Se despertó vendado y limpio en la habitación que alquilaba en la calle de Cocatrix, de la que además reconoció la decoración nada más abrir los ojos.
—Bienvenido al mundo de los vivos —dijo una bella voz de hombre.
Aunque iba vestido con bastante modestia, el gentilhombre sentado a su lecho irradiaba una elegancia natural que su gran señor sentía a cien pasos. Portaba la espada, había dejado el sombrero de fieltro al lado y sostenía en las manos un libro que cerró. Pronto cumpliría los cuarenta y servía a los mosqueteros del rey.
—Buenos días, Athos —saludó Leprat.
—Buenos días. ¿Cómo os encontráis?
Leprat se incorporó con precaución sobre las almohadas e hizo recuento de sus heridas. Tenía el brazo cuidadosamente vendado, como la pierna bajo la sábana que le cubría el cuerpo desnudo. Apenas le dolía, se notaba descansado y la mente despejada.
—Asombrosamente bien —respondió—. ¿Y la carta?
—Tranquilo, ha llegado a su destino. El oficial de guardia en la puerta de Saint-Denis, a quien tuvisteis la prudencia de confiarla nada más llegar a París, no tardó en hacérsela llegar a monsieur de Tréville… ¿Tenéis hambre?
—Sí.
—Excelente señal.
Athos tomó una cesta que puso entre los dos, sobre la cama, y levantó el trapo de cuadrados rojos y blancos para descubrir un salchichón, queso, una tarrina de paté, media hogaza de pan, un cuchillo, dos vasos y tres botellas de vino.
—Así que —dijo Leprat mientras Athos le preparaba una rebanada— estoy vivo.
—Pues sí. Tomad, comed.
El convaleciente mordió una rebanada de pan recubierta por una espesa capa de paté, y eso no hizo más que despertarle el apetito.
—¿Y a quién debo la vida?
—Primero, al cielo. Después, a monsieur de Tréville… Pero ahora decidme qué recordáis.
Leprat hurgó en su memoria.
—Anoche… Porque esto fue anoche, ¿verdad?
—Sí.
—Pues ayer, por la noche, me tendieron una emboscada en la calle de Saint-Denis con la calle de los Ours. Derribé a la mayoría de mis agresores; pero el último, un gentilhombre, pudo conmigo. Recuerdo que me disparó al corazón, y nada más.
—¿Conocíais a vuestro asesino?
—No. Pero ahora lo reconocería entre mil.
Athos asintió, pensativo. Ignoraba el detalle y la esencia de esta misión y, como buen hombre discreto, no hizo ninguna pregunta al respecto. Además, dudaba que el caballero supiera mucho más que él. Contorsionándose sobre la silla, cogió el tahalí de Leprat que colgaba del respaldo y dijo:
—Ésta es la razón por la que debéis dar gracias al cielo, en primer lugar. Porque sois zurdo.
Leprat sonrió.
Como era zurdo, llevaba la espada a la derecha. Su pesado tahalí de cuero le cruzaba el pecho desde el hombro izquierdo y había parado la bala destinada a perforarle el corazón. El simple impacto lo había abatido y aturdido.
—Gracias a Dios que mi asesino no apuntó a la cabeza…
—Cosas del combate. No siempre son fatales.
El herido asintió al tiempo que aceptaba el vaso de vino ofrecido. Tenía bastante experiencia de la guerra para saber que la suerte le había salvado la vida en bastantes ocasiones.
—Aunque me lo imagino —dijo, brindando—, decidme ahora por qué debo darle las gracias a monsieur de Tréville.
Athos vació su vaso antes de responder.
—Alertados por los ruidos de vuestro combate, los payasos que custodiaban la puerta de Saint-Denis sólo acudieron cuando el que vos sabéis acababa de dispararos. Su presencia hizo que el hombre se diera a la fuga. Como es lógico, os creyeron muerto, aunque después descubrieron que no lo estabais, o no del todo. Gracias al salvoconducto que habíais mostrado, sabían que erais mosquetero del rey. Uno de ellos fue corriendo a buscar a monsieur de Tréville mientras los otros os llevaban a un médico. Monsieur de Tréville llegó al momento, os arrancó de las garras del médico, os trajo a vuestra casa y os confió a los buenos cuidados de su cirujano. Por eso.
—¿Por eso?
—Por eso.
—¿Y cómo es que vos hacéis de enfermero?
Athos se encogió de hombros.
—Anoche estaba de servicio —explicó.
Y, para poner fin a la conversación, se levantó, tomó su sombrero y anunció:
—Ahora debo dejaros.
—¿Volvéis a la calle del Vieux-Colombier?
—Sí.
—Con vuestro permiso, os acompañaré.
—¿En serio?
—Me veo capaz, y ya estoy tardando en poner a monsieur de Tréville al corriente… Concededme sólo el tiempo de vestirme.
—De acuerdo. Os esperaré en el pasillo.
Antoine Leprat vivía en el centro de la ciudad.
Con ropa limpia y barba de tres días, enseguida se reunió con Athos y le rogó que le permitiera pasar por el barbero. Éste aceptó de muy buen grado porque él mismo necesitaba ir y porque a Tréville le gustaba que sus mosqueteros estuviesen al menos presentables. Un barbero de la calle de la Licorne les dejó las mejillas impecables y les brindó la oportunidad de relajarse y charlar un poco más.
—Hay algo que me intriga —dijo Athos.
—¿Qué es?
—Vos sólo recordáis al caballero que os disparó, ¿verdad? Pero los arqueros de la puerta de Saint-Denis hablan de un segundo caballero al que vieron… Un caballero vestido de gris claro o de blanco que, montado a lomos de un caballo de capa pálida, plantaba cara al primero mientras que vos estabais tendido en el suelo. Según ellos, la aparición era casi fantasmagórica… Y, al igual que el otro caballero, no esperaba ser reconocido.
—Os he dicho todo lo que recuerdo, Athos.
Más tarde, hacia las diez, siguieron su camino por el puente Pequeño sin ver nada del Sena porque aquel puente, como la mayoría en París, estaba edificado: a ambas partes de la estrecha calzada, las casas apiñadas no se distinguían en nada de una calle normal y corriente. Luego se desviaron por las calles de la Harpe y de los Cordeliers, hasta la puerta de Saint-Germain, donde el gentío los obligó a aflojar el paso en medio de un tropel impaciente y revoltoso. Franquear una puerta era una prueba a la que debía someterse quien pretendiera salir de París o dirigirse a sus alrededores.
De hecho, la capital estaba fortificada. Sus murallas medievales, jalonadas de torrecillas rematadas en atalayas y a cuatro metros de altura sobre un foso, supuestamente la protegían de una guerra civil y de la amenaza extranjera. Pero dichas defensas no daban mucho el pego. De nada servía buscar un cañón. Los fosos se encontraban llenos de basura. Y las murallas se hallaban en un estado ruinoso a pesar de los esfuerzos que el Regidorato dedicaba a levantar estos escombros. Los parisienses, que no se equivocaban, decían que sus murallas estaban hechas de arcilla, que un mosquete podía abrir una brecha y que un redoble de tambor bastaría para derribarlas. Aun así, sólo se podía entrar en París por una de sus puertas. Eran construcciones tan en desuso como deterioradas, pero albergaban cuerpos de guardia donde vigilaban empleados del fielato y soldados de las milicias burguesas. Los unos recaudaban impuestos aplicados a las mercancías que llegaban, los otros examinaban los pasaportes de los extranjeros; y todos cumplían religiosamente con su deber, lo cual no aceleraba el tráfico.
Una vez en el barrio de Saint-Germain, Athos y Leprat pasaron por delante de la iglesia de Saint-Sulpice y, en la calle del Vieux-Colombier, franquearon el soportal del palacete de Tréville.
Puesto que monsieur de Tréville era capitán de la compañía de mosqueteros del rey, el lugar parecía más un campamento militar que la residencia de un gran señor. Las visitas se atropellaban, la mayoría de las veces para topar con un orgulloso gentilhombre sin fortuna pero de pupila asesina. A falta de ser ricos, todos los mosqueteros de su majestad tenían la sangre caliente y azul. Todos estaban dispuestos a desenvainar al primer envite. Y todos, estuvieran o no de servicio, llevaran o no la casaca azul con cruz de plata flordelisada, se encontraban aquí. Acampaban casi en el patio, dormían en las cuadras, montaban guardia en las escaleras, jugaban a los dados en las antecámaras y, a veces, incluso cruzaban alegremente los aceros en los pasillos para distraerse, entrenarse o demostrar el dominio de una frase de armas. Este pintoresco espectáculo que tanto marcaba el espíritu de las visitas no tenía nada de extraordinario. En la época, la mayoría de las tropas era reclutada con la idea de una guerra y dispersada luego, cuando ya no se tenía necesidad de ellas, por cuestiones de economía. En cuanto a los escasos regímenes permanentes, no se acuartelaban en ninguna parte… a falta de casernas. Como miembros de la prestigiosa Casa Militar del Rey, los mosqueteros de la guardia eran de aquellos con los que siempre se podía contar y que no se desmovilizaban en tiempos de paz. Por eso apenas preocupaba saber dónde se alojarían ni cómo se equiparían y se atenderían sus necesidades cotidianas: por escaso e irregular que fuera el sueldo pagado por el Tesoro, debería bastarles.
En el palacete de Tréville, todo el mundo estaba al corriente de la emboscada en la que Leprat había caído. Lo creían muerto o agonizante, de manera que su regreso fue calurosamente festejado. Sin participar en las efusiones y otras viriles manifestaciones de afecto, Athos acompañó a Leprat hasta la gran escalera abarrotada de mosqueteros, lacayos y solicitantes. Allí lo dejó.
—Sobre todo, procurad ahorrar fuerzas, amigo mío. Regresáis de muy lejos.
—Os lo prometo. Gracias, Athos.
Leprat se hizo anunciar y no tuvo que esperar mucho rato en la antecámara. El capitán de Tréville lo recibió casi de inmediato en su despacho y se levantó para acogerlo cuando él abrió la puerta.
—Adelante, Leprat, adelante. Sentaos. Estoy encantado, aunque no esperaba volver a veros tan pronto en pie. Incluso tenía previsto haceros una visita esta tarde.
Leprat se lo agradeció y tomó asiento, mientras monsieur de Tréville se volvía a sentar a su mesa de trabajo.
—Para empezar, ¿cómo estáis?
—Bien.
—¿Y vuestro brazo? ¿Y vuestra pierna?
—Aún sirven los dos.
—Perfecto. Ahora, vuestro informe.
El mosquetero obedeció y contó primero cómo había vencido a los esbirros de Malencontre y dejado huir a este último.
—¿Habéis dicho «Malencontre»?
—Ése fue el nombre que él me dio.
—Tomo nota.
Después Leprat refirió con rapidez la emboscada de la calle de Saint-Denis, dando cuenta del gentilhombre que lo había abatido sin pestañear. Cuando hubo terminado, el capitán se levantó y, con las manos en la espalda, se volvió hacia la ventana. Ésta le ofrecía una panorámica sobre el patio de su palacete particular, un patio lleno de sus mosqueteros, a los que adoraba, protegía y reprendía como un padre. Por indisciplinados y pendencieros que fueran, no había uno que no estuviese dispuesto a correr mil peligros y dar su vida por el rey, la reina o Francia. Casi todos eran jóvenes y, como todos los jóvenes, se creían inmortales. Pero eso no bastaba para explicar su temeridad ni su extraordinaria devoción. Aunque tenían mal aspecto, conformaban una élite comparable sólo a la de los guardias del cardenal.
—Sabed, Leprat, que en el Louvre están muy orgullosos de vos. Esta mañana he visto a su majestad. Se acordaba de vos y os da la enhorabuena… Vuestra misión ha sido un éxito.
Apartando la vista del patio, Tréville volvió a mirar a Leprat.
—Me han encargado que os conceda un permiso —dijo en tono grave.
—Gracias.
—No me lo agradezcáis. Se trata de un permiso permanente.
El mosquetero se crispó, incrédulo y turbado.
Un permiso de unos días o unas semanas era una recompensa. Pero un permiso permanente significaba que le retiraban la casaca hasta nueva orden.
¿Por qué?