar! ¡Quieren entrar!
—No.
Con un gesto seco y preciso, Saint-Lucq apuñaló a Bailleux en el corazón. El hombre murió sin comprender, a manos de quien primero lo había salvado. Antes de apagarse, su incrédula mirada se encontró con la roja e impasible de su asesino.
El semidragón sostuvo el cadáver y lo acostó con precaución.
Luego limpió cuidadosamente su daga, la envainó cuando se dirigía hacia la puerta con paso regular y salió a la deslumbrante luz del día. Allí, se volvió a poner las antiparras de cristales rojos, levantó los ojos hacia el cielo y respiró hondo. Por último, examinó a los cinco jinetes en armas que esperaban ante él.
—¿Hecho? —preguntó uno de ellos.
—Hecho.
—¿Ha creído que os perseguíamos?
—Sí. Habéis interpretado bien vuestro papel.
—¿Y para el pago?
—Habladlo con Rochefort.
El caballero asintió y la tropa partió al galope.
Saint-Lucq los siguió con la mirada hasta el horizonte y se quedó solo.