Para Ballardieu, los verdaderos reencuentros con París tuvieron lugar sobre el puente Nuevo. Porque, si el mercado de Les Halles era su vientre, y el Louvre, su cabeza, el puente Nuevo era el corazón de la capital. Un corazón que la irrigaba, le daba vida y movimiento, animaba el gran flujo de población que recorría sus calles. De hecho, todo el mundo pasaba por el puente Nuevo. Primero por comodidad, porque permitía ir directamente de una orilla a la otra sin pasar por el centro de la ciudad y su entramado de callejuelas medievales. Pero también por placer.
Terminado en los últimos años del reinado de Enrique IV, el puente Nuevo debía sostener casas, como era la norma en una ciudad donde el menor espacio edificable estaba ya explotado. Sin embargo, se renunció a ello para no echar a perder las vistas que la familia real tenía a la ciudad desde los ventanales del Louvre. De este proyecto, quedaron las dos cunetas grandes, con seis escalones de alto, que bordeaban la calzada adoquinada. Estas cunetas se convirtieron en aceras, las primeras de París, en las que uno se podía parar a contemplar el Sena y disfrutar del espacio abierto sin temer ser atropellado por una carroza o un caballero. Los parisienses pronto empezaron a disfrutar del paseo. Artistas callejeros y comerciantes se instalaron a lo largo del parapeto y en las medialunas, de tal manera que el puente Nuevo acabó siendo una feria permanente donde la gente se daba empujones.
—¡Por Dios! —soltó Ballardieu tomando una gran bocanada de aire—. ¡Me siento como si volviera a nacer!
Agnès sonrió, más reservada.
Habían cruzado a pie la puerta de Nesle y pasado por delante del palacete de Nevers para llegar al puente Nuevo. Era el camino más corto al Louvre, donde ahora se encontraban.
—¡Qué sano! —añadió el viejo soldado, encantado—. ¿No crees?
—Sí.
—¡Y nada ha cambiado! ¡Mira, me acuerdo de ese payaso!
Señalaba al grandullón de la capa agujereada que, montado sobre un pobre caballo tan flaco como él, alababa las propiedades de unos polvos que «conservaban los dientes». El hecho de que a él sólo le quedara uno en la boca no parecía mermar su convicción ni molestar a su público.
—¡Y allí! ¡Tabarin y Mondor!… Ven, vamos a escucharlos.
Tabarin y Mondor eran unos famosos saltimbanquis que tenían cada uno sus tablas a la entrada de la plaza de Dauphine. Por ahora, uno entonaba una canción subida de tono y el otro, armado con una enorme lavativa, jugaba a parodiar a los médicos grotescos y preguntaba quién quería que le «lavara el culo rosita». Sus espectadores se reían a carcajadas.
—Luego —dijo Agnès—. A la vuelta.
—No eres muy graciosa, muchacha.
—¿Recuerdas que soy una baronesa?
—Una baronesa a la que yo conocí sin culo ni tetas, que se subía a mis hombros y a la que hice beber su primer vaso de aguardiente.
—¡A los ocho años! Gran hazaña… Recuerdo haber echado las tripas aquella noche.
—Eso forja el carácter. Y yo tenía seis cuando mi padre hizo lo que yo hice por vos, señora baronesa de Vaudreuil. ¿Tenéis algo que decir sobre la educación que mi padre me dio?
—Vamos, viejo bicho. Camina… A la vuelta, te digo.
—¿Prometido?
—Sí.
El tráfico de carrozas, caballos, carros y otras carretas de mano era tan denso que difícilmente se podía cruzar la calle, y las aceras estaban atestadas de gente. Charlatanes, comerciantes, titiriteros, domadores de pequeños dragones sabios, sacamuelas —«¡Sin dolor! ¡Reemplazo la que extraigo!»— y otros cancioneros montaban un espectáculo o atraían la atención de los parroquianos en italiano, en español, incluso en latín y griego para parecer doctos. Abundaban los libreros de viejo, que ofrecían a bajo coste libros arrugados, arañados, rasgados, entre los cuales alguna vez se descubrían tesoros. Todos habían montado sus tarimas, sus barracas, sus tiendas, sus puestos. Los emplazamientos resultaban caros y eran objeto de encarnizadas disputas. Quienes no tenían derecho a uno dejaban letreros con sus nombres, direcciones y especialidades. Otros —libreros de viejo, sombrereros, vendedores de aguardiente— gritaban fuerte e iban de una orilla a otra con un escaparate sobre la barriga o empujando una carreta. Todo se vendía y se compraba en el puente Nuevo. También se robaba mucho, porque no hay gentío ocioso que no atraiga a los canallas.
Agnès dejaba atrás el famoso «caballo de bronce» —que, sobre su pedestal de mármol, seguía esperando ser montado por una estatua de Enrique IV en 1633—, cuando se percató de que caminaba sola. Volvió sobre sus pasos y encontró a Ballardieu parado por una gitana que tocaba un tamboril y bailaba lascivamente con el colear metálico de los cequíes[5] que adornaban su falda. Agnès arrastró al viejo soldado tirándole de la manga. Él la siguió hacia atrás, las piernas se le enredaron en la vaina de la espada, y pronto aguzó el oído al reclamo:
—¡Saca la blanca! ¡Con tres intentos nadie falla! ¡Seis bolas por un céntimo! ¡Saca la blanca!
El que se desgañitaba así proponía jugar a la «blanca», es decir, a la lotería. Hacía girar una rueda y delante tenía expuesto lo que se podía ganar: un peine, un espejo, un calzador; todo un baratillo normal y corriente que no tenía tan buena pinta cuando se miraba por segunda vez. Ballardieu probó suerte, la tuvo y se llevó una tabaquera con la tapa algo desportillada. Y quería enseñársela a la joven baronesa, cuya paciencia ya se agotaba, cuando resonó un toque de trompetas.
Intrigado e indeciso, el gentío estiró el cuello en medio de un gran murmullo.
De la orilla sur, venían soldados del regimiento de guardias franceses para abrir camino. Apartaron a vehículos y jinetes de la calzada, empujaron a los peatones en las aceras y formaron tres hileras sobre los escalones en posición de firmes, las espadas a la derecha y los mosquetes a la espalda. Los tambores redoblaban alineados mientras los suizos de la guardia avanzaban con una tropa de elegantes jinetes a la zaga: oficiales, señores, cortesanos. Pajes ataviados con la librea real seguían a pie y, a ambos lados de la comitiva, los famosos cien suizos con sus albardas. Llegó la carroza real, toda dorada, arrastrada por seis magníficos caballos y escoltada por gentilhombres. ¿De verdad era el rey la figura que se intuía de perfil en el interior? Tal vez. La muchedumbre no aclamaba, mantenida a raya por espadas y mosquetes. Permanecía respetuosa y silenciosa, como ensimismada, la cabeza descubierta. Desfilaron otras carrozas. Una de ellas no llevaba escudo de armas, blanca como su tiro. Pertenecía a la madre abadesa de la orden de las hermanas de Saint-Georges: las famosas «Damas blancas» que, desde hacía dos siglos, protegían la corte francesa de la amenaza dracónica.
Agnès se había detenido, callado y descubierto, como todo el mundo.
Sin embargo, la carroza real despertó en ella menos interés que la inmaculada, de la que fue incapaz de apartar los ojos nada más verla. Cuando ésta llegó a su altura, una mano enguantada en blanco levantó la cortinilla y una mujer asomó la cabeza. La madre abadesa no buscaba a nadie en concreto. Enseguida se encontró con la mirada de Agnès y le clavó la suya. Fue algo largo y lento, como si el coche blanco se desplazara a cámara lenta, como si el tiempo se resistiera a interrumpir el intercambio silencioso de dos seres, de dos almas.
Entonces la carroza pasó de largo.
Se impuso la realidad y la comitiva se alejó con su martilleo de cascos sobre el adoquinado. El regimiento de la guardia francesa abandonó ordenadamente las aceras y desapareció. El puente Nuevo volvió rápido a su acostumbrada animación.
Solo Agnès permaneció inmóvil, vuelta hacia el Louvre.
—Es una mirada con la que jamás me gustaría topar —dijo Ballardieu cerca de ella—. Y, en cuanto a sostenerla…
La joven se encogió de hombros con fatalismo.
—Al menos, eso me mantiene alejada del Louvre.
—¿No irás a hablar con ella?
—Hoy no… ¿Y para qué? Me conoce de sobra. Con eso basta.
Decidida a pensar en otra cosa, Agnès sonrió al viejo soldado:
—¿Qué? —preguntó—. ¿Vamos?
—¿Adónde?
—¡Pues a escuchar a Tabarin y Mondor!
—¿Estás segura?
—Te lo prometí, ¿verdad?