VIII

Llegada a París por la puerta de Richelieu, una carroza de dos caballos enfiló la calle del mismo nombre entre los jardines del palacio cardenalicio y la loma de Saint-Roch, llegó al muelle y cruzó el Sena por un puente de peaje recién construido en madera: el puente Rojo, bautizado así por el color del minio con que había sido encalado. La carroza alcanzó de ese modo el barrio de Saint-Germain, que prosperaba alrededor de la célebre abadía y era casi una ciudad aparte esperando a ser absorbida sólo administrativamente por la capital.

Un nuevo barrio surgía de la tierra a la salida del puente Rojo. Sólo había una ribera fangosa y un vasto terreno yermo, el Pré-aux-Clercs, antes de que la reina Margarita de Navarra mandara edificar allí un dominio a principios de siglo. Así nacieron un muelle, un palacete de lujo, un gran parque y el convento de los Agustinos reformados. La primera esposa de Enrique IV pidió dinero para financiar sus adquisiciones y no dio marcha atrás ante las malversaciones: de ahí, dicho sea de paso, el nombre del muelle Malaquais por «mal acquis», mal adquirido. En 1615, dejó en herencia una magnífica propiedad pero también ¡una deuda de 300 000 libras! Eso hizo que aparecieran los acreedores. Para satisfacerlos, el dominio fue puesto a subasta y vendido por parcelas a emprendedores que trazaron nuevas calles y lo hicieron construir.

Guiada con mano firme por un cochero entrecano y de constitución fuerte que mordía el cañón de una pipa de barro, la carroza bordeó el muelle Malaquais y tomó la calle de los Saints-Pères. A la altura del hospital de la Charité, se bifurcó en la calle de Saint-Guillaume y enseguida se detuvo ante una puerta tachonada grande y oscura.

En una insignia desgastada por el tiempo, una sombría rapaz de piedra adornaba el frontón.

Sentado en el primer peldaño de la escalinata del palacete del Épervier, un Marciac aburrido jugaba solo a los dados cuando oyó la pesada aldaba de la puerta cochera. Levantó la cabeza y vio a monsieur Guibot que atravesaba el patio, renqueando sobre su pata de palo, para ir a ver quién llamaba. Al mismo tiempo, Almadès se acodó en una ventana abierta.

Una mujer entró poco después por el batiente peatonal de la puerta. Bastante alta, delgada, iba vestida de gris y rojo y llevaba un vestido con las faldas remangadas sobre la cadera derecha, que le dejaban al descubierto calzas de hombre y botas de caballero. Su sombrero de ala ancha confeccionado en fieltro estaba adornado con dos enormes plumas de avestruz —una blanca y otra escarlata— y un velo que le ocultaba el rostro al tiempo que la protegía del polvo al que se exponía quien realizaba un largo viaje en carroza por caminos de tierra. Su boca se intuía hermosa, de labios carnosos y oscuros.

Sin el menor interés en Marciac, que se le acercó, miraba el palacete como si pensara comprarlo.

—Buenos días, señora.

Ella se volvió hacia él y lo miró de arriba abajo sin responder.

No obstante, la boca sonrió.

—¿Qué puedo hacer por vos? —insistió el gascón.

Desde su ventana, Almadès eligió aquel instante para intervenir.

—Tenéis muy mala memoria, Marciac. No reconocéis a los amigos.

Desconcertado, Marciac echó los hombros hacia atrás frunciendo el entrecejo, y pasó de la circunspección a la repentina alegría cuando la baronesa de Vaudreuil levantó el velo.

—¡Agnès!

—Hola, Marciac.

—¡Agnès! ¿Me permites que te abrace?

—Te lo permito.

Se abrazaron cordialmente aunque, antes de separarse, la joven tuvo que retener una mano que se aventuraba más allá de los riñones. Sin embargo, la alegría que el gascón manifestaba al volver a verla parecía sincera, y ella no quería estropearlo todo.

—¡Qué alegría, Agnès! ¡Qué alegría!… ¿Así que tú también vuelves a montar?

Agnès mostró la sortija de sello en acero que había pasado sobre su guante de cuero gris.

—¡Lo juro! —dijo ella—. Un día…

—¡… siempre! —corrigió Marciac—. ¿Sabes lo mucho que he pensado en ti estos cinco últimos años?

—¿En serio? ¿Iba vestida?

—¡A veces! —exclamó él—. ¡A veces!

—Conociéndote, es todo un cumplido.

Almadès, que se había apartado de la ventana, salió por la puerta principal.

—Sed bienvenida, Agnès.

—Gracias. Yo también me alegro de volver a veros. He echado en falta vuestras lecciones de esgrima.

—Las retomaremos cuando dispongáis.

Durante estas efusiones, Guibot había hecho él solo el esfuerzo de abrir los dos batientes de la puerta cochera. Hecho esto, la carroza entró, conducida por Ballardieu, que saltó de su asiento y, pipa en boca, sonrió de oreja a oreja. Una vez dentro, los reencuentros fueron ruidosos y entusiastas, sobre todo entre el viejo soldado y el gascón: estos dos compartían recuerdos de vino y mujeres.

Hubo que desenganchar la carroza, colocarla en el cobertizo, bajar los equipajes y meter los caballos en la cuadra. Esta vez, todo el mundo echó una mano al portero, que fingió prohibir a Agnès que moviera un dedo. Ella no le hizo caso, pero prefirió entablar conversación con la tímida y encantadora Naïs, a quien habían arrancado de su cocina las subidas de tono.

La Fargue también hizo acto de presencia.

Sin causar excesivo asombro, su llegada al patio hizo bajar el tono de voz.

—¿Has tenido un buen viaje, Agnès?

—Sí, capitán. Nada más recibir vuestra carta, nos apresuramos a quemar etapas.

—Buenos días, Ballardieu.

—Capitán.

—Esto sigue igual de triste —dijo la joven mientras subía las siniestras piedras grises del hotel del Épervier.

—Ahora, un poco menos —dijo discretamente Marciac.

—¿Estamos todos, capitán?

Tenso y severo, embutido en su jubón gris pizarra y con la mano en la empuñadura de su espada envainada, La Fargue entrecerró los ojos y aguardó antes de responder, con la mirada puesta en la puerta cochera.

—Ya casi.

Los demás se volvieron y descubrieron a quien, con una espada blanca al costado, les sonreía sin que nadie supiera si aquella sonrisa era melancólica o simplemente tierna.

Leprat.