Los domingos y días festivos, cuando hacía buen tiempo, los parisienses iban de buena gana a distraerse fuera de la capital. Alejados de los arrabales, los pueblos campesinos de Vanves, Gentilly y Belleville, los burgos de Meudon y Saint-Cloud gozaban de acogedores mesones donde beber, bailar, jugar a la petanca bajo la enramada, aprovechar para no hacer nada a la sombra fresca y el aire puro. El ambiente era alegre y la libertad grande, escandalosa para algunos. Y es cierto que, a veces, las fiestas selectas se improvisaban al caer la tarde y se amenizaban con vino y placer. Como la clientela disminuía entre semana, estos locales se convertían en retiros apreciados por su calma y su cocina; así, por ejemplo, Le Petit Maure, en Vaugirard, debía cierta fama a sus guisantes y sus fresas.
Saint-Lucq y Bailleux habían encontrado momentáneamente refugio en uno de estos mesones. Al arrojarse por la ventana de un molino de rueda donde el notario estaba encerrado y dejarse arrastrar por la corriente del río, habían logrado alejarse de los jinetes que venían en busca del preso. En vez de retroceder hacia el enemigo, Saint-Lucq había decidido seguir adelante a pie. Llevaban ya unas horas a través de bosques y campos, escudriñando el horizonte al acecho de jinetes, cuando llegaron rendidos a un pueblo a la entrada del cual se abría el soportal de una hostería.
De momento, Lucien Bailleux estaba solo en una habitación del inmueble. Sentado a una mesa expresamente puesta para él, comía con un apetito voraz; porque tres días de cautiverio, de malos tratos y de ayuno le habían hecho pasar hambre. Aún iba en camisa, la misma que llevaba cuando lo habían arrancado bruscamente de su cama en mitad de la noche. Pero, al menos, el baño obligado en el río lo había aseado.
Flaco, con los rasgos marcados y el cabello delante de los ojos, parecía lo que era: un superviviente.
Dirigió una mirada brusca e inquieta hacia la puerta cuando Saint-Lucq entró sin llamar. El semidragón traía un fardo de ropa que dejó caer sobre la cama.
—Para vos. Esto era de un viajero que se fue sin pagar.
—Gracias.
—También he encontrado dos caballos ensillados —prosiguió Saint-Lucq, arriesgándose a echar un rápido vistazo por la ventana—. ¿Sabéis montar?
—Esto… Sí. Un poco… ¿Creéis que esos jinetes aún nos persiguen?
—Estoy seguro. Os buscan y no cejarán en el empeño… Los cadáveres de los salteadores que yo maté en el molino estaban calientes cuando ellos llegaron. De hecho, esos jinetes saben que nos libramos de ellos por bien poco. Y, si han encontrado los caballos con los que yo contaba huir, también saben que somos dos y que vamos a pie. No dudéis que rastrean la campiña en nuestra busca en este preciso instante.
—Pero los despistaremos, ¿verdad?
—Tenemos nuestras posibilidades si no nos rezagamos. Después de todo, hay algo que no saben: adonde nos dirigimos.
—¿A París?
—No sin antes haber recuperado el documento. No antes de haberlo guardado en un lugar seguro. Vestíos.
Poco después, Bailleux terminaba de vestirse cuando se derrumbó. Se dejó caer sentado en la cama, se llevó las manos a la cara y rompió en sollozos.
—Yo… Yo no lo entiendo… —soltó.
—¿El qué? —dijo el semidragón, impasible.
—¿Por qué a mí? ¿Por qué me tiene que pasar todo esto a mí? Tengo una vida de las más ordenadas. He estudiado y trabajado con mi padre antes de heredar su oficio. Me he casado con la hija de un colega. Fui un buen hijo y creo ser un buen esposo. Rezo y practico la caridad. Llevo mis negocios con honor y honradez. A cambio, no pido más que vivir en paz… Así que ¿por qué?
—Habéis abierto el testamento equivocado. Y, lo que es peor, lo habéis dado a conocer.
—¡Pero era mi deber como notario!
—Sin duda.
—Es injusto.
Ante aquello, Saint-Lucq no supo qué responder.
Desde su punto de vista, la justicia no existía. Sólo había débiles y poderosos, ricos y pobres, lobos y corderos, vivos y muertos. El mundo era así y siempre lo sería. Todo lo demás era sólo literatura.
Se acercó al notario con la esperanza de tranquilizarlo. Éste se levantó de repente y lo estrechó fuertemente entre sus brazos. El semidragón se crispó mientras el otro decía:
—Gracias, señor. Gracias… No sé muy bien quién sois. Tampoco sé quién os envía. Pero, sin vos… ¡Dios mío, sin vos!… Creed en mi eterno agradecimiento, señor. A partir de ahora no habrá nada que os pueda negar. Me habéis salvado. Os debo la vida.
Saint-Lucq se separó lenta pero firmemente.
Luego, con las manos apoyadas sobre los hombros de Bailleux, lo zarandeó y le ordenó:
—Miradme, señor.
El notario obedeció y los cristales encarnados de las antiparras le devolvieron la mirada.
—No me deis las gracias —continuó Saint-Lucq—. Y no os preocupéis de saber quién me manda, sino por qué. Hago lo que hago porque me pagan. Estaríais muerto si os hubieran querido matar. De manera que no más gracias. Mi sitio no está ni en las novelas ni en las crónicas históricas. Yo no soy un héroe. Sólo soy una espada. Al contrario de vos, no merezco ningún reconocimiento.
Bailleux, incrédulo al principio, acusó el golpe de aquella declaración.
Luego, como aturdido, asintió y se cubrió con la boina que el semidragón le había traído.
El notario abandonó la habitación delante y, mientras ensillaba torpemente en el patio de la posada, el semidragón se quedó un momento en el interior para pagar al posadero y susurrarle unas palabras al oído. El hombre escuchó sus consignas con atención y después asintió al tiempo que se embolsaba una pieza de oro adicional.
Menos de media hora después de que Saint-Lucq y Bailleux partieran, llegaron unos jinetes armados. El posadero los atendió en el umbral de la puerta.